Debería haber escrito Todos los Santos, pero Halloween describe mucho mejor la realidad barcelonesa en este comienzo de otoño de 2009. En la estación de Sants se vive un ritmo frenético: todo el mundo camina rápidamente en alguna dirección. Los antiguos bancos de espera del gran hall, que solían estar colonizados por plácidos jubilados del barrio, han sido sustituidos por hileras de portones automáticos para el acceso de los pasajeros. Parece como si Barcelona quisiera, a toda costa, darse a sí misma la impresión de gran ciudad.
Es un fantasma permanente de los nacionalistas regionales. No sólo Barcelona no puede quedar nunca por debajo de Madrid en nada, sino que tiene que aventajarla en todo, al menos en apariencia. Pero a mí no me engañan. Todos esos delirios de grandeza y de eficacia empresarial encubren en realidad una ciudad subvencionada, provinciana y agobiante, donde los servicios cotidianos funcionan, en algunos casos, peor que en México DF. Al menos, esa fue mi experiencia durante los 13 años que viví aquí.
El taxi se detiene por fin ante el portal. Pago una cantidad exorbitante, y acarreo mis maletas sin ayuda hasta el ascensor. El portero permanece en su garita como si el tiempo no hubiera transcurrido, con la misma cara de bulldog en su batín azul, inescrutable como la momia de Tutankhamon. Tampoco esta vez nos saludamos. Introduzco mis maletas en el ascensor, y me dejo llevar lentamente hasta el ático.
Esta vez no fui al Giardinetto, pero sí cené en Los Inmortales, otro de los viveros de la élite barcelonesa. Era una cena de compromiso. Para las comidas informales prefiero mil veces una escalivada y un pollo a la brasa en Ca'n Punyetes, que también queda muy cerca de mi antiguo domicilio.
Precisamente a Ca'n Punyetes llevé a comer el viernes a mi entrañable amiga Olga y a su cónyuge, Susana. Olga acaba de terminar su última novela, en la que cifra grandes ilusiones. "Es de ciencia-ficción, y no te puedo decir más", me dice. "Ciencia-ficción sin acción", apostilla Susana. Olga está aterrorizada ante la posibilidad de que le copien la novela por Internet, y ha adoptado una batería de precauciones para proteger su original. Me lo dará a leer en cualquier caso, pero no antes de que se sepa si la van a publicar o no.
"Es más", añade. "Creo que de la novela se podría sacar toda una serie, incluso para cine o televisión". La idea me entusiasma. Desde que hice el curso de guión de cine, en Valencia, tengo metido el gusanillo de escribir una película. O, mejor todavía, una serie para televisión con la que demostrar que la calidad no está reñida con la popularidad. Inevitablemente, nos ponemos a hablar de Star Trek. Olga también es fanática de Data, Mister Spock y el Capitán Picard. Yo, además, de Deanna Troi. Coincidimos en que Star Trek ha sido una de las cumbres de la creación artística del siglo XX. Quién sabe. Tal vez algún día podré colaborar en esa hipotética serie de mi amiga Olga.
El sábado por la noche, después de la cena en Los Inmortales, llamo a Ángel. "Estoy en el bar de siempre, al lado de casa", oigo que me dice a gritos en medio de una tremenda algarabía. Caminando a buen paso por la Diagonal, llego al bar en quince minutos. Es la noche de Halloween. Barcelona se ha quitado la careta y se muestra al noctámbulo tal y como realmente es: una ciudad de provincias llena de fantasmones.
Ángel aparece, como siempre, eufórico en medio de aquellos personajes de barrio insignificantes. Entre chanzas y discursos eruditos, su metro ochenta un tanto quijanesco se alza en mitad de todos ellos como el de un marciano misteriosamente aterrizado en el Eixample, sabio y proteico, siempre dispuesto a contar alguna de sus fantásticas aventuras a lo largo y a lo ancho del globo. "Llegué ayer de Bolonia", me dice, "y mañana me voy a Pamplona. El lunes me esperan en Burdeos, pero regreso el miércoles". Le enumero entonces las escalas de mi viaje desde que salí de Las Palmas, y consigo que se sorprenda. Por una vez, le he ganado.
En el bar, el paisanaje festeja un extraño híbrido entre Manhattan y el Forn de la Montse. De cuando en cuando se une al grupo alguien vestido de Drácula o de Spiderman, pero al mismo tiempo circulan de mano en mano puñados de castañas asadas y bandejas de panellets. Da igual el pretexto. El caso es hacer el ganso y quemar la noche del sábado como si el Apocalipsis estuviera anunciado para mañana por la mañana.
Finalmente, me despido calurosamente de Ángel. Son las dos y media de la madrugada. A mi regreso a casa, veo desde el taxi las transversales de la Diagonal hirviendo de gente, con las calzadas invadidas por la zarabanda gótica. Da igual el pretexto. Es un fin de semana más en una ciudad cualquiera del sur de Europa, en vísperas del derrumbamiento del Imperio. Es el fin de una era, y yo no soy más que un simple testigo. Son los historiadores los que escribirán algún día la Historia.
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