martes, 27 de octubre de 2009

Cuaderno de viaje - Madrid, octubre de 2009

Quienes  me conocen ya saben que le tengo mucha manía a Madrid. Viví en esa ciudad 23 años, y no me he arrepentido nunca de haberme marchado.

Siempre que vuelvo a Madrid encuentro un argumento para reafirmarme en mi manía. Y desde horas o días antes me pongo a la defensiva. La capital de España está llena de sinvergüenzas, chulos y asociales, empezando por los taxistas del aeropuerto. He conocido ya muchos casos de extranjeros que han sido estafados por ese género tristemente mitológico: los rapaces implumes.

Por eso había preferido reservar un hotel cercano al aeropuerto y recurrir al servicio de bus del hotel, en lugar de ponerme en manos de alguno de aquellos taxistas a los que, casualmente, en mitad del laberinto de autopistas de salida hacia Madrid, se les "estropea" el GPS.

Escapas de la sartén y te caes en la cazuela. En el hotel me aseguraron que el bus salía en aquel momento a recogerme, pero tras 50 minutos de espera bajo el sol tuve que recordarles que aún seguía esperando. Evidentemente se trataba de un olvido (quiero decir, una negligencia), porque el bus llegó tres minutos después: exactamente el tiempo que tardó en recorrer el escaso kilómetro que mediaba hasta el hotel.

La primera, en la frente.

Aunque no esperaba tener que hacer muchas gestiones en Madrid, llegó inevitablemente el momento en que tuve que vencer mi resistencia a tomar el Metro. El Metro de Madrid me trae recuerdos muy desagradables de mi primera juventud: se pasaba en él un calor sofocante, los viajeros iban comprimidos hasta el límite de la asfixia, y el stress causado por los transbordos aumentaba a medida que las nuevas líneas, cada vez más adentradas en el subsuelo, iban entrando en servicio.

Me sigue horrorizando la idea de internarse en el subsuelo para desplazarse por una ciudad, pero debo reconocer que el Metro de Madrid y, en general, su sistema de transportes, es actualmente excelente. Además, contradiciendo mis expectativas (basadas siempre en mis recuerdos del pasado), el barrio de Tirso de Molina-La Latina-Cascorro me pareció muy agradable. Limpio, ordenado, tranquilo, y con cierto aire cosmopolita. Nada que ver con aquel caos agobiante que yo había conocido muchos años atrás. El buen tiempo, anómalo en pleno mes de octubre, intensificaba mi placer. Me acordé de Gamusina, la moderadora del newsgroup de Mensa en el que yo solía participar. Gamusina vive en aquel barrio, pero mis gestiones no me dejaban tiempo para encontrarme con ella.

La llamé por teléfono y se lo dije. "No habríamos podido de cualquier modo", me respondió. "Estoy con un cólico nefrítico". Le deseé una pronta mejoría, y me dirigí a casa de mi hermano. El día anterior había ido con él a visitar a mis padres, que se alojan en una residencia en las afueras de Madrid. Mi padre, que cuenta ya 95 años, tiene la memoria bastante deteriorada, de modo que cada vez que lo voy a visitar o lo llamo por teléfono le cuento la misma mentira.

"¿Sabes que me ha tocado la lotería?"

"¡Me cachis en la mar! ¿Qué me dices?"

"Lo que oyes".

"¿Y cuánto te ha tocado?"

"Un millón".

Y se pone muy contento. Da igual si es en euros o en pesetas. Para él, seguro que es una cifra exorbitante. Él conoció los tiempos en que ser millonario de un solo millón era ya una bicoca, y de cualquier modo es incapaz de imaginarse lo que puede dar de sí hoy un millón de lo que sea. Es una cifra, simplemente, mítica, como la fantasía de la lotería que yo le cuento siempre que hablo con él.

Mi hermano se ofrece a llevarme al hotel, y una vez allí los invito a él y a Julia a cenar. Decidimos salir en busca de un restaurante, pero el barrio es francamente deprimente. Barrio de hoteles de aeropuerto. Nos metemos en el restaurante que nos inspira menos desconfianza, y cenamos aceptablemente mal. Es curioso que, sin apenas relacionarnos desde hace muchos años, mi hermano y yo hemos desarrollado las mismas neuras. Hemos hecho el mismo tipo de reclamaciones, con parecidos argumentos, y sentimos una antipatía igualmente deletérea hacia los directivos de padre desconocido de compañías del tipo Iberia, Movistar, Renfe, Iberdrola, o you name it. En política, en cambio, coincidimos poco.

Flash forward. El domingo a mediodía dejo el hotel, y a las 5 de la tarde la mujer de Mauricio me recoge en el aeropuerto y me lleva a la actual vivienda familiar, en las afueras de Villaviciosa de Odón. No conozco a nadie en Madrid que viva en Madrid, circunstancia que me llena de optimismo: tal vez algún día el centro de Madrid esté ocupado sólo por extranjeros y sea por fin habitable.

En seguida se hace la hora de cenar. Gemma se queda en casa con el niño, y nosotros dos nos vamos a un restaurante mexicano que Mauricio conoce no lejos de allí. La cena resulta memorable, y no por la comida, sino por el exquisito tequila que nos sirven de aperitivo. Pregunto por la marca. "Don Julio". Hasta aquel día, creía que el mejor tequila del mundo se llamaba "Herradura".

De regreso, Mauricio se apresura a llevarme a su estudio, donde me hace oír una de sus últimas composiciones. Es una bulería. El comienzo, desconcertante, conduce al oyente por los caminos del jazz, del canto gregoriano y de la música electrónica, pero el ritmo de las bulerías está siempre allí debajo, deslizándose sutilmente en la cadencia, en detalles casi evanescentes. De cuando en cuando surge potente la voz de Arcángel, se aproxima a las bulerías redondas y se vuelve a alejar por vericuetos que en ningún momento dejan de pertenecer al reino de las bulerías. Es una conquista de espacios sonoros, sin perder las raices ni la esencia flamenca. Me gustó muchísimo.

La madrugada avanza, y Mauricio empieza a sentirse mal. "El niño me ha contagiado un resfriado", me dice. Nos vamos a acostar, y a la mañana siguiente se confirma que ha pillado la famosa gripe A. Está aterrorizado. Yo trato de tranquilizarlo: es menos mortal y más rápida que la mayoría de las gripes estacionales. Pero en sus ojos leo que el terror no lo abandona. Por fin, se hunde en la cama, derribado por la fiebre, y por la tarde yo emprendo un largo viaje (caminata, autobús, intercambiador, metro, transbordo, metro, despiste, caminata) hacia Madrid. El lugar de la cita es ya casi un viejo amigo: el Café Comercial.

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