martes, 27 de octubre de 2009

Cuaderno de viaje - Valencia, octubre de 2009

El post número 100 de este blog me pilla en Valencia. El viaje en tren, desde Madrid, ha sido una nueva oportunidad para encabronarme. Seguro que el personal que atiende a los pasajeros es de Madrid, me repito para mis adentros con odio.

Para empezar, me ha sido imposible sacar el billete con antelación por Internet. Ahora la Renfe pide, además de los datos de la tarjeta de crédito, una nueva condición que ellos llaman 'comercio electrónico seguro'. Ni sé cómo se cumple ese requisito ni me importa: sencillamente, ya estoy harto de ser mareado, abusado y manipulado por empresas sin rostro cuyo único punto de contacto para el cliente son unas voces mongólicas que responden con frases hechas a cualquier reclamación del usuario, razonada o no.

De modo que me dirigí con mis maletas a la estación de Atocha y, como en los viejos tiempos, aguardé una cola de casi una hora para comprarle mi billete a un ser humano. El ser humano, naturalmente, me pidió que le mostrara mi DNI para asegurarse de que yo era yo, y cuando le repliqué que tenía también preparados la huella dactilar, el libro de familia, el pasaporte, cuatro fotos, la partida de nacimiento y el certificado de penales, se molestó. Lo puedo comprender, repuse, pero aquí el primer molestado soy yo.

Después, en el tren, servicio de comida. Al tiempo que sirven la bandeja, un camarero va recorriendo el pasillo y preguntándole a cada pasajero qué desea beber. "Somontano, tinto", fue mi respuesta. Me entrega, efectivamente, una botellita con denominación de origen de Somontano, que una vez escanciada en el vaso sabe a Valdepeñas barato. Entonces caigo en la cuenta. El precinto de la botella venía roto. Probablemente, el propio camarero ha fingido el gesto de romperlo antes de entregarme la botella, pero el contenido de aquella botella es, sin duda alguna, vino de tetrabrik de supermercado.

La crisis ha multiplicado este tipo de marrullerías, hasta el punto de que uno no puede permitirse ya ningún automatismo. Hay que acordarse de pedir el ticket en las cafeterías y verificar el desglose de los precios cobrados, hay que estar pendiente del momento en que el camarero descorcha o abre la botella, hay que contar el dinero devuelto pieza a pieza, hay que asegurarse de que, cuando uno se sienta en el taxi, la luz verde está todavía verde, y hay que tener siempre preparada una respuesta para la fatídica pregunta que nos arrojará al taxista atados de pies y manos:

"¿Por dónde quiere que vayamos?"

Uno vive en sociedad para que otros seres humanos lo descarguen de ciertas tareas fastidiosas, pero si hemos de estar siempre pendientes de todo, y además constantemente a la defensiva, ¿cuál es la ventaja de vivir en sociedad?

El taxi me dejó en la dirección indicada. Al entrar al portal se percibía ya ese olor a alcantarilla característico de muchos edificios de Valencia. Pero, en el piso, el olor era insoportable. "Cuando llueve, huele siempre así de fuerte", me dicen mis anfitrionas. Abro todas las ventanas para que corra el aire, pero es inútil. El hedor no se va. Por la noche, intento dejar la puerta del balcón abierta, pero el ruido de la calle es peor que el olor, y finalmente la cierro y trato de dormir.

A las siete de la mañana me despierta un tufo insoportable a detritus recientes. Incapaz de seguir durmiendo, me levanto y me meto en la ducha. Sorpresa. El agua, inicialmente caliente, se enfría de golpe justo cuando tengo todo el cuerpo enjabonado. Mis gritos desesperados consiguen alertar a una de mis anfitrionas, que me va dando instrucciones desde la cocina. "¡Cierra!", "¡Abre ahora!" "¡Cierra otra vez!", "¿Sale ya caliente?", "¡Noooo!", "¡Abre!", y así sucesivamente, hasta que conseguimos por fin que el agua salga a temperatura de geyser. Me aclaro a toda velocidad, dejándome abrasar la piel para evitar que el agua se enfríe, y me paso después la toalla por el cuerpo tonificado, como el que acaba de salir de una sauna.

Mis dos anfitrionas son jovencitas. Se pelean constantemente porque la otra no ha fregado los platos o no ha recogido la mesa y, al llegar el fin de semana, se arreglan durante horas para ir a la discoteca. En la noche del viernes quedo con Javier. Cenamos en Ruzafa, en un restaurante de diseño regentado por una bollera, y cuando regreso a casa, a la una y media de la mañana, ellas todavía están arreglándose.

El sábado es todavía peor. Llego a casa hacia las dos y media de la mañana, y el piso parece haber sido escenario de una batalla contra las huestes de Atila. Todos los armarios y cajones están abiertos, hay medias, bragas y envases de perfume en los sofás e incluso tirados por el suelo, y en la cocina una pila enorme de platos sucios esperan a ser fregados. A la mañana siguiente, las niñas duermen. Me da un ataque paternal, y me pongo a cocinar unas albóndigas para la comida del mediodía. Después de cocinar casi toda la mañana, las niñas aún no se han levantado, y decido comer yo solo, escuchando la radio.

Se levantan a las siete de la tarde, con gruesas ojeras, y se tumban en los sofás a ver un culebrón espantoso, tapadas por sendas mantitas. Regreso a mi habitación y me conecto a Internet. El blog de Boadella se ha convertido en un gallinero protagonizado por frustrados émulos de Pérez Galdós, que parecen no haber encontrado otro sitio donde escribir sus Episodios Nacionales en formato chat. Irritado por semejante incontinencia verbal, escribo un comentario acusándolos de insociables, y seguidamente salgo a la calle a cenar.

Acaban de cambiar el horario, y es una hora más temprano de lo que yo pensaba. Los restaurantes aún no están abiertos. Para hacer tiempo, me siento en la terraza de una cervecería y pido una Volldamm. No me fijo en si la botella me llega abierta o cerrada, y al llevarme la cerveza a los labios no reconozco ni por asomo el sabor inconfundible de la Volldamm. Y, sin embargo, en la etiqueta lo pone bien claro: doble malta. Otro timo de la estampita.

Por fin, abren los restaurantes. Me meto en uno putativamente italiano y pido una pizza con una cerveza. La pizza está ligeramente más sabrosa que un neumático recauchutado, y la cerveza, ni me acuerdo. Esa noche, a las cuatro de la mañana, me despierto con una resaca espantosa, como si en lugar de cerveza y pizza hubiese consumido un litro de whiskey de garrafón.

A la mañana siguiente, sin haber dormido apenas, me recoge Jesús en el mercado de Ruzafa para ir juntos a Denia.

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