viernes, 10 de abril de 2020

La espiral - 4

(Comienzo)

La atmósfera del local estaba muy cargada, y el olor a rosas del ambientador era demasiado empalagoso. Avancé con dificultad. En la penumbra que envolvía a los espectadores apenas se distinguía algún hueco. Por fin, encontré una mesa libre en un rincón discreto, en un extremo de la primera fila. Frente a mí, bajo los focos del escenario, una chica realmente atractiva hacía contorsiones alrededor de una barra vertical. Estaba desnuda.

Eché un vistazo a mi alrededor. A pocos metros de mi mesa, dos tipos sebosos contemplaban los movimientos de la chica aparentando indiferencia. El que estaba de espaldas a mí era calvo. Iba bien trajeado, y en su cogote brillaban unas gotitas de sudor. Los dedos del otro, que tenía orejas de soplillo, jugueteaban nerviosamente con un gin tonic. A mi izquierda, una dama generosamente escotada reía a carcajadas las ocurrencias del tipo que se sentaba a su lado. Su maquillaje habría pasado inadvertido en una fiesta de carnaval. Había aquí y allá hombres solitarios y abúlicos, y grupos de amigotes ruidosos y evidentemente excitados. La fuerza que mueve el mundo, pensé.

La música cesó. La chica levantó  los brazos triunfalmente, hizo una reverencia y, dando la espalda al público, se retiró en medio de una salva de aplausos. Un animado bullicio llenó el vacío que acababan de dejar los aplausos. En aquel momento, una camarera vestida con una elegante hoja de parra se inclinó sobre mí.

“Hola. Me llamo Eva. ¿Qué vas a tomar?”

“Un cuba libre, unas almendras saladas y unas notas”

Sonrió, desconcertada.

“¿Unas... notas?”

“Sí. A lo mejor tú me quieres ayudar”

Saqué mi billetera,. Su sonrisa seguía indecisa, congelada en sus labios.

“Llevas un vestido precioso”, dije, sin apartar mi mirada de sus ojos “pero en invierno no te servirá de mucho, me parece”

Se envaró. De golpe, su sonrisa se esfumó.

“Tengo ropa de abrigo. Esto es sólo el uniforme de trabajo”

“No importa. Seguro que te gustaría comprarte un abrigo de los buenos”

Saqué dos billetes de tamaño regular y abaniqué con ellos la azucena de plástico que agonizaba en el centro de la mesa. No respondió. Los miró. Levantó una ceja, me miró, y apoyó la bandeja en su cintura.

“Necesito saber dónde vive Andy", dije. "Y a qué horas viene”

“Pregúntale a él”, dijo, señalando con la cabeza el otro extremo del local. Seguidamente, aprovechando mi descuido, cogió los dos billetes y se largó.

En efecto, allá al fondo, entre las cabezas, un tipo elegantemente vestido nos miraba con recelo. Se acercó a la camarera, la enlazó por la cintura y deslizó unas palabras en su oído. Ella se encogió de hombros, le entregó la bandeja al barman y desapareció por una puerta trasera. Andy entró tras ella.

Un cuarto de hora después, el barman se acercó a mi mesa con un cuba libre y un platito de almendras saladas. Sin decir nada, dejó todo en mi mesa y se marchó. Levanté el platito y recogí el ticket. En el reverso, una mano apresurada había escrito una dirección. Me lo guardé en el bolsillo y bebí un trago largo de cuba libre.

En ese momento, los focos se encendieron y mi camarera apareció en escena. Al ritmo de una música de gimnasio, se agarró a la barra vertical y se puso a hacer contorsiones. Me llevé el vaso a los labios y saboreé despacio mi bebida.  Las aguas habían vuelto a su cauce. Ahora conocía ya el domicilio de Andy, y la siguiente cita con Belinda no se me escaparía.

Entonces sonó mi teléfono. Era Rosario.

“Amor, ¿vendrás esta noche?”, le oí decir con voz acaramelada.

“Esta noche no puedo, cielo. Estoy sobre la pista de mi parejita, y todavía estaré ocupado hasta la madrugada”

“Mañana tengo turno de tarde. La madrugada es muy larga, como mi deseo. Te he preparado un flan”

Mi estómago sufrió un sobresalto. Nunca se me había ocurrido que el deseo pudiera tener longitud. Estaba tratando de encontrar otra excusa cuando a mi izquierda sonó un grito. La música se paró, y en las mesas el público, alarmado, se puso en pie.

“Luego te llamo, cariño”, mascullé, y corté la comunicación. Sobre la tarima del escenario, la camarera acababa de desplomarse. La hoja de parra estaba caída junto a su pierna derecha. En aquel mismo momento Andy desaparecía por la puerta trasera.

A empujones, me abrí paso hacia la calle.

“¡No respira!”, fue lo último que oí, a mis espaldas. En la calle, la madrugada había comenzado.

Capítulo siguiente.


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