jueves, 5 de noviembre de 2009

Barcelona - El rescate (1): Una visita imprevista

Aquella noche, al llegar a casa, no pudo dormir. Una de sus conversaciones con Ángel retornaba obsesivamente a su memoria. Helena, su primera novia allá por los años de la Universidad, había aparecido en su domicilio tendida en el suelo, inconsciente. Trasladada a un hospital, los médicos le habían diagnosticado un raro trastorno que nadie sabía explicar. El cerebro de Helena había envejecido repentinamente, y las pruebas psicológicas a que la sometieron no arrojaban más luz sobre su estado mental.

"Tiene el cerebro de una mujer de 80 años", le informó Ángel bajando respetuosamente la vista.

"¿Dónde está ahora?"

"Aquí, en Barcelona. En un sanatorio..." Ángel vaciló. "En un sanatorio mental. Parece ser que aquí tienen los mejores especialistas para ese tipo de cosas", añadió, con un punto de vehemencia que delataba compasión.

Le pidió la dirección y la apuntó en un papel. Aquella noche, al llegar a casa, no podía dormir. Hacía muchos años que no veía a Helena. Supo que había tenido un hijo, a petición propia, con un hombre casado, y la situación con él había degenerado inevitablemente a cuenta del niño.

El niño entre tanto había crecido, quizá demasiado enmadrado. Había aprendido polaco, como su madre, y acababa de terminar la carrera de Físicas, también como su madre. Cuando se llevaron a Helena al sanatorio se había ido a vivir, por lo visto, a casa de su novia. Naturalmente, polaca. El piso familiar había quedado, pues, deshabitado.

No podía imaginarse a Helena como una vieja decrépita. La recordaba como en los tiempos de la Facultad, alta y rubia, sonriente en todas las situaciones excepto en la intimidad de los cuerpos desnudos, en que aquella sonrisa suya, levemente pícara, se transformaba agitadamente en una expresión de sorpresa. Era un pasado muy lejano, y no tenía sentido revivir ahora todas aquellas emociones.

No quería recordar más, pero recordaba. Dio vueltas y vueltas en la cama, y a las seis y cuarto de la mañana se levantó y se metió en la ducha.

El sanatorio estaba en un promontorio rodeado de pinos, en la carretera que subía al Tibidabo. Las visitas no estaban permitidas hasta las diez. Para hacer tiempo, se tomó un café en el bar de una gasolinera. Los recuerdos seguían martilleando en su cabeza. ¿Qué había ido a hacer a aquel sanatorio? Intentaba encontrar una respuesta, y en su lugar sólo veía aparecer, entre las sombras del pasado, la mirada azul de Helena mirándolo.

A las diez en punto, una enfermera de gesto avinagrado le señaló un pasillo. "Pabellón de espanyols", sentenció. Echó a andar. El pasillo conducía a un patio de cemento de aspecto desolado. Lo cruzó. Al verlo acercarse, un celador apartó el cigarrillo de los labios y le abrió la puerta.

El interior de la sala de visitas se asemejaba al locutorio de una prisión. El único mobiliario eran unas sillas dispersas, bastante vapuleadas, y una mesita con revistas en desorden, aparentemente muy leídas. La única maceta, en el alféizar de la ventana, sostenía un geranio mustio y sin flores. El resto de la estancia estaba ocupado por una extensa mampara de vidrio muy gruesa, a través de la cual se podía contemplar a los internos en la sala de ocio.

"¿No podré hablar con ella?", preguntó al celador, que había entrado tras él. El celador movió la cabeza de derecha a izquierda. Lo miró. Por un momento tuvo la impresión de que, si le llevaba la contraria a aquel tipo, él mismo podía terminar con una camisa de fuerza, encajando cubitos de colores al otro lado del vidrio. Se acercó más a la mampara, y buscó ente los internos la silueta de Helena. No la veía.

Por fin, Helena entró en la habitación. Caminaba despacio, escoltada por dos enfermeras, y su sonrisa se redibujaba de cuando en cuando para pronunciar unas palabras. Estaba preguntando. Sin duda, todos los días seguía preguntando por qué la habían llevado allí. Las enfermeras no respondían. La condujeron hasta la mampara de vidrio, y cuando se aseguraron de que estaba frente a su visitante la dejaron sola.

Helena escrutó el espacio que los separaba. Seguramente, los reflejos no le dejaban distinguir los rasgos de su visitante. Seguía teniendo un cuerpo espléndido, apenas tocado por el paso de los años. Por fin, ella lo reconoció, y su sonrisa se curvó ampliamente. Dijo algo, pero el vidrio era demasiado grueso para entender sus palabras. Él trató de leer sus labios. Al mirarlos, una sensación que creía olvidada lo desasosegó. ¿Por qué tenían a aquella mujer allí encerrada?

Apoyó las manos en el vidrio y acercó su rostro al de ella. Helena seguía hablando, como si mantuviera con él una conversación inexistente. En aquellas condiciones, no tenía sentido intentar comunicarse con palabras. Además, no se le ocurría nada que decir. Permanecieron así largo rato, él con las manos extendidas frente a los hombros de ella, y ella hablando y sonriendo, aparentemente muy divertida. Por fin, las dos enfermeras regresaron y la tomaron del brazo. La visita había terminado. Helena calló y, sin dejar de sonreír, le volvió mansamente la espalda.

La vio alejarse por entre las mesas. Sus manos seguían todavía pegadas al vidrio. Una sensación demoledora se apoderó de él. Era la misma Helena con la que había compartido apuntes en el bar de la Facultad, noches de verano en remotos campings de Polonia y caricias a oscuras en los cines de barrio. El destino había respetado su cuerpo, pero aquella mente brillante que él conoció había dado un salto en el tiempo y se alejaba ahora, decrépita, por las nieblas del futuro.

Entonces, un instante antes de desaparecer por el pasillo del fondo, Helena volvió la cabeza y lo miró.

(Capítulo siguiente)

martes, 3 de noviembre de 2009

Cuaderno de viaje - Barcelona, noviembre, 2009


En el aeropuerto de Barcelona he encontrado un pasillo apartado al que no llegan los estruendosos anuncios de los altavoces. Apenas hay unas cuantas personas aquí. Al sentarme, dejo escapar un suspiro de alivio. Ausencia de multitudes, silencio. Es casi un imposible, pero durante veinte breves minutos podré disfrutarlo a mis anchas. Son las ocho menos cuarto de la noche, y es bastante probable que a estas horas tan tardías mi vuelo salga con retraso, de modo que ya cuento con llegar a casa a medianoche.

Quizá debería reanudar las andanzas de Manuel Zanzón. El problema es el tiempo. ¿De dónde lo saco? Mi primera novela me obligó a mantener una larga continuidad en el tiempo. Dos o tres horas por la mañana, tres o cuatro horas por la tarde. Es toda una profesión. En realidad, una vocación como la de Teresa de Calcuta, si se piensa en la exigua remuneración que uno puede esperar obtener en el mejor de los casos; es decir, si la publican. Y yo no dispongo de esa dedicación. Mantengo cuatro blogs, un podcast y una colaboración con 6columnas, y mi trabajo, entrecortado por naturaleza, me rompe todos los ritmos.

Y, sin embargo, tengo ganas de escribir ficción. Varias ideas me rondan en la cabeza desde hace tiempo. Con el paso del tiempo se ramifican, se anudan unas con otras mientras, paralelamente, nacen otras nuevas, pero en ningún momento consiguen hacer saltar la chispa que me sentará ante el teclado para escribirlas de un tirón. Bastante tengo ya con literaturizar mi vida.

Porque no otra finalidad tenía este viaje. La otra noche, en el bar, Ángel estaba existencial. Carpe diem, venía a decirme. Quién sabe dónde estaremos mañana. Hay que vivir cada día como si fuera el último de nuestras vidas. Personalmente, encuentro muy cansada esa filosofía, y sus ojeras de noctámbulo y viajero infatigable me daban la razón. Yo prefiero literaturizar mi vida.

Para rescatar a Manolo Zanzón de aquel pueblo desolado de las afueras de Madrid hace falta algo más que sentarse a escribir. Hace falta releerse el esquema de la novela, con todos sus personajes, y el esquema de lo que el autor tiene previsto que suceda: el futuro de Manuel Zanzón.

O bien, simplemente, sentarse y divagar, que es lo que yo he estado haciendo últimamente con mis personajes. En fin de cuentas, también la vida es, pese a nuestros esfuerzos, una divagación. ¿Qué hay de malo en que Justo Conaprole o Sagrario Sombrilla cambien inesperadamente de caprichos y de querencias? ¿No hay, como ha dicho el filósofo en este mismo blog, una vida ganada y una vida perdida hasta en la menor de nuestras decisiones? Pues esta misma conclusión vale para las novelas. La vida y la literatura son siempre, querámoslo o no, una commedia dell'arte.

Mientras escribo, los minutos han transcurrido, y en algún pasillo remoto un altavoz me invitará pronto con voz de trueno a embarcarme en mi avión.

El viaje ha terminado. Regreso a Gran Canaria.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Cuaderno de viaje - Barcelona, Halloween, 2009

Debería haber escrito Todos los Santos, pero Halloween describe mucho mejor la realidad barcelonesa en este comienzo de otoño de 2009. En la estación de Sants se vive un ritmo frenético: todo el mundo camina rápidamente en alguna dirección. Los antiguos bancos de espera del gran hall, que solían estar colonizados por plácidos jubilados del barrio, han sido sustituidos por hileras de portones automáticos para el acceso de los pasajeros. Parece como si Barcelona quisiera, a toda costa, darse a sí misma la impresión de gran ciudad.

Es un fantasma permanente de los nacionalistas regionales. No sólo Barcelona no puede quedar nunca por debajo de Madrid en nada, sino que tiene que aventajarla en todo, al menos en apariencia. Pero a mí no me engañan. Todos esos delirios de grandeza y de eficacia empresarial encubren en realidad una ciudad subvencionada, provinciana y agobiante, donde los servicios cotidianos funcionan, en algunos casos, peor que en México DF. Al menos, esa fue mi experiencia durante los 13 años que viví aquí.

El taxi se detiene por fin ante el portal. Pago una cantidad exorbitante, y acarreo mis maletas sin ayuda hasta el ascensor. El portero permanece en su garita como si el tiempo no hubiera transcurrido, con la misma cara de bulldog en su batín azul, inescrutable como la momia de Tutankhamon. Tampoco esta vez nos saludamos. Introduzco mis maletas en el ascensor, y me dejo llevar lentamente hasta el ático.



Recojo las llaves de debajo del felpudo, y abro. Cristina estará fuera este fin de semana, probablemente en el Ampurdán. Sus amigas y ella están revolucionadas últimamente con las noticias publicadas en los medios de comunicación. Su amigo Raimon ha aparecido implicado en un asunto de corrupción, y la cosa pinta mal. Al día siguiente me entero de que han ido a consultar a una bruja, que les ha echado las cartas a todos ellos, incluido Raimon. Las cartas de Raimon han salido todas llenas de rayas rojas, me dicen. "¿En forma de barrotes?", pregunto ácidamente. Naturalmente, nadie se ríe.

Una de las cosas que más me sorprendieron de Barcelona fue que a nadie parecían hacerle gracia los chistes. Incluso se consideraba de mal gusto contarlos. Todavía hoy me pregunto cómo pude aguantar tantos años en aquel mundo de pijos barceloneses. Yo me instalé en Barcelona porque estaba intentando publicar mi primera novela y quería introducirme en el mundo de los escritores. Cuando conocí personalmente a casi todos ellos, mi decepción fue tal que dejé de escribir.

Supongo que puedo contar algunas de aquellas impresiones. Al fin y al cabo, este blog no lo lee prácticamente nadie, y pocos saben quién es en realidad Ricky Mango. Mi primer encuentro social fue en casa de mi entonces agente literaria, con Eduardo Mendoza y Félix de Azúa. Ambos estuvieron conmigo tan distantes como educadamente se podía estar. Félix, altivo como siempre, y Eduardo, a la catalana, es decir, como si yo no existiera. Se notaba a la legua que yo no manejaba los códigos vigentes.

Siempre de la mano de mi agente literaria, frecuenté después una coctelería de San Gervasio llamada Il Giardinetto, vivero de intelectuales alcohólicos de la élite cultural catalana. Durante años, un viernes tras otro, tomé copas allí espalda con espalda con el editor Herralde y sus fieles monaguillos, sin conseguir jamás mantener con ellos una conversación de más de veinte segundos. Además de Jesús Ferrero, Enrique Vilamatas y otros cuyo nombre no recuerdo, se dejaban ver por allí de cuando en cuando altas personalidades de la cultura, como José Luis Giménez Frontín, Oriol Bohigas, Eduardo Mendoza, Fernando Savater o Pedro Almodóvar.

No todos eran alcohólicos. El hard core de los borrachos era el grupo de Herralde. En particular, Enrique Vilamatas, que a la una de la mañana, cuando el grupo abandonaba el Giardinetto, bordeaba ya el delirium tremens. Para ellos, la noche estaba empezando. Nunca entendí de dónde sacaba aquel tipo el tiempo para escribir, aunque para ser un escritor mediocre tampoco hace falta demasiado tiempo entre resaca y resaca.

Esta vez no fui al Giardinetto, pero sí cené en Los Inmortales, otro de los viveros de la élite barcelonesa. Era una cena de compromiso. Para las comidas informales prefiero mil veces una escalivada y un pollo a la brasa en Ca'n Punyetes, que también queda muy cerca de mi antiguo domicilio.

Precisamente a Ca'n Punyetes llevé a comer el viernes a mi entrañable amiga Olga y a su cónyuge, Susana. Olga acaba de terminar su última novela, en la que cifra grandes ilusiones. "Es de ciencia-ficción, y no te puedo decir más", me dice. "Ciencia-ficción sin acción", apostilla Susana. Olga está aterrorizada ante la posibilidad de que le copien la novela por Internet, y ha adoptado una batería de precauciones para proteger su original. Me lo dará a leer en cualquier caso, pero no antes de que se sepa si la van a publicar o no.

"Es más", añade. "Creo que de la novela se podría sacar toda una serie, incluso para cine o televisión". La idea me entusiasma. Desde que hice el curso de guión de cine, en Valencia, tengo metido el gusanillo de escribir una película. O, mejor todavía, una serie para televisión con la que demostrar que la calidad no está reñida con la popularidad. Inevitablemente, nos ponemos a hablar de Star Trek. Olga también es fanática de Data, Mister Spock y el Capitán Picard. Yo, además, de Deanna Troi. Coincidimos en que Star Trek ha sido una de las cumbres de la creación artística del siglo XX. Quién sabe. Tal vez algún día podré colaborar en esa hipotética serie de mi amiga Olga.

El sábado por la noche, después de la cena en Los Inmortales, llamo a Ángel. "Estoy en el bar de siempre, al lado de casa", oigo que me dice a gritos en medio de una tremenda algarabía. Caminando a buen paso por la Diagonal, llego al bar en quince minutos. Es la noche de Halloween. Barcelona se ha quitado la careta y se muestra al noctámbulo tal y como realmente es: una ciudad de provincias llena de fantasmones.

Ángel aparece, como siempre, eufórico en medio de aquellos personajes de barrio insignificantes. Entre chanzas y discursos eruditos, su metro ochenta un tanto quijanesco se alza en mitad de todos ellos como el de un marciano misteriosamente aterrizado en el Eixample, sabio y proteico, siempre dispuesto a contar alguna de sus fantásticas aventuras a lo largo y a lo ancho del globo. "Llegué ayer de Bolonia", me dice, "y mañana me voy a Pamplona. El lunes me esperan en Burdeos, pero regreso el miércoles". Le enumero entonces las escalas de mi viaje desde que salí de Las Palmas, y consigo que se sorprenda. Por una vez, le he ganado.

En el bar, el paisanaje festeja un extraño híbrido entre Manhattan y el Forn de la Montse. De cuando en cuando se une al grupo alguien vestido de Drácula o de Spiderman, pero al mismo tiempo circulan de mano en mano puñados de castañas asadas y bandejas de panellets. Da igual el pretexto. El caso es hacer el ganso y quemar la noche del sábado como si el Apocalipsis estuviera anunciado para mañana por la mañana.

Finalmente, me despido calurosamente de Ángel. Son las dos y media de la madrugada. A mi regreso a casa, veo desde el taxi las transversales de la Diagonal hirviendo de gente, con las calzadas invadidas por la zarabanda gótica. Da igual el pretexto. Es un fin de semana más en una ciudad cualquiera del sur de Europa, en vísperas del derrumbamiento del Imperio. Es el fin de una era, y yo no soy más que un simple testigo. Son los historiadores los que escribirán algún día la Historia.

viernes, 30 de octubre de 2009

Cuaderno de viaje: Valencia-Barcelona, octubre de 2009

El tren arranca, y yo dejo por fin atrás la ciudad de las tribus. En ninguna otra ciudad de España es tan perceptible la estructura tribal de la sociedad española como en Valencia. La gente acude a los cines o a los restaurantes en tribu, se pasea por las calles (o se detiene, bloqueando las aceras) en tribu, se reúne los domingos con generosas porciones de la tribu familiar, y cuando hablan de su vida social se refieren a sus amigos como a 'su grupo'.

Los más cosmopolitas se jactan de salir con varios 'grupos' distintos, alternándolos según el fin de semana e intercalando alguna que otra cena colectiva en días laborables. Los más tradicionales tienen ya suficiente con la familia y el casal fallero. Pero nadie hace nada a título individual. Como mucho, en pareja, y probablemente sólo en las primeras fases del enamoramiento, en que las hormonas desatadas les impiden todavía añorar la algarabía de la confusión colectiva.

A los españoles les gusta hablar todos a la vez y no escucharse. Tarde o temprano, se enzarzarán en una polémica y formarán bandos, para lo cual es imprescindible proferir la boutade de turno, que ellos creen original, pero que simplemente forma parte del repertorio de boutades que corren de boca en boca, o que regala gratis cualquier emisora de televisión mirada al vuelo mientras los miembros de la familia, a gritos, continúan enzarzados en su cotidiano diálogo para sordos.

Como no podía comprar el billete de tren por Internet, tuve que acudir una vez más a las oficinas de la estación de la Renfe, donde por suerte pude hacer el trámite en una maquinita provista de una pantalla. El billete que compré era el último que quedaba en ese tren, por lo que deduje que me tocaría ventanilla. Así fue. Por eso, al llegar a mi fila de asientos, le propuse al ocupante del asiento de al lado que se quedara con la ventanilla, si así lo prefería. Me dijo que le daba igual, y me dejó el pasillo.

Era un tipo de unos 30 años, envuelto en una maraña de cables como un astronauta, que se sentaba despatarrado, como suelen hacer los jóvenes en los autobuses públicos. Nada más sentarme, oí que hablaba a gritos, aparentemente consigo mismo. En realidad, tenía los auriculares del móvil insertados en los oídos y estaba en comunicación permanente con sucesivos personajes, uno de los cuales se llamaba Israel.

Al tiempo que tecleaba furiosamente sobre su ordenador, la comunicación pasó de Israel a una interlocutora de habla inglesa. Levantando aún más la voz, como si aquella señorita en lugar de americana fuera sorda, prorrumpió a vocear sus argumentos en un inglés sub-macarrónico que habría sonrojado a un indio apache. Algo así como el resultado de los traductores automáticos de Google, respetando escrupulosamente la sintaxis española e intercalando aquí y allá palabras y frases enteras en español.

En el silencio del vagón, aquel hombre hablaba como si, en lugar de servirse de un teléfono, sus palabras tuvieran que ser oídas en Denver simplemente por la fuerza de sus gritos. "You resai (received) a money, es no money for me now; fif per cent es OK... Madre mía, que tiene tela el asunto... No, no, I am hablando para mí". Algunos pasajeros, molestos, miraban hacia nosotros, y entonces yo forzaba un gesto de displicencia para que quedara claro que aquel individuo y yo no teníamos nada que ver. En la pantalla de su ordenador se veía permanentemente dibujado el logo de una multinacional. ¿Era posible que aquella empresa no hubiese encontrado a nadie que hablase inglés?

El astronauta estuvo conectado a sus cables hasta el final del viaje, pero la furia de la conversación decayó al cabo de una larguísima hora. El vagón iba lleno, y no había ningún otro asiento libre. Los gritos de guerra apaches no me permitían concentrarme en la lectura más allá de los titulares, y la película que proyectaban en los televisores del vagón estaba doblada. Finalmente, opté por encender mi reproductor de mp3, y traté de aislarme. A las siete y cuarto de la noche, el tren se detuvo por fin en la estación de Barcelona.

jueves, 29 de octubre de 2009

Cuaderno de viaje - Denia, octubre de 2009

Mi estancia en Denia dura sólo dos días. Jesús tiene la furgoneta llena de trastos, como siempre. Acomodo mi maletín como puedo entre cajones, ladrillos, herramientas, tubos y cables, y me siento junto al conductor. Es una delicia viajar por encima de los demás automóviles. El paisaje se extiende íntegro ante nosotros, y desaparece esa opresiva sensación de oveja en mitad de un rebaño.

Tiempo atrás, yo también tuve una furgoneta. Lo que me indujo a comprarla fue, sobre todo, el deseo de viajar, tal vez de huir. Por aquel entonces, hasta la pensión más barata era para mí un dispendio imposible. Aquella furgoneta recién comprada (era una Ebro con muchos miles de kilómetros, más vieja que Matusalén) me permitió sustraerme de una vez por todas al abrazo de oso de Madrid. Todavía recuerdo mi sensación de felicidad cuando, aquel atardecer de junio de 1979, detuve por fin mi furgoneta junto al puerto de Denia y me senté en las rocas de la escollera para ver ponerse el sol.

Era el Mediterráneo. El mar de Odiseo y de Pitágoras. El mar de las horas felices de mi infancia, de las dunas, los naranjos y las libélulas, de los pescadores sicilianos y de las ánforas fenicias. Me invadió una paz indescriptible. Era el nivel cero, el nirvana. Cada centímetro por encima de aquellas aguas era y seguiría siendo siempre una fuente de desazón.

En el pequeño chalet de mis padres pasé todo el mes de junio. La playa estaba todavía deshabitada, y en aquella soledad de verano recién iniciado me vivía a mí mismo como un animal mitológico mitad Robinson Crusoe, mitad hippie. Limpié y pinté por dentro mi furgoneta, fabriqué a medida un pequeño armario que le acoplé a la pared, instalé unas cortinillas tras las ventanillas traseras, y sobre el suelo tendí un colchón con sus sábanas y su almohada.

A falta de otro, aquel iba a ser mi hogar durante los ocho meses siguientes, hasta que me instalé finalmente en un piso luminoso de un pueblo cercano a Valencia. Pero, antes de emprender aquella larga peripecia del invierno, apuré el néctar de junio sin desperdiciar una sola gota. Por las mañanas acudía temprano a pasear por la playa, a solas con las huellas de los pájaros, entrecruzadas en largas cremalleras sobre las dunas, evitando pisar los diminutos cangrejos que se enterraban bajo la arena mojada, y admirando las bandadas de peces que plateaban fugazmente a escasos metros de la orilla.

Al caer la tarde, me internaba en los huertos abandonados y recolectaba flores de azahar, que tendía después a secar junto a la cocina para hacerme infusiones. A ratos escribía, trabajaba, cocinaba o tocaba la guitarra. Y por las noches escuchaba el canto de los grillos y, apagando todas las luces, contemplaba en el cielo la luna mágica y la arena desigual de las estrellas.

Eso y muchas más cosas es Denia para mí. Así como de Madrid apenas tengo recuerdos felices, de la playa del Bassot apenas me han quedado recuerdos tristes o amargos. En mi juventud padecí de deseo y de desengaños amorosos, pero nunca, ni antes ni entonces ni después, me ha mordido en ella la herida de la soledad.

Estos dos días en Denia, Jesús y Conchín se han portado maravillosamente conmigo. Estaban pendientes de mis menores deseos, y han hecho todo lo que estaba en su mano para ayudarme en mi búsqueda de áticos con terraza y vistas al mar. Jesús habla y habla sin parar, despotrica contra el consumismo, los políticos, la extinción de las especies y el cambio climático, y me hace escuchar algunos de sus cientos de discos de música favorita, a medio camino entre el folklore genuino y el chill out.

Lo curioso es que él mismo es un consumista insaciable, y lo sabe. Pero, contradicciones aparte, fueron su iniciativa personal y su empeño los que consiguieron que delante de su edificio el Ayuntamiento creara un hermoso parque arbolado, en lugar de la plaza dura con parking subterráneo que tenían proyectado construir.

El miércoles por la mañana, reúno mi pequeño equipaje, me despido cariñosamente de mis dos anfitriones y me dirijo, a pie, a la cercana estación de autobuses para regresar a Valencia.

martes, 27 de octubre de 2009

Cuaderno de viaje - Valencia, octubre de 2009

El post número 100 de este blog me pilla en Valencia. El viaje en tren, desde Madrid, ha sido una nueva oportunidad para encabronarme. Seguro que el personal que atiende a los pasajeros es de Madrid, me repito para mis adentros con odio.

Para empezar, me ha sido imposible sacar el billete con antelación por Internet. Ahora la Renfe pide, además de los datos de la tarjeta de crédito, una nueva condición que ellos llaman 'comercio electrónico seguro'. Ni sé cómo se cumple ese requisito ni me importa: sencillamente, ya estoy harto de ser mareado, abusado y manipulado por empresas sin rostro cuyo único punto de contacto para el cliente son unas voces mongólicas que responden con frases hechas a cualquier reclamación del usuario, razonada o no.

De modo que me dirigí con mis maletas a la estación de Atocha y, como en los viejos tiempos, aguardé una cola de casi una hora para comprarle mi billete a un ser humano. El ser humano, naturalmente, me pidió que le mostrara mi DNI para asegurarse de que yo era yo, y cuando le repliqué que tenía también preparados la huella dactilar, el libro de familia, el pasaporte, cuatro fotos, la partida de nacimiento y el certificado de penales, se molestó. Lo puedo comprender, repuse, pero aquí el primer molestado soy yo.

Después, en el tren, servicio de comida. Al tiempo que sirven la bandeja, un camarero va recorriendo el pasillo y preguntándole a cada pasajero qué desea beber. "Somontano, tinto", fue mi respuesta. Me entrega, efectivamente, una botellita con denominación de origen de Somontano, que una vez escanciada en el vaso sabe a Valdepeñas barato. Entonces caigo en la cuenta. El precinto de la botella venía roto. Probablemente, el propio camarero ha fingido el gesto de romperlo antes de entregarme la botella, pero el contenido de aquella botella es, sin duda alguna, vino de tetrabrik de supermercado.

La crisis ha multiplicado este tipo de marrullerías, hasta el punto de que uno no puede permitirse ya ningún automatismo. Hay que acordarse de pedir el ticket en las cafeterías y verificar el desglose de los precios cobrados, hay que estar pendiente del momento en que el camarero descorcha o abre la botella, hay que contar el dinero devuelto pieza a pieza, hay que asegurarse de que, cuando uno se sienta en el taxi, la luz verde está todavía verde, y hay que tener siempre preparada una respuesta para la fatídica pregunta que nos arrojará al taxista atados de pies y manos:

"¿Por dónde quiere que vayamos?"

Uno vive en sociedad para que otros seres humanos lo descarguen de ciertas tareas fastidiosas, pero si hemos de estar siempre pendientes de todo, y además constantemente a la defensiva, ¿cuál es la ventaja de vivir en sociedad?

El taxi me dejó en la dirección indicada. Al entrar al portal se percibía ya ese olor a alcantarilla característico de muchos edificios de Valencia. Pero, en el piso, el olor era insoportable. "Cuando llueve, huele siempre así de fuerte", me dicen mis anfitrionas. Abro todas las ventanas para que corra el aire, pero es inútil. El hedor no se va. Por la noche, intento dejar la puerta del balcón abierta, pero el ruido de la calle es peor que el olor, y finalmente la cierro y trato de dormir.

A las siete de la mañana me despierta un tufo insoportable a detritus recientes. Incapaz de seguir durmiendo, me levanto y me meto en la ducha. Sorpresa. El agua, inicialmente caliente, se enfría de golpe justo cuando tengo todo el cuerpo enjabonado. Mis gritos desesperados consiguen alertar a una de mis anfitrionas, que me va dando instrucciones desde la cocina. "¡Cierra!", "¡Abre ahora!" "¡Cierra otra vez!", "¿Sale ya caliente?", "¡Noooo!", "¡Abre!", y así sucesivamente, hasta que conseguimos por fin que el agua salga a temperatura de geyser. Me aclaro a toda velocidad, dejándome abrasar la piel para evitar que el agua se enfríe, y me paso después la toalla por el cuerpo tonificado, como el que acaba de salir de una sauna.

Mis dos anfitrionas son jovencitas. Se pelean constantemente porque la otra no ha fregado los platos o no ha recogido la mesa y, al llegar el fin de semana, se arreglan durante horas para ir a la discoteca. En la noche del viernes quedo con Javier. Cenamos en Ruzafa, en un restaurante de diseño regentado por una bollera, y cuando regreso a casa, a la una y media de la mañana, ellas todavía están arreglándose.

El sábado es todavía peor. Llego a casa hacia las dos y media de la mañana, y el piso parece haber sido escenario de una batalla contra las huestes de Atila. Todos los armarios y cajones están abiertos, hay medias, bragas y envases de perfume en los sofás e incluso tirados por el suelo, y en la cocina una pila enorme de platos sucios esperan a ser fregados. A la mañana siguiente, las niñas duermen. Me da un ataque paternal, y me pongo a cocinar unas albóndigas para la comida del mediodía. Después de cocinar casi toda la mañana, las niñas aún no se han levantado, y decido comer yo solo, escuchando la radio.

Se levantan a las siete de la tarde, con gruesas ojeras, y se tumban en los sofás a ver un culebrón espantoso, tapadas por sendas mantitas. Regreso a mi habitación y me conecto a Internet. El blog de Boadella se ha convertido en un gallinero protagonizado por frustrados émulos de Pérez Galdós, que parecen no haber encontrado otro sitio donde escribir sus Episodios Nacionales en formato chat. Irritado por semejante incontinencia verbal, escribo un comentario acusándolos de insociables, y seguidamente salgo a la calle a cenar.

Acaban de cambiar el horario, y es una hora más temprano de lo que yo pensaba. Los restaurantes aún no están abiertos. Para hacer tiempo, me siento en la terraza de una cervecería y pido una Volldamm. No me fijo en si la botella me llega abierta o cerrada, y al llevarme la cerveza a los labios no reconozco ni por asomo el sabor inconfundible de la Volldamm. Y, sin embargo, en la etiqueta lo pone bien claro: doble malta. Otro timo de la estampita.

Por fin, abren los restaurantes. Me meto en uno putativamente italiano y pido una pizza con una cerveza. La pizza está ligeramente más sabrosa que un neumático recauchutado, y la cerveza, ni me acuerdo. Esa noche, a las cuatro de la mañana, me despierto con una resaca espantosa, como si en lugar de cerveza y pizza hubiese consumido un litro de whiskey de garrafón.

A la mañana siguiente, sin haber dormido apenas, me recoge Jesús en el mercado de Ruzafa para ir juntos a Denia.

Cuaderno de viaje - Madrid, octubre de 2009

Quienes  me conocen ya saben que le tengo mucha manía a Madrid. Viví en esa ciudad 23 años, y no me he arrepentido nunca de haberme marchado.

Siempre que vuelvo a Madrid encuentro un argumento para reafirmarme en mi manía. Y desde horas o días antes me pongo a la defensiva. La capital de España está llena de sinvergüenzas, chulos y asociales, empezando por los taxistas del aeropuerto. He conocido ya muchos casos de extranjeros que han sido estafados por ese género tristemente mitológico: los rapaces implumes.

Por eso había preferido reservar un hotel cercano al aeropuerto y recurrir al servicio de bus del hotel, en lugar de ponerme en manos de alguno de aquellos taxistas a los que, casualmente, en mitad del laberinto de autopistas de salida hacia Madrid, se les "estropea" el GPS.

Escapas de la sartén y te caes en la cazuela. En el hotel me aseguraron que el bus salía en aquel momento a recogerme, pero tras 50 minutos de espera bajo el sol tuve que recordarles que aún seguía esperando. Evidentemente se trataba de un olvido (quiero decir, una negligencia), porque el bus llegó tres minutos después: exactamente el tiempo que tardó en recorrer el escaso kilómetro que mediaba hasta el hotel.

La primera, en la frente.

Aunque no esperaba tener que hacer muchas gestiones en Madrid, llegó inevitablemente el momento en que tuve que vencer mi resistencia a tomar el Metro. El Metro de Madrid me trae recuerdos muy desagradables de mi primera juventud: se pasaba en él un calor sofocante, los viajeros iban comprimidos hasta el límite de la asfixia, y el stress causado por los transbordos aumentaba a medida que las nuevas líneas, cada vez más adentradas en el subsuelo, iban entrando en servicio.

Me sigue horrorizando la idea de internarse en el subsuelo para desplazarse por una ciudad, pero debo reconocer que el Metro de Madrid y, en general, su sistema de transportes, es actualmente excelente. Además, contradiciendo mis expectativas (basadas siempre en mis recuerdos del pasado), el barrio de Tirso de Molina-La Latina-Cascorro me pareció muy agradable. Limpio, ordenado, tranquilo, y con cierto aire cosmopolita. Nada que ver con aquel caos agobiante que yo había conocido muchos años atrás. El buen tiempo, anómalo en pleno mes de octubre, intensificaba mi placer. Me acordé de Gamusina, la moderadora del newsgroup de Mensa en el que yo solía participar. Gamusina vive en aquel barrio, pero mis gestiones no me dejaban tiempo para encontrarme con ella.

La llamé por teléfono y se lo dije. "No habríamos podido de cualquier modo", me respondió. "Estoy con un cólico nefrítico". Le deseé una pronta mejoría, y me dirigí a casa de mi hermano. El día anterior había ido con él a visitar a mis padres, que se alojan en una residencia en las afueras de Madrid. Mi padre, que cuenta ya 95 años, tiene la memoria bastante deteriorada, de modo que cada vez que lo voy a visitar o lo llamo por teléfono le cuento la misma mentira.

"¿Sabes que me ha tocado la lotería?"

"¡Me cachis en la mar! ¿Qué me dices?"

"Lo que oyes".

"¿Y cuánto te ha tocado?"

"Un millón".

Y se pone muy contento. Da igual si es en euros o en pesetas. Para él, seguro que es una cifra exorbitante. Él conoció los tiempos en que ser millonario de un solo millón era ya una bicoca, y de cualquier modo es incapaz de imaginarse lo que puede dar de sí hoy un millón de lo que sea. Es una cifra, simplemente, mítica, como la fantasía de la lotería que yo le cuento siempre que hablo con él.

Mi hermano se ofrece a llevarme al hotel, y una vez allí los invito a él y a Julia a cenar. Decidimos salir en busca de un restaurante, pero el barrio es francamente deprimente. Barrio de hoteles de aeropuerto. Nos metemos en el restaurante que nos inspira menos desconfianza, y cenamos aceptablemente mal. Es curioso que, sin apenas relacionarnos desde hace muchos años, mi hermano y yo hemos desarrollado las mismas neuras. Hemos hecho el mismo tipo de reclamaciones, con parecidos argumentos, y sentimos una antipatía igualmente deletérea hacia los directivos de padre desconocido de compañías del tipo Iberia, Movistar, Renfe, Iberdrola, o you name it. En política, en cambio, coincidimos poco.

Flash forward. El domingo a mediodía dejo el hotel, y a las 5 de la tarde la mujer de Mauricio me recoge en el aeropuerto y me lleva a la actual vivienda familiar, en las afueras de Villaviciosa de Odón. No conozco a nadie en Madrid que viva en Madrid, circunstancia que me llena de optimismo: tal vez algún día el centro de Madrid esté ocupado sólo por extranjeros y sea por fin habitable.

En seguida se hace la hora de cenar. Gemma se queda en casa con el niño, y nosotros dos nos vamos a un restaurante mexicano que Mauricio conoce no lejos de allí. La cena resulta memorable, y no por la comida, sino por el exquisito tequila que nos sirven de aperitivo. Pregunto por la marca. "Don Julio". Hasta aquel día, creía que el mejor tequila del mundo se llamaba "Herradura".

De regreso, Mauricio se apresura a llevarme a su estudio, donde me hace oír una de sus últimas composiciones. Es una bulería. El comienzo, desconcertante, conduce al oyente por los caminos del jazz, del canto gregoriano y de la música electrónica, pero el ritmo de las bulerías está siempre allí debajo, deslizándose sutilmente en la cadencia, en detalles casi evanescentes. De cuando en cuando surge potente la voz de Arcángel, se aproxima a las bulerías redondas y se vuelve a alejar por vericuetos que en ningún momento dejan de pertenecer al reino de las bulerías. Es una conquista de espacios sonoros, sin perder las raices ni la esencia flamenca. Me gustó muchísimo.

La madrugada avanza, y Mauricio empieza a sentirse mal. "El niño me ha contagiado un resfriado", me dice. Nos vamos a acostar, y a la mañana siguiente se confirma que ha pillado la famosa gripe A. Está aterrorizado. Yo trato de tranquilizarlo: es menos mortal y más rápida que la mayoría de las gripes estacionales. Pero en sus ojos leo que el terror no lo abandona. Por fin, se hunde en la cama, derribado por la fiebre, y por la tarde yo emprendo un largo viaje (caminata, autobús, intercambiador, metro, transbordo, metro, despiste, caminata) hacia Madrid. El lugar de la cita es ya casi un viejo amigo: el Café Comercial.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Viaje hacia el mar

El barco avanza o retrocede, pero el agua
sigue fluyendo.

Hasta en nuestras menores decisiones hay
una vida ganada
y una vida perdida.

martes, 20 de octubre de 2009

El buscador

Al principio es de noche, y no sabe lo que está buscando. Sólo sabe que la noche es oscura, y un autobús o un barco, con él dentro, se abre camino a través de un océano de sombras. Ve pasar a ambos lados luces rápidas, que a veces tienen significados. Y se siente flotar. Es un viaje real, pero para él es como la ruta misteriosa de un submarino que lo conduce a través de su vida. En qué dirección, no está seguro. A su alrededor, los objetos de la noche desolada flotan, o quizá es él quien se deja mecer en una suave neblina confortante. Ahora comprende.

Sus manos recuerdan unos pechos de mujer. Eso era. A través del aire frío de la madrugada ha comprendido. Su vida ha sido generosa en meandros, y él ha creído siempre llevar en sus bolsillos un talismán o brújula. Brújula o veleta, a favor o en contra del viento, haciendo crujir guijarros o doblando esquinas que conducían a otros senderos, puentes, callejones sin salida de los que había que retornar siempre aliviado, siempre insatisfecho. Ha volado millas acumuladas que conectaban continentes, ha navegado, desgastado neumáticos que hendían cordilleras y bordeado lagos y acantilados, ha saltado tapias imaginarias huyendo de jaurías obsesivas como tambores en la selva, ha desafiado espantapájaros que él creía totems temibles, como si las ruinas de Selinunte nunca hubieran sido desencajadas por un terremoto. Se ha internado en selvas, ciudades y poblados, avenidas majestuosas y barrios rotos y deslavados. Y hasta se ha asomado a ventanas desconocidas creyendo percibir vestigios de una tibieza siempre vedada.

Tantas maletas hechas y deshechas y rehechas y redeshechas y cepillos de dientes y bufandas y cremalleras y formularios de aduana. Tantos parkings de hotel y cartas de restaurante y camas y amaneceres y conversaciones en lenguas diferentes. Tantas olas embestidas en busca de qué.

Y esa noche, en los comienzos de la madrugada, mira el cielo inmenso, sin luna, y casi sin pensarlo sus dedos escriben una simple palabra: "lucecita".

Una lucecita en la noche.

Como aquella que iluminaba su habitación de niño para ahuyentar los fantasmas y las autopistas y callejones que con los años habrían de venir. Nunca hasta aquella noche entendería completamente que su único significado era aquel contacto de sus manos con unos pechos de mujer. Ha robado migas de amor en grandes almacenes, en tiovivos y minas y valses y portales y moquetas y recodos del camino, pero él siempre les ponía otro nombre. Nunca el suyo verdadero: "lucecita".

Por eso flotaba aquella noche. Estaba triste, pero levitaba suavemente a impulsos del autobús que devoraba madrugada alejándose de la ciudad. En su bolsillo, la brújula estropeada dormía. Reclinó la cabeza sobre el asiento, suspiró, y se dejó envolver por el calor del recuerdo. En el cénit de aquella noche oscura, sus párpados cerrados sintieron mansamente descender sobre ellos la luz de una luna gigante, redonda, llamada 'revelación'.

Era ya tarde. Se envolvió en las sábanas y apagó la luz.

* * * * * * *

domingo, 27 de septiembre de 2009

Yo, mí, me, conmigo

Mi infancia y mi juventud no fueron ninguna bicoca. No sé si es que yo era más sensible que la (maldita) inmensa mayoría, o más inteligente, o si, siendo ambas cosas, me tocó además ser hijo de uno de tantos matrimonios malhadados y aquella camisa de burda tela me venía angustiosamente pequeña. El caso es que hace un rato, releyendo antiguas poesías de mi primera juventud, he encontrado una que me dediqué a mí mismo. Pero no al que yo entonces era, sino al que algún día llegaría a ser en un futuro todavía irrealizado.

Recuerdo nítidamente aquella sensación, mientras escribía, de estar arrojando una botella con un mensaje a las nebulosas aguas del futuro. Yo quería imaginar con todas mis fuerzas que aquel Ricky Mango adulto que aún no era conseguiría finalmente salir de la pesadilla del presente y, un día cualquiera, en una tarde de sobremesa como la de hoy, volvería a leerme a mí mismo y me consolaría del lento y penoso trance de nunca más poder volver a bañarse en el mismo río.

Quizá es que hoy tengo la tarde filosófica. Pero la verdad es que, después de leerme a mí mismo cuarenta años después, he dejado escapar un suspiro de alivio. La vida sigue sin ser una bicoca, pero es tranquilizador saber que Ricky Mango consiguió, mal que bien, escapar de las arenas movedizas y labrarse un presente sin angustias existenciales y sin camisas de fuerza. Y, a lo largo de ese camino, me es ahora grato recordar muchas y muy hermosas aventuras.

Creo, pues, que no hago sino pagarme a mí mismo aquella deuda reproduciendo ahora aquí aquella poesía de náufrago cronológico que por fin ha llegado a su destino. Respira, pues, tranquilo en tu lejano pasado, amigo Ricky Mango: no te equivocabas cuando confiabas en ti mismo.

ALGUN DIA SABRÁS
 
Algún día sabrás, te lo prometo.

Algún día sabrás.
Lo aprenderás viviendo mi futuro,
tus músculos henchidos de presente,
de suavidades lleno.

Podrás quizá olvidarlo todo, todo
lo que con ilusión forjamos juntos,
me irás dejando atrás por el camino.
Te irás quedando solo.

Serás lo que he soñado para ti.
Me miras ya desde adelante, desde
donde has echado a andar, hacia tu mundo...
¡No mires a esta muerte!

Sigue andando: algún día sabrás
y me recordarás con más nostalgia
al ver que estoy aquí, y me voy quedando
cada vez más atrás.

1969
* * * * *

domingo, 20 de septiembre de 2009

Lingüística para tontos IX - Indefinidos otra vez

(Comienzo)

El problema de los indefinidos me intriga desde hace más de veinte años. Hace unos meses expuse en este blog una formalización del artículo indefinido que recogía las dos posibilidades -incompatibles desde el punto de vista de la cuantificación- que asociamos a esta partícula. "Vuela un pájaro" es sinónimo inequívoco de "[En algún lugar] hay un pájaro que vuela", pero "Un pájaro vuela" puede ser también sinónimo de "Los pájaros (como concepto genérico) vuelan", en el mismo sentido en que podríamos decir, por ejemplo, "Un rey no se inclina ante sus súbditos". Sin embargo, la formulación que yo expuse aquí no terminaba de parecerme satisfactoria.

No es que no sea formalmente correcta. Pero no explica por qué el destinatario de la información opta por uno de esos dos significados -y, casi siempre, acierta-. ¿Tendremos que recurrir, como la física en tiempos pretéritos, a un éter hipotético que explique lo que no sabemos explicar de otro modo? A esa desoladora conclusión me conducían todas mis cavilaciones, y de ahí mi insatisfacción permanente.

La otra noche, sin embargo, justo cuando estaba a punto de dormirme, una chispa saltó en mis pensamientos. Debido a mi trabajo, no puedo dedicarle a la lingüística todas las horas que yo quisiera. Y, con los años, he descubierto que tampoco es conveniente. Porque el cerebro (el mío, al menos) necesita tiempo para procesar las ideas, y una parte de ese trabajo no es consciente sino, en gran medida, automática.

Contra mis deseos muchas veces, he llegado a la conclusión de que la mejor forma de abordar los problemas es como sigue. Uno escoge un asunto que le intriga, le da vueltas y vueltas, rebusca todas las conexiones que se le ocurren, y lo deja reposar. En el trasfondo, sin que uno sea realmente consciente de ello, los pensamientos se combinan y se recombinan, sin desdeñar las aportaciones que pueden obtener de la vida cotidiana. Y así sucede a veces que, meses o incluso años después, una mañana al despertar o, como en este caso, una noche antes de quedarse dormido, salta la chispa.

El caso es que unos meses más atrás se me había ocurrido diseñar un parser basado en el formalismo de categorías-ejemplares. La idea no es nueva. De hecho, fue una de las primeras ideas que exploré hace ya más de veinte años, aunque en aquel momento la fruta estaba todavía demasiado verde para ser comestible. Como los lingüistas tontos saben, un parser es un analizador sintáctico. Curiosamente, en la era de la teoría de cuerdas y de la decodificación del genoma, todavía nadie ha dado con un modelo de parser que analice (y, por consiguiente, explique) satisfactoriamente la sintaxis humana. Es más, que yo sepa ni siquiera se ha demostrado matemáticamente la posibilidad o imposibilidad de un tal modelo.

Inmerso como estaba en una mudanza de piso y agobiado por el trabajo, yo me había limitado a escribir en unas cuantas líneas un borrador del parser que quería volver a investigar. A medida que escribía, empecé a intuir que la idea clave era desacoplar el tiempo verbal del verbo. En efecto, las variantes 'comí', 'como', 'comeré' forman una categoría, y esa categoría no puede ser otra que el tiempo verbal (en inglés, tense). Separando esa categoría en forma explícita del verbo, podríamos escribir por ejemplo, en lugar de 'comí', 'habría comido' o 'comeré':

'proceso(comer)' + D

donde el tiempo verbal D denota uno de los ejemplares de la categoría: pasado/presente/futuro/condicional/...

Esta categoría es relativamente abstracta, y remite claramente a una estructura temporal, es decir, unidimensional (la estructura S1), de modo que me pareció más natural adverbializarla. ¿Cómo? Muy sencillo. Dividimos la línea temporal en tres tramos, y expresamos el tiempo verbal como un punto perteneciente a uno de esos tramos. El resultado vendría a ser algo así como:

comí -> proceso(comer) en un punto temporal del pasado

De hecho, ese punto temporal del pasado no sale de la nada, sino que está ligado a otros puntos temporales que ya han sido o serán mencionados en el transcurso de la conversación. Si me acerco a un interlocutor y le espeto sin prolegómenos 'Comí', mi interlocutor tendrá que pensar un tanto para deducir posibles situaciones en que mi afirmación tenga sentido. En otras palabras, tendrá que buscar un contexto en el que mi afirmación encaje en su representación de la realidad.

De manera que el tiempo verbal no se limita a situar el verbo en una época temporal, sino que remite además a un contexto ligado a esa época temporal. El lenguaje humano es una herramienta que utilizamos para construir una representación de la realidad. La aseveración 'comí' implica un 'entonces', y ese entonces está a su vez relacionado con todas las demás cosas que, en mi representación de la realidad, sucedieron en ese entonces.

Una vez descompuesto el verbo en un proceso o evento (expresable por consiguiente en forma sustantival) más una referencia temporal, ¿cómo podemos interpretar expresiones que contienen un sustantivo indefinido como, por ejemplo, 'una rana salta'? En términos sintácticos, la situación sería la siguiente:

una + rana + salto + D

donde D representa, en este caso, el tiempo verbal 'presente'. Ahora bien, a diferencia del pasado o del futuro simples, el tiempo verbal 'presente' no siempre denota el tiempo presente. 'Los pájaros vuelan' son un ejemplo claro de ello. Podemos decir, por ejemplo:

"Salgo de la estación y recorro el paisaje con mi mirada. El cielo está despejado. A mi alrededor, los árboles retoñan y los pájaros vuelan"

o, por el contrario:

"Las ranas saltan, los peces nadan y los pájaros vuelan"

En el primer caso mi descripción está sucediendo en un presente narrativo. No ahora mismo, para lo cual ya tenemos la forma 'los pájaros están volando'. En la medida en que no adscribe la acción a un presente concreto, el tiempo verbal 'presente' es, pues, un concepto indefinido.

En el segundo caso, no nos estamos refiriendo a un presente específico en el que los pájaros vuelen. Estamos afirmando que el concepto X en la expresión "X vuela" tiene como caso particular 'los pájaros'. Incidentalmente, esto explica que aceptemos la expresión como válida pese a que los pájaros con un ala rota o los pájaros de escayola no vuelen: aunque nosotros tendemos a interpretarla como una universalización, "los pájaros vuelan" expresa, en realidad, una particularización.

Llegamos ya al final. Esa interpretación dual del tiempo verbal 'presente' sería precisamente la que decidiría el sentido del artículo indefinido como cuantificador. Cuando decimos "una rana saltó" no tenemos margen para dudar de que lo que saltó era una rana real y de que el salto acaeció en un instante concreto del pasado. Cuando decimos "una rana salta", la partícula 'una' se combina con el tiempo verbal D, se desambigua en primer lugar como cuantificador y, seguidamente, activa una ampliación en la representación semántica del intérprete de la información. Ese 'seguidamente' que acabo de escribir implica la posibilidad de verificar o refutar mi hipótesis experimentalmente.

A primera vista, la solución no parece otra cosa que trasladar el problema del artículo indefinido al tiempo verbal. Pero, como hemos visto unos párrafos más atrás, el tiempo verbal está siempre muy vinculado a un contexto, y es por lo tanto mucho más fácil de desambiguar.

Por supuesto, nos falta aún por formalizar la ambigüedad del tiempo verbal 'presente'. Pero ese tema será el objeto de un nuevo artículo de la didáctica serie 'Lingüística para tontos'.

A vuestra salud, lingüistas tontos, y hasta otro día.

(Continuación)

viernes, 18 de septiembre de 2009

El aeropuerto Charles de Gaulle

Tengo una vaga sensación de culpabilidad cuando reproduzco aquí comentarios que he escrito en otros blogs, pero éste que incluyo ahora me parece suficientemente divertido. El blog de Albert Boadella se está perfilando como un pequeño cenáculo donde un puñado de comentaristas glosan con bastante sentido del humor las anotaciones de Boadella, que, como toda su obra, son a la vez lúcidas y divertidas.

El caso es que anoche leí en ese blog un texto suyo sobre la arquitectura moderna, pero no me sentía muy inspirado y me fui a dar una vuelta por la playa. Esta mañana, al despertar, mi cerebro había procesado por mí toda la información que me vino anoche a la memoria, y he escrito el comentario de un tirón. Helo aquí:

"Hace ya muchos años que los arquitectos no diseñan sus obras con el sensato propósito de que uno encuentre el papel higiénico cuando se apaga el temporizador de la luz del cuarto de baño. Ahora los arquitectos diseñan para salir en los libros de texto.

Nunca olvidaré la primera vez que un avión me depositó en el aeropuerto Charles de Gaulle. Inciso: jamás comprenderé la estructura mental de los franceses, y no digamos ya si además son arquitectos. El laberinto de Teseo era un puzzle de la señorita Pepis comparado con aquel 'satellite' en el que de pronto me encontré circulando como un sonámbulo junto con otras veinte o treinta personas que, como yo, eran incapaces de encontrar la salida.

Los japoneses y yo nos mirábamos consternados mientras dábamos vueltas y vueltas a aquel satélite de Piranesi con nuestras maletas a cuestas, para terminar siempre en el mismo pasillo circular. Menos mal que al malnacido del arquitecto (o a los responsables de la señalización) no se les ocurrió decorar también aquel bodrio con una perrita Laika que, a buen seguro, estaría aun más claustrofóbica que nosotros y nos habría mordido en los tobillos. Años después, cuando vivía ya en Barna, donde mis conocidos de Sarrià y San Gervasio se dividían al 50% en abogados y arquitectos, me enteré de que el fautor del susodicho aeropuerto figuraba en los libros de texto de la Escuela de Arquitectura de aquella ciudad.

Uno de los días más felices de mi vida fue cuando leí en los papeles que una parte considerable del aeropuerto Charles de Gaulle se había derrumbado. Los papeles no lo decían, pero yo estoy seguro de que no fue casual: tuvo que ser un comando de pasajeros extraviados y hambrientos, que arremetió en bloque contra las paredes para, en un último intento suicida, conseguir salir de aquella pesadilla."

lunes, 7 de septiembre de 2009

El hombre del violín tostado

No hace ni siquiera un mes que había escrito sobre Vicente en este blog cuando, por pura casualidad, he encontrado entre mis antiguos relatos un texto que le dediqué hace muchos años. Estaba yo en aquella época muy influido por la poesía surrealista, que practiqué también con entusiasmo durante algún tiempo. Me apasionaban, sobre todo, Vicente Aleixandre (cuando todavía no había recibido el premio Nobel) y Juan Eduardo Cirlot.

Juan Eduardo Cirlot nunca fue tan conocido como Aleixandre. Como descubrí mucho después, su poesía reflejaba en realidad una visión del mundo un tanto cabalística, al mismo tiempo mística y hermética. Pese a lo cual sus poemas son de una belleza deslumbrante.

Ese rasgo esotérico de Cirlot lo descubrí poco después de instalarme en Barcelona, hacia 1991. En algún periódico leí que se pronunciaba una conferencia sobre él, y acudí a ella. Me parece recordar que el tema de la conferencia tenía vagamente algo que ver con el psicoanálisis jungiano. Es decir, con la presencia de lo atávico como una constante en el inconsciente de las personas y como explicación profunda de sus actos.

El psicoanálisis jungiano me ha inspirado siempre repugnancia, al igual que las óperas de Wagner, y quizá por las mismas razones. La idea de que los nibelungos están impresos en mi cerebro como el pecado original me pone bastante nervioso, al igual que ciertos rasgos de la mentalidad alemana. Fui lector de la Odisea a los once años y, pese a haber nacido bajo los grises sirimiris del Cantábrico, la luz del Mediterráneo me ha atraído siempre como un imán hacia el sur de Europa. Y quizá mis genes me empujan más hacia el sur todavía, como relataré algún día en este blog.

El caso es que en el año 1991 yo, recién llegado, no sabía aún que Barcelona estaba ya enferma de autismo. A la entrada del local donde se había convocado la conferencia trabé conversación con una señora que -creo recordar- dijo ser hija de Juan Eduardo Cirlot, y pareció un tanto sorprendida de que yo apareciera por allí. En seguida sospeché que me había metido en una secta.

Es posible que aquello fuera una secta, pero yo tampoco había tenido tiempo de acostumbrarme a esa cordialidad catalana de los primeros contactos, tan duradera como el tiempo que tarda una puerta en cerrarse. El caso es que pasé a la salita donde se pronunciaba la conferencia, y tomé asiento. Aunque el local no era muy grande, estaba completamente lleno. Por fin, dio comienzo la charla. No recuerdo muy bien los detalles, pero sí mi sorpresa cuando, apenas tomó la palabra, el conferenciante preguntó al público si alguno de los presentes no entendía el catalán.

Yo no entendía muy bien el catalán, porque la lengua con la que yo estaba familiarizado era el valenciano coloquial, bastante diferente de aquel neocatalán jungiano que los nacionalistas estaban reinventando. Y, desde luego, me habría resultado mucho más cómodo oír la conferencia en español. No obstante, ante el silencio general de los presentes, no me atreví a hacer ninguna observación, y la charla comenzó en catalán. Si el tema hubiera sido interesante, posiblemente habría hecho un esfuerzo por seguir el hilo del orador, pero en seguida comprendí que aquello no me interesaba nada y, después de unos minutos de cortesía, abandoné el lugar.

Años después, cuando comprendí que Cataluña estaba embarcada en un proceso grave de autismo colectivo, me pregunté si debí haber levantado la mano aquel día para manifestar que yo no entendía el catalán. Pero eso es más fácil de pensar que de hacer. Porque cuando uno está recién llegado a un lugar y a su alrededor el mensaje implícito que percibe es 'tú no eres de aquí', levantar la mano para pedir que todos nos entendamos es enfrentarse a la sociedad.

Ése ha sido el mecanismo del que se han valido los nacionalistas para conseguir que la mitad de la población de Barcelona comulgue con las ruedas de molino del catalanismo stalinista. Los padres que provenían de otras regiones de España, que al igual que yo percibieron el mensaje, prefirieron no enfrentar a sus hijos a la ola totalitaria, y poco a poco la 'normalidad' se fue imponiendo.

Así cuenta Bertolt Brecht que sucedió con el nazismo. Sólo unos años después de su aparición como fenómeno de masas, millones de judíos eran hacinados en trenes de ganado y conducidos al mayor abismo de muerte y degradación que la especie humana recuerda. El nazismo no fue una llamarada, sino una lenta infiltración. Y el individuo haría bien en estar siempre atento a las señales de la masa. Porque las masas no razonan y, si uno no ha nacido para ser Viriato, lo menos doloroso, a la larga, es exiliarse.

Yo vivo en España porque hasta hace poco mi trabajo me obligaba a vivir en Europa, y porque el Mediterráneo, machacado y arrasado hasta la agonía con insensibilidad de hordas bárbaras, sigue ejerciendo sobre mí la fascinación de la Odisea, pero España es un lugar espantoso para vivir. España es un lugar ruidoso, provinciano e irracional estructurado en tribus. Yo detesto el ruido y el football, amo la ciencia, y me siento ciudadano del mundo. ¿Qué pinto yo aquí?

Como esta pregunta de momento no tiene respuesta, me limitaré a reproducir a continuación el texto que dediqué a Vicente en mi época surrealista, cuyo título encabeza esta anotación:

El hombre del violín tostado

Siempre lo encontraréis barajando los días en su sopera de color caoba. Apenas hará falta preguntarle el color de los ríos. Os mirará un insante cejijunto, y luego de sopetón os herirá con sus dardos emponzoñados de esmeralda.

El color de las grietas en su frente es siempre azul. Al abrir la tapadera que comunica con las montañas, un alud de burbujas, párpados, cerezas y bemoles podría sepultaros.

Pero no todo en él es caótico. Por ejemplo, el pulso de las iguanas que trepan hasta el azul tostado de sus ojos.

Por ejemplo, el descaro tímido que reúne canicas a la sombra del limonero verde.

Por ejemplo, el violín herrumbroso de la playa.

El secreto de su cinco de oros está en las muelas del mar. Mar salino, mar claro, que todo lo tritura bajo el sol de los ojos de fuego.

Aunque él no sea rubio, sino ceñudo, poderoso como brazo de calamar, sereno como el silbido de las caracolas. Él se limita a pasear los atardeceres tibios, la agonía de las violetas, el rumor de los vasos de vino.

Curtiendo sabio las palabras color de boina, encendiendo unas monedas en el fuerte amarillo de la siesta, apagando una canción en la melancolía de la madera.

Encendiendo otra música entre los dientes de la naranja.

Apagando el sonido rural de las gaviotas.

Es el hombre que camina con su violín tostado de café con leche. El que hiere al sol con sólo colgarse de la luna, ignorando el sabor lejano de las resacas pero ávido de las cabelleras de fuego y de las cabalgadas de piel negra reluciendo en la noche.

Es su corcel el farolero de los ríos ciegos. Si necesitas aprisa una rosa enfurecida, haz un rápido molinete con tu sota de vientos bajo su sombrilla multicolor.

Febrero, 1975
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sábado, 5 de septiembre de 2009

El urinario de Marcel Duchamp

Las rebeliones son probablemente tan antiguas como el despertar de la conciencia. Las hormigas o las abejas, o se adaptan a su entorno o mueren. Los peces, o nadan armónicamente en grupo o se dispersan, y los pájaros que no desean volar con la bandada se quedan en su rama. La selva no es uno de los lugares que más frecuento, pero jamás he visto en un documental un antílope echando la zancadilla a otro, y nunca he tenido noticia de que una oveja mordiese al perro del pastor que la apacienta. Precisamente por eso la novela Animal Farm puede ser una metáfora: la rebelión es un comportamiento reservado a los seres humanos.

No he dicho que no haya agresividad en los animales. Dos machos pueden pelear hasta la muerte por una hembra, por un bocado de comida o por un territorio, pero nunca para cambiar el status quo. Probablemente tenemos que ascender hasta los primates para encontrarnos con situaciones claras de lucha por el poder. El macho dominante no es sólo el que disfruta de todas las hembras; también establece normas sociales. Y el triunfo frente a él implica la potestad de marcar normas de conducta.

Este esquema se sofisticó considerablemente cuando aparecieron los seres humanos. Desde antiguo, reyes y emperadores han sido envenenados, traicionados, ahogados, apuñalados en la cama o manipulados con el señuelo del sexo o la codicia para arrebatarles el poder. Es la historia de la Humanidad. Ocasionalmente, los marineros de un barco o los presos de una cárcel se han amotinado, pero sus móviles solían ser puramente materialistas. Si un esclavo se rebelaba era para recobrar la libertad, nunca para cambiar la decoración de la galera o para propugnar un cambio de paradigma en el sector del cultivo algodonero.

No se sabe muy bien de quién o de qué era esclavo Marcel Duchamp cuando, en 1917, puso en marcha la toma de poder más importante del siglo XX. Cierto día de ese año, apenas dos años después de llegar a Nueva York, Duchamp se presentó en la fábrica "J. L. Mott Iron Works", en el 118 de la Quinta Avenida, y compró un urinario para hombres. Una vez en su taller, colocó el urinario en posición invertida, firmó en uno de sus bordes con el pseudónimo "R. Mutt", y lo presentó a una exposición de la Society of Independent Artists con el título ‘Fuente’.

La obra fue rechazada, pero el proceso que él puso en marcha era imparable. A partir de aquel día, el centro de la obra de arte no sería ya la obra propiamente dicha, sino… el Artista, que desde ese momento quedaba autorizado a hacer lo que le viniese en gana para llamar la atención. La era de los medios de comunicación había comenzado.

El artista acababa de convertirse en un niño mimado de la sociedad y, como todos los niños mimados, tenía venia para perpetrar las gamberradas más contumaces, que arrancarían invariablemente una sonrisa de comprensión de los espectadores. Porque, desde Marcel Duchamp, el mundo no sería ya nunca más un conjunto de ciudadanos, sino una masa de espectadores. El proceso tardaría todavía varios decenios en consolidarse, pero su desenlace era inexorable: con la llegada del cine y de la televisión, los artistas y los ‘intelectuales’ terminarían arrancando a la Iglesia y al Estado una parcela nada pequeña del poder.

La nueva vía hacia el poder se llenó rápidamente de transeúntes. En los lienzos de los cuadros empezaron a aparecer trozos de vidrio, alpargatas, tornillos, insectos, detritus, serrín, trozos de periódico o mondas de patata. Los nuevos ‘artistas’ se lanzaron con entusiasmo a explorar el simbolismo del cuadro vacío, los sutiles matices del negro absoluto, la textura del excremento de vaca o las fotografías de Marilyn Monroe, hasta el punto de que en un museo contemporáneo uno puede confundir a veces la caja del extintor de incendios con una pieza más de la exposición que está visitando (a mí me ha sucedido).

¿Cuáles de todas esas maravillas son arte, y cuáles no lo son? Para decidir la respuesta a esta pregunta, la definición de la palabra ‘arte’ deberá ir tan lejos que abarque prácticamente cualquier cosa… con una única condición: que el autor sea "un Artista". En mi opinión, esta nueva visión del arte como Gran Bazar confunde dos conceptos que siempre han estado presentes en la historia del arte, aunque hasta Marcel Duchamp eran todavía distinguibles: el arte y la decoración.

Del mismo modo que la cultura ha quedado fagocitada por el ocio (que es mucho más vendible), el arte ha terminado siendo un inerme Jonás engullido por la ballena de lo ornamental. Una vieja camiseta litografiada en la pared puede dar mucho prestigio si quien firma al pie de la obra es aquel pintor tan famoso que entrevistan los periódicos en su suplemento dominical. Y, si uno se hace a la idea y le pone enfrente un jarrón apropiado, hasta queda elegante. Pero, para mí, ésa no es la pregunta.

La pregunta que yo me hago para decidir si una obra es o no arte es: ¿qué me dice esta obra de mí mismo? No es narcisismo. La única posibilidad de que alguien que no me conoce consiga decir algo sobre mí es que esté hablando de la condición humana. Que esté expresando algo universal, algo que a todos sea capaz de tocarnos, de conmovernos, de hacernos pensar.

Y, aplicando ese filtro, el porcentaje de obras de ‘arte’ que pasan la prueba hoy sigue siendo probablemente tan escaso como en tiempos de Leonardo da Vinci.

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domingo, 23 de agosto de 2009

Reductos de libertad

Oí en la radio anoche que el Gobierno mexicano ha despenalizado la posesión de 'drogas' en pequeñas cantidades. Es un pequeño paso en la buena dirección, por la que todos los países, tarde o temprano, tendrán que transitar. Sólo un prejuicio largamente arraigado, fomentado desde el poder, está impidiendo desde hace muchos años que la marihuana, la cocaína o la heroína estén en pie de igualdad legal con el Prozac, el alcohol o la ropa interior.

He dicho ropa interior, sí. Es cierto que la ropa interior no altera la conciencia, pero la heroína tampoco. Ambas reportan bienestar físico, y ambas producen síndrome de abstinencia cuando su consumidor deja de usarlas. La ropa interior es una droga cultural, es decir, artificial. Los opiáceos, en cambio, utilizan en nuestro sistema nervioso los mismos receptores que una sustancia segregada por nuestro propio organismo: la endorfina. ¿Estamos enamorados? ¿Nos acaba de tocar la lotería? ¿Hace un día radiante y estamos de vacaciones? Sin que nosotros seamos conscientes, la endorfina está afluyendo a las sinapsis de nuestras neuronas y haciéndonos sentir 'felices'.

También es cierto que la droga mata. Igual que la aspirina, el whisky o el agua. Todo depende de la dosis. Inyecte usted una dosis suficiente de heroína en sus venas, y sus pulmones dejarán de respirar. Beba usted una cantidad suficiente de agua, y el desequilibrio entre los iones sodio y potasio reventará la membrana de sus células. Desde luego, el mundo es muy grande, y siempre habrá algún idiota que se beba en una fiesta veinticinco cubalibres seguidos, o algún suicida que ingiera de una sola vez un frasco de benzodiazepinas. Por cierto, también los automóviles matan, y mucho, y no por eso los han prohibido.

Aunque en estos primeros años del siglo XXI el mundo camina hacia el totalitarismo paternalista, todavía quedan algunos nichos de libertad, reservados a unos pocos. A los paracaidistas, por ejemplo, nadie los obliga a lanzarse al vacío con un colchón en el trasero, igual que nadie prohibe a ningún alpinista abordar la variante polaca del Aconcagua. Todo lo más, se les requerirá que hayan cumplido la mayoría de edad. El resto, es decir, la formación y la información aconsejables para emprender una práctica de riesgo, se deja a su propia responsabilidad.

Y lo es. Sólo yo puedo ser responsable de unos actos que a nadie pueden dañar más que a mí mismo. Es comprensible que haya normas de circulación en carretera, porque un accidente automovilístico puede poner en peligro la vida de otras personas, pero ¿a quién perjudico si decido superar el récord de inmersión libre o de hamburguesas ingeridas por minuto, si me sumo a un ritual de hongos alucinógenos en la Sierra Mazateca o si persevero en una dieta rica en colesterol?

En Occidente, la explosión del consumo de drogas se produjo en los años 70. Hasta entonces, las 'drogas' eran habituales en determinados núcleos sociales, generalmente reducidos. Había ex-legionarios que fumaban su kif apaciblemente en pequeños bares del centro de Madrid. En Andalucía, algunos campesinos daban a sus niños infusiones de adormidera antes de acostarlos, y la recolección del cáñamo para hacer alpargatas era una tarea particularmente gozosa que formaba parte del ciclo de vida agrícola, del mismo modo que la vendimia. Y más de un médico se administraba regularmente láudano, sin que se tenga noticia de que ello afectase a su competencia profesional.

Al igual que el café o la tila, todas esas sustancias estaban integradas en la vida de sus consumidores, que conocían sus límites. En los años 70, como sucedió en los años 20 con el alcohol en Estados Unidos, todo se enturbió. La prohibición y, consiguientemente, la falta de información, estimuló a los más jóvenes al consumo indiscriminado, creó un siniestro mercado negro, encareció exorbitantemente el producto y, lo peor de todo, dio origen a la adulteración.

Porque, en la mayoría de los casos, lo que de verdad mata no es la droga, sino las sustancias con que los traficantes la adulteran. Alheña, Avecrem, estricnina, glucosa y hasta polvos de talco son algunos de los aditivos con que los vendedores sin escrúpulos 'inflan' la sustancia vendida para multiplicar sus ganancias. Un amigo médico que estaba haciendo un estudio sobre el consumo de cocaína en Suiza me dijo que, de todas las muestras de 'perico' que habían comprado en la calle, la más pura contenía tan sólo un 2% de cocaína.

Acostumbrado a cantidades así, el yonqui que un día tiene la mala suerte de comprar una papelina al 98% se inyectará, sin saberlo, una dosis 50 veces mayor de lo que su organismo solía recibir. Si la heroína se vendiera en las farmacias con receta, del mismo modo que el diazepam o los narcolépticos, el consumidor podría conocer exactamente el precio, la calidad y la cantidad de lo que está tomando, el prospecto le informaría de las contraindicaciones y efectos secundarios, y... lo mejor de todo: los grandes cárteles de la droga tendrían que dejar las armas y pagar impuestos.

Esa misma falta de información impide a la población -especialmente a los jóvenes- saber de antemano cuáles son los efectos de las 'drogas'. Posiblemente esa información no sea disuasoria, del mismo modo que el vergonzoso espectáculo (legal) de una borrachera no evita unos cuantos millones anuales de muertes por cirrosis y por accidentes de tráfico. Pero tal vez podría ayudar a alguien a beneficiarse de manera responsable de los efectos positivos de algunas sustancias.

Que no siempre son gratuitos. Buena parte de la publicidad de prensa y televisión, por ejemplo, está ideada bajo los efectos de la cocaína aunque, a nivel personal, el precio suele ser un tabique nasal de platino y algún que otro brote de paranoia. Pero el cánnabis es beneficioso para muchos pacientes que reciben quimioterapia o padecen el síndrome de Tourette y, aunque pocos lo saben, es incluso un buen antibiótico por vía tópica. Es más, la lucidez mental y sensorial que el cánnabis proporciona a quienes lo consumen -en dosis que no lleguen al extremo de alterar la conciencia- es, según los propios usuarios, muy enriquecedora.

Hace dos o tres años pasé unos días en Amsterdam coincidiendo con la celebración de un campeonato europeo de football. A ambos lados del canal Oudezijds Voorburgwal, casi frente por frente, podían verse las terrazas de dos bares. En una de ellas los clientes, borrachos, gregariamente vestidos con las mismas camisetas, gritaban salvajemente, ensuciaban el suelo y desprendían un cierto aire de milicia nazi. Frente a ellos, en el coffee shop de la orilla opuesta, clientes de las edades y países más diversos fumaban sus porros sin prisa y charlaban amistosamente, incluso entre desconocidos.

Eran dos filosofías contrapuestas de la vida. El lector inteligente sabrá deducir con cuál de las dos simpatiza Ricky Mango.

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sábado, 15 de agosto de 2009

Amistad, amor

El otro día llevé por fin a enmarcar un cuadro que le compré tiempo atrás a mi antigua amiga Irene, pintado por ella. Ha sobrevivido ya a tres mudanzas, y hacía tiempo que andaba de acá para allá, sin un marco que me permitiera colgarlo en una pared. Pocos días antes, el día de mi cumpleaños, me había llegado un SMS de mi antigua amiga Tere, sugiriéndome una reconciliación. En agosto la gente suele estar de vacaciones y, de todos modos, yo ya no tengo cerca amigos con quienes festejar mi cumpleaños, de modo que este año lo celebré regalándome un piano y tomándome una copita de Baileys al final de la comida. Mientras acariciaba las teclas de mi nuevo piano, o tal vez mientras paladeaba el cremoso licor en la penumbra de la sobremesa, me vinieron sin querer a la memoria otros 7 de agosto no muy lejanos: los que solía celebrar en Archena con Vicente y su familia.
A diferencia de Tere o de Irene, Vicente no me ha llamado ni escrito pidiéndome una reconciliación. De hecho, formalmente ni siquiera ha habido una ruptura. Simplemente, yo estaba cansado de ser siempre el que tomaba la iniciativa de llamar o acudir de visita, y un día decidí esperar. De esto hace ya cuatro años y, de todas las ausencias que se han abierto en mi vida desde septiembre de 2001, ésta es la que más me duele.

Naturalmente, yo sospechaba ya algo cuando decidí sentarme a esperar una llamada de Vicente. Mis sospechas apuntan en varias direcciones, pero bien podría haber otras: la etiqueta, la impuntualidad o el olor de pies. Vaya usted a saber.

¿Vaya usted a saber? Desde luego, todos tenemos nuestras manías y nuestras peculiaridades, pero para romper una verdadera amistad tendrían que mediar razones de peso. Ahora bien, ¿cómo pesarlas?

En eso pensaba yo el otro día mientras mis dedos estrenaban el nuevo piano bajo una partitura de uno de mis temas de jazz más queridos: Round Midnight, del inimitable Thelonius Monk. Vicente no llegó a entrar en la Universidad porque eran muchos hermanos, y en casa empezaba a echarse en falta un segundo sueldo. El era el mayor de todos, y su padre le consiguió trabajo en un banco. Unos cuantos años después, cuando tenía ya asegurados un puesto de trabajo y un sueldo que para mí en aquellos tiempos era exorbitante, Vicente decidió dejar el banco, comprarse un piano y dedicarse a la música. Para mí, aquella decisión lo convirtió en un ídolo. Era el triunfo de la libertad y de la creatividad frente a los convencionalismos y la rutina. Todavía hoy lo idolatraría si lo volviese a hacer.

Vicente fue uno de los pocos faros que realmente han iluminado mi vida. No sólo aprendió a tocar el piano, sino que compró instrumentos para todos sus hermanos y los enseñó a tocar. Él mismo compuso muchas obras originales de música contemporánea, pasó por accesos febriles de dibujante y pintor, e incluso escribió unos cuentos deliciosos para su hermana pequeña. Aunque sus gustos tendían, un poco empecinadamente, al lado rústico de la vida (siempre prefirió un buen pan y un vaso de vino a un vernissage), todo lo que él creaba traslucía una sensibilidad exquisita. Mientras escribo esto estoy mirando dos cuadros suyos que tengo colgados frente a mi sofá.

No sé qué es lo que él apreciaba de mí. Quizá ese asomo de infantilidad perpetua que me caracteriza, o mi sentido del humor entre irónico y surrealista, o mi curiosidad insaciable, o esa especie de confusión mental de la que se nutre mi creatividad. En una breve ocasión competimos por una misma chica y uno de los dos ganó, pero ello no nos enfrentó. Nunca tuvimos ni el más minimo roce y, al menos en mi corazón, él fue siempre como un hermano. Debía de ser recíproco, porque un día, hace ya años, reunió todos sus dibujos en dos gruesos blocs y me los envió por correo. Yo era -así lo interpreté- la persona más idónea para hacerse cargo de aquel legado. Que, por cierto, tarde o temprano me propongo publicar en la Web.

Como músico que vive de la música al margen de los Conservatorios, Vicente pasó más épocas malas que buenas. Su timidez con las chicas y su sensibilidad, imperceptible pero enorme, lo condujeron a un matrimonio malhadado y, cuando éste se rompió, a unos cuantos años amargos. Él, como yo, no soporta la soledad. Finalmente, salió del bache, fundó una familia y estableció su propia escuela de música.

Lo que más me gustaba de él es que carecía de maldad. No estoy seguro de que las consignas de Izquierda Unida hayan fomentado mucho ese lado de su carácter. Es más, tengo la impresión de que si ahora simpatiza con la Secta es porque ha tirado la toalla. Tratándose de él me duele decirlo, pero la izquierda es, entre otras cosas, el gran refugio de los amargados.

Buscando en YouTube, he encontrado dos hermosas versiones de Round Midnight. Una, clásica:

http://www.youtube.com/watch?v=ZX_mwDvcZ2I

Y otra de Wes Montgomery, sensual y sofisticada:

http://www.youtube.com/watch?v=MOm17yw__6U

Mi favorita, sin embargo, es la que interpreta Dexter Gordon en la película del mismo nombre:
Tumbáos a escucharla una noche de verano, a la luz de unas velas, o contemplando allá en lo alto la luna y las estrellas. Es toda una experiencia.

Mientras mis dedos regresaban una y otra vez al acorde de mi bemol menor, comprendí que sí hay una forma de pesar el ancla de la amistad. En la adolescencia tendemos a pensar que un amigo es alguien con quien uno tiene una afinidad especial, alguien que nos entiende mejor que nadie y con quien podemos compartir las ideas y emociones más íntimas. No diré que no, pero sólo con esos ingredientes el ancla no llega al fondo. Hace falta, además, un ingrediente a largo plazo indispensable: estar también cuando haces falta. ¿De qué sirven todas esas afinidades si, cuando más apurado estás, tu amigo se escabulle?
Por eso ahora tengo un concepto distinto de la amistad. En las horas difíciles, he descubierto que mis verdaderos amigos no eran los que yo suponía, sino otros que, siendo mucho más diferentes de mí, han sabido estar de verdad cuando los he necesitado. Eso es lo que yo más valoro en las relaciones humanas. Y, en eso, no pido más de lo que ofrezco.
En ese aspecto, las relaciones amorosas son muy semejantes a la amistad, sólo que con feromonas de por medio. La persona con quien te decides a compartir tu vida no ha de ser sólo aquella de la que te has enamorado, sino también aquella que está dispuesta a convivir y a arrimar el hombro. Antes del Romanticismo, la familia era algo bastante parecido a una empresa. Calisto y Melibea burlaron ese esquema, y fueron castigados. Cuatro siglos después, a los protagonistas de la película El Graduado les sucedía exactamente lo contrario.

Pero esto es en Occidente. En muchos países son todavía los padres quienes deciden el matrimonio de sus hijos. Los padres tienen más experiencia y, por lo tanto, se les supone un mejor criterio. Que yo sepa, nadie ha hecho aún un estudio comparativo de los niveles de éxito y fracaso de esa vieja fórmula respecto de la occidental. A la vista de cómo está la institución familiar en este lado del mundo, ¿puedo apostar a que el índice de fracasos no será superior al de nuestros matrimonios, tan vehementemente libres y "románticos"?

En realidad, tanto da. Porque un solo fracaso entre un millón bastaría para amargarte la existencia si te toca a ti. La vida es como un barco, y nosotros no podemos apartar o deshacer las tempestades a nuestro antojo. Es duro a veces, sí, pero un buen piloto tiene que saber siempre cambiar de rumbo para ponerse a salvo.


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martes, 4 de agosto de 2009

El nuevo blog de Albert Boadella

Acabo de enterarme del reciente estreno de un blog de Albert Boadella en el sitio web de Els Joglars. Gran noticia, en este Internet español tan necesitado de independencia, de lucidez y de universalismo. Es una delicia leer a este hombre. Le he dejado este comentario:

"Me sumo al entusiasmo manifestado en estos comentarios (con alguna mínima excepción, probablemente subvencionada). En España, Albert Boadella es el único de los ídolos de mi juventud que todavía sigue siéndolo. En el Estado español, no sé, porque nunca he trabajado en la Administración. Tal vez mi idolatría esté condicionada por el hecho de que viví 13 años en Barcelona, de donde tuve que exiliarme en 2004 por razones de salud: la sobreabundancia de falangistas en Cataluña me producía claustrofobia.

Y es que parece como si la historia se repitiese. Los caciques de antaño han pasado de la botica y el ayuntamiento al Parlamento autonómico, los falangistas han sustituido la camisa azul por la bandera regional de turno, y el antiguo catecismo del padre Ripalda ha sido sustituido por la machacona monserga neoizquierdista, más paternalista aún si cabe que los mandamientos de la Santa Madre Iglesia.

Muchas gracias por tu blog, Albert. Lo saborearé con avidez y deleite. Permíteme tan sólo añadir que, aunque yo no soy de los que se duermen durante las cenas, a veces los platos que las componen no están tan bien sazonados como uno desearía. Pero, como dijo Machado (Antonio) y nadie ignora, se hace camino al andar. Es una de las ventajas de tener pies, en lugar de raíces.

Un fuerte abrazo, y a ver si algún día me concedes el placer de entrevistarte otra vez"

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sábado, 25 de julio de 2009

El progreso

El término 'sostenible' empieza a estar de moda. No es un concepto nuevo. Los sórdidos burócratas de las Naciones Unidas llevan ya muchos años manoseando esa palabra que, finalmente, gracias a la avidez insaciable de los medios de comunicación por el alarmismo, empieza a estar en boca de todos.

La izquierda mundial, leninista de nacimiento y por vocación, ha conseguido encaramarse a los hombros de los medios de comunicación para desde allí, lenta pero imparablemente, ir imponiendo su nueva fábula. He escrito fábula, no ideología, porque lo que realmente permite a una ideología arraigar en la sociedad es siempre una fábula. Las religiones están basadas en una colección de viejas fábulas morales. Y Karl Marx escribió sesudas interpretaciones de los procesos económicos, pero lo que realmente caló en las masas fue la fábula del proletario explotado por un malvado empresario.

Como el empresario era malvado, el proletario tenía que ser bueno: la fábula maniquea estaba construida. La dinámica social que esta fábula puso en marcha desembocó en los gulag siberianos y en un modelo de sociedad totalitario, progresivamente oxidado, horadado por una fantástica maraña de agujeros de topo en los que el ciudadano moliente se aprovisionaba del vodka -o del ron- que el Estado no sabía proveer.

Alarmados por el galope imperialista del Gran Hermano soviético, en el otro lado del mundo los cowboys americanos ensillaron sus caballos. Tras una larga carrera, la herrumbrosa maquinaria kafkiana no pudo con aquellos herederos del Far West, que habían sido amamantados con desafíos, y un buen día, para sorpresa de todos, el Muro de Berlín se desmoronó. La orfandad de la izquierda mundial fue demoledora, sobre todo para las generaciones más viejas, pero impulsó también un cambio generacional.

Había que reconstruir la fábula. No era tarea fácil, ahora que la globalización permitía, por fin, a los países pobres ganarse el pan con el sudor de su frente vendiendo sus productos a los países ricos. Que hasta entonces, pese a la palabreria hueca de izquierdas y derechas, se habían negado a ello. En todo el mundo, las clases medias empezaron a crecer. Los sindicatos se fueron olvidando de la revolución y burocratizando, y el control ideológico de la izquierda pasó... a manos de los ricos.

Desde la retaguardia de las clases altas, la fábula se fue configurando como un modelo estético. Para ser de izquierdas ya no era necesario acudir a un mítin obrero, donde olía a sobaco y los camaradas decían palabrotas. Además, los obreros empezaban ya a frecuentar (a crédito) los mismos hoteles que los ricos. De lo que se trataba ahora, pues, era de prohibir los alimentos transgénicos y salvar las ballenas.

Acorde con los nuevos tiempos, la nueva fábula de hoy es audiovisual (la estética obliga). Y los medios de comunicación han encontrado en ella un recurso providencial para compensar su falta de ideas. Ser ecuánime ya no da dinero. Ahora lo que vende es cargar las tintas aquí y allá, ahorrarse el esfuerzo de ser objetivo, e incluso, cuando uno carece suficientemente de ética profesional, crear uno mismo la noticia.

Hoy mismo, sin ir más lejos, han declarado alarma naranja en varias regiones de España por el calor. Parece ser que en unos cuantos parajes la temperatura va a subir de 40º. Cuando yo era niño, temperaturas así eran simplemente una noticia de rutina. No había aire acondicionado, la población se aliviaba con botijos, y sólo los ricos se iban de vacaciones. Ahora, es noticia porque es parte de la fábula. Que es de lo que viven los medios de comunicación.

Entre tanto la izquierda se adapta a la nueva terminología, subsisten algunas contradicciones. La izquierda preconiza el 'progreso', pero se opone a que los países pobres se alimenten cultivando especies transgénicas o se desarrollen emitiendo CO2. Denosta a los 'conservadores', pero es reacia al 'cambio' del clima y defiende la 'conservación' de la naturaleza. Promueve la ayuda a los países pobres, pero no mueve un dedo contra los dictadores que se la embolsan. Y cuando defiende la igualdad de la mujer, lo que en realidad está proponiendo es que las mujeres imiten el modelo de los hombres.

Pero las palabras de la izquierda hay que interpretarlas en el contexto de la Fábula. Y es en ese contexto en el que la izquierda empieza a hablar ahora de desarrollo, agricultura, pesca, economía, etc... 'sostenible'.

No todos se paran a pensar en ello, pero es un concepto peligroso. A falta de definiciones precisas, presumiré que 'sostenible' significa 'que no crece de manera que agote los recursos'. En ecología (la ciencia, no la fábula), la sostenibilidad se establece gracias a los ciclos tróficos. Para que una especie no agote los recursos que la alimentan, tiene que haber otra especie que se alimente de ella. Como nadie está dispuesto a sacar a sus hijos a la ventana para que se los coman los buitres, está claro que en el caso de los seres humanos habrá que encontrar otra solución.

Pero, si los recursos de nuestro planeta son finitos, no hay ninguna solución imaginable que no pase por limitar el crecimiento de la población. (Excepto, quizá, en algún futuro lejano, deportar a un gulag de Marte a los enemigos del progresismo, si es que aún quedan.) Aunque muchos lo han olvidado, hace ya bastantes años que Malthus observó que la población mundial no podía seguir creciendo más aprisa que sus recursos.

No es imposible que la población mundial llegue a estabilizarse dentro de 20 o 30 años en unos 12000 o 15000 millones de habitantes (que ya son habitantes). Pero, para ello, el número de ancianos tendrá que crecer durante varios decenios mucho más aprisa que el de jóvenes. Lo cual, si no queremos renunciar a nuesto nivel de vida actual, es... insostenible. Peor todavía: los 'avances' de la investigación genética podrían dar próximamente con la clave de la inmortalidad o, al menos, prolongar sustancialmente la longevidad de la especie humana. Si esto llegase a suceder, sería catastrófico.

No sé qué será de la izquierda dentro de cincuenta años. Ni lo veré ni, realmente, me interesa demasiado. Estoy seguro de que la Fábula se resistirá a morir, pero ¿qué máscara tendrá que ponerse para hacer frente al Gran Colapso que inevitablemente terminará sobreviniendo? No tengo ni idea, pero de una cosa estoy seguro: no será muy estética.

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domingo, 28 de junio de 2009

Unos cuantos desahogos

Michael Jackson
Un orangután neurótico que, seguramente por falta de lianas, durante treinta años atronó bares, cráneos vacíos y escenarios del mundo cantando siempre la misma canción. Me gustaría felicitarlo por su defunción, pero resulta que se ha muerto.

Nacionalistas regionales
Son los nuevos falangistas. La prueba definitiva de que el franquismo aún vive. Camisas azules, personajillos de tres al cuarto que gracias a un puñado de consignas peronistas han acariciado, poseído, fornicado e incluso sodomizado el poder (y a quienes no somos peronistas). ¡Arriba escuadras, a vencer, que en la Cueva empieza a amanecer!

Nacionalidades
Toda la mundialidad sabe que la conceptualidad de nacionalidad es una conceptualidad discutida y discutible. Por eso yo me pregunto: Si uno no tiene la obligación de amar a la mujer o al hombre que sus mayores le han asignado como cónyuge, ¿por qué, en cambio, tenemos todos que amar el maldito terruño de nuestros ancestros en lugar de encariñarnos, por poner un ejemplo, con Curaçao o Hong Kong? En mi opinialidad, esto de la nacionalidad es una horteralidad.

Papel de fumar
El nuevo presidente del Cacicazgo Gallego ha hecho una encuesta entre los padres de niños en edad escolar para saber en qué idioma quieren que estudien sus hijos. ¿La próxima será una encuesta para saber el tipo de peinado que los padres desean para sus retoños? ¿O bastará con el sentido común para saber que no todo el mundo tiene por qué querer peinarse con la raya en medio?

Igualdad
Hasta tiene un ministerio, oiga. Ni siquiera a Hitler se le había ocurrido. Pero en ningún momento se nos aclara de qué tipo de igualdad se trata. ¿Todos y todas con el mismo uniforme, como en tiempos de Mao Tsetung? ¿Se unificarán también por ley los urinarios públicos o el número de orgasmos? ¿Deberán alternarse los maridos con sus esposas para parir un hijo cada uno? ¿Todos sin sujetador y maquillados, o todos con sujetador y sin maquillar?

Lo siento, maese Zapatero, pero esto de "igualdad" a secas suena demasiado a "todos borreguitos", "todos fascistas", "todos comunistas"... o "todos muertos". Podría haberse ahorrado usted muchas lucubraciones ajenas añadiendo simplemente "... de oportunidades".

Y cumpliéndolo.

Irán
Es un país cuyos habitantes nadie sabe a dónde irán. También Chamberlain y otros fingian no saber a dónde irían las SS. Y, mira tú por dónde, unos cuantos meses después les entraron en París.

Los presos de Guantánamo
Son mucho más famosos que los de La Habana. Pero, simplemente, porque salen por la tele.

El tuteo
Otro síntoma más del nuevo comunismo sociológico que nos invade. Les pondré a ustedes un ejemplo (verídico):

Acudes a la consulta del traumatólogo. La recepcionista, atareada detrás de su mostrador, no te saluda. Ni siquiera levanta la vista para mirarte. Extiende una mano y, sin apartar la mirada de su sudoku, espeta secamente "La tarjeta". Notas cómo un humo empieza a salir por tus orejas. Le entregas la tarjeta. Ella la pasa por la maquinita, la vuelve a dejar en el mostrador y, sin mirarte todavía a la cara, rebuzna rutinariamente "¿Te sientas un poquito?" Sientes cómo se te hincha la vena del cuello. Pero te aguantas las ganas de armar la marimorena, y te sientas allá al fondo de una sala muy grande.

Cuando se entera de que te ha llegado el turno, la recepcionista, sin moverse siquiera de su mostrador, grita a voz en cuello: "¡José Manueeeel!" Ese eres tú. "Puerta B", añade. Entonces tú debes levantarte obedientemente y entrar a la consulta.

El médico estará allí sentado, ocupado en sus cosas. No te invitará a sentarte, ni a cerrar la puerta. Durante un rato, no te saludará ni te mirará a la cara. Por fin, cuando levante la vista, lo más probable es que diga únicamente "Hola". Y a continuación: "A ver. Qué te pasa, José Manuel".

O a lo peor es que yo me había equivocado, y estaba en la consulta del veterinario.

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domingo, 10 de mayo de 2009

Los otros dos libros

Los otros dos libros que he leído recientemente son en realidad uno y medio. 'The Age of Fallibility', del famoso magnate George Soros, ofrece una visión del mundo interesante que, sin embargo, no me ha dejado huella. Lo he dejado sin terminar. Dos cosas he retenido de él: está escrito en un estilo magnífico, preciso e inteligente, y me ha sorprendido saber que Soros se declara discípulo de Popper, en cuya filosofía ha sentado las bases de sus teorías. Que, por cierto, le han permitido amasar una fortuna exorbitante.

El otro libro, en cambio, me ha apasionado desde la primera línea. Lo descubrí buscando en Amazon obras de Daniel Everett, el polémico estudioso de la lengua de los pirahá. En casi treinta años de convivencia discontinua con la tribu amazónica de los pirahá, Everett ha llegado a la conclusión de que al menos una lengua hablada por seres humanos no es recursiva. Sus conclusiones, naturalmente, han puesto a la grey chomskyana en pie de guerra.

Pero no sólo ha descubierto eso. Los pirahá son refractarios al concepto de número y al aprendizaje de otras lenguas, no tienen nombres específicos para los colores, no conservan mitos ni recuerdos de sus antepasados y carecen de sentimentos religiosos. Inicialmente, Everett acudió a aquella tribu como misionero de una congregación protestante. Su misión: aprender lo suficiente de su lengua para traducir la Biblia al pirahá.

El título del libro es seductor: "Don't sleep, there are snakes". La selva está plagada de insectos y alimañas, y abandonarse al sueño en una cabaña rodeado de mosquitos, serpientes y arañas venenosas no debe ser cosa apetecible. Sin embargo, no es sólo eso lo que induce a los pirahá a dormir lo menos posible. Los pirahá consideran el sueño como un acto de debilidad y, posiblemente, una pérdida de tiempo. En la selva la vida es dura, y la esperanza de vida, breve. Los pirahá pasan las noches en torno al fuego, bromeando y charlando, y rara vez se permiten el lujo de dormir varias horas seguidas. Por eso, un tanto irónicamente, su forma de decir "hasta luego" es precisamente la frase que da título al libro: "No duermas; hay serpientes".

La formidable dificultad de la lengua pirahá, acentuadamente glotal, carente de oraciones subordinadas y construida con un número exiguo de vocales y consonantes, indujo a Everett a estudiar lingüística y, con el correr de los años, a publicar sus conclusiones en varios artículos científicos. Según Everett, la estructura mental de los pirahá está condicionada por un principio extralingüístico (él lo llama 'cultural'): no procesar mentalmente ninguna afirmación que no provenga de su propia experiencia, o de un interlocutor vivo a quien ellos conozcan personalmente. El carpe diem como forma de conocimiento.

Este principio explicaría que los pirahá no conserven, no ya leyendas, sino ni siquiera recuerdos de sus antepasados. Y, por supuesto, las dificultades insalvables con que Everett se encontró para referirse a un personaje tan remotamente indirecto como Jesucristo.

Con el tiempo, Everett fue olvidándose de la Biblia. El descubrimiento de una filosofía de la vida -y de una organización social- aligerada de los rígidos imperativos morales de su religión lo fue alejando cada vez más de sus orígenes. Los pirahá llevaban una vida dura, y pocos llegaban a viejos, pero eran felices. Finalmente, un día decidió hablar: había perdido la fe.

La decisión, imposible de aplazar por más tiempo, cambió su vida. Su familia, su trabajo y sus fuentes de ingresos estaban inseparablemente unidos a su religión. Desaparecida la fe, había que reconstruirlo todo. Su mujer se divorció de él, y los misioneros le retiraron el subsidio. Everett no era ya un evangelizador que aspiraba a conducir a aquellas criaturas por el camino del bien. Eran los pirahá quienes, sin saberlo, lo habían conducido a él a un territorio inesperado: el reino del dios Pan.

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