domingo, 27 de septiembre de 2009

Yo, mí, me, conmigo

Mi infancia y mi juventud no fueron ninguna bicoca. No sé si es que yo era más sensible que la (maldita) inmensa mayoría, o más inteligente, o si, siendo ambas cosas, me tocó además ser hijo de uno de tantos matrimonios malhadados y aquella camisa de burda tela me venía angustiosamente pequeña. El caso es que hace un rato, releyendo antiguas poesías de mi primera juventud, he encontrado una que me dediqué a mí mismo. Pero no al que yo entonces era, sino al que algún día llegaría a ser en un futuro todavía irrealizado.

Recuerdo nítidamente aquella sensación, mientras escribía, de estar arrojando una botella con un mensaje a las nebulosas aguas del futuro. Yo quería imaginar con todas mis fuerzas que aquel Ricky Mango adulto que aún no era conseguiría finalmente salir de la pesadilla del presente y, un día cualquiera, en una tarde de sobremesa como la de hoy, volvería a leerme a mí mismo y me consolaría del lento y penoso trance de nunca más poder volver a bañarse en el mismo río.

Quizá es que hoy tengo la tarde filosófica. Pero la verdad es que, después de leerme a mí mismo cuarenta años después, he dejado escapar un suspiro de alivio. La vida sigue sin ser una bicoca, pero es tranquilizador saber que Ricky Mango consiguió, mal que bien, escapar de las arenas movedizas y labrarse un presente sin angustias existenciales y sin camisas de fuerza. Y, a lo largo de ese camino, me es ahora grato recordar muchas y muy hermosas aventuras.

Creo, pues, que no hago sino pagarme a mí mismo aquella deuda reproduciendo ahora aquí aquella poesía de náufrago cronológico que por fin ha llegado a su destino. Respira, pues, tranquilo en tu lejano pasado, amigo Ricky Mango: no te equivocabas cuando confiabas en ti mismo.

ALGUN DIA SABRÁS
 
Algún día sabrás, te lo prometo.

Algún día sabrás.
Lo aprenderás viviendo mi futuro,
tus músculos henchidos de presente,
de suavidades lleno.

Podrás quizá olvidarlo todo, todo
lo que con ilusión forjamos juntos,
me irás dejando atrás por el camino.
Te irás quedando solo.

Serás lo que he soñado para ti.
Me miras ya desde adelante, desde
donde has echado a andar, hacia tu mundo...
¡No mires a esta muerte!

Sigue andando: algún día sabrás
y me recordarás con más nostalgia
al ver que estoy aquí, y me voy quedando
cada vez más atrás.

1969
* * * * *

domingo, 20 de septiembre de 2009

Lingüística para tontos IX - Indefinidos otra vez

(Comienzo)

El problema de los indefinidos me intriga desde hace más de veinte años. Hace unos meses expuse en este blog una formalización del artículo indefinido que recogía las dos posibilidades -incompatibles desde el punto de vista de la cuantificación- que asociamos a esta partícula. "Vuela un pájaro" es sinónimo inequívoco de "[En algún lugar] hay un pájaro que vuela", pero "Un pájaro vuela" puede ser también sinónimo de "Los pájaros (como concepto genérico) vuelan", en el mismo sentido en que podríamos decir, por ejemplo, "Un rey no se inclina ante sus súbditos". Sin embargo, la formulación que yo expuse aquí no terminaba de parecerme satisfactoria.

No es que no sea formalmente correcta. Pero no explica por qué el destinatario de la información opta por uno de esos dos significados -y, casi siempre, acierta-. ¿Tendremos que recurrir, como la física en tiempos pretéritos, a un éter hipotético que explique lo que no sabemos explicar de otro modo? A esa desoladora conclusión me conducían todas mis cavilaciones, y de ahí mi insatisfacción permanente.

La otra noche, sin embargo, justo cuando estaba a punto de dormirme, una chispa saltó en mis pensamientos. Debido a mi trabajo, no puedo dedicarle a la lingüística todas las horas que yo quisiera. Y, con los años, he descubierto que tampoco es conveniente. Porque el cerebro (el mío, al menos) necesita tiempo para procesar las ideas, y una parte de ese trabajo no es consciente sino, en gran medida, automática.

Contra mis deseos muchas veces, he llegado a la conclusión de que la mejor forma de abordar los problemas es como sigue. Uno escoge un asunto que le intriga, le da vueltas y vueltas, rebusca todas las conexiones que se le ocurren, y lo deja reposar. En el trasfondo, sin que uno sea realmente consciente de ello, los pensamientos se combinan y se recombinan, sin desdeñar las aportaciones que pueden obtener de la vida cotidiana. Y así sucede a veces que, meses o incluso años después, una mañana al despertar o, como en este caso, una noche antes de quedarse dormido, salta la chispa.

El caso es que unos meses más atrás se me había ocurrido diseñar un parser basado en el formalismo de categorías-ejemplares. La idea no es nueva. De hecho, fue una de las primeras ideas que exploré hace ya más de veinte años, aunque en aquel momento la fruta estaba todavía demasiado verde para ser comestible. Como los lingüistas tontos saben, un parser es un analizador sintáctico. Curiosamente, en la era de la teoría de cuerdas y de la decodificación del genoma, todavía nadie ha dado con un modelo de parser que analice (y, por consiguiente, explique) satisfactoriamente la sintaxis humana. Es más, que yo sepa ni siquiera se ha demostrado matemáticamente la posibilidad o imposibilidad de un tal modelo.

Inmerso como estaba en una mudanza de piso y agobiado por el trabajo, yo me había limitado a escribir en unas cuantas líneas un borrador del parser que quería volver a investigar. A medida que escribía, empecé a intuir que la idea clave era desacoplar el tiempo verbal del verbo. En efecto, las variantes 'comí', 'como', 'comeré' forman una categoría, y esa categoría no puede ser otra que el tiempo verbal (en inglés, tense). Separando esa categoría en forma explícita del verbo, podríamos escribir por ejemplo, en lugar de 'comí', 'habría comido' o 'comeré':

'proceso(comer)' + D

donde el tiempo verbal D denota uno de los ejemplares de la categoría: pasado/presente/futuro/condicional/...

Esta categoría es relativamente abstracta, y remite claramente a una estructura temporal, es decir, unidimensional (la estructura S1), de modo que me pareció más natural adverbializarla. ¿Cómo? Muy sencillo. Dividimos la línea temporal en tres tramos, y expresamos el tiempo verbal como un punto perteneciente a uno de esos tramos. El resultado vendría a ser algo así como:

comí -> proceso(comer) en un punto temporal del pasado

De hecho, ese punto temporal del pasado no sale de la nada, sino que está ligado a otros puntos temporales que ya han sido o serán mencionados en el transcurso de la conversación. Si me acerco a un interlocutor y le espeto sin prolegómenos 'Comí', mi interlocutor tendrá que pensar un tanto para deducir posibles situaciones en que mi afirmación tenga sentido. En otras palabras, tendrá que buscar un contexto en el que mi afirmación encaje en su representación de la realidad.

De manera que el tiempo verbal no se limita a situar el verbo en una época temporal, sino que remite además a un contexto ligado a esa época temporal. El lenguaje humano es una herramienta que utilizamos para construir una representación de la realidad. La aseveración 'comí' implica un 'entonces', y ese entonces está a su vez relacionado con todas las demás cosas que, en mi representación de la realidad, sucedieron en ese entonces.

Una vez descompuesto el verbo en un proceso o evento (expresable por consiguiente en forma sustantival) más una referencia temporal, ¿cómo podemos interpretar expresiones que contienen un sustantivo indefinido como, por ejemplo, 'una rana salta'? En términos sintácticos, la situación sería la siguiente:

una + rana + salto + D

donde D representa, en este caso, el tiempo verbal 'presente'. Ahora bien, a diferencia del pasado o del futuro simples, el tiempo verbal 'presente' no siempre denota el tiempo presente. 'Los pájaros vuelan' son un ejemplo claro de ello. Podemos decir, por ejemplo:

"Salgo de la estación y recorro el paisaje con mi mirada. El cielo está despejado. A mi alrededor, los árboles retoñan y los pájaros vuelan"

o, por el contrario:

"Las ranas saltan, los peces nadan y los pájaros vuelan"

En el primer caso mi descripción está sucediendo en un presente narrativo. No ahora mismo, para lo cual ya tenemos la forma 'los pájaros están volando'. En la medida en que no adscribe la acción a un presente concreto, el tiempo verbal 'presente' es, pues, un concepto indefinido.

En el segundo caso, no nos estamos refiriendo a un presente específico en el que los pájaros vuelen. Estamos afirmando que el concepto X en la expresión "X vuela" tiene como caso particular 'los pájaros'. Incidentalmente, esto explica que aceptemos la expresión como válida pese a que los pájaros con un ala rota o los pájaros de escayola no vuelen: aunque nosotros tendemos a interpretarla como una universalización, "los pájaros vuelan" expresa, en realidad, una particularización.

Llegamos ya al final. Esa interpretación dual del tiempo verbal 'presente' sería precisamente la que decidiría el sentido del artículo indefinido como cuantificador. Cuando decimos "una rana saltó" no tenemos margen para dudar de que lo que saltó era una rana real y de que el salto acaeció en un instante concreto del pasado. Cuando decimos "una rana salta", la partícula 'una' se combina con el tiempo verbal D, se desambigua en primer lugar como cuantificador y, seguidamente, activa una ampliación en la representación semántica del intérprete de la información. Ese 'seguidamente' que acabo de escribir implica la posibilidad de verificar o refutar mi hipótesis experimentalmente.

A primera vista, la solución no parece otra cosa que trasladar el problema del artículo indefinido al tiempo verbal. Pero, como hemos visto unos párrafos más atrás, el tiempo verbal está siempre muy vinculado a un contexto, y es por lo tanto mucho más fácil de desambiguar.

Por supuesto, nos falta aún por formalizar la ambigüedad del tiempo verbal 'presente'. Pero ese tema será el objeto de un nuevo artículo de la didáctica serie 'Lingüística para tontos'.

A vuestra salud, lingüistas tontos, y hasta otro día.

(Continuación)

viernes, 18 de septiembre de 2009

El aeropuerto Charles de Gaulle

Tengo una vaga sensación de culpabilidad cuando reproduzco aquí comentarios que he escrito en otros blogs, pero éste que incluyo ahora me parece suficientemente divertido. El blog de Albert Boadella se está perfilando como un pequeño cenáculo donde un puñado de comentaristas glosan con bastante sentido del humor las anotaciones de Boadella, que, como toda su obra, son a la vez lúcidas y divertidas.

El caso es que anoche leí en ese blog un texto suyo sobre la arquitectura moderna, pero no me sentía muy inspirado y me fui a dar una vuelta por la playa. Esta mañana, al despertar, mi cerebro había procesado por mí toda la información que me vino anoche a la memoria, y he escrito el comentario de un tirón. Helo aquí:

"Hace ya muchos años que los arquitectos no diseñan sus obras con el sensato propósito de que uno encuentre el papel higiénico cuando se apaga el temporizador de la luz del cuarto de baño. Ahora los arquitectos diseñan para salir en los libros de texto.

Nunca olvidaré la primera vez que un avión me depositó en el aeropuerto Charles de Gaulle. Inciso: jamás comprenderé la estructura mental de los franceses, y no digamos ya si además son arquitectos. El laberinto de Teseo era un puzzle de la señorita Pepis comparado con aquel 'satellite' en el que de pronto me encontré circulando como un sonámbulo junto con otras veinte o treinta personas que, como yo, eran incapaces de encontrar la salida.

Los japoneses y yo nos mirábamos consternados mientras dábamos vueltas y vueltas a aquel satélite de Piranesi con nuestras maletas a cuestas, para terminar siempre en el mismo pasillo circular. Menos mal que al malnacido del arquitecto (o a los responsables de la señalización) no se les ocurrió decorar también aquel bodrio con una perrita Laika que, a buen seguro, estaría aun más claustrofóbica que nosotros y nos habría mordido en los tobillos. Años después, cuando vivía ya en Barna, donde mis conocidos de Sarrià y San Gervasio se dividían al 50% en abogados y arquitectos, me enteré de que el fautor del susodicho aeropuerto figuraba en los libros de texto de la Escuela de Arquitectura de aquella ciudad.

Uno de los días más felices de mi vida fue cuando leí en los papeles que una parte considerable del aeropuerto Charles de Gaulle se había derrumbado. Los papeles no lo decían, pero yo estoy seguro de que no fue casual: tuvo que ser un comando de pasajeros extraviados y hambrientos, que arremetió en bloque contra las paredes para, en un último intento suicida, conseguir salir de aquella pesadilla."

lunes, 7 de septiembre de 2009

El hombre del violín tostado

No hace ni siquiera un mes que había escrito sobre Vicente en este blog cuando, por pura casualidad, he encontrado entre mis antiguos relatos un texto que le dediqué hace muchos años. Estaba yo en aquella época muy influido por la poesía surrealista, que practiqué también con entusiasmo durante algún tiempo. Me apasionaban, sobre todo, Vicente Aleixandre (cuando todavía no había recibido el premio Nobel) y Juan Eduardo Cirlot.

Juan Eduardo Cirlot nunca fue tan conocido como Aleixandre. Como descubrí mucho después, su poesía reflejaba en realidad una visión del mundo un tanto cabalística, al mismo tiempo mística y hermética. Pese a lo cual sus poemas son de una belleza deslumbrante.

Ese rasgo esotérico de Cirlot lo descubrí poco después de instalarme en Barcelona, hacia 1991. En algún periódico leí que se pronunciaba una conferencia sobre él, y acudí a ella. Me parece recordar que el tema de la conferencia tenía vagamente algo que ver con el psicoanálisis jungiano. Es decir, con la presencia de lo atávico como una constante en el inconsciente de las personas y como explicación profunda de sus actos.

El psicoanálisis jungiano me ha inspirado siempre repugnancia, al igual que las óperas de Wagner, y quizá por las mismas razones. La idea de que los nibelungos están impresos en mi cerebro como el pecado original me pone bastante nervioso, al igual que ciertos rasgos de la mentalidad alemana. Fui lector de la Odisea a los once años y, pese a haber nacido bajo los grises sirimiris del Cantábrico, la luz del Mediterráneo me ha atraído siempre como un imán hacia el sur de Europa. Y quizá mis genes me empujan más hacia el sur todavía, como relataré algún día en este blog.

El caso es que en el año 1991 yo, recién llegado, no sabía aún que Barcelona estaba ya enferma de autismo. A la entrada del local donde se había convocado la conferencia trabé conversación con una señora que -creo recordar- dijo ser hija de Juan Eduardo Cirlot, y pareció un tanto sorprendida de que yo apareciera por allí. En seguida sospeché que me había metido en una secta.

Es posible que aquello fuera una secta, pero yo tampoco había tenido tiempo de acostumbrarme a esa cordialidad catalana de los primeros contactos, tan duradera como el tiempo que tarda una puerta en cerrarse. El caso es que pasé a la salita donde se pronunciaba la conferencia, y tomé asiento. Aunque el local no era muy grande, estaba completamente lleno. Por fin, dio comienzo la charla. No recuerdo muy bien los detalles, pero sí mi sorpresa cuando, apenas tomó la palabra, el conferenciante preguntó al público si alguno de los presentes no entendía el catalán.

Yo no entendía muy bien el catalán, porque la lengua con la que yo estaba familiarizado era el valenciano coloquial, bastante diferente de aquel neocatalán jungiano que los nacionalistas estaban reinventando. Y, desde luego, me habría resultado mucho más cómodo oír la conferencia en español. No obstante, ante el silencio general de los presentes, no me atreví a hacer ninguna observación, y la charla comenzó en catalán. Si el tema hubiera sido interesante, posiblemente habría hecho un esfuerzo por seguir el hilo del orador, pero en seguida comprendí que aquello no me interesaba nada y, después de unos minutos de cortesía, abandoné el lugar.

Años después, cuando comprendí que Cataluña estaba embarcada en un proceso grave de autismo colectivo, me pregunté si debí haber levantado la mano aquel día para manifestar que yo no entendía el catalán. Pero eso es más fácil de pensar que de hacer. Porque cuando uno está recién llegado a un lugar y a su alrededor el mensaje implícito que percibe es 'tú no eres de aquí', levantar la mano para pedir que todos nos entendamos es enfrentarse a la sociedad.

Ése ha sido el mecanismo del que se han valido los nacionalistas para conseguir que la mitad de la población de Barcelona comulgue con las ruedas de molino del catalanismo stalinista. Los padres que provenían de otras regiones de España, que al igual que yo percibieron el mensaje, prefirieron no enfrentar a sus hijos a la ola totalitaria, y poco a poco la 'normalidad' se fue imponiendo.

Así cuenta Bertolt Brecht que sucedió con el nazismo. Sólo unos años después de su aparición como fenómeno de masas, millones de judíos eran hacinados en trenes de ganado y conducidos al mayor abismo de muerte y degradación que la especie humana recuerda. El nazismo no fue una llamarada, sino una lenta infiltración. Y el individuo haría bien en estar siempre atento a las señales de la masa. Porque las masas no razonan y, si uno no ha nacido para ser Viriato, lo menos doloroso, a la larga, es exiliarse.

Yo vivo en España porque hasta hace poco mi trabajo me obligaba a vivir en Europa, y porque el Mediterráneo, machacado y arrasado hasta la agonía con insensibilidad de hordas bárbaras, sigue ejerciendo sobre mí la fascinación de la Odisea, pero España es un lugar espantoso para vivir. España es un lugar ruidoso, provinciano e irracional estructurado en tribus. Yo detesto el ruido y el football, amo la ciencia, y me siento ciudadano del mundo. ¿Qué pinto yo aquí?

Como esta pregunta de momento no tiene respuesta, me limitaré a reproducir a continuación el texto que dediqué a Vicente en mi época surrealista, cuyo título encabeza esta anotación:

El hombre del violín tostado

Siempre lo encontraréis barajando los días en su sopera de color caoba. Apenas hará falta preguntarle el color de los ríos. Os mirará un insante cejijunto, y luego de sopetón os herirá con sus dardos emponzoñados de esmeralda.

El color de las grietas en su frente es siempre azul. Al abrir la tapadera que comunica con las montañas, un alud de burbujas, párpados, cerezas y bemoles podría sepultaros.

Pero no todo en él es caótico. Por ejemplo, el pulso de las iguanas que trepan hasta el azul tostado de sus ojos.

Por ejemplo, el descaro tímido que reúne canicas a la sombra del limonero verde.

Por ejemplo, el violín herrumbroso de la playa.

El secreto de su cinco de oros está en las muelas del mar. Mar salino, mar claro, que todo lo tritura bajo el sol de los ojos de fuego.

Aunque él no sea rubio, sino ceñudo, poderoso como brazo de calamar, sereno como el silbido de las caracolas. Él se limita a pasear los atardeceres tibios, la agonía de las violetas, el rumor de los vasos de vino.

Curtiendo sabio las palabras color de boina, encendiendo unas monedas en el fuerte amarillo de la siesta, apagando una canción en la melancolía de la madera.

Encendiendo otra música entre los dientes de la naranja.

Apagando el sonido rural de las gaviotas.

Es el hombre que camina con su violín tostado de café con leche. El que hiere al sol con sólo colgarse de la luna, ignorando el sabor lejano de las resacas pero ávido de las cabelleras de fuego y de las cabalgadas de piel negra reluciendo en la noche.

Es su corcel el farolero de los ríos ciegos. Si necesitas aprisa una rosa enfurecida, haz un rápido molinete con tu sota de vientos bajo su sombrilla multicolor.

Febrero, 1975
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sábado, 5 de septiembre de 2009

El urinario de Marcel Duchamp

Las rebeliones son probablemente tan antiguas como el despertar de la conciencia. Las hormigas o las abejas, o se adaptan a su entorno o mueren. Los peces, o nadan armónicamente en grupo o se dispersan, y los pájaros que no desean volar con la bandada se quedan en su rama. La selva no es uno de los lugares que más frecuento, pero jamás he visto en un documental un antílope echando la zancadilla a otro, y nunca he tenido noticia de que una oveja mordiese al perro del pastor que la apacienta. Precisamente por eso la novela Animal Farm puede ser una metáfora: la rebelión es un comportamiento reservado a los seres humanos.

No he dicho que no haya agresividad en los animales. Dos machos pueden pelear hasta la muerte por una hembra, por un bocado de comida o por un territorio, pero nunca para cambiar el status quo. Probablemente tenemos que ascender hasta los primates para encontrarnos con situaciones claras de lucha por el poder. El macho dominante no es sólo el que disfruta de todas las hembras; también establece normas sociales. Y el triunfo frente a él implica la potestad de marcar normas de conducta.

Este esquema se sofisticó considerablemente cuando aparecieron los seres humanos. Desde antiguo, reyes y emperadores han sido envenenados, traicionados, ahogados, apuñalados en la cama o manipulados con el señuelo del sexo o la codicia para arrebatarles el poder. Es la historia de la Humanidad. Ocasionalmente, los marineros de un barco o los presos de una cárcel se han amotinado, pero sus móviles solían ser puramente materialistas. Si un esclavo se rebelaba era para recobrar la libertad, nunca para cambiar la decoración de la galera o para propugnar un cambio de paradigma en el sector del cultivo algodonero.

No se sabe muy bien de quién o de qué era esclavo Marcel Duchamp cuando, en 1917, puso en marcha la toma de poder más importante del siglo XX. Cierto día de ese año, apenas dos años después de llegar a Nueva York, Duchamp se presentó en la fábrica "J. L. Mott Iron Works", en el 118 de la Quinta Avenida, y compró un urinario para hombres. Una vez en su taller, colocó el urinario en posición invertida, firmó en uno de sus bordes con el pseudónimo "R. Mutt", y lo presentó a una exposición de la Society of Independent Artists con el título ‘Fuente’.

La obra fue rechazada, pero el proceso que él puso en marcha era imparable. A partir de aquel día, el centro de la obra de arte no sería ya la obra propiamente dicha, sino… el Artista, que desde ese momento quedaba autorizado a hacer lo que le viniese en gana para llamar la atención. La era de los medios de comunicación había comenzado.

El artista acababa de convertirse en un niño mimado de la sociedad y, como todos los niños mimados, tenía venia para perpetrar las gamberradas más contumaces, que arrancarían invariablemente una sonrisa de comprensión de los espectadores. Porque, desde Marcel Duchamp, el mundo no sería ya nunca más un conjunto de ciudadanos, sino una masa de espectadores. El proceso tardaría todavía varios decenios en consolidarse, pero su desenlace era inexorable: con la llegada del cine y de la televisión, los artistas y los ‘intelectuales’ terminarían arrancando a la Iglesia y al Estado una parcela nada pequeña del poder.

La nueva vía hacia el poder se llenó rápidamente de transeúntes. En los lienzos de los cuadros empezaron a aparecer trozos de vidrio, alpargatas, tornillos, insectos, detritus, serrín, trozos de periódico o mondas de patata. Los nuevos ‘artistas’ se lanzaron con entusiasmo a explorar el simbolismo del cuadro vacío, los sutiles matices del negro absoluto, la textura del excremento de vaca o las fotografías de Marilyn Monroe, hasta el punto de que en un museo contemporáneo uno puede confundir a veces la caja del extintor de incendios con una pieza más de la exposición que está visitando (a mí me ha sucedido).

¿Cuáles de todas esas maravillas son arte, y cuáles no lo son? Para decidir la respuesta a esta pregunta, la definición de la palabra ‘arte’ deberá ir tan lejos que abarque prácticamente cualquier cosa… con una única condición: que el autor sea "un Artista". En mi opinión, esta nueva visión del arte como Gran Bazar confunde dos conceptos que siempre han estado presentes en la historia del arte, aunque hasta Marcel Duchamp eran todavía distinguibles: el arte y la decoración.

Del mismo modo que la cultura ha quedado fagocitada por el ocio (que es mucho más vendible), el arte ha terminado siendo un inerme Jonás engullido por la ballena de lo ornamental. Una vieja camiseta litografiada en la pared puede dar mucho prestigio si quien firma al pie de la obra es aquel pintor tan famoso que entrevistan los periódicos en su suplemento dominical. Y, si uno se hace a la idea y le pone enfrente un jarrón apropiado, hasta queda elegante. Pero, para mí, ésa no es la pregunta.

La pregunta que yo me hago para decidir si una obra es o no arte es: ¿qué me dice esta obra de mí mismo? No es narcisismo. La única posibilidad de que alguien que no me conoce consiga decir algo sobre mí es que esté hablando de la condición humana. Que esté expresando algo universal, algo que a todos sea capaz de tocarnos, de conmovernos, de hacernos pensar.

Y, aplicando ese filtro, el porcentaje de obras de ‘arte’ que pasan la prueba hoy sigue siendo probablemente tan escaso como en tiempos de Leonardo da Vinci.

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