lunes, 2 de abril de 2012

La semana en que siempre era de noche


La semana empezaba Un domingo soleado.
Los balcones se llenaban de Ramos y en la procesión
los sacerdotes paseaban la sangre de Cristo o algo así.
Por lo visto, hubo un señor que había entrado en burro
a una ciudad para que lo matasen.

En la radio, esa noche, ya sólo se oía música clásica
y al día siguiente comenzaban las procesiones.
Mucha gente se reunía a verlas, como para ir al teatro o al Cine.
Había anochecido ya, y el tiempo siempre era desapacible.
Enmarcadas de flores y luces, las Vírgenes parecían muertas,
los Corazones de Jesús relumbraban con un destello escarlata
y a continuación, tras las espaldas dobladas de unos hombres ocultos,
unas señoritas vestidas de negro
y unos Hombres con cara de dolerles el estómago.

A la mañana siguiente era otra vez de noche.
Cuando llegaba el jueves cerraban todas las tiendas
y no era ya posible comer bocadillos De chorizo.
Como en una película de miedo, las noticias que uno oía
eran cada vez más oprimentes: ahora, el señor del burro
estaba empeñado en que un tal Pilatos lo crucificase.

La agonía de cada hora era lenta, insistente.
A todas partes llegaba la sombra de aquel dios airado,
sangriento, dolorido.
En las iglesias resonaban los Sermones de las siete palabras,
el vinagre en las llagas, los arrepentimientos.
El sudario del dios estaba ya dispuesto
y los soldados romanos hincaban mecánicamente la lanza
en el sitio acostumbrado.

Por fin, todo se convertía en cenizas.
El de la Cruz exhalaba un gran grito
y los cielos se cubrían de nubarrones.
Era la venganza del todopoderoso.
La lepra, las ratas, las grandes epidemias
merodeaban por los contornos de la Historia.
Lo único que quedaba era esperar la Resurrección
aguantándose las ganas de comer sobrasada.

Durante el sábado, las cosas estaban más tranquilas.
Se adivinaba el bullicio del lunes, los concursos de la radio.
Aquel tipo que estaba muerto, por fin iba a marcharse al Cielo.
Incluso, por alguna extraña impaciencia, el acontecimiento se adelantaba en un día.

El Domingo de Pascua todos estrenaban, por lo menos, calzoncillos
y los futbolistas en camiseta volvían a pelearse por un balón.
Sobre las nubes, tras el azul del Cielo,
un viejo enorme con unas barbas aguardaba el momento
de repetir aquella original representación.

Si en aquel momento el Angel de la Guarda me hubiese pedido mi opinión
yo habría respondido: Maldito sea el dios que inventó esto.


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