domingo, 1 de noviembre de 2009

Cuaderno de viaje - Barcelona, Halloween, 2009

Debería haber escrito Todos los Santos, pero Halloween describe mucho mejor la realidad barcelonesa en este comienzo de otoño de 2009. En la estación de Sants se vive un ritmo frenético: todo el mundo camina rápidamente en alguna dirección. Los antiguos bancos de espera del gran hall, que solían estar colonizados por plácidos jubilados del barrio, han sido sustituidos por hileras de portones automáticos para el acceso de los pasajeros. Parece como si Barcelona quisiera, a toda costa, darse a sí misma la impresión de gran ciudad.

Es un fantasma permanente de los nacionalistas regionales. No sólo Barcelona no puede quedar nunca por debajo de Madrid en nada, sino que tiene que aventajarla en todo, al menos en apariencia. Pero a mí no me engañan. Todos esos delirios de grandeza y de eficacia empresarial encubren en realidad una ciudad subvencionada, provinciana y agobiante, donde los servicios cotidianos funcionan, en algunos casos, peor que en México DF. Al menos, esa fue mi experiencia durante los 13 años que viví aquí.

El taxi se detiene por fin ante el portal. Pago una cantidad exorbitante, y acarreo mis maletas sin ayuda hasta el ascensor. El portero permanece en su garita como si el tiempo no hubiera transcurrido, con la misma cara de bulldog en su batín azul, inescrutable como la momia de Tutankhamon. Tampoco esta vez nos saludamos. Introduzco mis maletas en el ascensor, y me dejo llevar lentamente hasta el ático.



Recojo las llaves de debajo del felpudo, y abro. Cristina estará fuera este fin de semana, probablemente en el Ampurdán. Sus amigas y ella están revolucionadas últimamente con las noticias publicadas en los medios de comunicación. Su amigo Raimon ha aparecido implicado en un asunto de corrupción, y la cosa pinta mal. Al día siguiente me entero de que han ido a consultar a una bruja, que les ha echado las cartas a todos ellos, incluido Raimon. Las cartas de Raimon han salido todas llenas de rayas rojas, me dicen. "¿En forma de barrotes?", pregunto ácidamente. Naturalmente, nadie se ríe.

Una de las cosas que más me sorprendieron de Barcelona fue que a nadie parecían hacerle gracia los chistes. Incluso se consideraba de mal gusto contarlos. Todavía hoy me pregunto cómo pude aguantar tantos años en aquel mundo de pijos barceloneses. Yo me instalé en Barcelona porque estaba intentando publicar mi primera novela y quería introducirme en el mundo de los escritores. Cuando conocí personalmente a casi todos ellos, mi decepción fue tal que dejé de escribir.

Supongo que puedo contar algunas de aquellas impresiones. Al fin y al cabo, este blog no lo lee prácticamente nadie, y pocos saben quién es en realidad Ricky Mango. Mi primer encuentro social fue en casa de mi entonces agente literaria, con Eduardo Mendoza y Félix de Azúa. Ambos estuvieron conmigo tan distantes como educadamente se podía estar. Félix, altivo como siempre, y Eduardo, a la catalana, es decir, como si yo no existiera. Se notaba a la legua que yo no manejaba los códigos vigentes.

Siempre de la mano de mi agente literaria, frecuenté después una coctelería de San Gervasio llamada Il Giardinetto, vivero de intelectuales alcohólicos de la élite cultural catalana. Durante años, un viernes tras otro, tomé copas allí espalda con espalda con el editor Herralde y sus fieles monaguillos, sin conseguir jamás mantener con ellos una conversación de más de veinte segundos. Además de Jesús Ferrero, Enrique Vilamatas y otros cuyo nombre no recuerdo, se dejaban ver por allí de cuando en cuando altas personalidades de la cultura, como José Luis Giménez Frontín, Oriol Bohigas, Eduardo Mendoza, Fernando Savater o Pedro Almodóvar.

No todos eran alcohólicos. El hard core de los borrachos era el grupo de Herralde. En particular, Enrique Vilamatas, que a la una de la mañana, cuando el grupo abandonaba el Giardinetto, bordeaba ya el delirium tremens. Para ellos, la noche estaba empezando. Nunca entendí de dónde sacaba aquel tipo el tiempo para escribir, aunque para ser un escritor mediocre tampoco hace falta demasiado tiempo entre resaca y resaca.

Esta vez no fui al Giardinetto, pero sí cené en Los Inmortales, otro de los viveros de la élite barcelonesa. Era una cena de compromiso. Para las comidas informales prefiero mil veces una escalivada y un pollo a la brasa en Ca'n Punyetes, que también queda muy cerca de mi antiguo domicilio.

Precisamente a Ca'n Punyetes llevé a comer el viernes a mi entrañable amiga Olga y a su cónyuge, Susana. Olga acaba de terminar su última novela, en la que cifra grandes ilusiones. "Es de ciencia-ficción, y no te puedo decir más", me dice. "Ciencia-ficción sin acción", apostilla Susana. Olga está aterrorizada ante la posibilidad de que le copien la novela por Internet, y ha adoptado una batería de precauciones para proteger su original. Me lo dará a leer en cualquier caso, pero no antes de que se sepa si la van a publicar o no.

"Es más", añade. "Creo que de la novela se podría sacar toda una serie, incluso para cine o televisión". La idea me entusiasma. Desde que hice el curso de guión de cine, en Valencia, tengo metido el gusanillo de escribir una película. O, mejor todavía, una serie para televisión con la que demostrar que la calidad no está reñida con la popularidad. Inevitablemente, nos ponemos a hablar de Star Trek. Olga también es fanática de Data, Mister Spock y el Capitán Picard. Yo, además, de Deanna Troi. Coincidimos en que Star Trek ha sido una de las cumbres de la creación artística del siglo XX. Quién sabe. Tal vez algún día podré colaborar en esa hipotética serie de mi amiga Olga.

El sábado por la noche, después de la cena en Los Inmortales, llamo a Ángel. "Estoy en el bar de siempre, al lado de casa", oigo que me dice a gritos en medio de una tremenda algarabía. Caminando a buen paso por la Diagonal, llego al bar en quince minutos. Es la noche de Halloween. Barcelona se ha quitado la careta y se muestra al noctámbulo tal y como realmente es: una ciudad de provincias llena de fantasmones.

Ángel aparece, como siempre, eufórico en medio de aquellos personajes de barrio insignificantes. Entre chanzas y discursos eruditos, su metro ochenta un tanto quijanesco se alza en mitad de todos ellos como el de un marciano misteriosamente aterrizado en el Eixample, sabio y proteico, siempre dispuesto a contar alguna de sus fantásticas aventuras a lo largo y a lo ancho del globo. "Llegué ayer de Bolonia", me dice, "y mañana me voy a Pamplona. El lunes me esperan en Burdeos, pero regreso el miércoles". Le enumero entonces las escalas de mi viaje desde que salí de Las Palmas, y consigo que se sorprenda. Por una vez, le he ganado.

En el bar, el paisanaje festeja un extraño híbrido entre Manhattan y el Forn de la Montse. De cuando en cuando se une al grupo alguien vestido de Drácula o de Spiderman, pero al mismo tiempo circulan de mano en mano puñados de castañas asadas y bandejas de panellets. Da igual el pretexto. El caso es hacer el ganso y quemar la noche del sábado como si el Apocalipsis estuviera anunciado para mañana por la mañana.

Finalmente, me despido calurosamente de Ángel. Son las dos y media de la madrugada. A mi regreso a casa, veo desde el taxi las transversales de la Diagonal hirviendo de gente, con las calzadas invadidas por la zarabanda gótica. Da igual el pretexto. Es un fin de semana más en una ciudad cualquiera del sur de Europa, en vísperas del derrumbamiento del Imperio. Es el fin de una era, y yo no soy más que un simple testigo. Son los historiadores los que escribirán algún día la Historia.

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