domingo, 26 de julio de 2020

La espiral - 23

Nadie me vio salir del garaje. Me calé las gafas de sol, caminé con aires despreocupados hasta la playa, y desde allí, dando un pequeño rodeo, regresé a la acera. La calle seguía desierta. Allá lejos, Katia ni siquiera levantó la vista de su tablet. A la vuelta de la primera esquina, Rosario me aguardaba al volante de su coche.

"¿Lo has conseguido?", preguntó. Me miraba como un niño habría contemplado una bicicleta nueva una mañana de Reyes. Y no por casualidad: su lengua recorría sensualmente los bordes de un cornete de chocolate.

Naturalmente, me alarmé.

"¿Dónde has comprado ese helado?", dije. Era una pregunta masoquista. No había muchas respuestas posibles.

"Hay un puesto de helados allá detrás, en la otra calle. Los vende una tipa muy rara. Una rubia vestida de rosa que parece un andamio"

Tragué saliva. Mi suerte estaba echada.

"¿Has encontrado la peluca, o no?", insistió. Su mirada provocativa anunciaba ya los efectos del helado de Katia.

"Sí, sí. Luego te la enseño. Nos podemos ir ya, si quieres"

"Espera un poco, mi amor. Todavía no me lo he terminado. ¿Quieres probarlo?"

Negué con la cabeza.

"No, gracias", respondí. "Tu flan de postre me ha dejado un recuerdo imborrable". Mi comentario era suficientemente ambiguo, pero Rosario no pareció enterarse.

"¿Y cómo sabes que estoy hablando del helado?", susurró, reclinándose amorosamente sobre mi hombro. Su mano libre cogió la mía y la deslizó entre sus muslos. Suspiré.

"Tenía la esperanza de que por una vez me sorprendieras", repuse.

"¿Sabes? Tu gatita está en celo. Hace ya dos noches que no dormimos juntos"

Me besó. El cornete de chocolate estaba empezando a hacer efecto. Mucho.

"Hagamos el amor aquí mismo", jadeó de pronto junto a mi oído. Engulló de un bocado el resto del cornete y me ofreció sus labios, húmedos y sensuales. Treinta segundos más, y Rosario sería irresistible. Miré a mi alrededor.

"No te preocupes, no nos verá nadie", murmuró, besando suavemente mi mejilla. "La calle está desierta"

"¿Sabes que eres irresistible?", dije, veinte segundos antes de que mi pregunta fuera correcta.
"Para ti, siempre. ¿Ya lo estás notando"

Efectivamente, mi mano lo estaba ya notando. Y la suya, ahora, también. No es que nos fuese a detener la policía por hacer el amor en la calle. La policía estaba más bien colaborando. Pero, incluso dentro del coche y con las ventanillas cerradas, Rosario era capaz de despertar a todo el vecindario.

"De acuerdo", accedí. "Pero antes quiero pedirte un deseo. Cómprate otro helado. Me excita muchísimo verte lamiéndolo"

Un relámpago de lujuria destelló en sus ojos. Antes de que pudiera darme cuenta, Rosario se alejaba ya por la acera en dirección al puesto de Katia. Miré el segundero de mi reloj y suspiré, aliviado. Justo a tiempo.

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domingo, 19 de julio de 2020

La espiral - 22

(Comienzo)

El jardinero salió del garaje empujando la cortadora de césped. Cuando estuvo en el otro extremo del edificio la puso en marcha. El ruido del motor merodeó unos instantes frente a la cocina y se alejó después hacia la rosaleda. El jardinero empezaba siempre por aquel extremo del jardín. Me asomé un momento a la fachada que daba a la playa. En la terraza, Severo Smith dormitaba en una hamaca con una revista entre las manos y, junto a la orilla, Belinda moldeaba un castillo de arena rodeada de niños con cubos, palas y patos hinchables. En la calle, desierta, se divisaba sólo a lo lejos el puesto de helados de Katia, que, de espaldas a mí, parecía muy ensimismada en la pantalla de su tablet.

Con un movimiento rápido me interné en la penumbra del garaje, y aguardé a que mi vista se adaptara a la oscuridad. La cocinera había terminado ya su jornada laboral, y yo ya no esperaba encontrarme a nadie en el interior de la vivienda. Era una movida arriesgada, pero no se me ocurría otra manera de conseguir lo que andaba buscando. En el yate de Andy era imposible. Nunca estaba desocupado, y de todos modos lo más probable era que Belinda guardase la peluca en su vestidor. Yo sólo tenía que encontrar la manera de llegar a él.

Poco a poco, distinguí los relieves del interior del garaje. Una de sus paredes estaba tapada por una estantería ocupada por cachivaches y herramientas de jardinería. En un rincón había una taquilla desvencijada y, junto a ella, en el suelo, una manguera enrollada que goteaba todavía. Por fin, en la pared del fondo, distinguí los contornos de una puerta. Me acerqué a ella y empujé el picaporte, pero estaba cerrada con llave. Maldición. 

El ruido de la cortadora de césped se oía todavía lejano, pero se iba acercando. En algún lugar tenían que estar las llaves de aquella puerta. Exploré la estantería y los relieves de las paredes, pero no encontré ninguna llave. Entonces me acerqué a la taquilla y, procurando no hacer ruido, la abrí. En su interior se veía sólo una escalera de mano y un par de botas de agua. El compartimento superior parecía vacío. Me empiné ligeramente y estiré el brazo hasta el fondo. Mis dedos tropezaron con una bolsa de plástico. Tiré de ella. Cuando la tuve entre las manos, la abrí y me asomé a su interior.

Reprimí una exclamación de alegría. No necesitaría subir hasta el vestidor de Belinda. La peluca que yo buscaba estaba allí.

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domingo, 12 de julio de 2020

La espiral - 21

(Comienzo)

Resultó que el jarabe de Andy contenía un principio activo que interactuaba con las hormonas y hacía a los hombres más inteligentes y a las mujeres más seductoras.

"¿Hablas en serio?", exclamé. "No sé si creerte"

"Allá tú", dijo Katia. "Yo misma lo he comprobado. Añadí unas gotas a mi mojito anoche, antes de sacarte a bailar"

Aquello lo explicaba todo. Comparando a la Katia del Club Náutico con la de la pista de baile, el jarabe de Andy era magia pura.

"¡Pero eso es el descubrimiento del siglo!", dije.

"Sí, querido. Sólo hay un inconveniente. Las autoridades lo han clasificado como estupefaciente, y por eso lo estamos vendiendo en el mercado negro"

"¿Estupefaciente?", repetí, sorprendido.

"De alguna manera tienen que justificar la prohibición. En realidad, lo que les horroriza es que diferencia todavía más a los hombres de las mujeres. Ya sabes, están obsesionados con eso de la igualdad. Además, unos votantes inteligentes son lo último que necesita un político"

"¿Así que eso es lo que tratabas de venderme en el Club Náutico?"

"Y lo que vendo en el puesto de helados. Unas cuantas gotitas de jarabe en un cornete de chocolate hacen maravillas. No te puedes ni imaginar el éxito que estoy teniendo en aquel barrio"

"¿Y quién fabrica el jarabe? ¿Andy?

"No. Andy y sus amigos son sólo intermediarios. Si estás pensando en el laboratorio que hay junto al local de striptease, es sólo un señuelo para despistar a la policía. El verdadero laboratorio está escondido en otro lugar"

"¿Dónde?"

Katia se encogió de hombros y sonrió enigmáticamente.

"El único problema", añadió, "es que si uno se pasa de dosis se queda dormido, y después tarda mucho en despertar"

Que era lo que les había sucedido a la chica de la tumbona y a la bailarina de striptease del local de Andy. Y a Severo Smith, involuntariamente. Estaba claro que las escapadas nocturnas de Belinda, sus visitas al yate y el episodio de las dunas tenían todo que ver con el jarabe de Andy.

"A la policía le encantaría saber eso", dije. "Se han enterado ya de varios casos. Por cierto, todas eran mujeres. ¿No te parece un poco raro?"

"Desciende al mundo real. Muchos más hombres de los que te imaginas se creen muy inteligentes sin necesidad de jarabe. He conocido unos cuantos. Además, ¿para qué querría un hombre mejorar su inteligencia? Cuando te vuelves más inteligente pierdes interés por el football, y eso para un hombre es una maldición. Las conversaciones con otros hombres se vuelven aburridas. Te quedas sin vida social. Para una mujer, en cambio, el deseo de ser más seductora es siempre irresistible. Sobre todo para las que..." Katia bajó su mirada. "Bueno, para las que tenemos menos... experiencia"

"Después de lo que hemos hecho esta noche, yo diría que ya no estás en ese grupo.

Me miró con un punto de ternura, pero la expresión de su cara era otra vez impasible. Los efectos del jarabe se disipaban, y Katia volvía a ser la misma de siempre. Me incorporé en la cama y busqué mi reloj de pulsera.

"¿Te tienes que ir ya?", dijo. "¿No quieres que tome un poco más de jarabe?"

Puse su mano entre las mías.

"Lo siento, amor, pero tengo un trabajo que hacer. Todo eso que me has contado es muy interesante, pero a mí me pagan para otra cosa. Yo lo único que tengo que hacer es fotografiar a Belinda con Andy en la intimidad, cobrar mis honorarios y cerrar el caso"

Me levanté de la cama, recogí mis calcetines del suelo y me agaché para ponérmelos.

"No te engañes", dijo entonces Katia. "Ese caso no lo vas a cerrar nunca"

"¿Por qué dices eso?"

"Tú estás enamorado de Belinda. Buscarás mil pretextos para no conseguir esas fotos"

Por un instante, tuve la impresión de que las palabras de Katia eran una profecía.

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lunes, 6 de julio de 2020

Culpa

La verdad, no entendía nada. Y llevaba ya algún tiempo así, como cualquier otro ser humano que no se haya dejado arrastrar por la histeria colectiva y siga empeñado en hacer uso de su sentido común.

Pero hoy, de pronto, lo he comprendido. ¿Que cómo ha sucedido? Pues conectando dos ideas. Me explicaré. Uno de los fenómenos que más me intrigaban, desde hace ya tiempo, era el ascenso del cristianismo. La religión cristiana, un fenómeno que empezó siendo local, como tantos otros por aquellos tiempos, se extendió en pocos años a todo el imperio, hasta el punto de convertir nada menos que al emperador, que terminó declarándola religión oficial. De entonces acá, la historia ha sido larga, aunque más que una historia espiritual ha sido una historia de poder. La fe --o la credulidad-- de millones de fieles cimentó una formidable estructura de poder que compartió el protagonismo de la historia occidental durante dos milenios.

Resumamos el esquema: credulidad -> fe -> propagación -> poder. Una estrategia imparable. El punto de partida, naturalmente, es la predisposición de los individuos, primero, y de las masas después. Si nos olvidamos por un momento de que estamos hablando de una religión, reconoceremos fácilmente en este esquema el movimiento social que está arrasando hoy buena parte del planeta, a una velocidad nunca vista. Los gobiernos, incomprensiblemente paralizados, callan, piden disculpas o se esfuerzan por parecer buenos feligreses. ¿Por qué?, nos hemos preguntado muchos una y otra vez.

Pues era muy sencillo. La palabra clave es la culpa. El cristianismo se extendió como fuego de pólvora no porque prometiera un paraíso beatífico, cosa que más o menos prometen todas las religiones, sino, ay, porque convenció a sus fieles de que eran culpables. Y el paraíso que anunciaba no era sólo la felicidad eterna, sino, sobre todo, el perdón de los pecados. Incluido el original.

No sólo creyeron los nuevos cristianos que eran pecadores, sino que habían nacido ya con una culpa que ni siquiera era suya. Parece mentira, pero así somos, por lo visto, los seres humanos. Como el mochuelo de aquella culpa era original y nadie era responsable de ella, había que tratar desesperadamente de quitársela de encima, y la respuesta era: Jesucristo.

Pero en sus comienzos el cristianismo era un movimiento pacífico. En realidad, masoquista. Descargaba la culpa del pecado sobre las espaldas del propio creyente, que tenía la obligación de poner la otra mejilla una y otra vez hasta que Dios lo admitiese en su seno y le regalara la ansiada vida eterna.

Una alternativa al masoquismo de los primeros cristianos fue el nazismo. Un pueblo culpabilizado por un tratado de paz no estaba predispuesto a ser masoquista, porque los vencedores sólo exigían el pago de una cantidad, sin ofrecer nada a cambio. El resultado fueron, por una parte, los horrores del Holocausto, que sirvieron para descargar la culpa colectiva, y la invasión de Europa, que representaba la promesa de un paraíso para la raza perfecta. Si uno se fija bien, hay dos elementos en común con el cristianismo: (a) la culpa es insoportable, y (b) quitársela de encima no es suficiente. Hace falta un paraíso.

Ahora regresemos al presente. Hace ya como mínimo una generación que maestros, profesores, periodistas y "científicos" nos repiten, día a día y año a año, que somos culpables. Insoportablemente culpables. Culpables de poluir la atmósfera, de oprimir a las mujeres, a los negros, a los musulmanes, a los alterosexuales. Culpables de xenofobia, de egoísmo, de injusticia, de supremacismo, de discriminación, de ganar peso, de comer carne, de hacernos ricos, de ingerir azúcar y colesterol.

No, este fenómeno no es similar a las cazas de brujas, al MacCarthismo, y ni siquiera al 1984 de Orwell. Si a algo se parece es al nazismo y al cristianismo, y tiene componentes de los dos. Mientras los nuevos sacerdotes predican machaconamente nuestras culpas, originales o no, los más vehementes (o quizá los mejor pagados) descargan su culpabilidad contra la raza blanca, contra el sexo masculino, contra el CO2 o contra ciertos fantasmas del pasado sugeridos en las nuevas catequesis (no todos; las estatuas de Lenin, por ejemplo, están todas intactas). Intimidados por la extensión imparable de la culpa colectiva, gobernantes, empresarios, políticos y ciudadanos de a pie se arredran y se suman al movimiento. ¿Hasta dónde llegará la ola?

Es difícil predecirlo. Si prevalece el componente cristiano, tenemos ideología para rato. Si, en cambio, gana la facción destructiva, el resultado será el caos, en una primera etapa. En una segunda etapa, eche usted una moneda al aire y tal vez acierte. Yo no soy tan valiente.

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