miércoles, 25 de diciembre de 2019

Democracia informada

Hace poco escribí un comentario sobre todos esos que se declaran 'demócratas' pero, sorprendentemente, consideran que los referendums son 'peligrosos'. En realidad, mi comentario no iba al fondo de la cuestión. Por supuesto, si uno se declara demócrata tiene que aceptar que los referendums son la expresión suprema de la democracia. Un referéndum es un ejercicio de democracia directa, que por definición siempre será más legítima que la democracia llamada 'representativa'.

Aun así, uno no puede ignorar la sensación de que la opinión de los falsos demócratas contiene un grano de verdad. Precisamente por eso, uno está obligado, por honestidad personal, a no quedarse en la superficie de las cosas y llegar al fondo de la cuestión.

Efectivamente, todos conocemos situaciones en que las mayorías toman decisiones que, al cabo de un tiempo, se demuestran insensatas. Las estampidas de bisontes interceptadas por un precipicio son un buen ejemplo, aunque aparentemente impropio de una especie que se hace llamar Homo sapiens. Desde luego, las situaciones de pánico en espectáculos de masas no son muy diferentes, pero tampoco son del todo ilustrativas. Es cierto, son casos extremos en que los individuos apenas tienen alternativas, o no tienen tiempo para pensar en ellas (aunque también cabría preguntarse por qué no las han sabido prever).

Naturalmente, en la mente de todos los que están leyendo esto flotan ya, desde hace por lo menos un párrafo, fenómenos como el nazismo, las cazas de brujas o las lapidaciones, que reflejan decisiones mucho más deliberadas, en la medida en que los insensatos han tenido tiempo para sopesar otras alternativas y demostrar al mundo que realmente son diferentes de los estúpidos bisontes.

Pero las votaciones democráticas son, en general, mucho más sosegadas que todo eso. Las elecciones, o los referendums, son convocados con antelación suficiente, y lo normal es que los votantes tengan la oportunidad de informarse adecuadamente sobre lo que les proponen votar. ¿Hay algún peligro en esto? Creo que todos estaremos de acuerdo en que no.

Se podría argumentar que las elecciones son peligrosas porque la mayoría de los partidos políticos casi nunca cumplen ni la mitad de lo prometido, pero ese peligro no es del todo imputable a los votantes, o por lo menos a los votantes medianamente avispados. No. El verdadero peligro de las votaciones, sean o no referendums, es que los votantes no sepan realmente lo que están votando.

Eso es lo que yo, al menos, considero un peligro. El peligro de las elecciones y de los referendums estriba en que los ciudadanos no se tomen el tiempo necesario para evaluar en detalle las consecuencias de su voto. ¿Cuántos españoles que votaron el Tratado de la Unión Europea se habían leído el texto del tratado? ¿Con cuántos dedos de una mano se pueden contar los que siempre se leen el programa electoral de todos los partidos que se presentan a las elecciones? Vaya, seamos un poco menos exigentes: ¿cuántos se leen de cabo a rabo el programa electoral del partido al que terminan votando? Creo que todos conocemos la respuesta.

El peligro, por lo tanto, no radica en que los votantes tomen o no decisiones insensatas, sino en que rara vez saben realmente lo que están votando. Todos sabemos cuáles son nuestros intereses pero, si no nos molestamos en informarnos, podemos perfectamente votar en contra de ellos y quedarnos tan tranquilos. ¿Es eso realmente una democracia?

Las votaciones en España no me interesan mucho más que las estampidas de los bisontes, pero en los últimos tiempos he seguido muy de cerca el proceso del Brexit, aquel gran 'error' del 'insensato' Cameron en 2016, según esa élite de seres superiores que siempre son más sabios que la plebe. Pues bien, aunque en España no todos lo saben, los votantes del Reino Unido fueron informados exhaustivamente, durante meses, por radio, prensa, televisión y medios online. Asistieron a debates en los que se analizaron una y otra vez los argumentos a favor y en contra, y las consecuencias de cada argumentación. Y, finalmente, decidieron. Creo no equivocarme si afirmo que ni un solo británico votó en aquel referéndum sin saber perfectamente lo que estaba votando. Eso, amigos lectores, sí es democracia. ¿Peligros? Cero.

Pero no todos los países son el Reino Unido. En algunos países, los medios de comunicación no se esfuerzan por aportar información objetiva a los futuros votantes, o bien ocultan o deforman datos por razones ideológicas, o ponen la lupa sobre temas de actualidad mucho menos relevantes. Entonces, ¿cómo conseguir que las votaciones sean siempre realmente democráticas? Hasta hace unos años el problema no tenía solución fácil, pero la aparición de Internet podría cambiar las cosas... si realmente hay voluntad política para ello. Veamos.

Si tiene usted automóvil no le extrañará leer que para poder circular por las carreteras es necesaria una licencia expedida por las autoridades pertinentes. ¿Por qué las votaciones no pueden estar sujetas a ese mismo requisito? ¿Conoce usted todas las señales de tráfico? Adelante. ¿Conoce usted todas las propuestas económicas de todos los partidos que se presentan? Vote democráticamente. En caso contrario, no tendrá usted derecho ni a conducir un automóvil ni a votar, sencillamente porque su decisión podría afectar a personas inocentes, que no tienen por qué asumir las consecuencias de su irresponsabilidad.

Leyendo esto, siempre habrá quien invoque exaltadamente los derechos humanos y me atribuya algún que otro adjetivo políticamente correcto. De acuerdo, entonces. Dejemos que los conductores se lancen libremente a las autopistas sin pasar antes por un examen, y veamos las consecuencias. ¿Serán de nuestro agrado?

Puede que no mucho. Pero al menos nadie nos acusará de no ser demócratas.

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martes, 24 de diciembre de 2019

La espiral - 3

(Comienzo)

Cuando Rosario, suspirando, se desabotonó la blusa y mi mano palpó aquellas carnes desbordantes tras una faja dos tallas demasiado estrecha, mi cerebro entró en modo supervivencia. Cobrar la generosa recompensa prometida por el millonario se convertía automáticamente en prioridad dos. Lo único importante ahora era mantenerme en todo momento encima de Rosario para no perecer por asfixia.

Además, tenía que estar preparado para todo. Más pronto que tarde, aquella faja daría rienda suelta a todos sus secretos, y yo no podía permitir que mi virilidad me abandonase frente a un destino que parecía ya inevitable. Hay héroes anónimos que nunca saldrán en los periódicos.

"Ven, cariño, vamos a la cama", susurró por fin Rosario con voz melosa. Apartó mi mano de su entrepierna, la tomó entre las suyas y me guió hasta su dormitorio.

Quizá habría sido más erótico hacer el amor con un solomillo. Nunca lo sabré, pero aquella noche los dioses me ayudaron. Mi virilidad resistió hasta el final, y Rosario aprovechó con avaricia la bendita circunstancia. Debía de hacer mucho tiempo que no metía a un hombre en su cama.

"Uff. Te lo has ganado, y bien ganado", exclamó al fin, casi sin aliento. "El nombre de ese tipo, su dirección, el nombre de su abuela y, si los encuentro, hasta los apellidos de su dentista". En seguida, con tono mimoso, añadió:

"¿Vendrás a verme el sábado que viene? Esta semana no puedo. Tengo guardia".

Cerré los párpados y tragué saliva. Allá en el fondo, los macarrones se rebelaban contra los intentos de mi estómago por digerirlos. Dramática situación, pensé. Ni siquiera la policía podía ayudarme.

Miré de reojo a Rosario. No sé si conseguí sonreír.

"¡Claro! Cuenta conmigo", respondí.

(Siguiente)

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miércoles, 11 de diciembre de 2019

La espiral - 2


El tono de llamada sonó y sonó, largo rato. Estaba yo ya a punto de colgar cuando oí por fin la voz de Melquiades, que se restregaba en un susurro a escasos milímetros de mi oreja.

“No podemos hablar ahora”, dijo. “Me han trasladado a otro departamento”.

“Esta vez sólo necesito un nombre y una dirección", imploré. "Tengo el número de la matrícula”.

“Es que ya no estoy en aquel departamento, ya te lo he dicho. Te tengo que dejar. Lo siento, no te puedo ayudar”.

“¡No, espera un momento! Oye, es muy importante para mí. Es un caso rutinario, pero me pagan muy bien. Un millonario viejo que sospecha de su mujer joven y guapa. Esta mañana, por fin, la pillé saliendo de casa con un fulano, pero se me llevó el coche la grúa y le he perdido la pista”.

Melquiades suspiró.

“Pero es que ya te lo he dicho. Yo no puedo... Mira, inténtalo con Rosario. Es la que me sustituye ahora. Te envío su teléfono por whatsapp. Tengo que colgar. Adiós”.

Y colgó.



Rosario no me conocía de nada, pero aceptó mi invitación a tomar café. Su turno en la comisaría terminaba a las seis. Quedamos a las ocho.

“Melquiades me ha hablado mucho de ti”, mentí apenas nos dimos la mano, para romper el hielo.

“¿Ah, sí?", dijo con indiferencia. "Ultimamente casi no nos veíamos. Yo estaba destinada en el archivo, al otro extremo del pasillo”.

Rosario sonrió, pero en su mirada se leía desconfianza. Si alguna vez me encuentro con una mirada ingenua en un policía, el que desconfiará seré yo. Y mucho.

“Melquiades y yo somos amigos desde el instituto", dije. "Soy detective privado, y esta mañana se me ha complicado un caso que tenía entre manos. Estoy en un apuro. El me ha dicho que a lo mejor tú podrías ayudarme”.

Su mirada cambió. Lo había comprendido todo. Su sonrisa se ensanchó y sus hombros se relajaron.

“Pues no sé. Si él te ha dicho eso... Tú dirás”.

Rosario era una mujer de unos treinta y pocos años, más que generosamente alimentada. Su papada tapaba casi completamente una gargantilla fina, orlada de estrellitas de plata, bajo la cual se extendía un escote opulento, abierto en dos mitades como dos sandías. El resto de su cuerpo estaba tapado por la mesa, pero no podía ser mucho más cautivador. En pocas palabras la puse al corriente del caso del millonario celoso, el contratiempo de la grúa y, por último, el soborno del funcionario que me había conseguido un número de matrícula.

“No es una pista muy segura”, añadí, con un gesto de impotencia. “Pero no tengo otra”.

“Tú sabes que eso que me estás pidiendo es... irregular, ¿verdad?”

Bajé mi mirada hacia el café con leche, con aires de sumisión.

“Mira”, dijo. “Vamos a hacer una cosa. No he dicho que sea imposible, pero déjame pensarlo. ¿Dónde vas a cenar?”

“No sé. En mi casa, supongo”.

“¿Por qué no te vienes a la mía y lo hablamos tranquilamente? ¿Te gustan los macarrones?”

Antes de que yo pudiera contestar, añadió:

“Son mi especialidad”.

Y su sonrisa se ensanchó en un suspiro telúrico que hizo temblar mi café con leche.

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martes, 10 de diciembre de 2019

¿Progreso?

Empieza a ser ya demasiado obsesivo el empeño de muchos políticos por invocar constantemente el 'progreso' como panacea universal de todos los males. El progreso es lo único bueno, y todo lo demás es un abuso del fuerte contra el débil, de la injusticia contra la justicia y, en suma, del Mal contra el Bien. Así, con mayusculas. Maltrecha ya la fe religiosa, que compite penosamente con esa plétora de videojuegos, smartphones, discotecas, peluquerías y salones de tatuaje que hacen la vida tan apasionante, las religiones tradicionales están de capa caída y se baten en retirada.

Sin embargo, el cerebro reptiliano no se rinde jamás, y los antiguos tics de la religión cristiana retornan sigilosamente, convenientemente disfrazados de anhelos y terrores 'progresistas'. Nuevos tabúes, herejías y sentimientos de culpabilidad se apresuran a llenar el hueco dejado por sermones y catequesis, ahora tristemente mohosos. ¿Quién dijo cambio? No nos engañemos: Parménides tenía razón.

Sin embargo, sorpréndase usted: el catecismo progresista exalta todo lo contrario de lo que predica. Exactamente igual que su predecesora la institución cristiana. Créanlo o no, las enseñanzas progresistas son incitaciones al abuso, la discriminación, el poder, el supremacismo y la empanada mental. Veamos.

Igualdad

Al menos hasta que el padrecito Stalin descienda de los cielos para instaurar el paraíso socialista, las personas, que yo sepa, somos todas diferentes. Todas. Ni siquiera los hermanos gemelos caminan siempre en la misma dirección, parpadean al mismo tiempo ni comen los mismos menús a la misma velocidad. Unos somos altos, otros bajos. Unos calvos, otros hirsutos. Hay seres humanos trabajadores como los hay perezosos, y como los hay también egoístas y generosos. ¿Por qué empeñarse en igualarnos para evitar que seamos como somos: es decir, irreparablemente diferentes?

Me dirán los feligreses progresistas que lo que ellos pretenden es igualar al rico con el pobre. A todos los ricos con todos los pobres, claro, que para eso los progresistas son totalitarios. Pero eso es discriminatorio. Quitarle su dinero a una persona que quizá se ha hecho rica con su esfuerzo para dárselo a otra que quizá es pobre porque no le da la gana trabajar es un abuso como la copa de un pino. De progreso, nada, oiga. Sería más sensato aspirar a una sociedad en la que el pobre, trabajando, pudiera igualarse al rico, o incluso superarlo, sin molestar a nadie. Y en la que el vago cosechara los frutos de su desidia sin que ningún progresista se escandalizara ni increpara a la humanidad por ello.

Violencia de género

Pobres mujeres agredidas por machos violentos y prepotentes... ¿Mujeres? ¿Por qué sólo mujeres? La testosterona descontrolada no tiene remilgos, y no se ceba sólo en las mujeres. Y si no, que se lo pregunten a Pol Pot, a los responsables del Holocausto o al general Custer. Va a ser difícil contarlos, pero yo diría que el número de varones caídos en guerras desde que Caín descubrió las virtudes de la quijada supera abrumadoramente al de las mujeres, no ya asesinadas, sino siquiera lesionadas por representantes del patriarcado opresor. Al menos, en las sociedades no musulmanas.

Al mismo tiempo, el catecismo progresista declara enfáticamente que las mujeres son, en todo, exactamente iguales a los hombres. Entonces, ¿por qué protegerlas a ellas más que a mí? Es cierto, yo nunca me he emparejado con ningún portador de testosterona, pero sí con portadoras de oxitocina, y supongo que, si alguna de  ellas me hubiera agredido, yo me habría defendido. Lo siento, se llama supervivencia. Y si alguna hubiera sido más dañina que yo (psicológicamente, unas cuantas lo han sido), yo no me habría quedado mucho tiempo a deleitarme con el drama masoquista.

Me sabe mal decirlo, pero si una persona abusa de otra es porque es superior a ella. De manera que, una de dos: o declaramos que el macho es superior a la hembra y la protegemos, o nos declaramos todos iguales, y que la ley proteja sólo al agredido, sea cual sea la hormona que corra por sus venas.

Inmigración

Si yo fuera pobre (no estoy muy lejos de serlo) y se me ocurriera emigrar a otro país para mejorar mi situación, escogería un país en el que pudiera ganarme la vida trabajando. Y si en algún país no tuviera posibilidades de trabajar, entendería que no me dejaran entrar. Cierto, podrían acogerme con los brazos abiertos, mantenerme con cargo a los impuestos de los que sí trabajan, o permitirme fastidiar a los comerciantes que pagan impuestos (y muy altos) vendiendo imitaciones de sus productos a mitad de precio. Pero, para mí, la dignidad consiste en ganarse la vida con el propio esfuerzo, y si consintiera en recibir un trato así me sentiría fatal.

He dicho que no estoy lejos de ser pobre, y no miento. Pero si algún día me encontrara con una mano delante y otra detrás, me iría a vivir a Africa. En el Africa central, al menos, hambre no pasaré. Siempre hay un mango o una banana que coger de una rama, o un pescado que capturar en cualquier orilla. Tampoco hay que pagar calefacción, y tengo entendido que esas plantas que algunos fuman crecen en abundancia. Probablemente no podré pagarme un médico si caigo enfermo, pero trataré de disfrutar de la naturaleza y de las relaciones humanas, y consideraré que lo importante es la calidad, y no la cantidad, de los años que a uno le queden de vida.

Y, desde luego, si fuera progresista no trataría de emigrar a Estados Unidos, donde (según mi catecismo) el capitalismo salvaje explota a los pobres inmigrantes sin piedad. No, no. Me iría a Cuba, a Venezuela o a Corea del Norte, a disfrutar de la riqueza y la libertad del paraíso socialista.

Digo yo.

Referendums

Se oye muy a menudo decir por ahí "yo soy demócrata, sí, pero los referendums son muy peligrosos". O sea, que tú eres demócrata, pero tu opinión vale más que la de la mayoría democrática. Pues no me aclaro. "Pero entonces --les respondo yo-- si piensas eso será que no eres demócrata". "Sí, sí, claro que soy demócrata, pero los referendums son muy peligrosos". Y no hay forma de sacarlos de ahí. O sea, que ellos creen que todos los votos tienen exactamente el mismo valor, pero sólo tienen derecho a votar los que piensan como ellos...

Pues lo siento, pero no son nada originales. Ya se les adelantó George Orwell en Animal Farm, cuando escribió que "todos en la granja somos iguales, pero hay unos que son más iguales que otros". Todo un visionario, aquel hombre.

Cambio climático

Qué tremendo, el cambio climático. Según el catecismo progresista, la hecatombe que los seres humanos estamos causando en el pobre planeta nos obliga a: (a) sentirnos muy culpables, más o menos como nos enseñaba antiguamente el cura en la misa de doce; (b) aunque nosotros ya hemos pecado y tenemos aire acondicionado y agua corriente, a los que aún no lo tienen hay que impedirles que repitan nuestros errores; (c) ah, y también tenemos que vivir angustiados por la huella de carbono, clasificar las basuras y odiar a los herejes negacionistas mientras seguimos usando nuestros teléfonos móviles, viajando en avión y aguardando ansiosos el advenimiento de la tecnología 5G, que multiplicará por diez el consumo de energía mundial para que nuestro frigorífico pueda decirnos en voz alta que está helado de frío.

Pero con todas esas medidas ¿qué esperamos conseguir? Que el clima no cambie, me dirán ustedes. De acuerdo, pero ¿cómo se comportaría si no cambiara? Pues no lo sabemos, porque el clima, por definición, siempre está cambiando. Simplemente, no podemos detenerlo. Y además ¿qué clase de progreso es ese que pretende que todo se quede como estaba? ¿Eso no era cosa de los fachas?

El odio

Cuando oí por primera vez hablar del "delito de odio", se apoderó de mí esa sensación de que algo no encajaba. ¿Cómo puede ser delito un sentimiento que es espontáneo y pertenece a la esfera de la más estricta intimidad? Podrá ser un delito la incitación al odio, pero ¿a qué --insértese un exabrupto-- legislador le incumbe lo que yo sienta o deje de sentir? Hasta ahí podríamos llegar, papacito Stalin. Ni siquiera manifestar odio debería ser un delito, si verdaderamente defendemos la libertad de expresión.

Claro que, en esto, el catecismo progresista distingue muy claramente entre odio y odio. Por ejemplo, declarar una alerta antifascista y salir a la calle a quemar contenedores de basura no es un delito de odio. Y mucho menos de incitación al odio. Y es que, parafraseando a Orwell, todos los odios son odios, pero hay algunos odios que son, en realidad... amor.

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