sábado, 30 de junio de 2012

Deducir, construir


Aunque el primer modelo conocido de automóvil -un juguetito de 65 cm de largo- fue construido en 1672 por un jesuita flamenco para regalárselo al emperador de China, la fabricación de automóviles con carrocería, tal como hoy los conocemos, no comenzó hasta la invención de las técnicas de laminación de acero, a principios del siglo XX. Desde entonces, los diseños más o menos elegantes, prácticos o extravagantes no han dejado de sucederse, y no parece previsible que el proceso se detenga algún día. El ser humano, por lo visto, siempre se deja tentar por el brillo de los abalorios de la tecnología.

Probablemente no hay ya ningún museo en el mundo con cabida suficiente para albergar todos los modelos de automóvil diseñados a lo largo de la historia pero, aunque alguien reuniera todos los diseños jamás dibujados en un gigantesco catálogo, el contenido de ese catálogo sólo reflejaría una parte ínfima de la realidad. Porque, en el mundo real, las carrocerías se abollan y, desde la cadena de montaje hasta la chatarrería, la silueta de un mismo automóvil puede variar de infinitas maneras.

Algo parecido sucede con la ciencia, es decir, con los esquemas que utilizamos para describir la realidad. Nuestro cerebro es una potente máquina de comprimir información y, cuando de eso se trata, los detalles estorban. Podemos analizar un fenómeno hasta sus últimas consecuencias pero, al terminar de hacerlo, nadie se quedará tranquilo si no extrae cierto número de conclusiones abstractas. Cuantas menos, mejor. En ese proceso, sin embargo, dejamos fuera una parte considerable de la realidad. Quizá la mayor parte de ella.

Gracias al formalismo de las ecuaciones algebraicas, podemos describir con exactitud la forma de circunferencias, elipses, hipérbolas, parábolas, y un número posiblemente infinito de curvas ideales que rara vez nos encontraremos en el mundo real. Podemos describir la trayectoria de un péndulo o la forma de una espiral, pero ante un péndulo caprichoso que, en lugar de retornar al extremo opuesto, prolongue su movimiento dibujando una espiral, necesitaremos no una, sino dos fórmulas diferentes: una a continuación de la otra.

Podemos describir una ola con una sola ecuación, pero para representar los dientes de una sierra necesitaremos encadenar una sucesión de ecuaciones idénticas, tantas como dientes tenga la sierra. Las olas son un fenómeno tan natural como las nubes y, sin embargo, la evolución de aquella nube que vemos en el cielo desafía a las computadoras más avanzadas. La geometría fractal permite describir formas de líquenes, relámpagos, galaxias, colas de pavo real, pirámides aztecas, pulmones, trilobites, copos de nieve, flores, e incluso contornos de islas, pero ¿cómo modificaremos nuestras ecuaciones cuando el árbol que estábamos describiendo se quema?

Los racionalistas del siglo XIX proclamaban ufanos que el Universo era perfectamente descriptible a partir de las leyes de la física. La aparición de la mecánica cuántica les heló la sonrisa en los labios. A día de hoy, las leyes que rigen el Universo son -que nosotros sepamos- cuatro: dos, macroscópicas (la gravitación y el electromagnetismo), y dos microscópicas (la fuerza que une a las partículas y la que las separa). De esas cuatro, nadie sabe exactamente cómo se comporta la gravedad en el mundo de los átomos, pero las otras tres, que son en realidad tres variantes de una única fuerza primigenia en un Universo enfriado, sólo son predecibles si consideramos las partículas elementales como poblaciones. No como individuos.

Lo miremos como lo miremos, todo son limitaciones, y la única manera que tenemos de afrontarlas es idealizando la realidad, frecuentemente extrapolándola hasta el infinito. Por supuesto, nadie puede llegar hasta el fin de los tiempos para comprobar si los números siguen aumentando de uno en uno, como los matemáticos postulan. Pero, desde su cómodo sillón de asépticas abstracciones, los científicos mezclan dos conceptos que no siempre diferencian explícitamente: lo que es deducible, y lo que es construible.

La idea de que los números, o las curvas descritas por ecuaciones, se prolongan indefinidamente hasta territorios a los que nadie puede llegar -digna de los ocultistas más recalcitrantes de la edad de piedra- es, así, aceptada como algo "natural". Al fin y al cabo, es tan difícil demostrarla como refutarla y, suceda lo que suceda, no habrá facturas que pagar. Sin embargo, si construimos una máquina que genere un número al azar cada segundo, el infinito quedará supeditado a la existencia eterna (o no) de nuestra máquina. ¿O acaso podemos concebir una sucesión infinita de números sin relación entre sí sin concebir una máquina que los genere? La sucesión de los números naturales es, en realidad, sólo construible, pero nosotros nos engañamos asociándoles la virtud mágica de la eternidad.

Pobres de nosotros. La realidad construible está abrumadoramente fuera del alcance de nuestro cerebro, y la razón es muy simple: el cráneo humano tiene un volumen finito. No podemos almacenar grandes cantidades de información si no la resumimos. Al hacerlo, sin embargo, nos tenemos que conformar con una humilde radiografía de la realidad. Todo tiene un precio. Si la realidad es infinita, nunca sabremos si las leyes físicas que creemos haber descubierto seguirán siendo válidas a partir de cierto punto. O, como ya advirtió el matemático Poincaré, tampoco sabemos si las leyes físicas que conocemos hoy cambiarán con el paso del tiempo.

Desde hace más de un siglo, los científicos siguen descubriendo que las partículas elementales se componen de otras cada vez más pequeñas, en un proceso que podría o no tener fin. Tal vez haya también una entropía de escala, en cuyo caso la realidad sería tanto más caótica cuanto más microscópica. O, a partir de cierto punto al que nosotros nunca podremos llegar, el Universo invertiría su tendencia al caos para seguir la tendencia opuesta, y en algún lugar más allá de nuestro alcance existiría un Universo en el que los añicos se reúnen espontáneamente para construir vasos y encaramarse sin ayuda a las mesas.

Un problema aparentemente simple que trae de cabeza a los matemáticos desde hace milenios son los números primos. Nadie ha descubierto todavía una fórmula que, a partir de un número primo cualquiera, permita predecir cuál será el siguiente. Pese a sus esfuerzos, lo único que los matemáticos han conseguido averiguar es el comportamiento estadístico de los números primos. Como sucede con las partículas elementales, la realidad individual se resiste a ser descrita mediante una fórmula deductiva. Dos mil trescientos años después de Euclides, lo único que podemos hacer para explicar los números primos es construirlos.

Lo cual no es sorprendente, porque los números primos se asemejan, en cierto modo, a los dientes de una sierra: el cociente entre dos números, interpretado como una tangente trigonométrica, genera una función que surca una cuadrícula tan caprichosa como queramos, y a su paso por esa cuadrícula va dejando dientes de sierra de distintos tamaños. Después de muchos años reflexionando sobre ese problema, mi conjetura es que los números primos no son deducibles, sino solamente construibles.

¿Qué sucedería si la realidad microscópica fuera también sólo construible? Los físicos, igual que el resto de las personas, dan por supuesto en sus fórmulas que el tiempo fluye de manera continua, es decir, sin saltos. Pero esa concepción clásica del tiempo se contradice con la realidad entrecortada de las leyes microscópicas. Parece absurdo imaginar el tiempo como una línea uniforme cuando a su alrededor todo se desdobla y muchas propiedades para nosotros inconciliables coexisten con naturalidad.

La naturaleza del tiempo es precisamente la pieza que no termina de encajar en la física teórica contemporánea, y las paradojas de Zenón no son seguramente ajenas a ese problema. Nuestro cerebro no está construido para enfrentarse a una realidad granulosa en la que, posiblemente, nada es deducible salvo cuando lo observamos con ojos suficientemente miopes. Una realidad intrínsecamente construible sería, para nuestro pobre cerebro macroscópico, poco más que una forma de caos. De ese caos oscuro, ignoto y metafísico del que posiblemente provenimos tanto nosotros como nuestro alardeado raciocinio.


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