sábado, 15 de agosto de 2009

Amistad, amor

El otro día llevé por fin a enmarcar un cuadro que le compré tiempo atrás a mi antigua amiga Irene, pintado por ella. Ha sobrevivido ya a tres mudanzas, y hacía tiempo que andaba de acá para allá, sin un marco que me permitiera colgarlo en una pared. Pocos días antes, el día de mi cumpleaños, me había llegado un SMS de mi antigua amiga Tere, sugiriéndome una reconciliación. En agosto la gente suele estar de vacaciones y, de todos modos, yo ya no tengo cerca amigos con quienes festejar mi cumpleaños, de modo que este año lo celebré regalándome un piano y tomándome una copita de Baileys al final de la comida. Mientras acariciaba las teclas de mi nuevo piano, o tal vez mientras paladeaba el cremoso licor en la penumbra de la sobremesa, me vinieron sin querer a la memoria otros 7 de agosto no muy lejanos: los que solía celebrar en Archena con Vicente y su familia.
A diferencia de Tere o de Irene, Vicente no me ha llamado ni escrito pidiéndome una reconciliación. De hecho, formalmente ni siquiera ha habido una ruptura. Simplemente, yo estaba cansado de ser siempre el que tomaba la iniciativa de llamar o acudir de visita, y un día decidí esperar. De esto hace ya cuatro años y, de todas las ausencias que se han abierto en mi vida desde septiembre de 2001, ésta es la que más me duele.

Naturalmente, yo sospechaba ya algo cuando decidí sentarme a esperar una llamada de Vicente. Mis sospechas apuntan en varias direcciones, pero bien podría haber otras: la etiqueta, la impuntualidad o el olor de pies. Vaya usted a saber.

¿Vaya usted a saber? Desde luego, todos tenemos nuestras manías y nuestras peculiaridades, pero para romper una verdadera amistad tendrían que mediar razones de peso. Ahora bien, ¿cómo pesarlas?

En eso pensaba yo el otro día mientras mis dedos estrenaban el nuevo piano bajo una partitura de uno de mis temas de jazz más queridos: Round Midnight, del inimitable Thelonius Monk. Vicente no llegó a entrar en la Universidad porque eran muchos hermanos, y en casa empezaba a echarse en falta un segundo sueldo. El era el mayor de todos, y su padre le consiguió trabajo en un banco. Unos cuantos años después, cuando tenía ya asegurados un puesto de trabajo y un sueldo que para mí en aquellos tiempos era exorbitante, Vicente decidió dejar el banco, comprarse un piano y dedicarse a la música. Para mí, aquella decisión lo convirtió en un ídolo. Era el triunfo de la libertad y de la creatividad frente a los convencionalismos y la rutina. Todavía hoy lo idolatraría si lo volviese a hacer.

Vicente fue uno de los pocos faros que realmente han iluminado mi vida. No sólo aprendió a tocar el piano, sino que compró instrumentos para todos sus hermanos y los enseñó a tocar. Él mismo compuso muchas obras originales de música contemporánea, pasó por accesos febriles de dibujante y pintor, e incluso escribió unos cuentos deliciosos para su hermana pequeña. Aunque sus gustos tendían, un poco empecinadamente, al lado rústico de la vida (siempre prefirió un buen pan y un vaso de vino a un vernissage), todo lo que él creaba traslucía una sensibilidad exquisita. Mientras escribo esto estoy mirando dos cuadros suyos que tengo colgados frente a mi sofá.

No sé qué es lo que él apreciaba de mí. Quizá ese asomo de infantilidad perpetua que me caracteriza, o mi sentido del humor entre irónico y surrealista, o mi curiosidad insaciable, o esa especie de confusión mental de la que se nutre mi creatividad. En una breve ocasión competimos por una misma chica y uno de los dos ganó, pero ello no nos enfrentó. Nunca tuvimos ni el más minimo roce y, al menos en mi corazón, él fue siempre como un hermano. Debía de ser recíproco, porque un día, hace ya años, reunió todos sus dibujos en dos gruesos blocs y me los envió por correo. Yo era -así lo interpreté- la persona más idónea para hacerse cargo de aquel legado. Que, por cierto, tarde o temprano me propongo publicar en la Web.

Como músico que vive de la música al margen de los Conservatorios, Vicente pasó más épocas malas que buenas. Su timidez con las chicas y su sensibilidad, imperceptible pero enorme, lo condujeron a un matrimonio malhadado y, cuando éste se rompió, a unos cuantos años amargos. Él, como yo, no soporta la soledad. Finalmente, salió del bache, fundó una familia y estableció su propia escuela de música.

Lo que más me gustaba de él es que carecía de maldad. No estoy seguro de que las consignas de Izquierda Unida hayan fomentado mucho ese lado de su carácter. Es más, tengo la impresión de que si ahora simpatiza con la Secta es porque ha tirado la toalla. Tratándose de él me duele decirlo, pero la izquierda es, entre otras cosas, el gran refugio de los amargados.

Buscando en YouTube, he encontrado dos hermosas versiones de Round Midnight. Una, clásica:

http://www.youtube.com/watch?v=ZX_mwDvcZ2I

Y otra de Wes Montgomery, sensual y sofisticada:

http://www.youtube.com/watch?v=MOm17yw__6U

Mi favorita, sin embargo, es la que interpreta Dexter Gordon en la película del mismo nombre:
Tumbáos a escucharla una noche de verano, a la luz de unas velas, o contemplando allá en lo alto la luna y las estrellas. Es toda una experiencia.

Mientras mis dedos regresaban una y otra vez al acorde de mi bemol menor, comprendí que sí hay una forma de pesar el ancla de la amistad. En la adolescencia tendemos a pensar que un amigo es alguien con quien uno tiene una afinidad especial, alguien que nos entiende mejor que nadie y con quien podemos compartir las ideas y emociones más íntimas. No diré que no, pero sólo con esos ingredientes el ancla no llega al fondo. Hace falta, además, un ingrediente a largo plazo indispensable: estar también cuando haces falta. ¿De qué sirven todas esas afinidades si, cuando más apurado estás, tu amigo se escabulle?
Por eso ahora tengo un concepto distinto de la amistad. En las horas difíciles, he descubierto que mis verdaderos amigos no eran los que yo suponía, sino otros que, siendo mucho más diferentes de mí, han sabido estar de verdad cuando los he necesitado. Eso es lo que yo más valoro en las relaciones humanas. Y, en eso, no pido más de lo que ofrezco.
En ese aspecto, las relaciones amorosas son muy semejantes a la amistad, sólo que con feromonas de por medio. La persona con quien te decides a compartir tu vida no ha de ser sólo aquella de la que te has enamorado, sino también aquella que está dispuesta a convivir y a arrimar el hombro. Antes del Romanticismo, la familia era algo bastante parecido a una empresa. Calisto y Melibea burlaron ese esquema, y fueron castigados. Cuatro siglos después, a los protagonistas de la película El Graduado les sucedía exactamente lo contrario.

Pero esto es en Occidente. En muchos países son todavía los padres quienes deciden el matrimonio de sus hijos. Los padres tienen más experiencia y, por lo tanto, se les supone un mejor criterio. Que yo sepa, nadie ha hecho aún un estudio comparativo de los niveles de éxito y fracaso de esa vieja fórmula respecto de la occidental. A la vista de cómo está la institución familiar en este lado del mundo, ¿puedo apostar a que el índice de fracasos no será superior al de nuestros matrimonios, tan vehementemente libres y "románticos"?

En realidad, tanto da. Porque un solo fracaso entre un millón bastaría para amargarte la existencia si te toca a ti. La vida es como un barco, y nosotros no podemos apartar o deshacer las tempestades a nuestro antojo. Es duro a veces, sí, pero un buen piloto tiene que saber siempre cambiar de rumbo para ponerse a salvo.


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