jueves, 8 de noviembre de 2007

Remedios Raposo

Todos hemos visto alguna vez en algún museo esos dibujos un poco fantasmagóricos que el artista, por falta de tiempo o de interés, ha dejado a medio terminar. Personalmente, los encuentro muy sugerentes, porque incitan a fantasear. Esa ambigüedad de las cosas no terminadas encierra todo un mundo de posibilidades que, con su obra inacabada, el autor regala a la imaginación del espectador.

Remedios Raposo es, como uno de esos dibujos, un personaje a medio terminar. En mi fantasía la veo como una silueta femenina de busto nítido y expresivo que, sin embargo, de la cintura hacia abajo no está del todo dibujada.

Ello se debe a que Manolo Zanzón lleva semanas dándole calabazas. Y Remedios no es alguien que se conforme cuando no consigue salirse con la suya. Ha buscado la ocasión ya muchas veces, incluso colándose en el dormitorio de Manolo sin avisar, con una tortilla de patatas y una botella de vino a la hora de la cena. Decían en aquellos tiempos que al hombre se lo conquista por el estómago, pero Zanzón, después de comerse la tortilla y beberse varios vasos de vino, no reaccionaba. Y en ese punto muerto se quedaron los dos hace muchos años, congelados en el tiempo y en el papel hasta que, hace unos meses, su autor decidió, casi literalmente, desempolvarlos.

Remedios se rompía los sesos. En una mujer, la osadía tiene límites, y ella creía haber llegado ya al borde de ellos. Prácticamente, lo único que le faltaba ya era irrumpir en la habitación de Manolo a las once de la noche y meterse en la cama con él. Pero Remedios se mordía con fuerza los labios antes de dar un paso así. En parte, porque en sus fantasías era él, Manolo, quien tenía la obligación de seducirla a fuerza de roces, tonteos e insinuaciones y, en la fase final, venciendo las (fingidas) resistencias de ella. Y, en parte, porque desde niña le habían enseñado que una mujer que ofrece su cuerpo a un hombre es una puta.

La mañana en que Remedios y Zanzón quedaron congelados en el tiempo había empezado a llover. Iba a llover durante muchos días y muchas noches, y la calle en que Remedios tenía su humilde bar, que no estaba asfaltada, se iba a convertir en un torrente. Pese a todo, los clientes acudían al bar a tomar sus cafés y sus chatos de vino como pretexto para conversar. Algunos, con botas de agua para no mojarse. Los más, con los zapatos y los calcetines en la mano y las perneras del pantalón arremangadas. Tiempo habría después, ante la vieja estufa del bar de Remedios, de secarse los pies desnudos y, si uno se quedaba amodorrado con el runrún de las voces de fondo, incluso de quemárselos en un descuido.

El tema de conversación era, naturalmente, el cocodrilo. La noticia de que Remedios había hecho frente (con éxito) a un cocodrilo recién escapado del zoológico había corrido como la pólvora por el barrio. El saurio se había comido el palo de la escoba de Remedios, sí, pero una buena panzada de lacón inapto para el consumo se lo había llevado al otro barrio en pocas horas. Remedios, de pie sobre el mostrador, había tenido la santa paciencia de aguardar a que el bicho, después de merodear largo rato por entre las mesas, empezase por fin a hipar, abriese las fauces lastimeramente, virase los ojos y, echando un poco de espuma por la boca, aflojase definitivamente las cuatro patas y se quedase como un peso muerto quieto, sin respiración, junto a la ventana.

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