Hace poco escribí un comentario sobre todos esos que se declaran 'demócratas' pero, sorprendentemente, consideran que los referendums son 'peligrosos'. En realidad, mi comentario no iba al fondo de la cuestión. Por supuesto, si uno se declara demócrata tiene que aceptar que los referendums son la expresión suprema de la democracia. Un referéndum es un ejercicio de democracia directa, que por definición siempre será más legítima que la democracia llamada 'representativa'.
Aun así, uno no puede ignorar la sensación de que la opinión de los falsos demócratas contiene un grano de verdad. Precisamente por eso, uno está obligado, por honestidad personal, a no quedarse en la superficie de las cosas y llegar al fondo de la cuestión.
Efectivamente, todos conocemos situaciones en que las mayorías toman decisiones que, al cabo de un tiempo, se demuestran insensatas. Las estampidas de bisontes interceptadas por un precipicio son un buen ejemplo, aunque aparentemente impropio de una especie que se hace llamar Homo sapiens. Desde luego, las situaciones de pánico en espectáculos de masas no son muy diferentes, pero tampoco son del todo ilustrativas. Es cierto, son casos extremos en que los individuos apenas tienen alternativas, o no tienen tiempo para pensar en ellas (aunque también cabría preguntarse por qué no las han sabido prever).
Naturalmente, en la mente de todos los que están leyendo esto flotan ya, desde hace por lo menos un párrafo, fenómenos como el nazismo, las cazas de brujas o las lapidaciones, que reflejan decisiones mucho más deliberadas, en la medida en que los insensatos han tenido tiempo para sopesar otras alternativas y demostrar al mundo que realmente son diferentes de los estúpidos bisontes.
Pero las votaciones democráticas son, en general, mucho más sosegadas que todo eso. Las elecciones, o los referendums, son convocados con antelación suficiente, y lo normal es que los votantes tengan la oportunidad de informarse adecuadamente sobre lo que les proponen votar. ¿Hay algún peligro en esto? Creo que todos estaremos de acuerdo en que no.
Se podría argumentar que las elecciones son peligrosas porque la mayoría de los partidos políticos casi nunca cumplen ni la mitad de lo prometido, pero ese peligro no es del todo imputable a los votantes, o por lo menos a los votantes medianamente avispados. No. El verdadero peligro de las votaciones, sean o no referendums, es que los votantes no sepan realmente lo que están votando.
Eso es lo que yo, al menos, considero un peligro. El peligro de las elecciones y de los referendums estriba en que los ciudadanos no se tomen el tiempo necesario para evaluar en detalle las consecuencias de su voto. ¿Cuántos españoles que votaron el Tratado de la Unión Europea se habían leído el texto del tratado? ¿Con cuántos dedos de una mano se pueden contar los que siempre se leen el programa electoral de todos los partidos que se presentan a las elecciones? Vaya, seamos un poco menos exigentes: ¿cuántos se leen de cabo a rabo el programa electoral del partido al que terminan votando? Creo que todos conocemos la respuesta.
El peligro, por lo tanto, no radica en que los votantes tomen o no decisiones insensatas, sino en que rara vez saben realmente lo que están votando. Todos sabemos cuáles son nuestros intereses pero, si no nos molestamos en informarnos, podemos perfectamente votar en contra de ellos y quedarnos tan tranquilos. ¿Es eso realmente una democracia?
Las votaciones en España no me interesan mucho más que las estampidas de los bisontes, pero en los últimos tiempos he seguido muy de cerca el proceso del Brexit, aquel gran 'error' del 'insensato' Cameron en 2016, según esa élite de seres superiores que siempre son más sabios que la plebe. Pues bien, aunque en España no todos lo saben, los votantes del Reino Unido fueron informados exhaustivamente, durante meses, por radio, prensa, televisión y medios online. Asistieron a debates en los que se analizaron una y otra vez los argumentos a favor y en contra, y las consecuencias de cada argumentación. Y, finalmente, decidieron. Creo no equivocarme si afirmo que ni un solo británico votó en aquel referéndum sin saber perfectamente lo que estaba votando. Eso, amigos lectores, sí es democracia. ¿Peligros? Cero.
Pero no todos los países son el Reino Unido. En algunos países, los medios de comunicación no se esfuerzan por aportar información objetiva a los futuros votantes, o bien ocultan o deforman datos por razones ideológicas, o ponen la lupa sobre temas de actualidad mucho menos relevantes. Entonces, ¿cómo conseguir que las votaciones sean siempre realmente democráticas? Hasta hace unos años el problema no tenía solución fácil, pero la aparición de Internet podría cambiar las cosas... si realmente hay voluntad política para ello. Veamos.
Si tiene usted automóvil no le extrañará leer que para poder circular por las carreteras es necesaria una licencia expedida por las autoridades pertinentes. ¿Por qué las votaciones no pueden estar sujetas a ese mismo requisito? ¿Conoce usted todas las señales de tráfico? Adelante. ¿Conoce usted todas las propuestas económicas de todos los partidos que se presentan? Vote democráticamente. En caso contrario, no tendrá usted derecho ni a conducir un automóvil ni a votar, sencillamente porque su decisión podría afectar a personas inocentes, que no tienen por qué asumir las consecuencias de su irresponsabilidad.
Leyendo esto, siempre habrá quien invoque exaltadamente los derechos humanos y me atribuya algún que otro adjetivo políticamente correcto. De acuerdo, entonces. Dejemos que los conductores se lancen libremente a las autopistas sin pasar antes por un examen, y veamos las consecuencias. ¿Serán de nuestro agrado?
Puede que no mucho. Pero al menos nadie nos acusará de no ser demócratas.
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miércoles, 25 de diciembre de 2019
Democracia informada
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Palabras clave: democracia, elecciones, información, masas, peligro, referéndum, responsabilidad, votaciones
martes, 24 de diciembre de 2019
La espiral - 3
(Comienzo)
Cuando Rosario, suspirando, se desabotonó la blusa y mi mano palpó aquellas carnes desbordantes tras una faja dos tallas demasiado estrecha, mi cerebro entró en modo supervivencia. Cobrar la generosa recompensa prometida por el millonario se convertía automáticamente en prioridad dos. Lo único importante ahora era mantenerme en todo momento encima de Rosario para no perecer por asfixia.
Además, tenía que estar preparado para todo. Más pronto que tarde, aquella faja daría rienda suelta a todos sus secretos, y yo no podía permitir que mi virilidad me abandonase frente a un destino que parecía ya inevitable. Hay héroes anónimos que nunca saldrán en los periódicos.
"Ven, cariño, vamos a la cama", susurró por fin Rosario con voz melosa. Apartó mi mano de su entrepierna, la tomó entre las suyas y me guió hasta su dormitorio.
Quizá habría sido más erótico hacer el amor con un solomillo. Nunca lo sabré, pero aquella noche los dioses me ayudaron. Mi virilidad resistió hasta el final, y Rosario aprovechó con avaricia la bendita circunstancia. Debía de hacer mucho tiempo que no metía a un hombre en su cama.
"Uff. Te lo has ganado, y bien ganado", exclamó al fin, casi sin aliento. "El nombre de ese tipo, su dirección, el nombre de su abuela y, si los encuentro, hasta los apellidos de su dentista". En seguida, con tono mimoso, añadió:
"¿Vendrás a verme el sábado que viene? Esta semana no puedo. Tengo guardia".
Cerré los párpados y tragué saliva. Allá en el fondo, los macarrones se rebelaban contra los intentos de mi estómago por digerirlos. Dramática situación, pensé. Ni siquiera la policía podía ayudarme.
Miré de reojo a Rosario. No sé si conseguí sonreír.
"¡Claro! Cuenta conmigo", respondí.
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miércoles, 11 de diciembre de 2019
La espiral - 2
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martes, 10 de diciembre de 2019
¿Progreso?
Empieza a ser ya demasiado obsesivo el empeño de muchos políticos por invocar constantemente el 'progreso' como panacea universal de todos los males. El progreso es lo único bueno, y todo lo demás es un abuso del fuerte contra el débil, de la injusticia contra la justicia y, en suma, del Mal contra el Bien. Así, con mayusculas. Maltrecha ya la fe religiosa, que compite penosamente con esa plétora de videojuegos, smartphones, discotecas, peluquerías y salones de tatuaje que hacen la vida tan apasionante, las religiones tradicionales están de capa caída y se baten en retirada.
Sin embargo, el cerebro reptiliano no se rinde jamás, y los antiguos tics de la religión cristiana retornan sigilosamente, convenientemente disfrazados de anhelos y terrores 'progresistas'. Nuevos tabúes, herejías y sentimientos de culpabilidad se apresuran a llenar el hueco dejado por sermones y catequesis, ahora tristemente mohosos. ¿Quién dijo cambio? No nos engañemos: Parménides tenía razón.
Sin embargo, sorpréndase usted: el catecismo progresista exalta todo lo contrario de lo que predica. Exactamente igual que su predecesora la institución cristiana. Créanlo o no, las enseñanzas progresistas son incitaciones al abuso, la discriminación, el poder, el supremacismo y la empanada mental. Veamos.
Igualdad
Al menos hasta que el padrecito Stalin descienda de los cielos para instaurar el paraíso socialista, las personas, que yo sepa, somos todas diferentes. Todas. Ni siquiera los hermanos gemelos caminan siempre en la misma dirección, parpadean al mismo tiempo ni comen los mismos menús a la misma velocidad. Unos somos altos, otros bajos. Unos calvos, otros hirsutos. Hay seres humanos trabajadores como los hay perezosos, y como los hay también egoístas y generosos. ¿Por qué empeñarse en igualarnos para evitar que seamos como somos: es decir, irreparablemente diferentes?
Me dirán los feligreses progresistas que lo que ellos pretenden es igualar al rico con el pobre. A todos los ricos con todos los pobres, claro, que para eso los progresistas son totalitarios. Pero eso es discriminatorio. Quitarle su dinero a una persona que quizá se ha hecho rica con su esfuerzo para dárselo a otra que quizá es pobre porque no le da la gana trabajar es un abuso como la copa de un pino. De progreso, nada, oiga. Sería más sensato aspirar a una sociedad en la que el pobre, trabajando, pudiera igualarse al rico, o incluso superarlo, sin molestar a nadie. Y en la que el vago cosechara los frutos de su desidia sin que ningún progresista se escandalizara ni increpara a la humanidad por ello.
Violencia de género
Pobres mujeres agredidas por machos violentos y prepotentes... ¿Mujeres? ¿Por qué sólo mujeres? La testosterona descontrolada no tiene remilgos, y no se ceba sólo en las mujeres. Y si no, que se lo pregunten a Pol Pot, a los responsables del Holocausto o al general Custer. Va a ser difícil contarlos, pero yo diría que el número de varones caídos en guerras desde que Caín descubrió las virtudes de la quijada supera abrumadoramente al de las mujeres, no ya asesinadas, sino siquiera lesionadas por representantes del patriarcado opresor. Al menos, en las sociedades no musulmanas.
Al mismo tiempo, el catecismo progresista declara enfáticamente que las mujeres son, en todo, exactamente iguales a los hombres. Entonces, ¿por qué protegerlas a ellas más que a mí? Es cierto, yo nunca me he emparejado con ningún portador de testosterona, pero sí con portadoras de oxitocina, y supongo que, si alguna de ellas me hubiera agredido, yo me habría defendido. Lo siento, se llama supervivencia. Y si alguna hubiera sido más dañina que yo (psicológicamente, unas cuantas lo han sido), yo no me habría quedado mucho tiempo a deleitarme con el drama masoquista.
Me sabe mal decirlo, pero si una persona abusa de otra es porque es superior a ella. De manera que, una de dos: o declaramos que el macho es superior a la hembra y la protegemos, o nos declaramos todos iguales, y que la ley proteja sólo al agredido, sea cual sea la hormona que corra por sus venas.
Inmigración
Si yo fuera pobre (no estoy muy lejos de serlo) y se me ocurriera emigrar a otro país para mejorar mi situación, escogería un país en el que pudiera ganarme la vida trabajando. Y si en algún país no tuviera posibilidades de trabajar, entendería que no me dejaran entrar. Cierto, podrían acogerme con los brazos abiertos, mantenerme con cargo a los impuestos de los que sí trabajan, o permitirme fastidiar a los comerciantes que pagan impuestos (y muy altos) vendiendo imitaciones de sus productos a mitad de precio. Pero, para mí, la dignidad consiste en ganarse la vida con el propio esfuerzo, y si consintiera en recibir un trato así me sentiría fatal.
He dicho que no estoy lejos de ser pobre, y no miento. Pero si algún día me encontrara con una mano delante y otra detrás, me iría a vivir a Africa. En el Africa central, al menos, hambre no pasaré. Siempre hay un mango o una banana que coger de una rama, o un pescado que capturar en cualquier orilla. Tampoco hay que pagar calefacción, y tengo entendido que esas plantas que algunos fuman crecen en abundancia. Probablemente no podré pagarme un médico si caigo enfermo, pero trataré de disfrutar de la naturaleza y de las relaciones humanas, y consideraré que lo importante es la calidad, y no la cantidad, de los años que a uno le queden de vida.
Y, desde luego, si fuera progresista no trataría de emigrar a Estados Unidos, donde (según mi catecismo) el capitalismo salvaje explota a los pobres inmigrantes sin piedad. No, no. Me iría a Cuba, a Venezuela o a Corea del Norte, a disfrutar de la riqueza y la libertad del paraíso socialista.
Digo yo.
Referendums
Se oye muy a menudo decir por ahí "yo soy demócrata, sí, pero los referendums son muy peligrosos". O sea, que tú eres demócrata, pero tu opinión vale más que la de la mayoría democrática. Pues no me aclaro. "Pero entonces --les respondo yo-- si piensas eso será que no eres demócrata". "Sí, sí, claro que soy demócrata, pero los referendums son muy peligrosos". Y no hay forma de sacarlos de ahí. O sea, que ellos creen que todos los votos tienen exactamente el mismo valor, pero sólo tienen derecho a votar los que piensan como ellos...
Pues lo siento, pero no son nada originales. Ya se les adelantó George Orwell en Animal Farm, cuando escribió que "todos en la granja somos iguales, pero hay unos que son más iguales que otros". Todo un visionario, aquel hombre.
Cambio climático
Qué tremendo, el cambio climático. Según el catecismo progresista, la hecatombe que los seres humanos estamos causando en el pobre planeta nos obliga a: (a) sentirnos muy culpables, más o menos como nos enseñaba antiguamente el cura en la misa de doce; (b) aunque nosotros ya hemos pecado y tenemos aire acondicionado y agua corriente, a los que aún no lo tienen hay que impedirles que repitan nuestros errores; (c) ah, y también tenemos que vivir angustiados por la huella de carbono, clasificar las basuras y odiar a los herejes negacionistas mientras seguimos usando nuestros teléfonos móviles, viajando en avión y aguardando ansiosos el advenimiento de la tecnología 5G, que multiplicará por diez el consumo de energía mundial para que nuestro frigorífico pueda decirnos en voz alta que está helado de frío.
Pero con todas esas medidas ¿qué esperamos conseguir? Que el clima no cambie, me dirán ustedes. De acuerdo, pero ¿cómo se comportaría si no cambiara? Pues no lo sabemos, porque el clima, por definición, siempre está cambiando. Simplemente, no podemos detenerlo. Y además ¿qué clase de progreso es ese que pretende que todo se quede como estaba? ¿Eso no era cosa de los fachas?
El odio
Cuando oí por primera vez hablar del "delito de odio", se apoderó de mí esa sensación de que algo no encajaba. ¿Cómo puede ser delito un sentimiento que es espontáneo y pertenece a la esfera de la más estricta intimidad? Podrá ser un delito la incitación al odio, pero ¿a qué --insértese un exabrupto-- legislador le incumbe lo que yo sienta o deje de sentir? Hasta ahí podríamos llegar, papacito Stalin. Ni siquiera manifestar odio debería ser un delito, si verdaderamente defendemos la libertad de expresión.
Claro que, en esto, el catecismo progresista distingue muy claramente entre odio y odio. Por ejemplo, declarar una alerta antifascista y salir a la calle a quemar contenedores de basura no es un delito de odio. Y mucho menos de incitación al odio. Y es que, parafraseando a Orwell, todos los odios son odios, pero hay algunos odios que son, en realidad... amor.
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martes, 20 de agosto de 2019
La espiral - 1
"¡Maldita sea! Pero ¿qué...? ¡Eh!, ¡eh! ¡Esperen!"
El portal desapareció bruscamente de la pantalla de mi teléfono móvil y yo eché a correr hacia el callejón. Demasiado tarde. Cuando llegué a la esquina, un camión grúa con mi coche sobre la plataforma trasera se alejaba sin hacer caso de mis aspavientos. Me detuve.
"¡Maldita sea!", repetí, jadeando. "¡Justo cuando estaban saliendo del portal!"
Eché a correr otra vez hasta la terraza del bar. El camarero, de pie entre las mesas, me miraba con la bandeja en la mano, en actitud vagamente amenazadora. Saqué apresuradamente mi billetera del bolsillo, puse un billete de diez bajo mi taza de café con leche y seguí corriendo hasta llegar al portal. Belinda y su acompañante ya no estaban allí. A mis espaldas arrancó un motor. Di media vuelta, justo a tiempo para ver alejarse un coche con Belinda en el asiento de pasajeros. El coche dobló una esquina y desapareció. Sólo pude distinguir los tres primeros números de la matrícula. Los anoté en mi teléfono móvil y eché a andar hacia la parada de taxis más cercana.
Ya en el taxi, revisé la grabación del portal de Belinda. En la penumbra del zaguán, las facciones del hombre que la acompañaba eran imposibles de reconocer. Era un tipo alto, trajeado pero con aires deportivos. Sólo pude distinguir un detalle peculiar: parecía llevar calcetines blancos. Belinda, en cambio, había salido delante de él y, a la luz del día, estaba esplendorosa. Un vestido ceñido y unos zapatos de tacón resaltaban su silueta cimbreante, y tras su melena pelirroja se podía adivinar un escote más que generoso. Silbé por lo bajo. En el retrovisor, el taxista me miró un instante.
"Es aquella nave", dijo por fin, señalando con el dedo un enorme hangar con una garita a la entrada. "No puedo acercarle más. Tendrá que caminar un trecho"
Lo miré, incrédulo.
"Tengo pendientes demasiadas multas de aparcamiento. Si me reconocen, tendré que hipotecar el apartamento de Benidorm para pagarles todo lo que les debo".
Le pagué y salí del taxi dando un portazo. La cuneta estaba polvorienta, y la calzada, desierta. Recorrí los quinientos metros que me separaban del hangar y me detuve ante la garita.
"Vengo a recoger mi coche", dije. "Un Ford azul, con una pegatina de la torre Eiffel en el maletero".
El empleado, un tipo indolente de mandíbula ancha y párpados soñolientos, me tendió un formulario sin mirarme.
Lo rellené y lo firmé. "No se ve mucha actividad por aquí hoy", comenté sonriendo mientras se lo entregaba. No me contestó. Repasó los datos de un vistazo, estampó un sello y, por fin, levantó la vista y me miró.
"Son doscientos cincuenta euros", dijo con tono rutinario.
"Pero si lo acaban de traer", protesté. No llevará aquí ni media hora".
"La estancia se cobra por días", replicó con tono fastidioso. "Media hora, aquí, es un día".
Cogí mi copia del formulario, y en el reverso anoté los tres números de la matrícula que había memorizado esa misma mañana. Seguidamente, saqué cuatrocientos euros de mi billetera y los puse ante su vista.
"¿No sabrá por casualidad si alguna vez han traído aquí un coche con estos tres primeros números en la matrícula?"
El empleado leyó los tres números y se me quedó mirando. Luego, sin decir nada, recogió los cuatrocientos euros y tecleó varias veces ante la pantalla de su ordenador.
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domingo, 4 de agosto de 2019
Frío, caliente
Cuando todavía no se habían inventado los videojuegos y las personas tenían que usar su propio ingenio para divertirse, había un entretenimiento muy simple, pero no por ello aburrido. El juego consistía en proponer la búsqueda de algo y, seguidamente, ayudar al otro jugador en su búsqueda dándole pistas: frío, frío, frío..., templado ..., caliente..., ¡que te quemas!, hasta que la cosa buscada aparecía. La emoción del juego dependía en gran parte del valor de la recompensa y, según la edad o el sexo de los jugadores, la cosa buscada podía llegar a ser tan subida de tono como usted quiera imaginar.
Es curioso cómo usamos conceptos elementales para expresar conceptos complejos. En el juego que acabo de describir, el frío y el calor indican el grado de proximidad, pero en contextos diferentes la temperatura puede simbolizar ideas mucho menos coherentes. Y, como vamos a comprobar a continuación, hasta contradictorias.
En ocasiones exageramos, y por eso cuando decimos 'estoy helado' o 'me estoy congelando' nadie piensa que nuestra temperatura haya bajado de cero grados, del mismo modo que cuando exclamamos '¡me estoy asando!' todos entienden que lo que tenemos es, simplemente, mucho calor. Sin embargo, cuando una situación es muy conflictiva decimos que está 'que arde', y cuando nos embarga la furia sentimos que estamos 'hirviendo' de rabia. También podemos 'arder' de deseo por conseguir algo, y los deseos más intensos son para nosotros deseos 'ardientes'. O fervientes, que originalmente significaba... 'hirvientes'.
¿En qué quedamos? ¿No acabábamos de decir que el hervor era sinónimo de rabia? En realidad, el hervor o fervor es también sinónimo de entrega devota a una causa o a un sentimiento. ¿Tendremos, pues, que suponer --dirá usted-- que Santa Teresa oraba con tanta dedicación porque estaba muy 'caliente'? 'Absolutamente no', se escandalizarán los lingüistas. 'Se ha salido usted de contexto'. (Ojo: el lector tampoco deberá entender que, por el hecho de haberse 'salido' de lo que sea, el interlocutor esté 'salido').
Volvamos, pues, al contexto, y aceptemos que uno arde sólo de deseo. Pero, entonces, ¿por qué decimos que alguien está 'quemado' cuando está harto de fracasar, y no cuando ha terminado de desear? Peor todavía: cuando uno está 'echando humo' no es porque se acabe de 'quemar', sino porque está muy enfadado. Que es lo mismo que decir... 'hirviendo' de rabia. Sin embargo, aunque a nosotros nos está permitido echar humo, echar vapor sólo les está permitido a las locomotoras. O a las planchas.
El fuego, las brasas y el ardor han estado siempre asociados a la pasión desmedida, del mismo modo que la frialdad significa universalmente distanciamiento o insensibilidad. De ahí que las actitudes 'gélidas' y las miradas 'glaciales' nos inspiren desasosiego. Pero, ¿y el término medio? Tiene su lógica que una persona o una actitud 'tibia' denoten un carácter pusilánime o cierta falta de convencimiento, pero cuando hablamos de una persona 'templada' no nos estamos refiriendo a eso, sino a alguien que controla perfectamente sus impulsos. Casi lo contrario de lo que uno se imaginaría.
Echar 'leña al fuego' puede ser lo contrario que echar 'un jarro de agua fría', pero los psicólogos nos dirán que la 'frigidez' en la mujer no se cura con mucha 'fogosidad', sino con paciencia y 'calidez'. Es cuestión de grado. Ah, y añada usted una cierta dosis de 'temple', hasta que uno consiga 'encandilar' a la cohibida.
No sigo. Creo que voy por mal camino. Si espero que los lectores deparen a este artículo una 'cálida' acogida, no debo internarme en aguas demasiado 'tórridas'. Eso sería... jugar con fuego.
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Palabras clave: caliente, congelado, echar humo, frío, fuego, helado, hervir
Periodos
El tiempo y el espacio sólo se diferencian en los instrumentos con que los medimos. Si yo decido ir caminando desde el Big Ben hasta Trafalgar Square, al terminar mi paseo el espacio que habré recorrido será una parte de la circunferencia terrestre, y el tiempo que habré invertido será una fracción del movimiento de la Tierra alrededor del Sol.
Curiosamente, a pesar de habitar sobre un planeta esférico nuestro concepto del espacio está basado en la vertical y en la horizontal, y tuvieron que transcurrir muchos siglos después de Euclides hasta que averiguamos que el Universo, en realidad, aborrece las líneas rectas y los planos. Pero, a la escala en que nos movemos, eso son sutilezas, y medir en línea recta sigue dándonos una buena aproximación.
El tiempo, en cambio, es difícil de concebir sin pensar en ciclos. Al fin y al cabo, dormimos todas las noches, las mareas y los relojes oscilan, la luna llena y la luna nueva se persiguen infatigablemente, y los solsticios y equinoccios se repiten todos los años por las mismas fechas. No es, pues, de extrañar que nuestro lenguaje contenga palabras para todos esos períodos, para sus múltiplos y divisiones, y para otros que nuestras costumbres han ido creando. Mucho más que el espacio, es el tiempo el que realmente marca nuestras vidas.
Con el paso de los siglos, sin embargo, muchas de esas palabras han terminado vinculadas a episodios o tradiciones específicos, y el léxico que mide el tiempo ha ido perdiendo coherencia. La cuaresma es la única 'cuadragésima' que conocemos, y la menstruación es un ciclo 'mensual' específicamente asociado a las mujeres. "Espérame un segundo" y "espérame un minuto" son prácticamente intercambiables, y en México 'ahora', 'ahorita' y 'ahoritita' miden escalas de tiempo tan diferentes como 'posiblemente nunca', 'un día de éstos' y 'en seguida', respectivamente.
En la Grecia contemporánea el tiempo se mide en temporadas turísticas, pero en la Grecia antigua se medía en olimpíadas, que eran los períodos de cuatro años que transcurrían entre unos juegos olímpicos y los siguientes. Para nosotros, sin embargo, 'juegos olímpicos' y 'olimpíadas' son ahora sinónimos, lo cual no es sorprendente, ya que las mónadas son un concepto filosófico, las tríadas son conjuntos de tres cosas, y las lusíadas son un poema épico (bellísimo, por cierto) de Luis de Camoens. Para añadir más leña al fuego de la confusión, en Honduras llaman 'olimpíadas' a los exámenes de recuperación de las asignaturas suspendidas. En España, que cosecha ya una larga tradición de confusiones entre pelo y cabello, vidrio y cristal, paro, huelga y desempleo, etc., se ha perdido también la distinción entre la paga semanal, o salario, y el sueldo, que era hasta no hace mucho lo que los españoles cobraban todos los meses.
Algunas series de conceptos cronológicos se mantienen sólo parcialmente. Se habla de bienios, trienios, cuatrienios, quinquenios, sexenios y septenios pero, dado que nadie parece necesitar los octenios o los nonenios, hay un salto en el vacío que conduce a... las décadas. En algunos nichos lingüísticos particularmente combativos se habla todavía de decenios, pero la batalla está perdida. Por desgracia, tal vez, ya que, según el DRAE, una década puede ser nada menos que un conjunto de diez cosas, diez soldados, diez días, diez años, diez libros o diez capítulos.
Los días de la semana también tienen sus incoherencias. Los primeros cinco están dedicados a la Luna, Marte, Mercurio, Júpiter y Venus, pero el sábado recibe su nombre del sabbath, el día de descanso de los acadios, originalmente, y de los judíos después, y el domingo no es otra cosa que el 'Domenicus' o día del Señor. En inglés, en cambio, el sábado (Saturday) está dedicado a Saturno y el domingo (Sunday) al Sol. Curiosamente, en alemán (como en ruso y en polaco) el miércoles es, nadie sabe muy bien por qué, el Mittwoch o 'día de enmedio' de la semana.
En el siglo XVII, James Ussher, arzobispo de Armagh por aquel entonces, determinó, después de arduas investigaciones (que sin duda no incluyeron una visita a las pirámides de Egipto), que el Universo fue creado exactamente el 23 de octubre del año 4004 antes de Cristo. A partir de esa fecha, Ussher concluyó que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso el 10 de noviembre de ese mismo año, y que el arca de Noé arribó al Monte Ararat unos dos mil quinientos años después, el 5 de mayo de 1491 antes de Cristo.
Y seguidamente, para rizar el rizo, puntualizó: "Era miércoles".
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sábado, 3 de agosto de 2019
Hegel en la papelera
He comentado hace poco que sigo las charlas de Antonio Escohotado en YouTube, aunque no conozco muchos más pensadores de lengua española que me llamen la atención, ni por su originalidad ni por su profundidad. A Escohotado lo admiro por muchos conceptos. No sólo por su capacidad de trabajo y su curiosidad insaciable, sino por su espíritu independiente y libertario. Sin embargo, hay una parte de su pensamiento que me desconcierta: su interés por la filosofía.
Aunque le he oído glosar a menudo a los filósofos de la Grecia clásica, su debilidad absoluta parece ser Hegel. Escohotado se derrite cuando habla de Hegel, y hoy por primera vez le he oído explicar por qué. Mi primera reacción ha sido de estupor. No entiendo nada. No puede ser que este hombre, en general tan lúcido, se rebaje a parlotear en la jerigonza de los filósofos y se crea lo que dice. De modo que, por una vez, la curiosidad ha vencido a mi secular aversión al onanismo mental. He entrado en Wikipedia, he buscado 'Hegel' y me he puesto a leer.
Leer a los filósofos alemanes me parece una pérdida de tiempo en todos los casos, además de ser un acto masoquista generador de manos retorcidas, sudores fríos y jaquecas devastadoras. Para empezar, habría que leerlos en alemán, que es una lengua esencialmente intraducible. Y, para continuar, habría que entender qué demonios quieren decir todas esas frases laberínticas construidas con conceptos enigmáticos. Es sábado por la tarde y no tengo otra cosa que hacer, de modo que me he preparado un café, me he sentado ante la pantalla y, para no abusar de mis ocho o diez lectores, he seleccionado sólo una frase de Wikipedia sobre el pensamiento --es un decir-- del señor Hegel. Vamos a ello.
La frase que he seleccionado dice así:
"No limitándose a rechazar la dualidad kantiana de libertad frente a naturaleza, Hegel aspira a subsumirla en la 'infinidad verdadera', el "Concepto" (o 'Noción': Begriff), el "Espíritu" y la "vida ética" de manera que la dualidad kantiana se haga inteligible, en lugar de seguir siendo algo que viene dado en bruto".
Kantiana o no, la dualidad de la libertad frente a la naturaleza es para mí como la dualidad de la velocidad frente al tocino. ¿Dualidad respecto a qué? ¿Qué relación hay entre ambas cosas? La libertad es lo contrario de la restricción, mientras que la naturaleza es lo contrario del artificio. Tal vez lo que Hegel quería decir era demasiado abstruso para mí, pero suponer a tus lectores más tontos que tú suele ser un síntoma de la vanidad de los imbéciles. De modo que encojámonos de hombros y prosigamos.
Antes de subsumir nada en la 'infinidad verdadera', me temo que deberíamos averiguar lo que Hegel entendía por 'infinidad'. Y, sobre todo, infinidad de qué. Escribámoslo de otro modo:
... subsumir la dualidad [...] en un número infinito verdadero de lo que sea
Confieso que Groucho Marx tenía mucha más gracia que este señor. No tengo ni idea de lo que es un número infinito de lo que sea, ni de cómo subsumir dualidades en números infinitos. Que yo sepa, Herr Hegel no dejó escrito ningún manual de instrucciones al respecto. ¿Y cómo sabremos cuándo una infinidad es verdadera? Una infinidad de unicornios es falsa para un zoólogo pero, si aceptamos que yo existo, tan verdadera como mi imaginación. ¡Y todavía no hemos llegado ni a la mitad de la frase!
Ahora agarrémonos, porque vienen curvas. Tal como está construida la frase, tenemos que suponer que el concepto, el espíritu y la vida ética (!!!) son la infinidad verdadera. A ver, señores filósofos: un concepto es una abstracción, y por lo tanto no puede ser infinito. En cuanto al espíritu, lo único que se me ocurre es el alcohol etílico, que es lo que diferencia las bebidas espirituosas de las demás (tal vez estamos llegando por fin al meollo del pensamiento de Hegel). Con respecto a la 'vida ética', puede significar muchas cosas, pero no se me ocurre ninguna que sea una infinidad. Haciendo un esfuerzo mental realmente generoso, podríamos relacionarla con la libertad y con la naturaleza pero, como las tres cosas son atributos del ser humano, no hay nada que subsumir: o están subsumidas por definición, o no lo están.
De manera que, después de tamaña retahíla de desvaríos --alguien podría decir 'timos'-- intelectuales, la dualidad kantiana debería ahora ser tan inteligible como dos más dos son cuatro. O, considerando que los lectores de Hegel somos tontos, tan inteligible como trescientos cuarenta y cinco, coma dos, más siete mil ochocientos seis. Ojo, y no sólo eso, sino que a partir de ahora ya no será algo que viene dado 'en bruto'. De lo que se entera uno.
En fin, nada más por hoy. Confío en que mi uso de la ironía haya hecho sonreír a alguno de mis dos o tres lectores (a estas alturas del texto, ni siquiera sé si llegarán ya a tantos). Por mi parte, he saboreado mi café, he pasado un rato entretenido y he disfrutado desmenuzando las estupideces del señor Hegel. No era mi intención ofender a nadie, pero es que esto de la filosofía me saca de quicio. Lo mío, como sabrán ya mis escasos lectores, es la ciencia y el sentido común. Lo demás, sencillamente, es cuento.
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sábado, 27 de julio de 2019
Diez mil dólares
En los años 90 leí una noticia que me abrió todo un mundo. Un taxista de Nueva York, venido de India, había conseguido ahorrar en un año diez mil dólares, y con sólo ese dinero había hecho construir una escuela para niñas en su pueblo natal. Para mí, aquella noticia fue una revelación. Diez mil dólares --el precio de un automóvil barato-- es una cantidad al alcance de casi cualquier persona en un país industrializado. En mi cuenta bancaria dormía la posibilidad de crear nada menos que una escuela para niñas en algún pueblo remoto de algún país pobre.
Era un descubrimiento maravilloso, pero inmediatamente comprendí que disponer del dinero no era suficiente. Aquel taxista había conseguido sus fines porque tenía contacto directo con los habitantes de su pueblo, y sus diez mil dólares habían estado rigurosamente destinados a comprar el material y pagar a los trabajadores. La clave de su éxito consistía en no haber pasado por ningún intermediario. Si los habitantes de los países ricos pudiéramos hacer lo mismo, pensé, mucha gente que, como yo, desconfía de las organizaciones 'solidarias' o que no tiene manera de saber a dónde iría a parar su dinero ayudaría con entusiasmo a alcanzar fines tan nobles.
De hecho, la existencia de Internet lo hacía ya viable. Imaginemos un sitio web en el que pudiéramos comprobar en todo momento el importe de las aportaciones recibidas y el destino de cada dólar aportado. Podríamos ver, por ejemplo, que con los veinte dólares que donamos la semana pasada han levantado los tres tabiques que vemos en la foto, o han comprado los tres pupitres que estamos viendo en un vídeo grabado por una niña del lugar, que el curso que viene podrá aprender a leer y a escribir en uno de aquellos pupitres. ¿Quién se resistiría a donar un dólar, veinte o cuatrocientos, pudiendo disfrutar de la satisfacción de ver todo lo que su pequeña aportación es capaz de conseguir?
Como no creo tener el don de la genialidad, supongo que esa idea ya se le habrá ocurrido también a más de una organización 'solidaria'. La triste realidad de que ninguna la haya puesto en práctica me hace desconfiar aún más, si cabe, de tales organizaciones. En Africa, todo el mundo ha visto más de una vez a la venta en el mercado latas de conserva y sacos de arroz marcados con el sello de la ONG de turno. No es posible que las ONG desconozcan esa realidad, pese a lo cual las entregas de alimentos 'gratuitos' prosiguen como si nada, entregando de hecho las donaciones a una legión de funcionarios corruptos, y convirtiendo la iniciativa 'solidaria' en una formidable estafa a los contribuyentes de los países donantes.
Naturalmente, una estafa así sólo es posible si los ingenuos estafados creen estar haciendo un bien a la humanidad, y a eso se dedica día y noche la gigantesca maquinaria de propaganda en que se han convertido los medios de comunicación. En este particular como en muchos otros, la tarea del periodista no consiste tanto en informar como en ahorrarse la parte más inconveniente de la información. En otras palabras, la que incomoda a la ideología dominante, que es en fin de cuentas la que le da de comer.
Las ideologías ocultan partes de la realidad porque son, necesariamente, simplificaciones. Ante una situación compleja, las personas adoptan puntos de vista de lo más diverso en consonancia con su perspectiva personal, sus intereses o su capacidad de raciocinio, y no se adherirán fácilmente a burdos esquemas de capitalistas y proletarios, razas superiores e inferiores, machos contra hembras, alimentos buenos y malos, o la cantinela de que 'cualquier clima pasado fue mejor'. En los regímenes populistas, a menudo presentados como democracias, las ideologías tienen que convencer a los estafados de que están del lado del bien. En las dictaduras, las ideologías no tienen que convencer a nadie, pero son muy útiles para que los ejecutores del poder no tengan que pensar mucho antes de actuar.
Todas estas consideraciones nacen de un par de comentarios que le oí recientemente a Antonio Escohotado sobre el economista Angus Deaton, a quien por lo visto admira. Movido por la curiosidad, he escuchado unas cuantas conferencias de Deaton en YouTube, y no me ha convencido del todo. Explicaré por qué.
Es cierto que el desarrollo económico ha mejorado muchísimo la esperanza de vida y el bienestar material de la humanidad en los últimos tres o cuatro siglos. Pero, enunciado así, ese dato sirve igual para sociedades humanas que para rebaños de ovejas. En comparación con un pasado de hambre, guerras y privaciones, todos esos progresos son buenos. Pero ¿la gente en la Edad Media era desgraciada porque no podía viajar en avión? ¿Los habitantes del siglo XXV tomarán menos antidepresivos que nosotros porque podrán ir a la Luna? Permítanme que lo dude. La idea de progreso no tiene sentido más allá de la vida de cada persona. Nos hace felices instalar agua caliente en nuestro hogar, o enterarnos de que han inventado los antibioticos, pero nuestros hijos estarán en peor situación que nosotros, porque no heredarán nuestra felicidad y, además, serán desgraciados si se quedan sin agua caliente o sin antibióticos.
Incluso a escala de la vida de una persona, el progreso no es necesariamente una bicoca. Nuestra esperanza de vida es ahora más alta, pero en muchas ocasiones eso sólo significa que hemos añadido a nuestra vida, o a la de quienes nos rodean, un tramo de infelicidad y sufrimiento en forma de deterioro físico o mental. Dicho de otra manera, aunque casi nunca se menciona, hay dos criterios diferentes para medir la felicidad: uno es la cantidad, y el otro es... la calidad.
Me dirán ustedes que también la calidad de vida ha mejorado sustancialmente gracias al progreso. No lo negaré, pero también es cierto que, a menudo, la obsesión por la cantidad termina amargándonos la fiesta. Podemos comer o beber exquisiteces que antes sólo estaban al alcance de unos pocos, pero, si queremos vivir muchos años, tendremos que introducir una infinidad de restricciones en nuestra alimentación. Podemos estar en contacto con muchas personas que se encuentran lejos de nosotros. Tantas, que no tenemos tiempo para pensar sobre nosotros mismos, o para meditar sobre lo que otros han dicho o escrito. En las grandes ciudades, las posibilidades de trabajo, ocio y cultura se multiplican, pero millones de personas viajan todos los días por el subsuelo para desplazarse por ellas.
Cuando sentimos compasión por los países pobres, lo primero que nos viene a la mente es compensarles en cantidad. Querríamos darles no lo que creemos que los haría felices, sino lo que a nosotros nos haría infelices si nos lo quitaran. No se nos ocurre que quizá ellos deberían tener la posibilidad de escoger su propio camino hacia el progreso: su propio balance de cantidad y calidad. Las personas pobres no son inferiores a nosotros. No necesitan nodrizas, sino medios.
Pero, aunque se propusieran dotar de medios a los países pobres, las sociedades occidentales están atadas de pies y manos. No sólo porque cualquier intervención suya resucitaría el fantasma de los imperios coloniales, sino porque en esos países la pobreza suele ser inseparable de la corrupción, y la corrupción es incompatible con los modos democráticos. No podemos enviarles alimentos o dinero, porque se quedarán a mitad de camino. No podemos invertir en ellos, porque las mordidas se comerán todos los beneficios. No podemos sancionarlos, porque se enrocarán, y la población será la que salga perdiendo.
Deaton, con mentalidad típicamente occidental, argumenta que no debemos darles dinero porque, al hacerlo, impediremos que sus gobernantes se vean obligados a responder ante sus súbditos. Pero a mí no se me ocurre ninguna razón por la que un gobernante corrupto debiera ser sensible al malestar de su población. En los regímenes corruptos el contrato social no existe, y la supervivencia del régimen depende precisamente de que siga sin existir.
En realidad, los países occidentales no están en condiciones de cambiar la situación de otros países. Ni pueden, ni saben. En Japón, el general McArthur consiguió democratizar el país sólo después de haberlo devastado material y moralmente con dos bombas atómicas, pero en Iraq el presidente Bush (tanto el padre como el hijo) ni siquiera tenía un plan para después de la invasión. Ni siquiera tenían un conocimiento superficial del mundo musulmán.
Lo cual fue una lástima, porque una de las pocas estrategias que podrían encarrilar un país disfuncional consiste en crear modelos. Un Iraq democrático y próspero habría sido un faro difícilmente resistible para muchos países de la región, como en su tiempo lo fue el Egipto laico de Náser. Los gobernantes corruptos comprenderían que el desarrollo económico los beneficiaría también a ellos, aunque terminara generando otros núcleos de poder que, a la larga, acabarían con su monopolio. El poder absoluto es miope, y esa es una de las pocas debilidades que podrían acabar con él.
Quizá la mejor estrategia para dotar de medios a los países pobres es la que ha adoptado China. Transformando una dictadura de izquierda en una dictadura de derecha, China ha conseguido en pocas décadas unos niveles de desarrollo épicos, y sus necesidades de materias primas la han abocado a intervenir en esos países que nosotros no nos atrevemos ni a tocar. China no aspira a democratizarlos. Probablemente, ni siquiera aspira a erradicar la corrupción en ellos. Pero necesita sus recursos, y para acceder a esos recursos necesita infraestructura. Condicionando las entregas de ayuda a la construcción de puentes, canalizaciones, puertos y carreteras está abriendo las puertas del desarrollo en buena parte del planeta. A la larga, todos nos beneficiaremos.
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Palabras clave: ayuda, colonial, corrupción, democracia, pobreza, solidario, tercer mundo
domingo, 21 de julio de 2019
Eros y Tánatos
Tendría yo once o doce años cuando cayó en mis manos una biografía de Sigmund Freud. No era la primera. La editorial Cid había empezado a publicar en España una colección de biografías traducidas del francés, y yo las leí todas. Aunque la mayoría eran de científicos más o menos conocidos, los editores habían incluido también alguna que otra morcilla desconcertante, como la biografía de Teilhard de Chardin, que sometió a mi imaginación a una prueba de alpinismo mental agotadora.
De los demás títulos, recuerdo los nombres de Claude Bernard, Pasteur, Fermi, Ramón y Cajal, Openheimer o Lavoisier, aunque había bastantes más. Con el paso de los años y el vértigo de las mudanzas, me fui deshaciendo de los más prescindibles, y a día de hoy conservo sólo dos, por motivos únicamente sentimentales. Aquellos dos personajes terminarían teniendo en mi vida una influencia decisiva. Me estoy refiriendo a Albert Einstein y Sigmund Freud.
En realidad, los dos eran complementarios. Uno había explorado el universo exterior, y el otro el universo interior, y pronto descubrí que aquellos dos universos me apasionaban por igual. De pronto, mi pequeño mundo se ensanchaba hasta las estrellas, por un lado, y hasta las misteriosas profundidades del inconsciente, por el otro. Para alguien que detesta el football, eran dos descubrimientos deslumbrantes.
Siguiendo la estela de Einstein, años después me adentré en la física teórica, y siguiendo los pasos de Freud me zambullí en el proceloso oleaje de los actos fallidos, los sueños, los chistes, las neurosis y las especulaciones sobre el funcionamiento de la mente humana. Llegué a saber prácticamente todo sobre las transferencias, la libre asociación, la represión o la sublimación de los instintos. Leí varias biografias más de Freud, visité las teorías de Adler, Jung, Fromm e incluso Wilhelm Reich y, cuando pisé Viena por primera vez, casi lo primero que hice fue acudir al antiguo domicilio de Freud, en la Berggasse.
Con los años, me fui distanciando del psicoanálisis. Al fin y al cabo, no tenía ningún componente objetivo que lo justificase, a diferencia de la neurología, que, aun siendo muy rudimentaria, es en algunos aspectos más realista. O menos prepotente, si se quiere. Las ideas de Freud siguen siendo, todavía hoy, la teoría más atractiva sobre el funcionamiento de los procesos mentales, pero los conceptos que maneja nunca han dejado de ser borrosos, lo cual --siento decirlo-- la aproximan inaceptablemente al abominable terreno de la filosofía.
Uno de los libros de Freud que más me impresionó fue Más allá del principio del placer, en el que introducía por primera vez las pulsiones destructivas como contrapeso del impulso sexual. Cuando lo leí, me incomodó aquella aparicion de Tánatos en el paisaje, hasta entonces lujurioso, de la mente humana. En mi joven visión del mundo, orientada a la búsqueda del desahogo sexual, la importancia de aquel componente destructivo era desproporcionada.
Claro que, a diferencia de Freud, yo no había vivido los horrores de dos guerras mundiales ni el fenómeno nazi, igual que, años después, tampoco conocí en carne propia las purgas de Stalin, los gulags o los años más tenebrosos de China o Camboya. En mi mundo cotidiano la vida no era precisamente una bicoca, pero la agresividad de otros seres humanos era casi siempre evitable, y la búsqueda del placer sólo estaba enturbiada por la mano invisible de la iglesia católica y por mi propia torpeza en el comportamiento con el sexo opuesto.
En el cine, las escenas eróticas nos parecen perfectamente verosímiles, e incluso incitantes, mientras que las escenas de guerra o violencia las vemos como algo remoto o legendario. No sé si ello se debe a un mecanismo de protección o, sencillamente, a la falta de familiaridad con tales situaciones. Por castos que seamos, casi todos practicamos mucho más los revolcones que el boxeo. Pero las sociedades no se comportan exactamente igual que las personas.
No sé si esto se parece mucho a lo que pensaba Freud, pero desde mi punto de vista las fuerzas que mueven las sociedades están más cerca de la física que del psicoanálisis, y son dos: el orden (Eros, o la cohesión) y el desorden (Tánatos, o la destrucción). Si uno lo piensa bien, la historia de la humanidad ha consistido, una y otra vez, en destruir un orden establecido para sustituirlo por otro. En suma: el juego del poder.
Aunque, visto así, Tánatos no sería exactamente un impulso destructivo, sino un medio destructivo para conseguir cambiar el orden establecido. De hecho, las sociedades desordenadas nunca han sido duraderas. Pero tampoco las sociedades ordenadas tienen por qué ser constructivas, y a menudo un orden compulsivo ha obligado a sacrificar a millones de individuos en aras de un supuesto 'bien común'. De hecho, el nazismo y el comunismo estaban inspirados por un sentido del orden extremo. Con alguna excepción patética, como las recientes guerras de Iraq o de Libia, quien emprende una guerra aspira generalmente a imponer su propio orden en el territorio conquistado.
Al fin y al cabo, Edipo no mató a su padre con el propósito de quedarse huérfano, sino de ocupar su lugar. Lo cual podría explicar por qué siempre repetimos los mismos esquemas para cambiar la estructura de la sociedad. Somos más primates que aves o leones, aunque en las sociedades llamadas 'libres' --al menos en teoría-- caben por igual los lobos solitarios y los borregos. Pero, si siente usted un impulso destructivo y no sabe cómo canalizarlo, sea usted sincero: en realidad, lo que usted desea es destronar al macho dominante.
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Palabras clave: desorden, destrucción, Eros, Freud, orden, poder, sociedad, Tánatos
jueves, 18 de julio de 2019
Abrir los ojos
Acabas de abrir los ojos, por primera vez. Bienvenido. No estarás solo, o al menos ya ha hay otros aquí que han llegado antes que tú. Quizá estás asustado. Lloras. Todavía no entiendes nada. No distingues formas, ni sonidos, y ahora estás respirando. Es una sensación nueva. Descansa un poco. Te duermes.
Aún no lo sabes, pero era casi imposible que existieras. Antes de existir eras sólo una combinación, una sola, entre millones de trillones de combinaciones posibles, pero ahí estás, vivo, llorando, manoteando, buscando un pecho materno, durmiendo. Cualquier mínimo retraso o adelanto en la maquinaria de la realidad, cualquier imprevisto sutil, cualquier otra densa sucesión de acontecimientos macroscópicos y microscópicos habría generado una complejidad diferente a la tuya. O ninguna.
Y sin embargo ahí estás, completo, funcionando igual que millones de semejantes a ti desde tiempo inmemorial. Crecerás, encontrarás una talla de ropa para tu cuerpo, los demás te verán guapa, o distraído, o glotón, pero no tendrás colmillos de elefante, caparazón de tortuga, aletas de delfín.
Al principio, cuando empieces a entender, no podrás comparar. Tu universo será tu única realidad, y de ella te irás desgajando poco a poco cuando empieces a comprender que el placer y el dolor no forman parte de ti. Vienen de afuera, y a veces los puedes perseguir, o evitar.
No siempre. Aunque tú no lo sepas, todavía sigues jugando a la lotería de la vida. Has nacido donde te ha tocado nacer, y eso nunca lo vas a poder cambiar. Ninguno de nosotros hemos podido escoger. Puede que te haya caído en suerte un padre autoritario o ensimismado, una madre posesiva, supersticiosa o amorosa, unos hermanos o unos tíos o unos abuelos divertidos, entrañables o maniáticos. Y todos ellos te depararán placer y dolor, a partes desiguales. Bienvenido al barco de la vida.
Si eres fuerte, conseguirás sobreponerte a los reveses. Si eres débil, sucumbirás, o construirás una fortaleza de actitudes en la que sobrevivir. Pero, durante muchos años todavía, nadie podrá cambiar esa realidad estadísticamente improbable en la que has nacido. Si tienes suerte, te protegerán y te enseñarán a navegar. Si no la tienes, tendrás que aprender tú solo. Puede que tengas que invertir una energía desproporcionada durante parte de tu vida. Incluso es posible que nunca aprendas a manejar bien el timón y embarranques, o naufragues en la más leve tormenta. Todo eso forma parte de la grandeza --y de la miseria-- del viaje de la vida.
Me gustaría tanto ayudarte. Yo también he tenido que aprender muchas cosas que nadie me enseñó, y que a ti ahora te ayudarían a encontrar un rumbo. Pero raras veces podré hacerlo. Esa misma ruleta gigantesca que mueve el mundo tendría que entrecruzar nuestros caminos en el lugar y en el momento propicios, y eso casi nunca ha sucedido. Sí, es cierto, alguna vez ha sucedido, porque yo he jugado ya en muchas mesas de muchos casinos, pero también muy a menudo he perdido después de haber ganado. ¿Sabes? No puedes dejar de apostar porque, si te resistes a nadar, te arrastrará el río de la vida.
Te deseo mucha suerte en ese viaje nuevo que, sin tú quererlo, acabas de emprender. Puedes estar seguro de que no habrá, nunca, ningún otro barco navegando con el mismo rumbo que el tuyo. Y por eso, aunque ahora tal vez no te lo parezca, estarás siempre, esencialmente, solo.
Que los vientos te acompañen.
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miércoles, 5 de junio de 2019
Minorías
Anoche, justo antes de irme a acostar, encontré en la Web unos datos que me parecieron curiosos. Resulta que el porcentaje de transexuales en la población mundial es prácticamente el mismo que el de personas que padecen acondroplastia: 4,5 por cada 100 000 habitantes.
¿Y qué es la acondroplastia?, se preguntarán ustedes. Pues es un trastorno del crecimiento que impide que una persona llegue a alcanzar una estatura razonablemente normal. En otras palabras, lo que siempre hemos llamado 'enanos'. Me fui a la cama pensando en esos datos, y esta mañana he despertado de un curioso sueño.
En mi sueño, el gobierno tomaba conciencia por fin de la terrible discriminación de que son objeto los pobres enanos, y adoptaba medidas radicales para terminar con tan injusta situación. Para empezar, la palabra 'enano' quedaba prohibida. Había que hablar siempre de 'personas de estatura baja'. Al referirse a los ciudadanos, los políticos tenían que decir siempre 'ciudadanos y ciudadanas de estatura alta y baja'. En las empresas, la discriminación por razones de estatura se convertía en una falta grave, y en los presupuestos del Estado se incluía inmediatamente una partida destinada a la defensa de las personas de estatura baja.
Gracias a la nueva partida presupuestaria, se creaban centenares de asociaciones de estudio y promoción de las personas de estatura baja: bufetes de abogados especializados, observatorios, centros de investigación, organizaciones, fundaciones. En los colegios, los libros de texto debían obligatoriamente resaltar la existencia de personas de distintas estaturas, y se promulgaba una ley que obligaba a las asociaciones de personas de estatura baja a acudir a las clases para explicar a los niños esa realidad social. Además, una vez al mes los alumnos debían caminar durante los recreos en cuclillas, para que tomaran conciencia de cómo se veía el mundo desde una altura más baja y del estigma que padecían las personas de esa condición.
Amparadas por la nueva legislación, las primeras personas de estatura baja conseguían por fin acceder a ocupaciones hasta entonces inimaginables. La conquista más sonada la lograban en el mundo del deporte. Tras ganar varios pleitos contra equipos de baloncesto que se resistían a aceptarlas, empezaron a verse personas de estatura baja en la liga de baloncesto. Al principio, algunos espectadores expresaban su descontento con abucheos, ya que las personas de estatura baja entorpecían mucho el desarrollo del juego, pero esos espectadores eran denunciados por delitos de odio y acababan en la cárcel. En poco tiempo, no sólo nadie se quejaba del aburrimiento en que se habían convertido los partidos, sino que todo el mundo --es decir, todos los ciudadanos y ciudadanas de estatura alta y baja-- hablaba elogiosamente de las personas de estatura baja, incluso aunque las conocieran y supieran que eran unos canallas.
El problema se agudizó cuando algunas personas de estatura baja declararon que no se identificaban con la estatura que la sociedad les había asignado. Había, pues, dos tipos de personas: las que se identificaban con su estatura real, y las que se rebelaban contra una imposición social injusta y vejatoria. Estas últimas aseguraban que en realidad ellas eran altas, y no tenían por qué aceptar que las clasificaran como 'de baja estatura'. La sociedad estaba dominada por las personas de estatura alta, que detentaban el poder y desde temprana edad inculcaban en los niños el modelo supremacista de estatura alta.
El gobierno, que gracias a las millonarias subvenciones a la ideología de talla había ganado muchísimos votantes, se envalentonó. Para no ser acusados de fascistas, los partidos de la oposición se subieron rápidamente al carro de la nueva ideología, y defendían acaloradamente en el parlamento el aumento de las subvenciones y la diversidad de estaturas. Llegó así un momento en que la nueva ideología no reportaba ya más votos. Entonces, el gobierno reparó en un colectivo mucho más numeroso que el de las personas de estatura baja: los afectados por el trastorno obsesivo-compulsivo.
Que representan un 1,8 por ciento de la población. Un verdadero filón. Los ministros, frotándose las manos, hacían planes, y preparaban ya una nueva partida presupuestaria para la naciente ideología TOC. Todos los locales públicos tendrían que tener un cuarto de aseo adicional en condiciones rigurosamente asépticas, para que las personas TOC no tuvieran que tocar objetos contaminados por otras personas, se crearían observatorios, nuevos libros de texto, nuevos delitos de discriminación y de odio, cuotas TOC en las empresas... Las próximas elecciones estaban aseguradas.
Menos mal que me desperté.
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Palabras clave: discriminación, género, identidad, ideología, injusticia, minoría, odio, subvenciones
sábado, 18 de mayo de 2019
Tres países imaginarios
He decidido comprarme un automóvil. ¿Por cuál me decidiré?
Si soy una persona práctica, tal vez me atraigan más los coches de bajo consumo, con espacio de sobra para mi equipaje y para mi familia, sin preocuparme mucho de si son bonitos o feos. O tal vez me preocupa la seguridad, y en tal caso probablemente me decidiré por un automóvil robusto. En cambio, si lo que busco es atraer al sexo opuesto me compraré un deportivo rápido y esbelto, y con que tenga cabida para dos personas me parecerá suficiente. Aunque también puede suceder que mi vecino se haya comprado hace poco un coche despampanante y yo no quiera ser menos que él.
Sea cual sea el vehículo que compre, la decisión que finalmente tome dependerá de lo que yo más valore. En otras palabras, nuestras decisiones y nuestra forma de vida dependen en buena medida de nuestra escala de valores.
No siempre somos conscientes de esto, porque a menudo las personas con las que nos relacionamos tienen una escala de valores parecida. No en el caso de los coches, naturalmente, pero sí en otros muchos aspectos que a menudo nos pasan inadvertidos. En fin de cuentas, cada sociedad es como es porque una mayoría de sus ciudadanos tienen unos valores más o menos comunes. Quizá por eso las religiones, con sus códigos fijos de comportamiento, han sido durante siglos las grandes unificadoras de las sociedades y de las naciones.
Se podrían escribir ríos de tinta sobre el tema, pero hay dos valores cruciales que determinan en buena medida cómo es una sociedad. Esos dos grandes valores son la libertad y la dignidad. Es cierto, todos valoramos la libertad y la dignidad, pero no todos las entendemos de la misma manera. Según cómo interpretemos el significado de esas dos palabras, nos encontraremos con tres tipos de sociedad diferentes, que voy a tratar de describir imaginando tres países ideales. Ninguno de esos tres países existe en la realidad. Son modelos de sociedad exagerados, en los que todos sus habitantes entienden y valoran la libertad y la dignidad de una misma manera. En el mundo real, las sociedades que todos conocemos son, en mayor o menor grado, una combinación de esos tres modelos. A saber:
Libertonia
En Libertonia, la libertad es un tesoro. Además, la dignidad consiste en ganarse la vida con el propio esfuerzo, y quienes lo consiguen son admirados y emulados. El progreso, por lo tanto, consiste en afrontar valientemente los desafíos: vencer dificultades, resolver problemas, luchar por mejorar las cosas y la vida de las personas. Libertonios eran quienes inventaron la radio, la lavadora o el automóvil, quienes descubrieron las leyes de la física o de la biología, o quienes conquistaron los polos o el Everest.
En una pequeña ciudad de Libertonia vive Lulú, que es una cocinera excelente. Tan excelente que, atendiendo a los ruegos de sus vecinos, empieza a venderles tartas para los cumpleaños y otras celebraciones. Inevitablemente, se corre la voz por la ciudad, y Lulú cada día tiene más encargos. Tantos, que llega un momento en que apenas da abasto y, para resolver el problema, sube los precios. El negocio empieza a ser tentador porque, al haber subido los precios, Lulú gana mucho dinero con cada tarta que vende. De modo que, al poco tiempo, otros vecinos de la ciudad empiezan a cocinar tartas y a venderlas a ese mismo precio.
Tanto proliferan los vendedores de tartas que Lulú empieza a tener menos clientes. No es grave, porque el beneficio era muy alto y Lulú puede permitirse bajar un poco los precios para recuperar clientela. Aun así, el negocio sigue siendo muy atractivo, y por todas partes aparecen nuevos reposteros. Es más, algunos empiezan a ofrecer tartas innovadoras, más apreciadas por los clientes, y Lulú pronto comprende que, además de bajar los precios, tendrá que introducir cambios en su negocio. Además de ensayar nuevas recetas, se da cuenta de que, si contrata repartidores, ganará un tiempo precioso. No sólo creará puestos de trabajo, sino que tendrá tiempo para cocinar más tartas cada día. Incluso descontando lo que pague a los repartidores, calcula que podrá mantener o mejorar sus beneficios.
Al principio, los repartidores son jóvenes que se conforman con un sueldo módico y unas propinas. Los jóvenes de la ciudad están encantados, porque los demás reposteros también han echado cuentas y empiezan a contratar repartidores, igual que ha hecho Lulú. Gracias a todas esas innovaciones, la repostería sigue siendo un negocio atractivo. La clientela aumenta. Surgen nuevos cocineros, que a su vez contratan a más repartidores, y llega un momento en que los aspirantes a repartidor empiezan a escasear. Si quieren mantener su margen de beneficios, los reposteros no tendrán más remedio que pagarles más.
Es un momento crítico. Algunos no reaccionan a tiempo, empiezan a perder dinero y tienen que cerrar el negocio. Pero el afán innovador de los libertonios es inagotable, y los reposteros que sobreviven siguen introduciendo cambios para mejorar la calidad y bajar el precio. Gracias al afán de iniciativa de los libertonios, el desempleo disminuye, los precios bajan, las tartas son cada vez mejores y más variadas, los sueldos aumentan, y ahora incluso los repartidores tienen dinero para comprar tartas.
Naturalmente, el desempleo no llega a desaparecer del todo. Siempre hay personas que, por razones de salud o de edad, no pueden trabajar o no dan más de sí. Pero los libertonios son sensibles a esa realidad, y se organizan espontáneamente para ayudar a esas personas. Para ellos es doloroso ver que alguien no puede conseguir lo que ellos más valoran: ganarse la vida con su propio esfuerzo. Así que los más ricos crean escuelas, hospitales y universidades con sus propios medios. Otros donan lo que pueden a las organizaciones de caridad, o se ofrecen como voluntarios de vez en cuando para echar una mano.
Aun así, a veces entre todos no dan abasto, y cuando eso sucede el Estado se ocupa del resto, con cargo a los impuestos. Pero, debido a esa buena predisposición de tantos libertonios, los gastos que debe afrontar el Estado son muy pequeños y, por lo tanto, los impuestos son muy bajos. Los libertonios disponen de casi todo lo que ganan y, por consiguiente, consumen más y se arriesgan más a crear nuevas empresas. Es decir, generan más bienestar y más riqueza para todos. Es un círculo virtuoso. Invencible. Ellos lo llaman ‘progreso’.
Tribalonia
En Tribalonia la libertad también es un tesoro, pero sólo la mía y la de los míos. Además, para los tribalonios la dignidad consiste en que nadie les diga lo que tienen que hacer. Por eso, cuando alguien se equivoca la responsabilidad siempre es de otro. Los tribalonios hablan de izquierda y de derecha, pero son sólo apariencias. En el fondo, les da igual, porque para prosperar en la vida no tienen que hacer méritos trabajando más y mejor, sino que recurren a amistades, parientes, influencias e intercambios de favores.
En Tribalonia, la movilidad social es muy escasa, porque en la práctica es una sociedad de castas. Uno sólo puede acceder a una casta superior mediante amistades, relaciones familiares, matrimonios o intercambios de favores. Además, la honradez de los tribalonios se termina donde se termina su círculo de intereses. Fuera de ese entorno, les parece perfectamente justificada la mentira, el engaño, el soborno, la estafa y la apropiación indebida.
En Tribalonia, Lulú es una cocinera excelente. Alguna vez ha pensado en ganarse algún dinero vendiendo sus tartas, pero no es nada fácil. Todas las tartas que venden en las pastelerías son de marca. Sólo hay tres marcas de repostería, y todas ponen los mismos precios. Además, los trámites burocráticos que hay que cumplimentar y las normativas exigidas para emprender un negocio de venta de tartas son inacabables y muy costosos. Esto es así porque las tres grandes marcas de repostería tienen una gran influencia en el Gobierno de Tribalonia y en su parlamento, y las leyes que se promulgan responden casi siempre a los intereses de esas tres marcas.
De modo que, a la larga, en Tribalonia nada se mueve. Los ricos y sus allegados siguen siendo ricos, y los pobres, pobres. Los tribalonios lo llaman ‘progreso’.
Izquierdonia
En Izquierdonia la libertad es un tesoro, pero el Estado decide quiénes tienen o no libertad y qué libertades les convienen. Además, para los izquierdonios la dignidad consiste en no ser menos que nadie, independientemente lo que cada uno se esfuerce. Por eso los que más tienen son los más envidiados, tanto si lo han conseguido con su esfuerzo como si no. La aspiración máxima de los izquierdonios es que todos sean lo más iguales posible.
En Izquierdonia, la iniciativa personal sólo es aceptable cuando el Estado decide que es buena. Por eso, si uno quiere prosperar lo mejor que puede hacer no es esforzarse, sino estar a bien con el Estado. Muy a menudo es más conveniente crear una organización que fomente las ideas del Estado y pedir una subvención. Ese es el caso de una habitante de Izquierdonia llamada Lulú.
Lulú es una cocinera excelente, al contrario que Mercedes, su vecina, que suele cocinar de cualquier manera porque prefiere tumbarse en el sofá por las mañanas a ver su telenovela favorita. Mercedes hace meses que está desempleada. En su último trabajo la despidieron. Ella había hecho todo lo posible para que la echaran, con el fin de cobrar el seguro de desempleo. La empresa anterior había quebrado, porque sus empleados se escaqueaban siempre que podían. Al fin y al cabo, los empresarios son unos cerdos que ganan mucho dinero gracias al trabajo de los demás. De modo que ahora Mercedes se pasa el día en el sofá y le compra a Lulú sus tartas con el dinero que el Estado le paga por no trabajar. El caso de Mercedes no es único. En Izquierdonia hay muchos desempleados, y para poder pagar todas esas prestaciones de desempleo el Estado cobra unos impuestos asfixiantes.
Un día, Lulú se harta de trabajar para pagar impuestos. El negocio va mal, y Lulú decide pedir una subvención para su negocio de tartas. Gracias a la subvención, Lulú ganará ahora un sueldo decente, e incluso cederá a la tentación de tumbarse en el sofá también ella a mirar una película. Resulta que trabajando menos gana lo mismo que antes, o incluso más. El resultado final de esta política es que los izquierdonios cada vez trabajan menos, y para pagar un número creciente de subsidios el país se endeuda hasta niveles exorbitantes. Naturalmente, para devolver semejante deuda los impuestos tienen que seguir aumentando. Ellos lo llaman ‘progreso’.
Finalmente, los gobernantes de Izquierdonia se hartan de que las empresas privadas exploten a los pobres trabajadores y deciden estatalizar todas las empresas. Se cumple el sueño de todos los izquierdonios: la liberación total de los ciudadanos. Ahora ya nadie tiene que esforzarse por trabajar más o mejor, porque todos van a ganar un sueldo digno, hagan lo que hagan. Antes, Lulú se esforzaba por mejorar la calidad de sus tartas, por crear tartas nuevas y por bajar los precios, pero ahora el responsable político de la Empresa Estatal de Repostería no tiene que preocuparse por nada: su empresa tiene un presupuesto anual, asignado por el Estado, y a él le da igual que la empresa gane o pierda dinero. Lo importante para él es ser fiel al partido y a las consignas de sus dirigentes.
Como nadie tiene estímulo para hacer las cosas mejor, las empresas cada vez ofrecen peor servicio. En poco tiempo se crea un mercado negro que permite conseguir lo que no ofrece el Estado, aunque a precios exorbitantes y sin estar seguro de la calidad de lo que uno compra. Las estafas y los abusos están a la orden del día, y finalmente los estraperlistas acaban organizándose en bandas mafiosas que crean toda una economía paralela y que —no siempre por medios pacíficos— terminan repartiéndose el país por regiones o por sectores económicos. Naturalmente, sin pagar impuestos. Así sucedió, por ejemplo, en la Unión Soviética durante la era socialista, y así ocurre siempre que el Estado se empeña en decidir lo que es bueno o malo para sus súbditos. Sucedió durante la ley seca en Estados Unidos, y sigue sucediendo todavía en casi todo el mundo con el negocio de las drogas prohibidas.
¿Qué porcentaje de cada uno de estos países tiene la sociedad en la que usted vive? Parece una buena pregunta.
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sábado, 4 de mayo de 2019
De juezas y miembras
En los últimos decenios, cada uno a su manera, el sexo y el género han invadido las sociedades occidentales.
Entendámonos. Por 'sexo' quiero decir todo lo relacionado con el deseo sexual, y por 'género', esa elegante manera de sentenciar a los varones antes de habernos juzgado. En mi documento nacional de identidad figura todavía, como reliquia de un pasado inocente, el concepto "Sexo" (curiosamente, acabo de descubrir que para el Ministerio del Interior soy hermafrodita), cuyo significado es hoy ya tan distinto que, en lugar de especificar si Varón o Mujer, parecería más procedente indicar si Sí o si No.
El 'sexo' no diferencia ya a las personas en función de sus atributos reproductores. Ahora esa palabra designa al mismo tiempo los órganos sexuales, su disfrute y todo lo que pudiera imaginablemente conducir a tal fin... excepto, claro, en las películas españolas, en que se trata simplemente de exigencias del guión.
Como cabría esperar de una palabra tan cargada de significados perturbadores, la situación es confusa. Aunque el sexo moderno es algo que todos llevamos puesto, "tener sexo" significa en realidad tener relaciones sexuales, de modo que uno puede “tener” mejor o peor “sexo” con idependencia de la calidad, habilidad o tamaño del “sexo” que uno tenga. Por influencia del inglés, la palabra "sexo" está relegando incluso a otra que empieza a estar ya anticuada: sexualidad. Y que tampoco parecía, por cierto, muy acertada. Si la cordialidad es la cualidad que diferencia a los cordiales de los antipáticos, la sexualidad debería ser más bien lo que nos diferencia a todos de las amebas, sin necesidad de más detalles.
Gracias a esa transformación, el sexo permite ahora seguir diferenciando a los conejos de las conejas, pero no a los maridos de las mujeres, y no digamos ya a los jefes de las empleadas. Lo cual había que evitar a toda costa, porque un nuevo concepto empezaba a abrirse paso en la sociedad (es decir, en los medios de comunicación que la adoctrinan): el abuso de las mujeres a manos de los hombres. Dejando aparte la nebulosidad de que las razones de un delito lo hagan más o menos condenable (¿un terrorista político puede ser menos culpable que un asesino pasional?), el nuevo concepto hacía necesaria una nueva palabra.
En inglés fue fácil. Al igual que en los seres humanos, en inglés hay palabras masculinas y femeninas, y la diferencia entre ellas se denomina 'gender' ('género'). El nuevo problema se resolvió, pues, ampliando el significado de 'gender' para reemplazar al ya anticuado 'sexo'. En español, en cambio, los problemas no habían hecho más que comenzar. Para empezar, en inglés tienen palabras suficientes para distinguir entre 'gender' (género gramatical), 'genus' (género taxonómico), 'genre' (género literario), e incluso 'stuff' (género textil). En español, no. Y, para agravar las cosas, el verbo 'sexualizar' tendría que haberse convertido, por coherencia, en 'generalizar'. Pero es que el español es, además, una lengua 'sexuada' (¿generada?), con escasez de sustantivos neutros, y la incorporación de las mujeres a ámbitos hasta hace poco masculinos obligaba inevitablemente a tomar decisiones. No siempre a gusto de todos.
Hace ya algún tiempo, una ministra española se refirió --aparentemente con ánimo de provocar-- a las 'miembras' de no sé qué comisión. Como era de esperar, la palabra provocó un revuelo. La 'sexualización' de los sustantivos, que hasta hace poco era espontánea, viene dictada en los últimos tiempos por ideologías políticas. Espontáneas fueron “asistenta” y “gobernanta”, pero quizá un poco menos “modisto” y, años después, "jueza". Considerando el grado, a veces cómico, de ideologización de ciertos Gobiernos, no es aventurado suponer que el femenino ”miembra” respondiera a motivos enteramente doctrinarios. Sin embargo, para quienes consideramos el lenguaje como una caja de herramientas lo importante no es eso, sino averiguar si las nuevas herramientas son o no coherentes con las ya existentes.
Así, siendo ya femeninas 'nuez', 'preñez' o 'Aranjuez' (que es “una” ciudad), no parecería necesario añadir la 'a' de 'jueza', y con decir 'la juez' debería bastar. Otros femeninos, como 'ingeniera' o 'arquitecta', concuerdan bien con 'molinera' o 'predilecta', pero también es cierto que ningún maquinista se rasga las vestiduras porque el nombre de su oficio termine en 'a'. Algo parecido sucede con los miembros. La pierna es tan miembro como el brazo, y a nadie se le ocurriría decir que le duele la miembra inferior (¿inferiora?) izquierda. Doña Clotilde puede ser perfectamente “miembro” de una comisión, del mismo modo que Don Salustiano, sin dejar de ser ”una” persona, puede ser una “joya” para su empresa.
El hábito no hace al monje. Al igual que los eufemismos no terminan nunca de enmascarar el significado que tratan de ocultar (piénsese, por ejemplo, en la inacabable progresión desde las 'cámaras' del Siglo de Oro hasta el más reciente 'baño' o 'aseo', pasando por el 'excusado' de mi abuelo, el 'retrete' de mis padres, el 'wáter' de mi generación y el 'inodoro' de la siguiente), las ideologías, permanentemente enfrentadas a la realidad del mundo real, terminan también tarde o temprando pasando de moda, envejeciendo y... sí, muriendo.
Referirse a los ciudadanos llamándonos 'ciudadanos y ciudadanas' es, además de farragoso, innecesario. Y, lo peor de todo, la neurosis morfológica que genera en el hablante (sobre todo si el contenido del discurso es tan vacío como el de un político) puede terminar arrastrándonos al extremo opuesto del “newspeak”. Es decir, a un mundo de votantes y votantas, miembras y miembros... e, inevitablemente, botaratas y botaratos que, de cualquier forma -y esto es lo realmente importante- seguirán sin haber leído un libro en toda su vida.
Aunque, por supuesto, mientras los varones seamos portadores del nuevo pecado original de serlo, los panoramas y los sofismas seguirán sin poder someterse a la operación de cambio de... ejém, género que los convierta en su verdadera vocación: panoramos y sofismos.
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Palabras clave: femeninos, género, lenguaje, masculinos, políticamente correcto, sexo
Palabras que aborrezco: género
Todos los regímenes tienen su ideología, y todas las ideologías tienen su vocabulario. En tiempos del general Franco se oían y leían con especial frecuencia palabras tales como 'apostolado', 'redención', 'contubernio', 'cruzada', 'valores eternos', 'anhelo', 'patriotismo', 'gloria', 'forjar', 'abnegación' y tantas otras. Era casi inconcebible escribir un artículo de opinión y no intercalar algunas de ellas, no fuera que alguien pensase que el autor era un elemento antisocial, que no se sometía a lo que modernamente llamamos 'corrección política'.
Las etiquetas de la corrección política son como las señales que van dejando los perros en árboles y farolas. Cuanto más se usan, menos significado tienen. Sirven casi únicamente para demarcar territorio, para separar a los 'buenos' de los 'malos', o a los 'nuestros' de los 'otros'. En su '1984', George Orwell lo puso en negro sobre blanco: el newspeak es la marca inconfundible del totalitarismo. Supongo que esa es la razón por la que siento deseos de salir corriendo cada vez que oigo alguna de las palabras consagradas por el nuevo catecismo moderno, que iré desgranando aquí en varias entregas.
Género
Úsese preferentemente en expresiones tales como 'igualdad de género', 'perspectiva de género' o 'violencia de género'. La igualdad de género no consiste en que todas las mujeres lleven bigote o todos los hombres faldas, sino en que una señora con preparación suficiente para barrer aceras o recoger aceitunas pueda ser nombrada ministra por razones de cuota. Y la violencia de género no incluye, naturalmente, a los maridos asesinados por sus esposas. Pero lo más grotesco de la manía del 'género' es la obsesión por incluir siempre la variante femenina de las palabras genéricas. Ojo, no a la inversa. Oirá usted una y otra vez hablar de 'los hombres y las mujeres' o de 'los ciudadanos y las ciudadanas', pero nunca de 'las personas y los personos'.
Curiosamente, la igualdad de género no es extensiva al reino animal, pese a que más de una especie bien lo merecería. El caso más llamativo es el de la mantis religiosa, cuya hembra devora al macho después de la cópula, pese a lo cual en ningún libro se menciona ni por casualidad al pobre 'mantis religioso'. Por lo demás, los hablantes en general parecen conformarse con el caballo y la yegua, el toro y la vaca o el gallo y la gallina, y no parecen sentir deseos de especificar 'las cebras y los cebros', 'las jirafas y los jirafos', 'las ardillas y los ardillos' o, ya rizando el rizo, 'los gorilas y las gorilos'.
Por suerte, claro, porque se plantearían problemas peliagudos. En las carnicerías, por ejemplo, el etiquetado 'pollos y pollas' suscitaría más de un recelo. En ciertas latas de conserva sería viable indicar, por ejemplo, 'sardinas y sardinos en tomate', pero los 'filetes de caballa y caballo', las latas de 'pulpo y pulpa' o, en Chile, las de 'machas y machos', serían conflictivos. Sin embargo, la igualdad a ultranza tendría que llegar más lejos todavía. Habría que prohibir los machetes y los remaches, habría que hablar siempre equitativamente de 'machihembrar y hembrimachar' y habría que inventar los 'machillos' para no discriminar a las 'hembrillas'. Además, se prohibiría el uso de palabras como 'machamartillo' o 'marimacho', se pondría en cuarentena denominaciones sospechosas, como 'Machu Picchu', y se exigiría al registro civil que rechazase apellidos ofensivos, como 'Machín', 'Machado' o 'Camacho'.
En suma, un proyecto de gran envergadura para cuya implementación la Administración necesitaría contratar una legión de celosos inquisidores... quiero decir, funcionarios.
Que es, en el fondo, de lo que se trata todo esto.
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Palabras clave: etiqueta, género, manipulación, políticamente correcto, sexo, sociedad
Estereotipos
Si alguna riqueza tiene el español no es de recursos sintácticos, léxicos o morfológicos, sino de estereotipos. En los últimos tiempos, sin embargo, los estereotipos tradicionales están siendo sustituidos por otros importados o políticamente correctos. Hubo un tiempo, por ejemplo, en que a uno se le hacía "cuesta arriba" regresar a la oficina después de unos días de ausencia. Hoy, en cambio, nos han convencido de que padecemos un "síndrome post-vacacional". Del mismo modo, cuando nos levantamos de un asiento después de pasar muchas horas sentados, uno ya no dice que está "hecho un cuatro", sino que tiene el "síndrome de la clase turista". Antes, uno era un tragaldabas, ahora tiene bulimia. Y los maricones y tortilleras de antaño se han convertido hoy, tout court, en anodinos "gays".
Hubo una época en que el verbo "propasarse" describía exactamente lo que ahora, exageradamente a veces, se llama "acoso sexual". Por desgracia, a nadie se le ocurrió nunca usar un sustantivo (¿propasamiento, propase?), y nos tuvimos que quedar con el cinegético/castrense "acoso", que traduce malamente el inglés "harassment". Hay también algún que otro término que se nos ha instalado directamente sin traducción, como es el caso de "freaky", que ha sustituido, con connotaciones no sé si cómicas o despectivas, eso que antiguamente llamaban "un bicho raro".
Muchos estereotipos, sin embargo, sobreviven. Es cierto, están desapareciendo, pero no más rápido que la mayoría de las palabras del diccionario, innecesarias hoy en día gracias a los iconos del iPad y a la pedagogía progresista. Desde luego, las palabras que usamos tienen que reflejar la sociedad en que vivimos, y nadie espera ya encontrarse con un "bala perdida" sino, en todo caso, con un ludópata, un sexoadicto o un abusador de sustancias. Pero si finalmente, como es previsible, el léxico español termina reduciéndose a diez o quince palabras en total, estoy seguro de que por lo menos cinco de ellas serán estereotipos.
Una buena parte de los estereotipos españoles tienen que ver con lo que el prójimo dice. ¿Quién no ha tenido que aguantar pacientemente alguna vez a los "bocazas", "fantasmas", "soplagaitas" o "cantamañanas" de turno? Un caso particular es el "cenizo", muy mal visto en general pese a que, en ocasiones, lo único que hace es decirnos las verdades que no queremos oír. Los espabilados y sus víctimas forman también una categoría sólida de estereotipos patrios. Así, los "listillos", "caraduras", "jetas" y "mangantes" que abarrotan nuestra sociedad tienen su contrapunto perfecto en los "pardillos", que deberán ser objeto de burla, y no de compasión.
En el mundo escolar, el "empollón" rara vez es visto con admiración, y tampoco gozan de gran predicamento el "sabelotodo" y la "marisabidilla". No es casualidad que nuestros dos únicos premios Nobel de ciencia se tuvieran que buscar la vida como mejor pudieron (¿como "puta por rastrojo"?). Curiosamente, parece haber muchos menos estereotipos femeninos que masculinos. La "maruja" es quizá el más conocido, aunque hay por ahí también alguna que otra "bruja", especialmente durante los procesos de divorcio. Por cierto, supongo que ya saben ustedes cuál es la diferencia entre 'bruja' y 'hechicera': hechicera es antes de casarse; bruja, después.
Las "macizas" no son realmente estereotipos, sino señoras o señoritas muy agraciadas de cuerpo, tal vez gracias al tanga de cordoncillo, al milagroso áloe vera (sí, con acento) o a la liposucción. Y es probable que, con la relajación de las costumbres, las "calientapollas" y los "putones verbeneros" estén ya al borde de la extinción. Por cierto, ¿se han fijado los inquisidores de 'género' en que "putón" es masculino? El que no parece al borde de la extinción, en cambio, es el "pichabrava". Cosas de la testosterona. Y, si además es un "cachas", más fácil lo tendrá: dos por el precio de uno.
Una categoría aparte son los que están "p'allá" (antiguamente, les faltaba un tornillo). Destacan en ella, en particular, el "zumbado" y el "colgao". La actitud ante la vida define también dos tipos de personajes completamente opuestos: el "vivalavirgen" y el "tiquismiquis". Naturalmente, el tribalismo político no podía dejar de generar sus "fachas" y sus "progres" (antiguamente, "rojos"), todos ellos muy mal vistos desde la tribu adversaria. Y, en términos de buen gusto y mal gusto, tenemos al "finolis" y al "hortera", respectivamente. Los nacionalistas catalanes, por ejemplo, se dividen al 50% entre esos dos estereotipos tan españoles.
Lo cual me recuerda que no podemos olvidar en nuestra galería al "rata" y a la "ardillita", cicateros administradores de recursos financieros. Todo lo contrario que el inmoderado "manirroto", término innecesario hoy en día gracias a la popularidad de las hipotecas subprime y de las tarjetas de crédito. Hablando de manos, el "manitas" y el "manazas" son los dos polos opuestos de la habilidad manual. Sin olvidar al "chapuzas", uno de los personajes más inevitables del mundo profesional, especialmente en Barcelona.
Aunque sea políticamente incorrecto, no puedo dejar de mencionar también a las "locas", ingrediente especialmente vistoso en las cabalgatas del orgullo gay y otros fastos. Seguramente me he dejado alguno en el tintero pero, para muestra, basten estos botones. Aunque, bien pensado, creo que voy a terminar esta semblanza con una definición políticamente escandalosa de este ruedo ibérico por el que se pasean tan pintorescos personajes: España, ese país de "pringaos" que vive de los "guiris".
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Palabras clave: estereotipos, lengua española, personajes, pintoresco
Cantidades raras
Cuentan ciertos autores que los pirahá, una tribu aborigen de la Amazonía, sólo conocen dos números: uno, y muchos. Aunque a primera vista nos pueda parecer inconcebible, en español tenemos medidas más estrambóticas todavía. Decimos, por ejemplo, que estamos a un tiro de piedra de algún sitio, pero nunca a dos tiros de piedra, y no digamos ya a tres, o a dieciséis coma siete, tiros de piedra. Pero hay más. Se conoce por lo menos un caso en que el doble de uno es igual a uno. Si el lugar del que estamos hablando está muy cerca, con la misma espontaneidad diremos que está “a un paso” que “a dos pasos”.
Los científicos tratan por igual a todos los números, pero en el habla coloquial no sucede lo mismo. Tenemos preferencias. Si no se cumplen nuestras expectativas, nos quedaremos a dos velas, o con dos palmos de narices: ni uno más, ni uno menos. Cuando alguien es muy rebuscado, lo increparán por buscar tres pies al gato. Me habría extrañado menos que lo acusaran de buscar cinco, o incluso más, pies al gato. Pero, pensándolo bien, no debemos olvidar que los tres mosqueteros, en realidad, eran cuatro.
Cuatro puede significar poquísimo o muchísimo, según. Si la fiesta estaba poco concurrida, diremos que había cuatro gatos. Y si algo nos ha salido muy barato, presumiremos de haberlo comprado por cuatro perras. Pero nuestro amor a Lolita lo proclamaremos siempre a los cuatro vientos.
El cinco, en cambio, parece ser sinónimo sólo de escasez. Al menos, para quienes no tienen ni cinco. Pero si han cometido una osadía nos apresuraremos a decir que la cosa tiene tres pares de narices (o sea, seis narices), y si ocasionan una gran trifulca diremos que han montado “un pollo del siete”. Este caso es un poco especial, porque admite una cierta magnitud. Así, si la trifulca era realmente escandalosa, diremos que se se ha montado un pollo del siete “con jardinera”.
Inciso. Esta expresión proviene de una línea de tranvías que circulaba “illo tempore” desde el centro de Valencia hasta la playa de la Malvarrosa. El tranvía, naturalmente, era el siete, y en temporada estival, que es cuando los pasajeros seguramente más ganas tenían de jarana, los tranvías de esa ciudad llevaban acoplado un vagón descubierto, llamado “jardinera”.
Una expresión que siempre me ha intrigado es aquello de “Fulanito es más chulo que un ocho”. Le he dado muchas vueltas pero, pese a mis esfuerzos, la figura humana más parecida a un ocho que se me ocurre es el muñeco de Michelin. El número más exigente es, sin duda, el que nos permite hacer “la prueba del nueve”. Y el más eufemístico, el que usamos desde hace siglos para evitar ciertas palabrotas, que algunos sustituyen, por ejemplo, por “pardiez”, "rediez" o “me cachis en diez”.
Hay también algunos números incómodos, que no son múltiplos de nada y que parecen no encajar en ningún sitio, los pobres. Por eso, quizá, cuando alguien anda mal trajeado, se dice -o se decía- que está “a las once”. Teniendo como tenemos diez dedos en las manos, para mí ha sido siempre un misterio por qué el doce es un número de medida tan habitual en muchas culturas. Doce son los meses y los signos del Zodíaco, y doce eran precisamente los trabajos encomendados a Hércules. Además, doce es un número que infunde respeto cuando lo usamos para referirnos a sabios, césares o apóstoles. Aunque también es cierto que ha habido dos películas que designaban más o menos lo contrario: “Doce monos”, y “Doce del patíbulo”.
Trece tiene fama de ser el número de la mala suerte, pero también es el número de los testarudos. Traté de convencer de esto a un amigo que me lo negaba, pero él siguió en sus trece. Un caso de inexactitud francamente desmesurado es cuando decimos “igual me da ocho que ochenta”. Con criterios como ése, no es de extrañar que la ciencia en España no goce de mucho predicamento. En cualquier caso, a partir de catorce ya no he encontrado ninguna unidad de medida tan pintoresca como la de los pirahá, al menos para cantidades pequeñas. Para indicar grandes cantidades, se consigue mayor capacidad expresiva incluyendo a la familia. Por ejemplo, cuando nos referimos a aquella aglomeración diciendo que había “ciento y la madre”.
Una unidad exorbitante, pero francamente vaga, es “tropecientos”. Claro que, al paso que vamos, se estarán preguntando ustedes cuál de todos los números conocidos ostenta el record de cantidad. Hasta hace algunos años, el mérito había que reconocérselo a esas personas tan impuntuales que llegaban “a las mil y quinientas”. Pero, desde que existen los concursos de la televisión, el concepto que encabeza nuestro cuadro de honor es... la pregunta del millón. Exactamente en las antípodas del cero patatero.
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