lunes, 21 de diciembre de 2015

Músicas perdidas

No sé cómo he venido a parar aquí. Friedrich Gulda. Claro de luna. No importa cómo imaginó Beethoven esta sonata. La magia de los grandes intérpretes está en hacernos olvidar la técnica para flotar con ellos en un mar de olas que se acompasan bajo la superficie de la melodía y que, en sus detalles más sutiles, expresan la sensibilidad del artista. Así es como Gulda imaginaba esta sonata, y hoy me lo ha conseguido transmitir. No soy pianista profesional, y no necesito más.

Mi prima Garbiñe, que era pianista, descubrió conmigo un día a Glenn Gould. Cediendo a mi insistencia, escuchó pacientemente aquella versión delirante de la Marcha Turca, y al terminar hizo un ademán escéptico. "No me ha gustado nada el staccato. El legato, sí, era magnífico, pero lo demás, no". Argumenté vehementemente que a quien habíamos escuchado no era a Mozart, sino a Gould, pero fue inútil. De todos modos, ella era así.

De todas las interpretaciones que he oído del Claro de luna, esta es la segunda que más me gusta. La primera ya no recuerdo de quién era. Yo tenía quizá diecisiete años, y había descubierto aquel disco de vinilo (33 revoluciones por minuto) en casa de mi amigo Fernando, que vivía todavía con sus padres. Tampoco recuerdo cuándo lo escuché por primera vez, ni cuántas veces o centenares de veces lo escuché. Creo recordar que se lo pedí prestado y que lo atesoré entre mis discos durante mucho tiempo, quizá meses o años. En mi recuerdo yo apagaba la luz, cerraba suavemente los párpados y me abandonaba a las notas de aquel piano. Era verano, y por la ventana abierta entraba a ráfagas el aire cálido de la noche. Quizá incluso compartí aquellas notas con alguna chica, echados los dos en alguna cama, quizá acariciándonos, escuchando.

Era una versión distinta de todas las que he oído después. Comenzaba muy quedo, desafiantemente despacio, y muy despacio también crecía en intensidad. Hasta niveles casi enervantes. Aquella lentitud deliberada creaba en mi ánimo una tensión arrebatadora. Quizá yo abría de vez en cuando los párpados, en éxtasis, y veía una luna quieta iluminando la noche oscura al otro lado de la ventana. O quizá sólo lo imaginaba. Entre nota y nota, los silencios estaban entrecruzados por diminutas cicatrices del microsurco de aquel disco desgastado que tal vez había pertenecido al padre de mi amigo, pero la magia de la música podía más que aquellos cuchicheos sin significado. Eran sólo motas de polvo en el silencio.

No sé qué fue de aquel disco. Con el paso de los años llegué a olvidarlo, porque sobre su recuerdo se fueron acumulando muchas otras interpretaciones de muchos otros compositores. Cuando descubrí a Brahms, Beethoven empalideció, y sobre las ascuas de Brahms se fueron depositando, en sucesivos estratos arqueológicos, la Música para orquesta, percusión y celesta, el Stabat Mater de Pergolesi, la Novena de Bruckner, las Gymnopédies, la Pavane de Fauré, el adagio de Barber. Y tantas otras.

Bajo el vídeo de Gulda, en YouTube, uno de los comentarios que leí mencionaba, entre otras, la versión de Wilhelm Kempf. Al leer aquel nombre me ilusioné. Por un instante creí reconocer aquellas dos palabras que tantas veces había releído en la funda del viejo disco, pero en seguida descubrí que tampoco era él. Es terrible pensar que con tus recuerdos se va un trozo de tu vida, un trozo que nadie más que tú recordará ya nunca, hasta el fin de los tiempos. El vacío en la memoria. Sin susurros siquiera de un viejo disco rayado.

Años después, en las rebajas de unos grandes almacenes compré cuatro discos, no todos de música clásica. Uno de ellos era una versión de una de las cantatas de Bach más conocidas, Ich habe genug. Era la primera vez que escuchaba aquella obra, que me emocionó más allá de lo descriptible. El disco permaneció en mi colección hasta que me marché de Barcelona, y para entonces un disco de vinilo era ya una simple reliquia. Mi colección era demasiado voluminosa para cargar con ella, de modo que la abandoné en el piso de la que había sido mi compañera, que a su vez terminó regalándola o tirándola a la basura.

Años después Ich habe genug retornó a mi memoria, y decidí volver a comprarla, esta vez en compact disc. Pero ninguna de las versiones que encontré a la venta me emocionaba como aquel primer disco de vinilo comprado en unas rebajas. Todo lo que recuerdo es que el nombre del intérprete era anglosajón. He invertido horas enteras en muchas tiendas de distintos países escuchando versiones de aquella cantata, pero todas me han defraudado. Con el auge de la ópera, se ha puesto de moda cantar la música lírica con gorgoritos operísticos, y la mayoría de las versiones que escucho me parecen insufribles. Para mi gusto, la música religiosa tiene que ser sobria y contenida, porque lo que se pretende no es un florilegio exhibicionista, sino una experiencia personal, íntima y profunda.

A falta de aquel oscuro intérprete que nunca reencontraré, me consuelo con una versión razonablemente hermosa de Janet Baker. Pero la orquesta se empeña siempre en ir demasiado aprisa.

A mi madre le gustaba mucho la zarzuela, que yo siempre he detestado. Pero entre sus discos de zarzuela, que durante años ella cantaba infatigablemente por toda la casa, había uno que sí me gustaba: El barberillo de Lavapiés. Incluso la letra me hacía mucha gracia, hasta el punto de que llegué a memorizar largos pasajes de aquella pieza, que más que una zarzuela en realidad era una opereta. Hace tantos años de aquello que ni siquiera tiene sentido ahora preguntarse qué fue de aquel disco, desaparecido en algún recodo remoto de la memoria.

Y sucedió con él lo mismo que con la cantata de Bach. Por mucho que busqué, nunca conseguí encontrar aquella versión gozosa de mi infancia. Durante años recordé incluso el nombre del barítono que tanto me gustaba, y di incluso con una versión suya del mismo Barberillo, pero con el paso del tiempo aquel hombre había envejecido, y su voz era ya sólo un espectro tembloroso de la voz firme y airosa que yo había conocido.

Todos estos recuerdos, con la música de Bach de fondo, me embargan de una sosegante mezcla de tristeza y ternura. Una buena terapia para un achaque de nada, una tarde como otra cualquiera.

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26 de diciembre - De repente, por una rendija de la memoria se cuela un nombre propio: Mark ... No recuerdo el apellido. Escibo en YouTube "Ich habe genug Mark"... y el primer resultado que aparece ¡es él! Mack Harrell, 1958. Para quien quiera deleitarse con mi versión preferida:




sábado, 28 de noviembre de 2015

Democracia gaussiana

Dos de las cosas que más temen las empresas financieras son lo que en inglés se conoce como fat finger y fat tail.

Ponga usted a un novato ante una pantalla repleta de gráficos en zigzag, explíquele que apostando -¡ehém!, quiero decir invirtiendo- en aquellos gráficos se ganará un sueldo sustancial más unos incentivos tentadores, y la teoría de la probabilidad predice que, tarde o temprano, el novato apretará un día nerviosamente la tecla 9 y la empresa perderá 200 000 millones de dólares en lugar de simplemente 200 000 en una transacción mal calculada. Sin él darse cuenta, su fat finger habrá invadido la tecla 0 y la habrá apretado durante esas décimas de segundo deletéreas que separan las pérdidas tolerables de la quiebra financiera internacional.

Para entender lo que es una fat tail, imaginemos que acudimos a un concierto de rock multitudinario. Situémonos a la entrada y midamos la altura de cada uno de los asistentes (exceptuando los menores de edad). A continuación, clasifiquemos todos esos datos por alturas y representémoslos en coordenadas cartesianas. Podríamos encontrarnos, por ejemplo, con que sólo había un aficionado al rock que medía 143 cm y otro que medía 205 cm. Entre esos dos valores, el número de personas aumentaría progresivamente hasta alcanzar un máximo central: por ejemplo, 15.435 personas que medían 174 cm. Si representamos de ese modo todos los datos obtenidos, la figura resultante será una campana boca abajo. Ahora, simplemente echando un vistazo a nuestra curva, ya podemos afirmar que la mayor parte de los asistentes medían entre 156 cm y 189 cm (la parte central de la campana), y la probabilidad de encontrarnos con alguien más alto o más bajo (los bordes de la campana) será a todas luces pequeña.

Acabamos de representar la 'campana de Gauss'. La campana de Gauss -y otras distribuciones de probabilidad no tan elegantes- permite, por ejemplo, a los ingenieros diseñar presas que resistirán lluvias cercanas al diluvio universal, o -¡ehem!- centrales nucleares japonesas que resistirán tsunamis cercanos al Apocalipsis. Pero olvidémonos piadosamente de los ingenieros y démonos un paseo por Wall Street. O, mejor todavía, construyamos nosotros mismos otra campana de Gauss sustituyendo la altura de las personas por el porcentaje de subida o bajada del Dow Jones y el número de personas por el número de veces que ha sucedido cada una de esas oscilaciones. A la vista de nuestra flamante campana, ¿qué probabilidades hay de que el Dow Jones caiga un 70 por ciento en tres meses dos veces seguidas en tan sólo ocho años? Más nos habría valido consultar el oráculo de Delfos: la probabilidad es de un suceso cada varias decenas de miles de años. Fiasco.

Esto es lo que los inversores profesionales llaman fat tail: una probabilidad en los bordes de la campana mucho más alta de lo que la campana predice. Una empresa inversora que fundamente sus compras y ventas en la campana de Gauss está abocada, tarde o temprano, a la ruina más estrepitosa.

El problema es que, durante un tiempo que puede ser muy largo, el inversor puede engañarse pensando que sus probabilidades son las que le indican la campana de Gauss y el sentido común. Si Mr. Smith ha nacido después de 1930 y se ha jubilado antes de 2001, sus pérdidas y ganancias habrán sido estadísticamente previsibles, y Mr. Smith habrá podido retirarse con una pensión desahogada y una tensión arterial aceptable. Pero ¿podrán hacerlo también sus hijos?

La respuesta, evidentemente, es 'no'. Y la respuesta es 'no' porque, en la realidad del mundo real, los bordes de la campana de Gauss son más gruesos de lo que la teoría predice. ¿Qué quiero decir con esto? Quiero decir que, al igual que las centrales nucleares de algunos ingenieros, hay sistemas que han sido pensados para durar eternamente pero que están basados en una experiencia insuficiente. Uno de esos sistemas es la democracia.

Veamos un par de ejemplos de la vida corriente. En la barra de un bar no suele ser habitual que el camarero cobre las consumiciones antes de servirlas. Hay una convención tácita en virtud de la cual el cliente no saldrá corriendo en cuanto se beba su cerveza. Es cierto, siempre habrá algún que otro listillo que se escabullirá sin pagar su consumición, pero el número de tales clientes será aceptablemente pequeño (los bordes de la campana) y no valdrá la pena convertir los bares en campos de concentración para rebañar tan magras pérdidas.

También en los aeropuertos la campana de Gauss fue válida durante muchos años. ¿Quién iba a pensar que a un desaprensivo se le podía ocurrir secuestrar un avión para llevárselo a Cuba, o convertirse en una granada humana y tirar de la anilla en uno de los asientos de la clase turista? Sin embargo, empezó a suceder, y la libertad en los aeropuertos tuvo una existencia más efímera que en los bares. Poco a poco, la paranoia que había empezado en los aeropuertos se fue extendiendo a edificios oficiales, cajeros automáticos, túneles de metro, urbanizaciones, autopistas o discotecas, y empieza a haber ya muchos establecimientos que sí cobran la consumición antes de servirla. No nos damos cuenta, pero nuestras sociedades, todavía nominalmente democráticas, se van haciendo cada vez más totalitarias.

Es más, muchos ciudadanos están asumiendo de buen grado funciones hasta hace poco reservadas a la policía. La recepcionista del podólogo o la cajera del supermercado te exigen el documento de identidad, el empleado del banco recaba celosamente tu fecha de nacimiento, dirección, situación laboral y otros datos hasta hace poco intransferibles, y hasta el peluquero quiere conocer tu teléfono y tu dirección de correo electrónico. Allá en el fondo de las tinieblas, atisbando tras la mirilla de las puertas del infierno, el padrecito Stalin no cabrá en sí de gozo.

Si uno lo piensa un poco, la única diferencia entre la dictadura y el fascismo estriba en que la dictadura es impopular. Por eso el fascismo no es incompatible con la democracia, que es -por definición- el gobierno de la mayoría. Ciertamente, la separación de poderes es también un rasgo insustituible de las democracias, pero hay países, como España, en los que la separación de poderes es una entelequia y nadie en la comunidad internacional parece darse por enterado. En cualquier caso, el verdadero problema ahora no es votar o no votar. El verdadero problema ahora es la libertad.

En los último tiempos he oído todo tipo de comentarios, generalmente desatinados, sobre la proliferación de atentados en Europa. El más desconcertante de todos afirmaba que tenemos que aceptar un aumento masivo de los controles policiales "para asegurar nuestra libertad". Es decir, tenemos que perder nuestra libertad para asegurar nuestra libertad. A ver cómo se come eso.

Una sociedad que confunde seguridad con libertad es, como mínimo, una sociedad enferma, y a eso es a lo que estamos llegando. En parte, es una consecuencia natural de medio siglo de socialdemocracia. La socialdemocracia es la variante 'presentable' del populismo en nuestros días, y está basada en tres principios:

1 - Hay ciudadanos inferiores a otros ciudadanos. Los ciudadanos inferiores son aquellos que no son capaces de ganarse la vida por sí solos y, por lo tanto, no son responsables de sus propios actos. Es el mismo argumento que esgrimen implícitamente las feministas (la mujer no puede ser responsable de su propia defensa porque es un ser inferior) y que en su momento esgrimieron los esclavistas (los negros no pueden ser dueños de sus vidas porque son inferiores a los blancos).

2 - Los votos de los ciudadanos inferiores se consiguen gastando en ellos más de lo permisible. Es decir, endeudándose. En la práctica, estos dos principios se resumen en una política muy simple: quitar dinero a los que más se esfuerzan para dárselo a los que menos se esfuerzan. Al desalentar el esfuerzo y la responsabilidad individual, esta política genera un número creciente de ciudadanos inferiores, que a su vez se traduce en un número creciente de votos.

3 - Para pagar la deuda que permitirá comprar votos de los ciudadanos inferiores es necesario recaudar los impuestos suficientes, y para eso hay que aumentar perpetuamente el gasto total. En términos más técnicos, lo que los economistas llaman la demanda agregada. En la economía socialdemócrata no se trata tanto de que las empresas inviertan adecuadamente como de que los ciudadanos consuman sin tregua. Y es esa enorme posibilidad de consumir a troche y moche lo que los ciudadanos confunden con la libertad.

Pero en la realidad del mundo real cada vez somos menos libres. La campana de Gauss es válida para un mundo ideal, un mundo rousseauniano en el que todos somos buenos excepto los cuatro o cinco descarriados que ocupan los extremos de la campana. Para controlar a esos pocos basta con unas cuantas cárceles y un cuerpo de policía de tamaño regular. Para controlar a cinco mil extremistas dispuestos a todo se necesita, simplemente, un Estado policial.

Y en eso estamos.

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sábado, 26 de septiembre de 2015

El refugio

Apenas abrió la puerta para bajar al supermercado, un tipo alto y rubio entró tranquilamente en su casa y se fue derecho al salón. Encarna se quedó petrificada. ¿Sería un ladrón? Escuchó atentamente, pero en el salón no se oía ningún ruido. Aguardó todavía un par de minutos, con el picaporte en la mano, y luego, sobreponiéndose al miedo, avanzó sigilosamente por el pasillo y se asomó al salón. El hombre se había dejado caer en el sofá y se había quedado dormido. Parecía cansado, y tenía un aspecto inofensivo. El miedo de Encarna se transformó en desconcierto. La mujer se dirigió de nuevo a la puerta y salió, procurando cerrar con suavidad para no despertarlo.

En cuanto llegó al portal sacó el teléfono del bolso y marcó el número de la policía.

"¿Es alto y rubio, con los ojos azules?", inquirió la voz del policía al otro lado del teléfono.

"Sí", asintió Encarna.

"Es un refugiado", dijo el policía en tono rutinario. "Ha estallado una guerra terrible entre Suecia y Dinamarca, y hay muchos como él que están huyendo de su país. Haga lo que pueda".

Sin darle tiempo a responder, el policía colgó. Los ojos de Encarna se humedecieron. Pobre hombre. La mujer abrió el monedero y contó el dinero que tenía reservado para hacer la compra. En lugar de pescado fresco, compraría unas latas de atún. Y una barra más de pan. El refugiado parecía buen mozo, y seguro que comería con apetito.

Al regresar a casa, el refugiado se había despertado y estaba mirando la tele. Al ver entrar a Encarna sacó un teléfono del bolsillo y, haciendo señas, le pidió la contraseña de la wifi. Encarna, todavía un poco temerosa, se la apuntó en un papel. El hombre tecleó el código en el teléfono, seleccionó un contacto y se puso a hablar con alguien, casi a gritos. Encarna, sin decir nada, se fue a la cocina y empezó a preparar la comida.

A mediodía, en cuanto oyó la llave girando en la puerta de entrada, Encarna corrió hasta el recibidor para explicarle la situación a su marido.

"Espera, Manolo. No te vayas a asustar. Tenemos un refugiado en casa. Por lo visto, hay una guerra..."

"Sí, entre Suecia y Dinamarca. Ya me he enterado en la oficina. Es terrible. Pobre gente..."

Entraron juntos al salón. La tele seguía encendida, y el refugiado miraba ahora con gran interés una película de romanos. Contestó al saludo de sus anfitriones con un leve movimiento de cabeza y siguió mirando la tele.

El matrimonio se retiró a la cocina.

"Tendrá que dormir en el sofá", susurró Encarna. "No tenemos ninguna habitación libre".

Su marido asintió, pensativo.

"No te preocupes", dijo ella, adivinando su preocupación. "Ya nos arreglaremos".

A las cuatro de la tarde, Manolo se marchó otra vez a la oficina. Para Encarna era la hora de la telenovela, pero el refugiado se había vuelto a sentar en el sofá y zapeaba frenéticamente. Por fin, encontró una película de romanos. Se arrellanó y, mirando a Encarna, con fuerte acento nórdico exclamó:

"Kafé!"

La mujer le hizo un café, pero no se atrevió a sentarse junto a él. Se lo dejó en la mesita del salón y, mientras en la pantalla un centurión flagelaba cruelmente a una prisionera, salió discretamente de casa, bajó dos tramos de escalera y llamó a la puerta de Cecilia, la vecina del segundo.

"¿Vas a ver la telenovela? Es que tengo un refugiado en casa y..."

"Qué me vas a contar. Yo tengo dos. Precisamente ahora pensaba subir a tu casa a ver la telenovela..."

Cecilia y Encarna pasaron esa tarde en el cuarto de planchar, haciendo sopas de letras.


Por la tarde, Manolo llegó un poco antes de lo habitual. Esa noche había un partido de fútbol que no se quería perder. Pero el refugiado estaba mirando con gran interés un programa de bricolaje.

"Football, no", gesticuló el nórdico con displicencia. "Bricolage!"

Después de cenar, el refugiado se tumbó en el sofá y buscó en la tele una película de romanos. Encarna le echó una manta por encima, y ella y Manolo se recluyeron en el dormitorio. Cuando Encarna se metió en la cama, Manolo se acababa de quedar dormido haciendo sudokus.

A la mañana siguiente, Encarna despertó sobresaltada. Manolo se había ido a la oficina, y se oía un gran estrépito en la escalera. Se puso la bata y las zapatillas y salió a averiguar qué pasaba. En el sofá, el refugiado roncaba plácidamente.

Remigio, el jubilado de la puerta de enfrente, estaba ya en el rellano, mirando con inquina por el hueco de la escalera.

"Es Onofre, el del primero. Hay una familia de refugiados que quiere entrar a su casa, y él no les deja".

Allá abajo se oían imprecaciones en danés y tremendos golpes en la puerta del recalcitrante vecino. Evidentemente, la familia de refugiados no se conformaba. Por fin, la puerta del vecino se abrió y el perro de Onofre, rugiendo ferozmente, saltó sobre los refugiados. Se oyeron gritos.

"Es un desalmado", censuró Encarna.

"Es un fascista", puntualizó Remigio, con desdén. Y se volvió a meter en su casa.

Varios meses después, el número de fascistas en el país ascendía sólo a un 31%, según las noticias de la televisión. El concepto de 'fascista', sin embargo, estaba siendo revisado. Ahora, fascistas eran ya los que no admitían más de dos refugiados en su casa. Por eso, cuando una mañana de diciembre Encarna abrió la puerta para ir al supermercado y se encontró con aquellas dos mujeres embarazadas, las dejó pasar. Al encontrarse con el rubio compatriota en el sofá mirando una película de gladiadores, las mujeres lo saludaron efusivamente. Se entabló una animada conversación en danés. Encarna examinó compungida el contenido de su monedero, suspiró, y se marchó al supermercado.

Para entonces, ya todo el mundo sabía que a los refugiados sólo les gustaban las películas de romanos. Es más, les repugnaban los thrillers, los romances, los deportes y la ciencia ficción. En nombre de la multiculturalidad había que respetarlos, de modo que Encarna y Cecilia se pasaban las tardes haciendo sopas de letras en un banco del parque y Manolo se reunía con los vecinos en el bar de la esquina para ver los partidos de fútbol.

Hasta que los refugiados empezaron a frecuentar también los bares. El Gobierno les había asignado una pequeña subvención mensual, y ahora en muchos bares sólo se podían ver ya películas de romanos. O programas de bricolaje. Que fue lo que terminó sucediendo en el bar de la esquina. Cuando Manolo se encontró por primera vez en la pantalla con unas cuadrigas romanas en lugar del estadio del Celta, su corazón dio un vuelco. Su suerte estaba echada. Pero el dueño del bar se acercó sigilosamente a él.

"Ven", le dijo en voz baja, secándose las manos en el delantal.

Manolo lo siguió hasta la trastienda. Allí, entre barriles de cerveza y cajas de refrescos apiladas hasta el techo, unos cuantos vecinos jaleaban a un defensa del Celta de Vigo aguantándose las ganas de gritar. No habría sido la primera vez que los refugiados denunciaban una algarada en una trastienda, y todo el mundo sabía cuáles eran las consecuencias: la policía cerraba el bar.

Pero si la policía cerraba el bar los refugiados se quedaban sin ver la nueva versión de Quo Vadis recién salida de Hollywood, de modo que el Parlamento aprobó una nueva ley de 'discriminación positiva': todo establecimiento público en el que se molestase a algún refugiado sería inmediatamente requisado y entregado a una familia danesa.

De todos modos, eran pocos los partidos de fútbol que Manolo podía ver en la trastienda. De lunes a viernes tenía que asistir obligatoriamente a clases de danés, que acababa de ser designado lengua cooficial. Para entonces, Manolo y Encarna dormían ya en la cocina. El dormitorio y el salón estaban ocupados por refugiados, y por las mañanas Manolo tenía que sortear cuatro o cinco sacos de dormir para llegar hasta la puerta.

Lo peor de todo eran los gastos. Además de comer como limas, los refugiados se duchaban constantemente, y las facturas de luz y agua habían llegado a ser exorbitantes. El Gobierno daba una ayuda mensual a los refugiados, pero no a sus hospedantes, y finalmente sucedió lo inevitable: una buena mañana cortaron el agua.

Esa misma tarde, un reportero de Danish TV, una emisora de televisión local, se presentó ante la puerta de Encarna, dispuesto a filmar la situación angustiosa en que habían quedado aquellos pobres refugiados. Encarna no supo responder a las preguntas en danés que le hizo el periodista, y esa misma noche, mientras los refugiados contemplaban plácidamente en la pantalla cómo construir una caseta para perros en el jardín, la emisora interrumpió la programación para mostrar imágenes estremecedoras de refugiadas fregando en la cocina de Encarna con agua embotellada.

Cuando la policía, rodeada de una nube de periodistas, llegó al domicilio para detener al matrimonio, los cuerpos de Manolo y Encarna yacían ya aplastados sobre la acera. Como vivían sólo en un tercero, habían tenido la precaución de arrojarse desde la azotea. En las ventanas y balcones del edificio, docenas de refugiados, asomados, miraban con sorna.


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sábado, 11 de julio de 2015

Patrias

Con el patriotismo me ha pasado siempre como con el football o la religión: me ha resbalado. Habiendo nacido en un país en el que los sentimientos patrióticos despiertan tan tempestuosas (y pintorescas) pasiones, más de una vez me he tenido que preguntar de dónde demonios soy, pero nunca he encontrado una respuesta clara.

Suponiendo que todo el mundo tenga que ser de algún sitio. Es cierto que todos tenemos por lo menos una lengua materna. Los colores, sabores y olores de nuestra primera infancia marcaron, querámoslo o no, un punto de partida en nuestra personalidad. Los árboles o su ausencia, las lluvias o las nieves o las tardes sofocantes, la playa, la selva, la sabana, el collado, el valle, las aceras o la ladera de un volcán fueron el primer paisaje que conocimos y exploramos. En alguno de ellos hicimos nuestros primeros amigos, aprendimos a usar el tenedor o los palillos, oímos el primer chiste, la primera leyenda y la primera canción, y besamos por primera vez a una chica. ¿Es eso el patriotismo?

No estoy seguro. Parece dudoso que la suma de todos esos recuerdos entrañables justifique, por ejemplo, la obligatoriedad de pagar impuestos o de ir a una guerra. Pero sin duda estoy simplificando. La nación -nos dirán- es mucho más que una suma de sentimientos personales. Es también una historia común, unas costumbres, un sentido del humor, una cierta forma de interpretar la realidad -o, más bien, de deformarla-, un tipo de familia y una estructura de poder. Y seguramente muchas más cosas que ahora mismo se me escapan. Y que, sinceramente, me traen sin cuidado.

Centrifugar antes de lavar

En esto del sentimiento nacional, España es un país muy raro. Probablemente todos hemos visto, en la película Casablanca, aquella escena tan emotiva en que los parroquianos del café de Rick consiguen acallar con su Marsellesa los sones marciales que han empezado a entonar unos militares alemanes. Al final de la escena, los gritos de "Vive la France!" son ahogados por una vehemente salva de aplausos. En los años 70, en el Reino Unido todavía se interpretaba el himno nacional antes de comenzar cualquier espectáculo público -¡incluso en el cine!-, y todos los presentes se ponían de pie y guardaban silencio solemnemente. En España, en cambio, cualquier persona que exclame "¡Viva España!" o enarbole una bandera nacional es... 'un facha'.

"España es el país más sólido de Europa" -dijo en cierta ocasión Bismarck-. "Lleva siglos intentando destruirse, sin conseguirlo". Bismarck no tuvo en cuenta la erosión permanente de un país que nunca se reconcilia consigo mismo, y no hay razones para pensar que la dinámica autodestructiva de aquel imperio en el que nunca se ponía el sol haya tocado fondo. Mientras no vea billetes de cinco euros impresos en Jumilla, en Baracaldo o en Lloret de Mar no me quedaré tranquilo.

¿Es grave, doctor?

Los nacionalismos provincianos son francamente molestos porque son, en su humilde provincianismo, fastidiosamente fascistas, pero para los que no tenemos raíces, sino piernas, son en fin de cuentas evitables. Ahora bien, yo no soy de ningún equipo de football, no tengo ideología política, a veces pienso en otros idiomas y me gusta tanto el blues como las soleares. What on earth is wrong with me?

Quizá movido por esa reprobable convicción de que la libertad consiste en no atarse a nada, he decidido hacer una lista de mis distintas 'nacionalidades', o como quieran ustedes llamarlo. No es una lista exhaustiva, pero tal vez me sirva para aclarar ideas.

Lista de mis sentimientos de pertenencia a una patria

Historia. Confieso que la historia de España me trae sin cuidado. En un tiempo me interesó la guerra civil (la de 1936), porque todos mis amigos eran de izquierdas y reivindicaban la segunda República. Pero, a fuerza de leer, llegué a la conclusión de que la derrota de Franco habría traído consecuencias mucho peores que su victoria, y el tema me dejó de interesar. De ahí hacia atrás, todo lo que he leído de la historia de España me parece un esperpento. Quizá por esa razón, apenas lo termino de leer se me olvida.

Del resto del mundo me interesan los grandes procesos: la caída del Imperio Romano, el ascenso del cristianismo, la era del colonialismo, las dos guerras mundiales, los grandes totalitarismos. De Esparteros, ni el caballo. Sorry.

Gastronomía. Si por gastronomía fuera, yo soy más mexicano, chino o indio que español. Es cierto, la tortilla de patatas o la paella son deliciosas, pero cualquier modesta enchilada, ku-bak o biryani las deja a la altura del betún. Sorry.

Literatura. Como he leído más literatura en español que en cualquier otro idioma, mis juicios a ese respecto no pueden ser objetivos. Por eso en mi vertiente de lector de ficción sí que encuentro un atisbo de patriotismo. El Quijote me parece una fantasía cruel e innecesaria, pero me fascina la vivisección pasional de la Celestina, me embriagan las lentas libaciones de Góngora y Vicente Aleixandre, me quito el sombrero ante Leopoldo Alas y Pérez Galdós, y me sumerjo con deleite en las entrañables narraciones de don Pío. Don Pío Baroja, bien sûr.

Sin embargo, también soy un poco francés gracias a Stendhal, Flaubert, Camus, Maupassant y Radiguet, un poquito germánico gracias a Zweig, Böhl, Kubin o Canetti, y no poco anglosajón por obra de John Donne, Raymond Chandler, George Orwell o James Cain. No, no me gusta Shakespeare, con sus grandilocuentes tratados sobre el poder, la honra y el honor. Un pelmazo.

También soy un poquito italiano (Petrarca, Buzzati), portugués (Eça de Queiroz, Camoens), suizo (Max Frisch) e incondicionalmente homérico, e incluso un poquitito ruso (Brodsky), aunque coincido con Nabokov en que Dostoievski no era realmente un escritor, sino un psicópata. Las novelas de Tolstoi, sí, son bastante eficaces... como somnífero.

Arte. En música y en pintura sí que se desdibujan completamente mis sentimientos patrióticos. Por lo que a la pintura se refiere, soy de la misma patria que Vermeer van der Delft, Brueghel el Viejo, Kandinski, Caravaggio, Hopper, Juan Gris, el Goya más siniestro, Derain y Rousseau el aduanero. Entre otros muchos, por supuesto. ¿Qué patria será esa, tan extensa? A saber...

Mi patria musical es, naturalmente, la más dilatada en el espacio y en el tiempo. Desde las Recercadas de Diego de Ortiz hasta el blues más primigenio, y desde Hoagy Carmichael hasta la Música para cuerda, percusión y celesta de Béla Bartók, mi patria musical es un firmamento cuya estrella más brillante se llama Johann Sebastian Bach. Genug! *

Pensamiento. Los filósofos siempre me han parecido unos farsantes obsesionados con su propio ombligo, pero la patria de da Vinci, Ayn Rand, Diógenes y Zenón de Elea, sea cual sea esa patria, es también la mía. En la vertiente intelectual, debo confesarlo: no soy nada francés. Désolé.

Ciencia. ¿Cómo es posible amar la ciencia y sentirse español? Respuesta: más o menos como dormir a pierna suelta y sentirse ganador de un pentathlón. Por eso, en lo que a ciencia se refiere, yo soy apasionadamente newtoniano y galileico, pero también siento que mi patria es la misma patria de Leibnitz, Einstein, Bourbaki, Euler, Maxwell, Bohr y tantos otros.

No, la lingüística no es una ciencia. Todavía.

Geografía y clima. Aquí es donde se puede ver, en negro sobre blanco, mi esquizofrenia patriótica. A menudo lo resumo diciendo que mi cerebro está en la Europa central, pero mi corazón está en el Mediterráneo.

Puntualización. Mi Mediterráneo es una quimera. Es el Mediterráneo de Homero y las sirenas, de dialectos latinos y mercaderes exóticos y embarazos indeseados, de playas sin turistas, de higueras y olivares, de Domenico Modugno y de mis días infantiles. Pero ese Mediterráneo ya no existe. Es la mitad de mi patria, y es una quimera.

¿Quién ha dicho que una quimera no puede ser una patria?

Resumen y conclusión

Como dijo una vez el japonés de Nipón Café: ¡No hay naciones!

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* En español: ¡Basta!  Es una alusión al aria 'Ich habe genug", una de las más bellas composiciones de Bach.

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jueves, 23 de abril de 2015

Músicas en Veracruz

Ocres y café

Dejamos atrás Xico y ponemos rumbo a Coatepec. Por el camino, nos detenemos en un barecito con una pequeña veranda elevada ocupada por tres o cuatro mesas sin clientes. La temperatura es primaveral, y lo que en el paisaje era una presencia invisible se materializa ahora, en el interior del bar, en un mostrador con generosas variedades de café. Veracruz es una región de cafetales, pero lo que yo ansío explorar son los cultivos de vainilla. "Eso es al norte, en Papantla", me informa el vendedor. Pero está demasiado apartado de nuestro camino, y me tengo que conformar con comprar un paquete de café de Veracruz, que en la taza es sobrio, aunque denso y perfumado. El sabor del café de Veracruz recuerda los ocres de muchas fachadas mexicanas, de colores a menudo atrevidos pero nunca crudos ni chillones.

Hay una bella armonía en la policromía de las calles de este país, pese a que cada uno pinta su casa como le place, sin atender a modas. Ese individualismo se percibe también en la infinita diversidad de las tiendas, taquerías y talleres que ribetean las aceras de casi todas las calles. En muchos aspectos, México es el paraíso del anarquista. En otros aspectos no, claro, pero esa satisfacción de ser quien uno es, sin preocuparse por lo que piensen sus semejantes, es un ingrediente exótico en el mundo hispano, por lo general tan refractario a las maneras anglosajonas.

Ni que decir tiene que las relaciones humanas en México son también muchísimo más corteses que en la brutal y grosera España, donde hasta la operadora telefónica que te llama para venderte el último crecepelo te trata como si se hubiera acostado contigo la noche anterior (aunque se ofenderá muchísimo si se lo haces notar). En cuanto a las palabrotas... pues no más hay que saber usarlas, güey.

Pirotecnia a cámara lenta

El centro de Coatepec es una explosión de colores. Todos los ángulos, todos los rincones y terrazas y paseantes y vendedores ambulantes son escenas que uno desearía retener para siempre en la memoria. Globos, flores, vestidos regionales bordados a mano, caramelos, carretas de mangos y mameyes, chapulines fritos, especias, manzanas caramelizadas, pulseras, juguetes, agua de coco, terrazas y pozolerías y taquerías y pulquerías... Aprieto en todas direcciones el disparador de mi cámara fotográfica, más que por atesorar estos recuerdos por exprimir hasta la última gota del presente. Este domingo, Coatepec está lleno de forasteros que han venido, seguramente de Jalapa o de Veracruz, a pasar aquí el día.

De regreso a la capital, descubrimos en una primera planta, sobre la calle principal, un restaurante para mí perfecto: la Fonda de Jalapa. Es una fonda sencilla y auténtica, de ambiente familiar, con mesas y sillas rústicas, y decorada con hermosa artesanía jalapeña. Mientras saboreo una enchilada verde en uno de sus balcones, el aire, hasta ahora tibio, se enfría rápidamente: está anocheciendo. "Si no te gusta el clima de Jalapa, no más espérate dos minutos..."

Calor y ceviche en Boca del Río

A la mañana siguiente partimos para Veracruz. A medida que nos acercamos al nivel del mar, la temperatura aumenta hasta cobrar intensidad caribeña. Y la luz del sol, también. Hay que aligerarse de ropa y poner en marcha el aire acondicionado. Mientras contemplo discurrir la llanura inundada de luz se apodera de mí una lenta impaciencia. En este viaje, Veracruz es mi Ítaca, una Ítaca que ningún Homero ciego acertaría a describir. Estamos ya muy cerca, y todos tenemos hambre. Pero valdrá la pena esperar hasta llegar al hotel, que está en Boca del Río, donde mis amigos conocen un restaurantito encantador, junto al mar, que ya frecuentaba Chucho Navarro en tiempos inmemoriales.

En Boca del Río hace calor. Se agradece la brisa del mar y la cerveza fresca, y en el restaurante nos sirven un pescado frito, recién pescado, que nos comemos con deleite. Durante el primer cuarto de hora, todos los vendedores ambulantes se acercan a nuestra mesa con los productos más variopintos. Los pasteles que nos muestra uno de ellos están diciendo comedme, pero nosotros todavía no hemos llegado al postre. También él tendrá que esperar.

A las cuatro de la tarde Boca del Río es una sartén, pero el calor no nos arredra, y nos apartamos de los soportales para aventurarnos a pasear por la explanada, junto al mar. No somos los únicos. Ha querido la casualidad que esa tarde los Voladores de Papantla estén a punto de escenificar ante nosotros el espectáculo que les da ese nombre. Encaramándose por un poste de unos treinta metros, cuatro indios ataviados ceremonialmente se disponen a volar en círculos hasta regresar al suelo. Aguardamos hasta el aterrizaje, y después reemprendemos camino hacia el mayor de todos los espectáculos: el puerto de Veracruz. Al atardecer.

Un tren al arco iris

Todavía hace calor, de modo que nos aposentamos un buen rato en La Parroquia, la cafetería legendaria del puerto, donde es casi obligado tomarse un "lechero" (café con leche) con churros o pasteles y disfrutar del ambiente, familiar y distendido. Cuando el sol empieza a ocultarse tras los edificios, salimos a la calle y respiramos el aire húmedo que nos regala el atardecer. A lo largo del muelle hay largas hileras de puestecitos ambulantes abarrotadas de paseantes. Mientras aquí y allá unos y otros cantan sus mercancías, de cuando en cuando alguna india extiende frente a nosotros hermosos vestidos tradicionales bordados a mano.

Junto al mercado hay estacionados dos o tres trenecitos talabarteados de bombillas de colores, con un letrero luminoso en su centro que reza "Veracruz". El puerto ahora, invadido por multitudes y cuajado de luces, semeja una miniatura de Las Vegas. Por fin, doblamos a la izquierda y nos internamos en el verdadero corazón de Veracruz: la plaza de la Catedral.

En lo alto de la Catedral están sonando las campanas, que se funden armoniosamente con los ecos de los acordes allá abajo, en la plaza. Bandas de música, acordeonistas, grupos vocales, espontáneos tocando maracas, trompetas o marimbas llenan con sus melodías todos los espacios de la amplia plaza, donde los niños juegan, los adultos compran globos o disfrutan el aire tibio de la noche nueva y, bajo los soportales, una pareja se ha puesto espontáneamente a bailar, muy apretados, al ritmo del son de una orquestilla cercana. Si esto no es la felicidad, ¿qué es lo que le falta?

Bañarse vestido

Sólo un día ha durado nuestra estancia en el puerto de Veracruz. No había tiempo para más, y a la mañana siguiente tenemos que regresar al DF, aunque en el último momento decidimos desviarnos de la autopista para visitar el balneario de El Carrizal. En el fondo de un valle frondoso, a varios kilómetros de un pueblo que parece salido de una película del Far West, encontramos por fin el balneario, donde mis amigos, siempre tan extravagantes, se proponen darse un baño de aguas sulfurosas. Personalmente, no tengo el menor interés por las aguas sulfurosas, por lo que decido aguardar a que cumplan su ritual comiéndome unos chilaquiles con cerveza Indio en el único restaurante del lugar, aspirando entre tanto el fétido olor a huevos podridos y soportando, a pocos metros, los ladridos neuróticos de un perro igualmente neurótico.

Tanto en la piscina sulfurosa como en la normal, observo que la gente se baña vestida. Nadie sabe explicarme por qué. Al otro lado del restaurante, el resto del balneario es un inmenso merendero en cuyas mesas extienden las familias sus propios manjares, que han traído en tarteras, bolsas y neveritas de mano. Apenas termino de comer, me alejo de las emanaciones sulfurosas y me tiendo sobre un montículo de hierba fresca, junto a la entrada del balneario, a donde al poco rato llegan mis sulfurados amigos.

Camiones y bocadillos de jamón

La última parte del viaje se nos hace muy pesada. Tenemos el sol de cara, y en la autopista el tráfico empieza a ser denso. Más por hacer un alto que por matar el hambre, nos desviamos unos kilómetros y nos detenemos en un lugar llamado Perote, al que mis amigos se refieren como el pueblo "español". Por alguna razón misteriosa, la calle principal de Perote, recorrida por una caravana incesante de camiones gigantescos y rugientes, está salpicada de restaurantes con comida española. En uno de ellos, decorado con vetustas fotografías de toreros y una de Covadonga en blanco y negro, compramos unos bocadillos de jamón y queso manchego y nos disponemos a seguir camino.

Nunca antes había comido un bocadillo de jamón con cebolla (y nunca lo volveré a comer), pero eso es lo de menos. Hemos estirado las piernas, y entre tanto, allá lejos, el sol se ha ocultado por fin tras las imponentes cumbres de la Sierra Madre. Pero al entrar en el DF el tráfico se convierte en un espeso atasco, y cuando por fin se diluye por las arterias de la inmensa ciudad descubrimos que hemos tomado una dirección equivocada. Estamos perdidos. Ciudad de México. Noche cerrada. Veintidós millones de habitantes. Kilómetros de calles tenebrosas y desiertas. Territorio desconocido.

Tarde o temprano encontraremos nuestro camino, pero yo no puedo evitar pensar que, si nos quedamos sin gasolina en uno de estos barrios, más nos valdrá tener a mano un manual de supervivencia. Por fortuna, la gasolina no se nos acaba, y nuestra conductora encuentra finalmente una dirección conocida.

A las once de la noche, agotados, llegamos por fin a casa.

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sábado, 11 de abril de 2015

Camino de Veracruz

Así es, si así os parece

Uno se da cuenta de que está llegando a Jalapa cuando el automóvil se sumerge en la niebla. Una niebla espesa, fría, navegada ahora siguiendo curvas a ritmo de boa. De pronto hemos entrado en un mundo diferente, no sólo geográfico, sino cronológico. Atrás quedan ya las tierras negras de lava rota pobladas de crestas de árboles de Josué, los cielos plomizos sobre la parda planicie de Tlaxcala, el denso paisaje industrial de las afueras de Puebla, una gasolinera con un restaurante con chilaquiles rojos y tortillas recién hechas y cerveza Indio y, dos horas antes, la salida del DF desde las alturas del periférico, un sábado por la mañana. Abril. Sol y nubes. La libertad es eso.

"Si no te gusta el clima de Jalapa, no más espérate dos minutos", me dice mi acompañante, anticipándose a mi pregunta. "Es un dicho de aquí", añade. Pero, aunque la niebla empieza a ceder, el sol sigue escondido tras espesos nubarrones. De la niebla salimos a la lluvia. La autopista es ahora un tiovivo de camiones, autocares, pasos elevados, camionetas en marcha con policías vigilando de pie, armados hasta los dientes, y a ambos lados del asfalto grumos de edificaciones encaramadas en las ondulaciones del paisaje. Jalapa es la capital del estado de Veracruz, uno de los más extensos de México. Recorre buena parte de la costa atlántica, desde Tamaulipas, allá en el norte, hasta Tabasco, al pie ya de la península de Yucatán. "La capital cultural, también", agrega mi acompañante.

Leche de coco y azúcar morena

Prueba de ello es que hemos hecho planes para ir al teatro esa misma tarde. Una amiga de mis acompañantes actúa en la obra, y se ha ofrecido generosamente a alojarnos esa noche en su rancho, cerca de Jalapa. En las dos semanas que llevo en México he ido más veces al teatro que en los veinte últimos años de mi vida. No por voluntad propia, sino porque mis amigos son actores.

Hemos tardado en encontrar el Teatro Municipal, pero apenas llegamos encontramos un hueco para estacionar el coche. Al apearme veo en la acera una pizarra negra con los precios de una pensión, y junto a ella la entrada de una cafetería con una sola mesa, vacía. Es la planta baja de un restaurante. De un restaurante vegano, lo cual sin duda explica por qué todas las instalaciones, incluida la planta alta, están completamente desiertas. Pero, casualidad de casualides, mis amigos son también veganos, y yo no tengo valor para proponerles otro lugar. Suspiro. Entramos.

Dos tartas de jengibre integrales sin azúcar, dos tes del Himalaya y un café americano con leche de coco y azúcar morena después de nuestra entrada, pagamos una cifra exorbitante y nos dirigimos a la cola del teatro, que es ya bastante larga. Llueve intermitentemente y ha caído la noche. En la cola, a ambos lados de mí, me sorprende oír hablar en español con acento de España.

"A Jalapa vienen muchos estudiantes de todos los países. Sobre todo de música, danza y artes escénicas", me explican mis amigos. "Esta es la capital cultural de Veracruz, recuerda".

Roll over Beethoven

Recuerdo, pero en España nunca he oído decir que Salamanca, Granada, Santiago o Santander sean la capital cultural de nada. Benidorm y Salou son capitales turísticas del Mediterráneo. Barcelona y Madrid son capitales futbolísticas del "Estado español", y San Sebastián es la capital mundial de frontón y levantamiento de pedruscos, pero de cultura, nada. Es más, un amigo me confesó hace poco que sus hijas en el cole no se atrevían a decir que escuchaban música clásica porque se reían de ellas.

En México la cultura está mucho más presente, no sólo entre los intelectuales de clase alta o en esa bohemia más o menos fluctuante de La Condesa o la colonia Roma, sino también entre las clases medias e incluso en la clase media baja. De eso soy testigo. Este es un país aún vivo, y aquí el Saturno consumista todavía no ha devorado a sus hijos. Tiempo al tiempo...

Muchas tablas y pocas nueces

Sorprendentemente, la representación tiene momentos divertidos. Es una puesta en escena un tanto rígida, con diálogos demasiado encadenados e inevitablemente sobreactuada, pero el autor tiene chispa, y aunque las exclamaciones de ¡pendejo!, ¡pinche!, ¡cabrón! y la chingada en sus infinitas variantes están destinadas a un público fácil, algunos juegos de palabras y momentos de humor absurdo consiguen hacerme reír. Es una sátira de la burocracia mexicana pero, para mi alivio, no cae en la soflama política, que es lo que yo más temía.

A la salida, nos reunimos con la actriz y comentamos la representación. Todos se afanan por explicarme los pormenores de la obra, que les parece muy mexicana, pero yo los tranquilizo: después de la falda y el pantalón, la burocracia es lo más universal jamás inventado en el planeta Tierra. Algún investigador futuro encontrará algún día en el genoma humano la semblanza del funcionario terráqueo agazapada en algún gen. Genio y figura.

Sueños de alacrán

La niebla nos escolta de nuevo hasta llegar al rancho, iluminado por dos o tres bombillas mortecinas y asentado sobre una ladera. A nuestra llegada, una jauría de perros entona una sinfonía muy poco original. Nuestra anfitriona es la única habitante del rancho, y para protegerse se ha proveído de un escuadrón de canes a cual más estridente. "Quince perros", especifica. Me viene a la memoria la siniestra historia de la película 'The servant'. Algún día los perros, esos parásitos alelados de mirada humana, dominarán el mundo.

El 'apartamento' que me asignan es una única habitación abovedada, iluminada también por dos o tres bombillas mortecinas. Ni la ducha ni el aseo están separados del resto de la estancia, apenas amueblada y en desuso desde hace mucho tiempo. En una repisa, junto al lavabo, descubro un frasco sin tapa con un alacrán muerto en su interior. Tiene un tamaño considerable. "No te preocupes. La cama está separada de la pared, así que no hay peligro", sonríe mi anfitriona, como si nada. Y, diciendo esto, me entrega las llaves y se va. En la habitación ni siquiera hay mesa. Miro las paredes y la cama con aprensión. No es muy tarde, pero aquí lo único que uno puede hacer es meterse entre las sábanas. Y abrigarse. El frío de Jalapa es húmedo, y cala.

Gaudí y el 'Popo'

La luz del amanecer entra al mismo tiempo por todas las ventanas, que no son pocas. Me ducho con agua irremediablemente fría, y salgo a pasear por el campo hasta que me llaman para el desayuno. El aire está limpio y ha salido el sol. En las copas de las jacarandas gorjean pajarillos. Mi apartamento es uno de los tres edificios que hay en el rancho. Evidentemente el arquitecto era admirador de Gaudí, y el edificio principal, de estructura delirante pero acogedor, lo demuestra con creces. Frente al salón en cuya barra desayunamos se ve en la lejanía la cumbre nevada del Popocatépetl, al que todos llaman afectuosamente 'el Popo'.

En la cocina, la mucama amasa sin descanso tortillas, prepara café y huevos fritos y nos sirve un desayuno principesco. Una puerta enrejada separa la cocina del salón, y a veces, cuando la mucama sale a traernos comida, alguno de los quince perros se escapa con ella y merodea ansioso por la habitación, olfateando las entrepiernas de todo el mundo.

"¿Cómo es que no te gustan los perros?", inquiere mi anfitriona muy extrañada.

"Detesto el olor de esos animales", respondo, tratando de ahuyentar a un fox terrier que se empeña en meter la lengua en mi mermelada. "Y sucede que tengo un olfato muy fino".

Por consideración, me abstengo de añadir que considero a los perros los animales más idiotas de la creación. Un chucho doméstico es capaz de ladrar neuróticamente durante días o años sin parar, incluso conociendo la hora exacta a la que regresarán sus amos. Suelte usted a un perro en una jungla y tardará minutos en atraer a todos sus predadores. Pero, con esas carantoñas tan enternecedoras, ¿quién -aparte de mí- tendría la impiedad de arrojar un perro a una jungla?

El pudor de María Magdalena

A la plaza principal de Xico se llega ascendiendo una calle muy empinada. Está lloviendo, pero este domingo por la mañana las aceras están llenas de gente portando palmas. Es domingo de ramos, son las doce del mediodía, y apenas salimos del coche cesa la lluvia. ¿Magia? El centro del hormiguero humano es la iglesia del pueblo, que se alza en mitad de una plaza entrañable con sus inevitables puestos de enchiladas humeantes, flores, prendas de vestir y chucherías tapizando de colores el paisaje. Los niños juegan, los adolescentes se apoyan en las paredes verdes, malvas y amarillas de los bares, y algunas mujeres están sentadas en la acera, charlando o simplemente contemplando la vida bullir a su alrededor. La vida...

En el interior de la iglesia todo es actividad. Hay quien pone flores, o cirios, en los altares o al pie de las imágenes. Hay quien desmonta cristos y vírgenes para trasladarlos a no se sabe dónde. Y hay quien, como yo, simplemente visita el lugar, en el que excepcionalmente reina un ambiente de preparativo escénico. Sobre el altar principal yace una escultura envuelta en un plástico transparente. Es una imagen de María Magdalena, la pecadora, que hoy han cubierto piadosamente, quizá por la solemnidad de la celebración. No era necesario. También los dioses del Olimpo eran pecadores...

Apenas salimos de Xico retorna la lluvia.

(Continuará)


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jueves, 19 de marzo de 2015

Un día en el D.F.

Scherzo en ¡guau! bemol

Estoy en la colonia Narvarte y dentro de casa hace frío. Es una temperatura inhabitual para este mes de marzo, y en todas las conversaciones se desliza inevitablemente algún comentario al respecto. Desde la ventana de mi dormitorio tampoco se ven ya las jacarandas en flor de la calle Pitágoras. Un edificio de nueva planta ocupa su lugar. Han pasado once años desde la última vez, y más de treinta desde aquel primer amanecer de aguada, anaranjado y violeta, que me regalaron mis siete horas de jet lag recién estrenado.

Este edificio solía ser tranquilo, pero ahora todos los vecinos tienen perros o gatos. Locuaces. Hay momentos en que la sinfonía animal que atraviesa las ventanas es un pandemónium difícil de soportar. Mis anfitriones han salido hoy de buena mañana y no regresarán hasta la hora del almuerzo. Es temprano. Las nubes se han disipado, y en el cielo sonríe por fin el sol. ¿Qué hago yo aquí encerrado? Sólo media hora de metro me separa del centro de la ciudad. Me visto a toda prisa y salgo a la calle, pletórico. Como en los viejos tiempos...

Los nombres de las cosas reencienden mi memoria. División del Norte es una vía rápida, pero también una estación de metro. La acera se va estrechando. Dejo a mi izquierda el taller de automóviles y la taquería de la esquina con sus columpios en lugar de asientos, y me asomo un instante al Sanborns donde tantas horas nocturnas pasé, tiempo atrás, hojeando revistas. En algún lugar de mi corazón este es también, todavía, mi barrio.

... Y Quetzalcóatl creó el Universo

Línea 3. Dirección: Indios verdes. Siempre me ha fascinado ese nombre. He preguntado a mis anfitriones, pero ninguno de ellos sabe decirme cuál es su origen. En el andén, el metro no tarda en llegar. Entro al vagón. Las puertas se cierran. Arranca. Los nombres de las estaciones retornan a mi memoria. Algunos son extraños, casi surrealistas. Niños héroes. Camarones. Agrícola oriental. Misterios. Talismán. Otros, musicales o evocadores. Nopalera. Peñón viejo. Mixcoac. Insurgentes. Azcapotzalco.

Me apeo en Hidalgo. Mi punto de partida será, como antaño, el Museo de Bellas Artes. Hoy es lunes y estará cerrado, pero es un edifico muy hermoso, y desde una de sus fachadas se accede a la trama de calles que conduce al Zócalo. Es temprano, y apenas se ven paseantes. Callejeo sin rumbo, buscando la sombra y asomándome a los comercios que encuentro abiertos. En una esquina, un limpiabotas lustra los zapatos de un caballero con sombrero tejano que, sentado bajo un toldito agitado por el viento, lee el periódico plácidamente. Les saco una foto procurando que no me vean y pocos metros más adelante desemboco en el Zócalo.

Aquí nada ha cambiado. Tal vez México DF es una ciudad hechizada o eterna, como Roma o Verona, como Toledo o Budapest o Santiago de Compostela. Con una diferencia: el DF es la vida. Hierve de vida. Me alejo de los soportales de las joyerías del Zócalo, almuerzo en el viejo Sanborns de fachada de azulejos, cerca del museo de Diego Rivera, y reemprendo la marcha como a mí me gusta. A saber: sin rumbo fijo.

Voltios y enchiladas

Son ya las doce y media, y todas las calles son ahora un río humano. Pero hoy no me agobian las multitudes. Me vienen a la memoria aquellos versos de Vicente Aleixandre:

Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo, 
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido, 
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado...

Al llegar a la Torre Latinoamericana, de improviso, decido apartarme de los caminos trillados. Sin pensarlo apenas, doblo a la izquierda y me interno por una calle desangelada, medio desierta. Me aseguro de que no corro peligro, fotografío una fachada en ruinas y emprendo un zigzag de calles improvisado que termina desorientándome. Mejor así. Sorpréndeme, oh mágica Tenochtitlan.

Y Tenochtitlan me sorprende. Ni por un momento dudé que lo haría. He venido a parar al barrio de las tiendas de accesorios eléctricos. Motores, compresores, pilas, lámparas, enchufes, batidoras, voltímetros, celulares, computadoras. You name it. Son varias cuadras repletas de tiendotas, tienditas y tiendititas que orlan las aceras y se internan como madrigueras de topo en las profundidades de los edificios. Afuera, en la linde con la calzada, los primeros vendedores callejeros exhiben ya su mercancía.

La trascendencia del caldo de gallina

A partir de aquí las aceras se espesan con las hileras de puestitos donde uno puede recargar su celular, comprar un dulce para el niño o un reloj de pulsera, comerse unos tacos de arrachera con mole coloradito o incluso hacerse cortar el cabello bajo un toldo improvisado, en mitad de la multitud. ¿Es posible sentirse más vivo? Posible, puede, pero fácil no es. No me canso. Camino y camino, y camino. Me deleito con las ráfagas de elote y chile y frijoles refritos, escucho a mi paso retazos de conversaciones, palabras suavemente entonadas, sin ásperas ces ni zetas, y órale y ándale y pendejo y chihuahua y jale y pues qué onda y ni modo y la chingada. (Con perdón.)

Entonces, de repente, la revelación. La verdadera vida es un río, y la verdadera felicidad es dejarse llevar. Toda esta muchedumbre que me rodea no se interpone en mi camino. Fluyen conmigo, cada uno en su propia dirección. Es la armonía perfecta. El nirvana con aroma de tamales y caldo de gallina. Por un instante, creo levitar. Ojalá que este día durara eternamente.

La travesía del desierto

Pero las leyes de la entropía son implacables, y al llegar a Cuauhtémoc las aceras se despueblan. No importa. Cambiaré de aires. Caminaré hasta el Paseo de la Reforma y me sentaré a descansar en un café con wifi. Mis amigos no saben dónde ando, y seguramente me esperarán para ir a cenar. Consulto el mapa de mi teléfono móvil y encamino mis pasos hacia La Condesa. Sin embargo, hay algo con lo que no había contado: es fiesta nacional, y en este barrio todos han hecho puente. No hay cafeterías abiertas. Sólo de tanto en tanto algún restaurante repleto de familias escandalosas, en algún caso con grandes coches negros mal aparcados y escoltas de gafas oscuras en las inmediaciones. Una voz interior me dice que no voy a encontrar lo que busco, pero mis piernas no pueden ya parar de caminar. Sólo una vez se vive.

Cuando por fin encuentro el anhelado oasis estoy ya a dos pasos de Chapultepec, a bastantes kilómetros de mi punto de partida. El sol y la altitud me han dejado exhausto. Me dejo caer en el asiento, pido un refresco con mucho hielo y me lo bebo en un suspiro. Efectivamente, mis anfitriones, que me andaban buscando hacía rato por las ondas herzianas, me esperan para cenar. Les digo que regreso en el metro, y media hora después llego a casa. Estoy agotado. Es ya casi de noche. Pero no me arrepiento de nada.

Fin de fiesta. Favor de no comerse el césped

Es más. En cuanto me dicen que iremos a cenar a una taquería me recupero al instante. Y allá que nos vamos. Es un restaurante de diseño, inhóspito y feo, con grandes pantallas de televisión en las que unos sujetos en camiseta dan patadas a un balón y, sobre todo, entre ellos. Pero en cuanto llegan los platillos a la mesa me olvido del football, del diseño, del cansancio, de La Condesa y de la mismísima chingada (con perdón). Por favor, no me molesten. Estoy en misa, y estas tres salsas de chile son para mí, si usted me disculpa la herejía, la Santísima Trinidad.

Por la noche, duermo como un bendito. Nunca mejor dicho.

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sábado, 14 de febrero de 2015

Madrid

Pícaros y rufianes

El único encanto de Madrid consiste en haber glorificado el tercermundismo. Mientras recorro su centro histórico en pos de mis gestiones, me maravillo de que, quinientos años después del Lazarillo de Tormes, una ciudad así siga existiendo. Viví en ella los años suficientes para saber que, bajo su apariencia moderna y trepidante, miles de pupilos del dómine Cabra pululan día y noche por sus calles con un palillo entre los dientes y unas migas sabiamente esparcidas por la pechera para trocar el hambre en saciedad. Aparente, claro.

Porque en Madrid todo es apariencia. Nunca hay que rascar mucho para encontrarse a flor de calle con esa realidad chabacana y soez maquillada de novela de Pérez Galdós. Excepto, tal vez, si uno es japonés, ruso o qatarí y, bien provisto de pastillas contra la acidez de estómago, admira el lado pintoresco del bandolerismo. Never mind. Al ritmo de los tiempos, la vieja ciudad cortesana ha sabido meter toda esa chabacanería en pan y hacerse un bocadillo. Son ya muchos siglos de sacarle jugo al agua de borrajas.

Si me das una pesetita te doy una estampita

A la vista del sinfín de bares con jamones en el escaparate, uno se pregunta en qué explotación pecuaria del mundo caben tantos gorrinos para tantas pezuñas, orejas, lascas y morcones. ¿Es posible que en alguna comarca de Salamanca o Teruel haya extensiones infinitas ocupadas por cerdos hasta donde alcanza la vista? Tal vez Spielberg o National Geographic deberían venir a investigar.

El capítulo de las comidas merece párrafo aparte. Sin duda, debe ser posible encontrar un restaurante que ofrezca condumios comestibles a precios razonables. Yo no lo he encontrado, pero estadísticamente tendría que existir. Lo que sí es muy fácil de encontrar, en cambio, son -amén de los pizarrones que proclaman "Valencian paella", "sangria", "squid sandwich" y exquisiteces similares para turistas desnortados- restaurantes refitoleros que exhiben cartas sublimes siempre sospechosas de tocomocho.

Pero yo he hecho de la necesidad virtud y estoy de buen humor. Al pasar por delante de uno de ellos y extasiarme con la descripción de tan supremas delicatessen, se me ocurre un menú alternativo que me apresuro a regalar a mis lectores:

     Sopa de hierbabuena con tornillos (del 7)
     Patatas crudas o al salfumant con aroma Pompadour
     Frambuesones de Bengala en torrija de la tía Frascuela
     Espíritu de aguardiente, café verde y pastillas contra el hipo

Tamaña orgía de los sentidos justificaría sin duda una clavada de antología, y el restaurante podría llamarse, por ejemplo, Brown Sierra, The Little Stamp o, ya sin ambages, Louis Candelas' gang. Mind you: se admiten tarjetas.

¿Arde Madrid? (Ojalá)

Mi hotel está en plena Gran Vía, muy cerca de la plaza de España. La habitación está limpia y agradablemente decorada, pero el aire de la calefacción zumba perpetuamente a través de la rejilla sin que uno pueda siquiera graduarlo moviendo la ruedecita de la pared. Pero eso no es lo peor. En las tripas, más que en los oídos, vuelvo a sentir resonando un bum bum remoto y sobrecogedor que no se sabe de dónde viene. ¡Bienvenido a casa!

Me asomo al balcón y escudriño los alrededores, pero no descubro ningún local público sospechoso de tocar el tam tam a las doce del mediodía. Tal vez alucino. Al habla con la recepción, el recepcionista se declara tan sorprendido como yo. Con inocentes balidos de monja de la caridad, me promete indagar. Por supuesto, un día después no he vuelto a tener noticias de él, pero esa misma tarde, al salir del ascensor para dirigirme a la calle, me lo encuentro tronando delante de un cliente cómo él solucionaría no sé qué problema poniendo una bomba nuclear y destruyendo todos los ordenadores del mundo. Con palabras no tan biensonantes, claro. Adorable.

De ladrillos y jamón

Todo eso -y más- es Madrid, y al que no le guste, que se busque otros aires. Como hice yo en cuanto tuve uso de razón (tardé bastante más de lo normal en tener uso de razón). Por desgracia, tendré que seguir viniendo todavía durante una temporada. Tendré que seguir saltando de hotel en hotel sin encontrar nunca uno habitable, reponiendo mis existencias de antiácidos y viendo mermar mi bolsillo injustificadamente, soportando la grosería y la sorna del neanderthal de turno y sobrellevando marrullerías, tacos, timos, trileros, chulerías y excrementos de perro hasta que por fin, un día glorioso, consiga asomarme a una ventanilla de un tren y mirar hacia atrás. Ese día, allá atrás quedará no sólo una ciudad cortesana y cutre hecha de ladrillos y jamón. Atrás quedará también, para siempre, esa parte de mi pasado que habría preferido no vivir.

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martes, 10 de febrero de 2015

Bum bum bum

Cuando yo era pequeño, en tiempos de la dictadura, uno de mis compañeros de colegio me llevó un día a su casa. La vivienda resultó estar situada encima de una nave industrial, y el ruido de unas máquinas terroríficas invadía completamente las habitaciones. Era una pesadilla difícilmente descriptible, frente a la cual el infierno de Dante se convertía en un jardín celestial. Sentí una pena inmensa por aquella pobre familia, que sin duda se veía obligada a habitar aquel infierno por razones económicas. Ni siquiera me cabía en la cabeza cómo era posible sobrevivir con aquel estruendo permanente en los oídos. El ruido lo llenaba todo. Su presencia eclipsaba los colores, las formas de los objetos, el tacto, los sabores, los olores. Un ruido mostruoso, telúrico, apocalíptico.

Mira tú por dónde, muchos años después he vuelto a encontrarme con el Apocalipsis, pero esta vez en mi propio domicilio. Tardé en decidirme a alquilar el piso. Cuando acudí por primera vez con una agente de la inmobiliaria, no encontré sospechoso que los zapatos de madera de aquella mujer resonaran estruendosamente en las habitaciones vacías y que ella hablara sin parar desde que traspusimos el umbral. Le pedí que guardara silencio y escuché. Desde el balcón principal se divisaba el recinto de los delfines del parque oceanográfico, y precisamente en aquel momento el espectáculo estaba en su apogeo. Pero con las ventanas cerradas no se oía nada.

Aquel detalle me hizo pensar que el edificio estaba bien construido, y que podría instalar mi despacho en una de sus habitaciones y trabajar a gusto en él. Trabajo en casa, y no en una actividad manual. Necesito mucha concentración y, por lo tanto, silencio. Aun así, me acerqué en varias ocasiones a merodear por los alrededores y no encontré nada anormal. Era un barrio tranquilo, casi en las afueras de la ciudad. Una de las fachadas daba a unos amplios jardines, y el tráfico en la calle trasera era muy escaso. Además, el piso me gustaba. Me decidí.

El primer día estuvo dedicado a la mudanza, y el tráfago de las cajas y los muebles lo llenaba todo. Pero al día siguiente, oh sorpresa, el espectáculo de los delfines se oía nítidamente a través del ventanal. Soplando en una dirección inhabitual, el viento me había jugado una mala pasada en la primera visita. La realidad cotidiana era que los altavoces, los gritos y los aplausos del público se colaban alegremente en mi salón un día sí y el otro también.

Traté de consolarme pensando que, al fin y al cabo, eran sólo tres o cuatro espectáculos al día y hasta mi despacho no llegaban sus ecos. Pero apenas callaron los altavoces empecé a percibir un bum, bum, bum ininterrumpido que atravesaba todas las paredes. Tal vez había obras en alguna vivienda cercana. Sin embargo, con el transcurso de los días fui descubriendo que el ruido se repetía. Tenía unas pautas fijas, incluso unos horarios. ¿De dónde provendría?

Me costó trabajo aceptar que el origen de aquel martilleo era un gimnasio ubicado en el edificio de enfrente, a más de 50 metros de mi fachada posterior. El bum bum bum de los graves atravesaba las paredes del gimnasio, cruzaba tranquilamente la calle y se colaba en mi vivienda con persistencia obsesiva. En todas las habitaciones, incluido el salón, que está en la fachada opuesta. Jaque mate. Había caído en la peor de las trampas posibles: el Apocalipsis. Y ni siquiera me dejaba escapatoria.

Excepto vivir en la calle, naturalmente. Pero si yo pudiera vivir en la calle no necesitaría un piso de alquiler, y éste lo pago todos los meses. ¿Qué hacer?

Todavía no lo sé. Me he tomado el trabajo de leer las ordenanzas municipales, y en lo referente al ruido son hiper-estrictas. Pero si el Ayuntamiento de Valencia se preocupa tanto por el derecho al silencio de sus votantes, ¿cómo es posible que permita este tipo de agresiones? Es cierto, el gimnasio tiene una licencia, pero la capacidad de molestar al vecindario no puede depender de la fecha de construcción del edificio, igual que nuestros oídos oyen siempre, y no cuando al Ayuntamiento le parece conveniente.

Hasta cierto punto, mis horarios de trabajo son flexibles, pero en el gimnasio la actividad empieza a las 7.30 de la mañana y termina a las 23.30 de la noche. ¿Cómo evadirse? Una sesión de tortura en las mazmorras más tenebrosas de la Inquisición no podría ser más efectiva. Y no soy yo sólo. Al menos uno de los vecinos está también desesperado. Es más, casualmente tiene una empresa de aislamientos acústicos y ha insonorizado completamente una de sus habitaciones. ¿Resultado? Como si nada. Los sonidos inferiores a 100 Hz se transmiten por las estructuras. Nuestro cerebro los percibe como sonidos, pero en realidad son vibraciones que nos sacuden físicamente. Hasta las tripas. Hasta el corazón y las tripas. Una experiencia difícilmente compatible con una sociedad civilizada, me atrevería a decir.

Pues ahí están. Y no son los únicos. La manga ancha de este Ayuntamiento con el ruido no tiene parangón. He aceptado la inevitabilidad de las fallas, esa orgía de tracas y petardos que machaconea día y noche durante una semana inacabable. He aceptado las noches esporádicas de pirotecnia, las noches de San Juan, los camiones de la basura, los botellones, las pasadas de helicóptero, los gritos, las ambulancias. Pero hay cosas que son difícilmente aceptables. En un país civilizado, quiero decir.

Por ejemplo, los espectáculos en la Ciudad de las Ciencias. Cualquiera pensaría que en un lugar con ese nombre lo que la gente acude a ver son experimentos de química, recreaciones de Galileo midiendo la aceleración de la gravedad o conferencias sobre genética al aire libre. Pues no. Los espectáculos organizados en la Ciudad de las Ciencias son, simplemente, actuaciones discotequeras con altavoces de tres metros de altura cuyo tamtam sobrecogedor arrasa miles de metros a su alrededor, tabiques o no de por medio. En ocasiones, empezando a la una de la madrugada. Inefable.

Cabe preguntarse si hay muchos más votantes afectados por estos desmanes. En la medida en que la gente necesita dormir y no usa la cabeza sólo para peinarse, yo creo que sí. Entonces, ¿por qué no han conseguido que el Ayuntamiento haga respetar un derecho tan elemental como el silencio en el propio domicilio? Para responder a esa pregunta habría que explicar, antes que nada, por qué en España la sociedad civil es apenas testimonial. Por experiencia propia he aprendido, con quebranto, que en España reclamar es inútil. Es cierto, podría interponer una denuncia municipal. Quiero decir, podría acudir a una oficina, esperar una cola, rellenar un formulario y esperar meses, quizá años, a que el problema fuera resuelto, posiblemente a favor de mis torturadores. Pero mi salud no tiene tanto margen. Ni mi rendimiento laboral.

Incluso podría interponer una demanda civil contra el gimnasio (de nombre 'Activa', por si alguien tiene curiosidad). Sonrío mientras lo estoy escribiendo. ¿Cuántos meses o años tendría que soportar esta caja de los truenos hasta el día en que un juez desbordado de trabajo sentencie -tal vez- que Activa y sus fornidas aeróbicas están en su derecho de importunar a la población y me condene a pagar las costas del juicio? Sería un gasto muy oneroso, sobre todo si lo sumamos al del sanatorio psiquiátrico en el que para entonces estaré internado.

Entre tanto, voy alternando tapones de espuma con tapones de cera. Sin resultado. Pongo a todo volumen grabaciones de tormentas bajadas de YouTube, ruido marrón y generadores de frecuencias graves, con el resultado de que, al caer la noche, incluso el roce de las sábanas me produce cosquilleos en todo el cuerpo. Me pongo y me quito unos cascos de operario de aeropuerto que compré en algún pasado remoto. Bum, bum, bum. Me desespero. Bum, bum, bum. Podría volver a buscar piso, pero la idea de hacer dos mudanzas seguidas es, simplemente, aterradora. Bum, bum, bum.

Con el búnker hemos topado, Sancho. No sé cómo saldré de este atolladero pero, a este paso, dentro de muy poco tiempo, desde algún sanatorio mental enclavado a ser posible en lo alto de una sierra remota, prometo tenerlos informados. Si sobrevivo.


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