Aquella noche, al llegar a casa, no pudo dormir. Una de sus conversaciones con Ángel retornaba obsesivamente a su memoria. Helena, su primera novia allá por los años de la Universidad, había aparecido en su domicilio tendida en el suelo, inconsciente. Trasladada a un hospital, los médicos le habían diagnosticado un raro trastorno que nadie sabía explicar. El cerebro de Helena había envejecido repentinamente, y las pruebas psicológicas a que la sometieron no arrojaban más luz sobre su estado mental.
"Tiene el cerebro de una mujer de 80 años", le informó Ángel bajando respetuosamente la vista.
"¿Dónde está ahora?"
"Aquí, en Barcelona. En un sanatorio..." Ángel vaciló. "En un sanatorio mental. Parece ser que aquí tienen los mejores especialistas para ese tipo de cosas", añadió, con un punto de vehemencia que delataba compasión.
Le pidió la dirección y la apuntó en un papel. Aquella noche, al llegar a casa, no podía dormir. Hacía muchos años que no veía a Helena. Supo que había tenido un hijo, a petición propia, con un hombre casado, y la situación con él había degenerado inevitablemente a cuenta del niño.
El niño entre tanto había crecido, quizá demasiado enmadrado. Había aprendido polaco, como su madre, y acababa de terminar la carrera de Físicas, también como su madre. Cuando se llevaron a Helena al sanatorio se había ido a vivir, por lo visto, a casa de su novia. Naturalmente, polaca. El piso familiar había quedado, pues, deshabitado.
No podía imaginarse a Helena como una vieja decrépita. La recordaba como en los tiempos de la Facultad, alta y rubia, sonriente en todas las situaciones excepto en la intimidad de los cuerpos desnudos, en que aquella sonrisa suya, levemente pícara, se transformaba agitadamente en una expresión de sorpresa. Era un pasado muy lejano, y no tenía sentido revivir ahora todas aquellas emociones.
No quería recordar más, pero recordaba. Dio vueltas y vueltas en la cama, y a las seis y cuarto de la mañana se levantó y se metió en la ducha.
El sanatorio estaba en un promontorio rodeado de pinos, en la carretera que subía al Tibidabo. Las visitas no estaban permitidas hasta las diez. Para hacer tiempo, se tomó un café en el bar de una gasolinera. Los recuerdos seguían martilleando en su cabeza. ¿Qué había ido a hacer a aquel sanatorio? Intentaba encontrar una respuesta, y en su lugar sólo veía aparecer, entre las sombras del pasado, la mirada azul de Helena mirándolo.
A las diez en punto, una enfermera de gesto avinagrado le señaló un pasillo. "Pabellón de espanyols", sentenció. Echó a andar. El pasillo conducía a un patio de cemento de aspecto desolado. Lo cruzó. Al verlo acercarse, un celador apartó el cigarrillo de los labios y le abrió la puerta.
El interior de la sala de visitas se asemejaba al locutorio de una prisión. El único mobiliario eran unas sillas dispersas, bastante vapuleadas, y una mesita con revistas en desorden, aparentemente muy leídas. La única maceta, en el alféizar de la ventana, sostenía un geranio mustio y sin flores. El resto de la estancia estaba ocupado por una extensa mampara de vidrio muy gruesa, a través de la cual se podía contemplar a los internos en la sala de ocio.
"¿No podré hablar con ella?", preguntó al celador, que había entrado tras él. El celador movió la cabeza de derecha a izquierda. Lo miró. Por un momento tuvo la impresión de que, si le llevaba la contraria a aquel tipo, él mismo podía terminar con una camisa de fuerza, encajando cubitos de colores al otro lado del vidrio. Se acercó más a la mampara, y buscó ente los internos la silueta de Helena. No la veía.
Por fin, Helena entró en la habitación. Caminaba despacio, escoltada por dos enfermeras, y su sonrisa se redibujaba de cuando en cuando para pronunciar unas palabras. Estaba preguntando. Sin duda, todos los días seguía preguntando por qué la habían llevado allí. Las enfermeras no respondían. La condujeron hasta la mampara de vidrio, y cuando se aseguraron de que estaba frente a su visitante la dejaron sola.
Helena escrutó el espacio que los separaba. Seguramente, los reflejos no le dejaban distinguir los rasgos de su visitante. Seguía teniendo un cuerpo espléndido, apenas tocado por el paso de los años. Por fin, ella lo reconoció, y su sonrisa se curvó ampliamente. Dijo algo, pero el vidrio era demasiado grueso para entender sus palabras. Él trató de leer sus labios. Al mirarlos, una sensación que creía olvidada lo desasosegó. ¿Por qué tenían a aquella mujer allí encerrada?
Apoyó las manos en el vidrio y acercó su rostro al de ella. Helena seguía hablando, como si mantuviera con él una conversación inexistente. En aquellas condiciones, no tenía sentido intentar comunicarse con palabras. Además, no se le ocurría nada que decir. Permanecieron así largo rato, él con las manos extendidas frente a los hombros de ella, y ella hablando y sonriendo, aparentemente muy divertida. Por fin, las dos enfermeras regresaron y la tomaron del brazo. La visita había terminado. Helena calló y, sin dejar de sonreír, le volvió mansamente la espalda.
La vio alejarse por entre las mesas. Sus manos seguían todavía pegadas al vidrio. Una sensación demoledora se apoderó de él. Era la misma Helena con la que había compartido apuntes en el bar de la Facultad, noches de verano en remotos campings de Polonia y caricias a oscuras en los cines de barrio. El destino había respetado su cuerpo, pero aquella mente brillante que él conoció había dado un salto en el tiempo y se alejaba ahora, decrépita, por las nieblas del futuro.
Entonces, un instante antes de desaparecer por el pasillo del fondo, Helena volvió la cabeza y lo miró.
(Capítulo siguiente)
jueves, 5 de noviembre de 2009
Barcelona - El rescate (1): Una visita imprevista
a las 12:42
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