Cuentan ciertos autores que los pirahá, una tribu aborigen de la Amazonía, sólo conocen dos números: uno, y muchos. Aunque a primera vista nos pueda parecer inconcebible, en español tenemos medidas más estrambóticas todavía. Decimos, por ejemplo, que estamos a un tiro de piedra de algún sitio, pero nunca a dos tiros de piedra, y no digamos ya a tres, o a dieciséis coma siete, tiros de piedra. Pero hay más. Se conoce por lo menos un caso en que el doble de uno es igual a uno. Si el lugar del que estamos hablando está muy cerca, con la misma espontaneidad diremos que está “a un paso” que “a dos pasos”.
Los científicos tratan por igual a todos los números, pero en el habla coloquial no sucede lo mismo. Tenemos preferencias. Si no se cumplen nuestras expectativas, nos quedaremos a dos velas, o con dos palmos de narices: ni uno más, ni uno menos. Cuando alguien es muy rebuscado, lo increparán por buscar tres pies al gato. Me habría extrañado menos que lo acusaran de buscar cinco, o incluso más, pies al gato. Pero, pensándolo bien, no debemos olvidar que los tres mosqueteros, en realidad, eran cuatro.
Cuatro puede significar poquísimo o muchísimo, según. Si la fiesta estaba poco concurrida, diremos que había cuatro gatos. Y si algo nos ha salido muy barato, presumiremos de haberlo comprado por cuatro perras. Pero nuestro amor a Lolita lo proclamaremos siempre a los cuatro vientos.
El cinco, en cambio, parece ser sinónimo sólo de escasez. Al menos, para quienes no tienen ni cinco. Pero si han cometido una osadía nos apresuraremos a decir que la cosa tiene tres pares de narices (o sea, seis narices), y si ocasionan una gran trifulca diremos que han montado “un pollo del siete”. Este caso es un poco especial, porque admite una cierta magnitud. Así, si la trifulca era realmente escandalosa, diremos que se se ha montado un pollo del siete “con jardinera”.
Inciso. Esta expresión proviene de una línea de tranvías que circulaba “illo tempore” desde el centro de Valencia hasta la playa de la Malvarrosa. El tranvía, naturalmente, era el siete, y en temporada estival, que es cuando los pasajeros seguramente más ganas tenían de jarana, los tranvías de esa ciudad llevaban acoplado un vagón descubierto, llamado “jardinera”.
Una expresión que siempre me ha intrigado es aquello de “Fulanito es más chulo que un ocho”. Le he dado muchas vueltas pero, pese a mis esfuerzos, la figura humana más parecida a un ocho que se me ocurre es el muñeco de Michelin. El número más exigente es, sin duda, el que nos permite hacer “la prueba del nueve”. Y el más eufemístico, el que usamos desde hace siglos para evitar ciertas palabrotas, que algunos sustituyen, por ejemplo, por “pardiez”, "rediez" o “me cachis en diez”.
Hay también algunos números incómodos, que no son múltiplos de nada y que parecen no encajar en ningún sitio, los pobres. Por eso, quizá, cuando alguien anda mal trajeado, se dice -o se decía- que está “a las once”. Teniendo como tenemos diez dedos en las manos, para mí ha sido siempre un misterio por qué el doce es un número de medida tan habitual en muchas culturas. Doce son los meses y los signos del Zodíaco, y doce eran precisamente los trabajos encomendados a Hércules. Además, doce es un número que infunde respeto cuando lo usamos para referirnos a sabios, césares o apóstoles. Aunque también es cierto que ha habido dos películas que designaban más o menos lo contrario: “Doce monos”, y “Doce del patíbulo”.
Trece tiene fama de ser el número de la mala suerte, pero también es el número de los testarudos. Traté de convencer de esto a un amigo que me lo negaba, pero él siguió en sus trece. Un caso de inexactitud francamente desmesurado es cuando decimos “igual me da ocho que ochenta”. Con criterios como ése, no es de extrañar que la ciencia en España no goce de mucho predicamento. En cualquier caso, a partir de catorce ya no he encontrado ninguna unidad de medida tan pintoresca como la de los pirahá, al menos para cantidades pequeñas. Para indicar grandes cantidades, se consigue mayor capacidad expresiva incluyendo a la familia. Por ejemplo, cuando nos referimos a aquella aglomeración diciendo que había “ciento y la madre”.
Una unidad exorbitante, pero francamente vaga, es “tropecientos”. Claro que, al paso que vamos, se estarán preguntando ustedes cuál de todos los números conocidos ostenta el record de cantidad. Hasta hace algunos años, el mérito había que reconocérselo a esas personas tan impuntuales que llegaban “a las mil y quinientas”. Pero, desde que existen los concursos de la televisión, el concepto que encabeza nuestro cuadro de honor es... la pregunta del millón. Exactamente en las antípodas del cero patatero.
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sábado, 4 de mayo de 2019
Cantidades raras
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