lunes, 19 de diciembre de 2011

Amsterdam, one way

(Comienzo)

El empleado del mostrador me expide el billete. Estación central, ida sólo. Lo recojo y, empujando mi maleta, me abro paso entre la multitud del aeropuerto hasta llegar al andén. El tren a la estación central está ya allí detenido, con las puertas abiertas, a punto de salir. Entro apurado con mi maleta, casi a trompicones, en el momento justo para oír las puertas cerrarse detrás de mí. El tren arranca. Un par de minutos después mi vagón ha dejado atrás el túnel del aeropuerto, y yo he conseguido por fin sentarme junto a una ventanilla, respirar fuerte, mirar el paisaje y tratar de pensar, todavía un poco adormilado.

Son las 9 y media de la mañana. Atrás quedan ya un amanecer a 30.000 pies de altura, un madrugón en un hotel de aeropuerto y una noche de imprevistos en Barcelona. Si hay una ciudad hostil en el mundo –excluyendo, posiblemente, Bulgaria, capital Sofia-, Barcelona se esfuerza con admirable perseverancia por no perder el título. Es curioso, o quizá revelador, cómo una ciudad tan obsesionada con el diseño de vanguardia puede ser tan autista en las relaciones humanas. Pero atrás han quedado ya el retraso desesperante del avión, el retraso desesperante de la cinta transportadora de equipajes, la noticia de que mi siguiente avión despegará sin mí, media hora de gélida espera de un shuttle que no llega, la noticia telefónica de que el conductor “se ha ido a cenar”, un indignado cambio de planes que me conduce a un hotel imprevisto, escogido al azar, bellamente decorado, y amueblado con música chill out a volumen de discoteca, una habitación a temperatura cuasi-polar, un taxi que nunca llega en medio de una noche de lobos, una cena de amigos entrañable en Barcelona y, por último, unas pocas horas de sueño en una cama confortable antes de emprender el vuelo otra vez a las siete de la mañana y ver amanecer sobre Francia, a 30.000 pies de altura, adormilado todavía. Igual de adormilado que ahora, cuando el avión está aterrizando ya en el aeropuerto de Amsterdam.

El taxi, conducido por un personaje hierático con barba de integrista musulmán, se detiene frente al hotel. Ni él ni yo parecemos tener ganas de intercambiar palabras. Me apeo en silencio, recojo mi maleta y me encamino a la recepción. La recepción del hotel es acogedora, pero los pasillos interiores y los apliques de las paredes son una sinfornía de ángulos rectos. Calvinismo at its best.

Habitación 621. Apenas tengo tiempo de entrar, abrir la maleta, recoger una bufanda y salir pitando hacia la Universidad. Tengo una cita a las 13.00, una hora antes de que comience el taller sobre “Inquisitiveness”. Ni siquiera me he molestado en averiguar qué diantres significa ese título. El taller que a mí me interesa es sobre lenguajes de signos, que será el miércoles. En el mostrador de inscripciones me entregan unas hojas informativas, un distintivo con mi nombre, un mapa y unos vales para el comedor universitario. Es mediodía, y el profesor Reinhard todavía no ha llegado.

Mientras organizo todos los papelotes que me acaban de dar me siento a esperar en un pasillo luminoso, rodeado de estudiantes que charlan animadamente. Algunos me miran con disimulo. Todas las universidades tienen algo de intemporal, con sus tablones de anuncios, su olor inconfundible, sus carpetas de apuntes y su porcentaje de estudiantes desaliñados, con déficit de peluquería o de maquinilla de afeitar. En el interior de un aula se oye una salva de aplausos. A los pocos minutos, otra. Las ponencias están terminando. Por fin, los asistentes salen, casi atropellándose unos a otros.

Localizo a Reinhard entre la multitud. Nos saludamos, y me dejo conducir hasta el aula 0.14, que ha quedado vacía. Una vez sentados, el profesor deposita mi artículo sobre un pupitre blanco y me pregunta si soy físico. Él ya sabe que sí, pero lo que más parece interesarle es mi especialidad. Le digo la verdad: física teórica. Pero no se conforma. ¿Física cuántica? ¿Relatividad? Para no perderme en explicaciones, le respondo que física cuántica. Parece levemente decepcionado. Él también es físico, pero su especialidad es la relatividad. Intuyo que he tenido suerte. Sólo tenemos una hora, y la cita no era para hablar de física, sino de lingüística. No perderemos tiempo yéndonos por las ramas.

El profesor Reinhard es rubio, casi pelirrojo. Tiene ojos azules y facciones expresivas. Es veterano ya, quizá a punto de jubilarse. Yo estaba preparado para un interlocutor distinto, alguien vagamente arrogante o amablemente remoto, pero él se muestra amistoso, quizá por la complicidad de ser él y yo físicos. Como buen alemán, después de unos breves circunloquios va al grano. Trae hechas algunas anotaciones manuscritas en los márgenes de mi texto. Las miro con avidez mientras escucho atentamente sus observaciones, en un inglés pastoso que, si fuera comida, se me ocurre pensar, sería porridge.

Conversamos durante casi una hora, hasta que empiezan a llegar los primeros asistentes. O quizá debería decir los primeros feligreses. Mientras respondo a sus preguntas, trato de retener todos los detalles de la conversación, para analizarla después en frío y sacar conclusiones. Sé que deberé explicarme con la mayor nitidez posible y contra reloj, para no dejarnos nada en el tintero. Por fin, después de tres cuartos de hora que se me hacen cortísimos, tengo la impresión de que hemos llegado a un punto muerto. Ninguno de los dos parece tener más que decir. Le doy sinceramente las gracias, y me despido. En el aula, la primera ponencia está a punto de empezar.

Un rato después, en el comedor universitario, ante un sandwich crujiente y un zumo de naranja, medito sobre la conversación. La conclusión que se va abriendo paso en mis entendederas es cada vez más clara: este hombre no se ha enterado de nada. A pesar de sus anotaciones manuscritas, es evidente que se ha limitado a una lectura superficial. Me habla de desambiguación léxica cuando yo he definido la desambiguación en abstracto, como elemento básico del proceso de información. Me habla del concepto de ‘focus’ en un sentido que yo no le he dado, y que he dedicado una sección entera a explicar. Me remite a Montague, cuando es evidente que mi argumentación no encaja en la semántica formal. Me habla de información en sentido cuantitativo, cuando yo he dejado claro desde las primeras líneas que mi planteamiento es cualitativo. Y por último me sorprende, ya casi al final, dándome a entender que no ha comprendido ni siquiera la definición de categoría, que es el punto de partida para la construcción del modelo.

Empezaba a estar claro que Reinhard trataba todo el tiempo de llevar el agua a su molino, negándose a aceptar la idea de que aquel texto podía no tener nada que ver con ninguna de las teorías que él conocía. Entiendo que pueda dar mucha pereza leerse 45 páginas de alguien que no es alumno tuyo, sobre todo cuando las ideas que ese alguien está proponiendo son inclasificables. Es más, ya me lo esperaba, y lo disculpo incluso. Como él mismo dijo, hay unas reglas de juego, y el que se las salta, simplemente, no juega. Uno podría esperar miras más elevadas de un científico, pero ciertamente no de un funcionario.

Creo que ahora puedo imaginarme cómo era el mundo antes de Copérnico. Una selva laberíntica de disquisiciones vacías, contaminadas de prejuicios religiosos (o de paradigmas científicos). Algunas cosas han cambiado desde entonces, de lo cual me alegro no poco, ya que si todo esto hubiera sucedido en el siglo XVI yo podría haber terminado en una hoguera. La lingüística de hoy, en cambio, es politeísta, y no rinde ya pleitesía a las Tablas de la Ley, sino a un sanedrín de sacerdotes, llámense Chomsky, Montague, Jackendoff, Langacker, Talmy, Lackoff o Pustejovsky.

Después de medio siglo de funcionariado, lo más lejos a que ha llegado la lingüística es el cochambroso traductor de Google, y ello no gracias a, sino más bien a pesar del deslumbrante repertorio de intelectuales de nómina, vacaciones remuneradas y pagas extraordinarias a cuenta de la munífica ubre estatal. Todo esto me sabe tanto a Liqueur Politburó... Final de época: Amsterdam, one way.



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