martes, 20 de agosto de 2019

La espiral - 1

"¡Maldita sea! Pero ¿qué...? ¡Eh!, ¡eh! ¡Esperen!"

El portal desapareció bruscamente de la pantalla de mi teléfono móvil y yo eché a correr hacia el callejón. Demasiado tarde. Cuando llegué a la esquina, un camión grúa con mi coche sobre la plataforma trasera se alejaba sin hacer caso de mis aspavientos. Me detuve.

"¡Maldita sea!", repetí, jadeando. "¡Justo cuando estaban saliendo del portal!"

Eché a correr otra vez hasta la terraza del bar. El camarero, de pie entre las mesas, me miraba con la bandeja en la mano, en actitud vagamente amenazadora. Saqué apresuradamente mi billetera del bolsillo, puse un billete de diez bajo mi taza de café con leche y seguí corriendo hasta llegar al portal. Belinda y su acompañante ya no estaban allí. A mis espaldas arrancó un motor. Di media vuelta, justo a tiempo para ver alejarse un coche con Belinda en el asiento de pasajeros. El coche dobló una esquina y desapareció. Sólo pude distinguir los tres primeros números de la matrícula. Los anoté en mi teléfono móvil y eché a andar hacia la parada de taxis más cercana.

Ya en el taxi, revisé la grabación del portal de Belinda. En la penumbra del zaguán, las facciones del hombre que la acompañaba eran imposibles de reconocer. Era un tipo alto, trajeado pero con aires deportivos. Sólo pude distinguir un detalle peculiar: parecía llevar calcetines blancos. Belinda, en cambio, había salido delante de él y, a la luz del día, estaba esplendorosa. Un vestido ceñido y unos zapatos de tacón resaltaban su silueta cimbreante, y tras su melena pelirroja se podía adivinar un escote más que generoso. Silbé por lo bajo. En el retrovisor, el taxista me miró un instante.

"Es aquella nave", dijo por fin, señalando con el dedo un enorme hangar con una garita a la entrada. "No puedo acercarle más. Tendrá que caminar un trecho"

Lo miré, incrédulo.

"Tengo pendientes demasiadas multas de aparcamiento. Si me reconocen, tendré que hipotecar el apartamento de Benidorm para pagarles todo lo que les debo".

Le pagué y salí del taxi dando un portazo. La cuneta estaba polvorienta, y la calzada, desierta. Recorrí los quinientos metros que me separaban del hangar y me detuve ante la garita.

"Vengo a recoger mi coche", dije. "Un Ford azul, con una pegatina de la torre Eiffel en el maletero".

El empleado, un tipo indolente de mandíbula ancha y párpados soñolientos, me tendió un formulario sin mirarme.

Lo rellené y lo firmé. "No se ve mucha actividad por aquí hoy", comenté sonriendo mientras se lo entregaba. No me contestó. Repasó los datos de un vistazo, estampó un sello y, por fin, levantó la vista y me miró.

"Son doscientos cincuenta euros", dijo con tono rutinario.

"Pero si lo acaban de traer", protesté. No llevará aquí ni media hora".

"La estancia se cobra por días", replicó con tono fastidioso. "Media hora, aquí, es un día".

Cogí mi copia del formulario, y en el reverso anoté los tres números de la matrícula que había memorizado esa misma mañana. Seguidamente, saqué cuatrocientos euros de mi billetera y los puse ante su vista.

"¿No sabrá por casualidad si alguna vez han traído aquí un coche con estos tres primeros números en la matrícula?"

El empleado leyó los tres números y se me quedó mirando. Luego, sin decir nada, recogió los cuatrocientos euros y tecleó varias veces ante la pantalla de su ordenador.

(Siguiente)

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