lunes, 26 de noviembre de 2007

La riada

Sobrecogido por el estruendo de la riada, Manolo despertó. Durante varios minutos, todos sus movimientos fueron impensados. Gateando en la oscuridad, abandonó las sábanas y, girando la cabeza en todas direcciones, trató de orientarse. Su instinto lo empujaba hacia la ventana, que, a impulsos del río furioso en que se había convertido la calle, crujía azotada por ramas de árbol y tablas de muebles desencuadernados en vertiginoso descenso hacia el río Manzanares.

Cuando por fin localizó el vano del ventanuco, extendió sus dos brazos hacia los postigos en un gesto instintivo por contener el empuje del agua. Pero, apenas inició el movimiento, los cuatro goznes cedieron y la madera de la ventana reventó violentamente. Oyó el bramido de la corriente penetrando en la buhardilla, sintió la fuerza de la tempestad derribándolo como un pelele y, envuelto en un torbellino sin direcciones, sintió cómo era arrastrado escaleras abajo. Lo último que alcanzó a oír allá en lo alto fue el grito ahogado de Remedios despertándose.

Zarandeado por entre las mesas del bar, se ovilló como pudo y contuvo la respiración. Era como descender una catarata sin conocer el final. La furia del oleaje le abría los párpados, pero a su alrededor el universo era opaco. Durante una eternidad en que no existía ni arriba ni abajo, pensó que se había quedado ciego. Razonaba sólo a destellos. Por fin, su mano se agarró a un objeto más grande que él. Su cabeza asomó entonces a la superficie, y sus pulmones inhalaron aire desesperadamente. Estaba boca arriba. Allá en el firmamento, la luna y las estrellas volaban.

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