miércoles, 28 de septiembre de 2011

Las tertulias


Dijo Gerald Brenan, creo que en sus memorias, que la decadencia de España comenzó con la invención de la mesa camilla. Basta con imaginarse, explicaba el hispanista, a las fuerzas vivas de la localidad -léase el alcalde, el boticario, el párroco, el cacique local y un florido ramillete de eruditos a la violeta- arremetiendo contra los ausentes y derrocando de palabra al Gobierno entre picatostes y copitas de anís, al amor del brasero, para hacerse una idea de la capacidad de regeneración de la madre patria desde tiempo inmemorial. ¿Recuerdan ustedes las intrigas de aquella ciudad imaginaria llamada Vetusta?

Han pasado ya varios siglos desde entonces, pero las tradiciones se resisten a morir. En España no hubo von Humboldts ni Voltaires (no digamos ya Galileos o Newtons), sino atrabiliaras legiones de teólogos, pícaros, cantamañanas y conspiradores de café, y las argumentaciones rara vez se han acercado siquiera a la categoría de debates. Se han quedado en... tertulias.

Pero hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad. En nuestros días, los progresos de la tecnología han librado a los tertulianos de chamuscarse las puntas de los zapatos y los han acogido, como madre amorosa, bajo los focos de algún estudio de radio o televisión, calentitos por fin sin tener que padecer el incordio de los sabañones y -lo mejor de todo- cobrando.

Las tertulias, como los toros o las romerías, son un espléndido espectáculo arqueológico que permite a los antropólogos estudiar el pasado a pie de obra, sin necesidad de estornudar en polvorientos archivos ni de leerse las obras completas de don Marcelino Menéndez y Pelayo. Los tertulianos de hoy, con sus corbatas y pañuelos de Armani, sus iPads recién estrenados y las llaves del 4x4 en el bolsillo, son en realidad ectoplasmas de los desharrapados de La fontana de oro, facsímiles costumbristas de los tapices de Goya y, aquí y allá, como esporádicas notas de color, reencarnaciones del predicador fray Gerundio de Campazas en perfecto estado de conservación. Directamente en su pantalla, gratis. Simplemente apretando un botón.

No me digan que no es fascinante. El otro día, zascandileando con el mando a distancia, me topé con una tertulia de teólogos y exorcistas. Sí, sí, han leído ustedes bien: exorcistas. Sacerdotes, para ser más exactos. Exorcistas oficiales de la Santa Madre Iglesia, que, créanlo o no, existen. Los tertulianos hablaban con toda naturalidad de Satanás, de sus pompas y sus obras, de posesiones y de ángeles, y discutían mesuradamente hasta qué punto, en su experiencia personal, los exabruptos y espumarajos de tal o cual solicitante eran materia de oración y agua bendita o meramente síntomas de carne de psiquiátrico. Escuché fascinado durante una hora hasta que, enfriado el entusiasmo inicial de haberme asomado gratis al tunel del tiempo, los párpados me empezaron a pesar más de la cuenta.

La característica principal de los tertulianos es que saben de todo. Con el mismo aplomo analizan los entresijos del sistema monetario internacional que rebaten las sentencias del Tribunal Supremo o cuestionan la etiología de la gripe A. En cualquier caso, la única finalidad de sus diatribas es poner verde a alguien, generalmente el Gobierno o la oposición, según la chaqueta política del orador. Para ello, se enzarzan en larguísimas disertaciones, se repiten, se interrumpen constantemente unos a otros, se levantan la voz, y hablan todo el tiempo de sí mismos. Los tertulianos son omniscientes, y jamás se equivocan. Como si tuvieran rayos X en los ojos, conocen los pensamientos y las intenciones de jueces y políticos, y están tan seguros de sus opiniones que cuando quieren decir falsedad dicen mentira. Por supuesto, nunca dudan.

Se comprende que se interrumpan unos a otros porque, una vez tomada la palabra, no la sueltan. Ocasión que aprovecha el moderador para, en lugar de hacer honor a su nombre, arrojarse de lleno a la refriega y disputar el monólogo a todos los demás. Muchos estamos ya acostumbrados a esos presentadores que formulan unas preguntas mucho más largas que las respuestas y que, antes de esperar a oír lo que responde el entrevistado, defienden vehementemente su opinión para que el otro, en lugar de contestar, le dé la razón (o le lleve la contraria, si es de la tribu adversaria).

Es una fauna variadísima. Los hay calvos e hiperactivos, pero también barbudos y sentenciosos. Algunos son engreídos; otros, simplemente vanidosos. Todos terminan escribiendo algún libro y remitiéndonos a él como autoridad bibliográfica de sí mismos. Si las tertulias fueran zoológicos (y no andan tan lejos), las cacatúas serían esos que se desgañitan con voz estridente -y que, curiosamente, suelen ser calvos-, quizá para compensar la falta de vistoso plumaje. Puede que las ballenas estén al borde de la extinción, pero en España la biodiversidad costumbrista no corre peligro.

Los tertulianos no se limitan a acarrear de tertulia en tertulia su repertorio de argumentos propios y -sobre todo- ajenos. Son también muy reacios a usar verbos o sustantivos mondos y lirondos, y siempre que encuentran ocasión los aderezan con una frase hecha. Por ejemplo, a los políticos mentirosos (si se me permite el epíteto) siempre los han pillado "con el carrito del helado". Las preguntas enigmáticas son invariablemente "la pregunta del millón", cuando alguien tiene que negar algo "niega la mayor", las comprobaciones más exigentes son "la prueba del algodón", y tantas otras sandeces por el estilo.

Por si todo eso fuera poco, son también ubicuos. A menudo me encuentro a algunos haciendo jornada intensiva, a las 10 en la televisión y a las 11 en la radio, o incluso simultáneamente (!) en dos canales distintos, explicando que tal o cual rumor se transmite "boca a boca", "volviendo" a repetir algo que nunca habían dicho antes, o resumiendo la gravedad de la situación económica en "... con la que está cayendo". No informan de mucho, por no decir de nada, y no aportan más ideas esclarecedoras que las que el espectador ya quería oír. Pero, en fin de cuentas, ¿a quién demonios le importa? Las tertulias aquí son un rito, como la misa de los domingos, el football o las gambas. Merkel y Sarkozy no se han enterado, porque no están para esas cosas y, sobre todo, porque es difícil imaginárselas, pero alguien debería advertirles. Sus consejos son inútiles. España es eterna.



Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Estilos

La afición a los libros, como el paladar, se sofistica con la práctica. Es como todo. Al principio, todos los chinos nos parecen iguales (como nosotros a ellos), pero después, con el trato, uno aprende a discernir matices, ademanes, manías, rasgos de carácter y, finalmente, hasta el pueblo de procedencia. Por supuesto, quien dice libros puede decir también cuadros, catedrales, representaciones teatrales o melodías. La otra cara de la moneda: no es posible volver atrás. Cuando uno ha llegado al punto de emocionarse con la Novena Sinfonía o con las arias de Ich habe genug, los éxitos de David Bisbal le parecerán indistinguibles de las obras de demolición de un edificio, taladradoras incluidas.

De niño, es cierto, lo único que uno quiere es averiguar qué les sucederá a Ben-Hur, a Mowgli, al Conde de Montecristo o a Ciro Smith. No se para en sutilezas. Yo leía todo lo que caía en mis manos, incluidos los prospectos de las cajas de aspirina, pero no distinguía entre las novelas de Somerset Maugham y las aventuras de kiosko de El Coyote. En el cine, e incluso ante una pantalla de televisión, uno generalmente no ve a un señor llamado Humphrey Bogart recitando un guión junto a un piano, rodeado de focos y de cámaras: uno ve al dueño del Rick's Café, desengañado de amores, rememorando melancólicamente París. Es la fórmula mágica del arte y, al mismo tiempo, lo que nos separa del Australopitecus y de los aficionados al football.

Hasta donde alcanza mi memoria, la primera redacción que hice, por encargo de algún maestro, versaba sobre la vida cotidiana. Me habían encargado resumir en una cuartilla las cosas que me habían sucedido durante el día. La verdad, no se me ocurría mucho que contar, de modo que, después de mucho tachar, añadir y reescribir, el relato final seguía siendo alarmantemente corto. El texto terminaba diciendo algo así como "...y ésta es la narración, meticulosamente explicada, de lo que me ha sucedido hoy".

-¿Meticulosamente? ¿No te parece que exageras un poco? -dijo mi madre.

Tenía razón, y yo lo sabía, pero buscaba en mi mente todo tipo de subterfugios para convencerme a mí mismo de que aquella palabra no sobraba. Lo que yo quería, naturalmente, era presumir de vocabulario. Y, de paso, estirar desesperadamente un poquito la extensión del texto. A la vista de aquellos dos propósitos, el escritor que había en mí acababa de nacer.

De la crónica cotidiana pasé en poco tiempo a la poesía, que inauguré con unas letrillas a mofa de un paleto imaginario, en rimas asonantes y plagadas de ripios. Después de eso, y durante bastantes años, no recuerdo haber escrito nada que me dejara huella. Antes de ser siquiera adolescente leí a autores tan dispares como Marcel Proust, André Maurois, Knut Hamsun, Stephan Zweig, Oscar Wilde e incluso Homero. Sin enterarme de mucho. Leí todo lo que encontré en la biblioteca de mi padre, incluida la enciclopedia Espasa, más los libros de aventuras que me regalaban en vacaciones y para mi cumpleaños. Fue un atracón frenético que nunca llegué a digerir. Pero, para mí en aquellos años, leer no era una opción. Era una adicción.

El primer salto cualitativo llegó cuando cayó en mis manos Campos de Castilla. La tersura de aquellos versos, su sencillez y, al mismo tiempo, su capacidad para emocionar me deslumbraron. Pero la pasión por Machado me duró poco, porque estaba a punto de suceder uno de los grandes acontecimientos de mi vida: el descubrimiento de la Antología del 27, de Gerardo Diego. En ella me encontré con el primer Rafael Alberti, con Federico García Lorca, Luis Salinas, Dámaso Alonso, el surrealista Juan Eduardo Cirlot, el propio Gerardo Diego y, sobre todo, el hijo primogénito de Góngora en la Tierra: Vicente Aleixandre.

Escribí kilómetros de poesía influido por esos autores, y más tarde por el romancero popular y por la generación de José Hierro, Celaya y Blas de Otero. La prosa no me interesaba. La poesía era un diamante denso y fulgurante en el que nada podía faltar ni sobrar, y de aquella compresión violenta del lenguaje nacían imágenes y evocaciones inalcanzables para un pobre, mortal escritor de novelas. A la cumbre de aquella ascensión llegué una noche, en mi habitación, leyendo un ensayo de García Lorca sobre la poesía de Góngora. Fue una revelación. Las Soledades, aquella larguísima trenza de latinajos anudados, era en realidad un viaje vertiginoso por un universo de sensualidad que las mentes de Goethe o Thomas Mann jamás podrían siquiera concebir. La única condición era... leerlo despacio. Palabra por palabra, letra a letra. O mejor aún: molécula a molécula.

Entre tanto, inevitablemente, la prosa se iba abriendo camino entre mis lecturas. Empezaron a apasionarme Baroja, Aldecoa, Luis Martín Santos, Valle Inclán, Clarín, pero también la picaresca, el naturalismo, Maupassant, Nabokov, Stendhal, Juan Valera, Camus, Melville, Chloderlos de Laclos. Además de devorar todo tipo de ensayos, me rendí ante la fuerza medieval de La Celestina y me reí a carcajadas con la vida del escudero Marcos de Obregón. Descubrí a Samuel Beckett, y escribí docenas de monólogos inspirados en -léase 'a imitación de'- Molloy,Malone meurt. Creo que me empaché. Las comidas copiosas se digieren lentamente.

Por efecto de aquel empacho, los cuentos que en aquellos años escribía yo se iban haciendo cada vez más espesos y abigarrados. Excepto tal vez en alemán, era imposible decir todo lo que yo quería decir sin más herramientas que la sintaxis, valiéndose de tan sólo unas preposiciones y unas comas. La prosa tenía sus propios recursos, y el lenguaje poético no era uno de ellos. Me quedaba todavía por aprender el arte de la poda.

Curiosamente, sin embargo, mis maestros en el arte de desbrozar adjetivos no vinieron de la literatura. Durante los años 80 y 90, los artículos del semanario The Economist me demostraron que la prosa tenía recursos de sobra para competir con la poesía. De un entusiasmo contagioso, sus redactores eran capaces de explicar con claridad pentecostal desde un intrincado acuerdo de libre comercio hasta el comportamiento del spin en los neutrinos. Estuve suscrito a ella hasta los primeros 2000, en que, por alguna razón que nunca conseguí averiguar, el estilo -y el contenido- de sus textos cambió inesperadamente. Aquel plantel de mentes brillantes, capaces de exponer un argumento en términos concisos, amenos y, sobre todo, convincentes, se esfumó de repente, y los artículos de The Economist se convirtieron de la noche a la mañana en fárragos burocráticos, completamente carentes de interés.

Conservo en mi biblioteca algunos centenares de libros que por una u otra razón me dejaron huella, pero no llegué a guardar ninguno de aquellos ejemplares de The Economist, que todavía añoro. Googleando, he encontrado en Internet un archivo digitalizado de sus artículos, pero convertidos en imágenes. La mayoría de sus textos son ilegibles.

Mi primera novela fue un intento -fallido- de aligerar la fronda de mi estilo. El protagonista que escogí no era del todo tonto, pero le faltaba vocabulario. Era incapaz de expresar matices o ideas profundas, y hasta su sentido del humor dejaba que desear. Puede que el personaje me saliera verosímil, pero la narración carecía de nervio y, a ratos, se desdibujaba en un manojo de anécdotas pueriles. Para colmo, la novela se quedaba corta de páginas y, como en aquella primera redacción de mi infancia, caí en el error de rellenarla. Con los años, he ido haciendo sucesivas versiones, corrigiendo aquí y allá, porque la idea me sigue gustando, pero a estas alturas me temo que no tiene arreglo.

En mi siguiente novela dejé que el péndulo se fuese al extremo contrario. Me propuse no dejarme ninguna idea en el tintero, y emprendí una ambiciosa historia (reinventada) del siglo XX a través de la vida de Manuel Zanzón, un personaje -¿lo adivinan?- anodino y manejable. Por qué los protagonistas de mis novelas son siempre idiotas es para mí un misterio. En cualquier caso, la novela se quedó a la mitad, y no creo que llegue nunca a terminarla. Supongo que lo mío son las distancias cortas.

Desde hace ya bastantes años, son raras las novelas que termino de leer. Normalmente las abandono en la página 15 o 20. Les encuentro mil defectos, y me digo a mí mismo que yo podría escribir una historia más interesante... pero nunca lo hago. Quizá he llegado a un punto en que, más que la realidad, me gustan las radiografías de la realidad. Del mismo modo, cuando veo una película prefiero divertirme analizando el guión, la interpretación, la música, la iluminación, las tomas y hasta el presupuesto. Con pocas excepciones, las tramas son, por desgracia, demasiado previsibles.

Querido Manolo Zanzón, sé que nunca me lo perdonarás, pero no tengo ánimo para terminar de escribir tu biografía. Tú no lo sabes, pero después de ser tú ministro sucedieron todavía muchas cosas. Regresaste a Madrid, volviste a hacerte famoso con un programa de radio, llegaste a presidente del Gobierno y finalmente un día, en el Vaticano, conseguiste lo único que realmente deseabas: tocar el órgano. Si te sirve de consuelo, en algún lugar de este ordenador guardo todavía, además de un resumen imaginario de la segunda mitad de tu siglo, los acontecimientos más importantes de tu vida.

Al fin y al cabo, quizá era ése tu destino desde un principio: que el final de tu vida fuera tu radiografía.

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

 
Turbo Tagger