(Comienzo)
El tono de llamada sonó y sonó, largo
rato. Estaba yo ya a punto de colgar cuando oí por fin la voz de
Melquiades, que se restregaba en un susurro a escasos milímetros de mi oreja.
“No podemos hablar ahora”, dijo. “Me
han trasladado a otro departamento”.
“Esta vez sólo necesito un nombre y una
dirección", imploré. "Tengo el número de la matrícula”.
“Es que ya no estoy en aquel
departamento, ya te lo he dicho. Te tengo que dejar. Lo siento, no te
puedo ayudar”.
“¡No, espera un momento! Oye, es muy
importante para mí. Es un caso rutinario, pero me pagan muy bien. Un
millonario viejo que sospecha de su mujer joven y guapa. Esta mañana, por fin, la pillé
saliendo de casa con un fulano, pero se me llevó el coche la grúa y
le he perdido la pista”.
Melquiades suspiró.
“Pero es que ya te lo he dicho. Yo no puedo... Mira, inténtalo con
Rosario. Es la que me sustituye ahora. Te envío su teléfono por whatsapp. Tengo
que colgar. Adiós”.
Y colgó.
Rosario no me conocía de nada, pero aceptó mi invitación a tomar
café. Su turno en la comisaría terminaba a las seis. Quedamos a las
ocho.
“Melquiades me ha hablado mucho de
ti”, mentí apenas nos dimos la mano, para romper el hielo.
“¿Ah, sí?", dijo con indiferencia. "Ultimamente casi no nos
veíamos. Yo estaba destinada en el archivo, al otro extremo
del pasillo”.
Rosario sonrió, pero en su mirada se
leía desconfianza. Si alguna vez me encuentro con una mirada ingenua
en un policía, el que desconfiará seré yo. Y mucho.
“Melquiades y yo somos amigos desde
el instituto", dije. "Soy detective privado, y esta mañana se me ha
complicado un caso que tenía entre manos. Estoy en un apuro.
El me ha dicho que a lo mejor tú podrías ayudarme”.
Su mirada cambió. Lo había
comprendido todo. Su sonrisa se ensanchó y sus hombros se relajaron.
“Pues no sé. Si él te ha dicho eso... Tú dirás”.
Rosario era una mujer de unos treinta y
pocos años, más que generosamente alimentada. Su papada tapaba casi
completamente una gargantilla fina, orlada de estrellitas de plata,
bajo la cual se extendía un escote opulento, abierto en dos mitades
como dos sandías. El resto de su cuerpo estaba tapado por la mesa,
pero no podía ser mucho más cautivador. En pocas palabras la puse
al corriente del caso del millonario celoso, el contratiempo de la
grúa y, por último, el soborno del funcionario que me había conseguido un número
de matrícula.
“No es una pista muy segura”,
añadí, con un gesto de impotencia. “Pero no tengo otra”.
“Tú sabes que eso que me estás pidiendo es...
irregular, ¿verdad?”
Bajé mi mirada hacia el café con
leche, con aires de sumisión.
“Mira”, dijo. “Vamos a hacer una cosa. No he dicho que sea imposible, pero déjame pensarlo.
¿Dónde vas a cenar?”
“No sé. En mi casa, supongo”.
“¿Por qué no te vienes a la mía y
lo hablamos tranquilamente? ¿Te gustan los macarrones?”
Antes de que yo pudiera contestar, añadió:
“Son mi especialidad”.
Y su sonrisa se ensanchó en un suspiro
telúrico que hizo temblar mi café con leche.
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