jueves, 29 de octubre de 2009

Cuaderno de viaje - Denia, octubre de 2009

Mi estancia en Denia dura sólo dos días. Jesús tiene la furgoneta llena de trastos, como siempre. Acomodo mi maletín como puedo entre cajones, ladrillos, herramientas, tubos y cables, y me siento junto al conductor. Es una delicia viajar por encima de los demás automóviles. El paisaje se extiende íntegro ante nosotros, y desaparece esa opresiva sensación de oveja en mitad de un rebaño.

Tiempo atrás, yo también tuve una furgoneta. Lo que me indujo a comprarla fue, sobre todo, el deseo de viajar, tal vez de huir. Por aquel entonces, hasta la pensión más barata era para mí un dispendio imposible. Aquella furgoneta recién comprada (era una Ebro con muchos miles de kilómetros, más vieja que Matusalén) me permitió sustraerme de una vez por todas al abrazo de oso de Madrid. Todavía recuerdo mi sensación de felicidad cuando, aquel atardecer de junio de 1979, detuve por fin mi furgoneta junto al puerto de Denia y me senté en las rocas de la escollera para ver ponerse el sol.

Era el Mediterráneo. El mar de Odiseo y de Pitágoras. El mar de las horas felices de mi infancia, de las dunas, los naranjos y las libélulas, de los pescadores sicilianos y de las ánforas fenicias. Me invadió una paz indescriptible. Era el nivel cero, el nirvana. Cada centímetro por encima de aquellas aguas era y seguiría siendo siempre una fuente de desazón.

En el pequeño chalet de mis padres pasé todo el mes de junio. La playa estaba todavía deshabitada, y en aquella soledad de verano recién iniciado me vivía a mí mismo como un animal mitológico mitad Robinson Crusoe, mitad hippie. Limpié y pinté por dentro mi furgoneta, fabriqué a medida un pequeño armario que le acoplé a la pared, instalé unas cortinillas tras las ventanillas traseras, y sobre el suelo tendí un colchón con sus sábanas y su almohada.

A falta de otro, aquel iba a ser mi hogar durante los ocho meses siguientes, hasta que me instalé finalmente en un piso luminoso de un pueblo cercano a Valencia. Pero, antes de emprender aquella larga peripecia del invierno, apuré el néctar de junio sin desperdiciar una sola gota. Por las mañanas acudía temprano a pasear por la playa, a solas con las huellas de los pájaros, entrecruzadas en largas cremalleras sobre las dunas, evitando pisar los diminutos cangrejos que se enterraban bajo la arena mojada, y admirando las bandadas de peces que plateaban fugazmente a escasos metros de la orilla.

Al caer la tarde, me internaba en los huertos abandonados y recolectaba flores de azahar, que tendía después a secar junto a la cocina para hacerme infusiones. A ratos escribía, trabajaba, cocinaba o tocaba la guitarra. Y por las noches escuchaba el canto de los grillos y, apagando todas las luces, contemplaba en el cielo la luna mágica y la arena desigual de las estrellas.

Eso y muchas más cosas es Denia para mí. Así como de Madrid apenas tengo recuerdos felices, de la playa del Bassot apenas me han quedado recuerdos tristes o amargos. En mi juventud padecí de deseo y de desengaños amorosos, pero nunca, ni antes ni entonces ni después, me ha mordido en ella la herida de la soledad.

Estos dos días en Denia, Jesús y Conchín se han portado maravillosamente conmigo. Estaban pendientes de mis menores deseos, y han hecho todo lo que estaba en su mano para ayudarme en mi búsqueda de áticos con terraza y vistas al mar. Jesús habla y habla sin parar, despotrica contra el consumismo, los políticos, la extinción de las especies y el cambio climático, y me hace escuchar algunos de sus cientos de discos de música favorita, a medio camino entre el folklore genuino y el chill out.

Lo curioso es que él mismo es un consumista insaciable, y lo sabe. Pero, contradicciones aparte, fueron su iniciativa personal y su empeño los que consiguieron que delante de su edificio el Ayuntamiento creara un hermoso parque arbolado, en lugar de la plaza dura con parking subterráneo que tenían proyectado construir.

El miércoles por la mañana, reúno mi pequeño equipaje, me despido cariñosamente de mis dos anfitriones y me dirijo, a pie, a la cercana estación de autobuses para regresar a Valencia.

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