jueves, 9 de diciembre de 2010

Mario Conde: el cuerpo extraño

Era invierno, estaba nublado y hacía mucho frío. Corría posiblemente el año 1972. No recuerdo cómo me metí en aquel lío. Las algaradas habían comenzado de buena mañana, y en todas las Facultades las clases habían quedado vacías. El campus de la Universidad parecía en estado de guerra. Flotaba en la distancia el ulular de las sirenas de la policía, grupos de estudiantes corrían dispersos en todas direcciones, y los rumores se desataban. Los 'grises' habían tomado Medicina, habían detenido a estudiantes, atacaban, cercaban, retrocedían. Nosotros estábamos en el jardincillo de la Facultad de Físicas, sin saber muy bien qué hacer. En la confusión, acerté a ver al 'Chino' corriendo con unos cuantos más hacia el bosquecillo de Biológicas, y lo seguí.

La tierra estaba resbalosa a causa de la lluvia. Ascendimos quizá 500 metros, sorteando pinos, y desembocamos en la calle de los colegios mayores. Entonces el grupo comenzó a gritar consignas, y tres o cuatro de ellos atravesaron un coche en la calzada. Sin saberlo, me había metido en un comando del FRAP.

En la lejanía se oyó el ruido de un helicóptero, aproximándose. En aquel momento apareció tras una curva un autobús de la línea F. Le dieron el alto. Varias piedras se estrellaron contra sus vidrios, y los pasajeros descendieron apresuradamente. El conductor se resistía pero, finalmente, cedió. Entre ocho o diez estudiantes, agarraron el chasis del autobús y trataron de derribarlo. Era peligroso. La cabina de pasajeros se balanceaba cada vez más, pero el autobús no caía. Sobre nosotros apareció entonces el helicóptero de la policía. Hablando por un altavoz nos conminaron a disolvernos, pero nadie hacía caso. Yo tenía cada vez más miedo, y no sabía muy bien qué hacer.

De pronto, apareció la caballería y cargó contra nosotros. Me interné entre los pinos y eché a correr de nuevo, esta vez cuesta abajo, hacia la Facultad. Oía detrás de mí los cascos de los caballos, resbalando igual que yo sobre la tierra mojada. No sé cómo me libré de ellos. Cuando llegué por fin a refugiarme a la Facultad, un policía que estaba en la puerta me impidió el paso. Me había visto varias veces ya aquella mañana y me había tomado por un agitador. En tono amenazante, me dijo que me marchara de la Universidad. Tuve que entrar a recoger mis cosas por una ventana.

Aquella fue posiblemente la ocasión en que más peligro corrí durante aquellos años turbulentos. Más de una vez pude haber recibido una paliza, o haber dado con mis huesos en los calabozos de la Puerta del Sol. Uno de mis compañeros de clase fue aporreado con saña por varios policías, y otro recibió un tiro que le atravesó el pulmón. Cuando, cinco o seis años después, murió por fin el General Franco y se convocaron elecciones libres, yo acudí con entusiasmo a votar.

Al igual que aquella mañana de invierno con el comando del FRAP, no sabía dónde me había metido. En el año 1982, el Partido Socialista ganó las elecciones. Yo acababa de instalarme en Viena, y acogí la noticia con entusiasmo. Con todo, me sorprendió por su radicalidad una de las primeras medidas que adoptó el nuevo Gobierno: la expropiación del holding RUMASA. Por las noches, en mi piso de la Schelleingasse, leía asiduamente El País y añoraba aquella nueva España que se estaba empezando a forjar lejos de mí, a impulsos de la honradez y los propósitos de justicia social del nuevo partido en el poder.

En los años 90 empecé a frecuentar Barcelona. Había perdido bastante el contacto con la realidad política, pero seguía mirando con simpatía el Gobierno de Felipe González. Por aquellos años se empezaba a hablar de los GAL, de un banquero llamado Mario Conde y de la nueva ley de la "patada en la puerta". Pero, en Barcelona, la inminencia de los Juegos Olímpicos se comía todas las noticias.

El banquero Mario Conde era en realidad un brillante abogado del Estado que había hecho mucho dinero en poco tiempo y había comprado un banco. Así, como suena. Empezaba a ser el ídolo de muchos jóvenes, que veían en él un nuevo modo de ascender en la escala social por mérito propio: algo así como el sueño americano. En las navidades de 1993, sin embargo, una noticia sacudió España: Banesto, el banco de Mario Conde, acababa de ser intervenido.

No fui yo el único que pensó que aquella intervención obedecía a móviles políticos. Banesto estaba comprando acciones en medios de comunicación, y se rumoreaba que el carismático Mario Conde, un recién llegado al mundo de las finanzas, planeaba dar el salto a la política. Entre tanto, mi simpatía por el Gobierno de Felipe González había decaído mucho. Pocas semanas antes de la intervención de Banesto había salido a la luz el escándalo de Roldán, un farsante sin escrúpulos que, siendo director de la Guardia Civil, se había apropiado del dinero de la caja de huérfanos del Cuerpo que él dirigía. A esas alturas, se sospechaba ya que los GAL eran un grupo terrorista organizado por el propio Gobierno, y corrían todo tipo de rumores sobre el destino de los fondos reservados del Estado.

La situación económica era penosa. Después de unos años de riqueza especulativa, la peseta fue devaluada tres veces en sólo nueve meses. Se alcanzaron los 3,5 millones de desempleados, y las posibilidades de que España se incorporara al euro se desvanecían. Con ese telón de fondo, en diciembre de 1994 Mario Conde ingresó por primera vez en prisión.

Dieciséis años después, el ex-propietario de Banesto acaba de reunir en un grueso libro (Los días de gloria, Ediciones Martínez Roca, 2010) su versión de aquellos acontecimientos. Versión es, porque la ha escrito él, pero, dejando aparte algunas apreciaciones subjetivas, como la soberbia en la mirada del Gobernador del Banco de España o las atribuciones de amistad, inquina o envidia a amigos y enemigos, el resto del libro es una concatenación de hechos sólidamente sustentados en fechas, cifras y nombres propios que, dos semanas después de haber sido puesto a la venta, nadie ha refutado todavía públicamente.

Lo cual debería ser significativo, porque los aludidos son muchos, y las acusaciones, gravísimas. Los aludidos, de hecho, son prácticamente todos cuantos pululan por los siniestros pasillos del Poder en esta España de comienzos del siglo XXI. Financieros, periodistas, jueces, políticos y simples aduladores conforman, en su relato, una sórdida amalgama de intereses con un único objetivo: medrar a cualquier precio. En una sucesión vertiginosa de intrigas, alianzas, odios y traiciones, el Poder aparece ante nuestros ojos descarnado y terrible, con nombres y apellidos. Para los que vimos la Transición con la ilusión de la primera juventud, el libro de Mario Conde es demoledor.

El Partido Socialista se había propuesto controlar todos los grandes bancos del país y, ante ese jugoso fin, los medios a utilizar carecían de importancia. En semejante contexto, el advenedizo Mario Conde, brillante, triunfador y, en aquella época, excesivamente pagado de sí mismo, era un forúnculo doloroso que había que extirpar. El Gobierno -y, a su servicio, el Estado- lo había decidido, y en ello colaboraban, solícitos, jueces, periodistas y políticos de todo pelaje, convertidos en mamporreros del Poder.

En una escena iluminadora, Jesús Polanco le explica durante un desayuno cómo, con unos cuantos editoriales de El País contra el ministro de economía, éste se ablandará lo suficiente para permitirle comprar unas acciones a buen precio. Luis María Anson, por entonces director del diario ABC, contempla impávido durante un almuerzo cómo el Vicepresidente del Gobierno, Narcís Serra, maneja telefónicamente los hilos que conducirán en una sola mañana, contra viento y marea, a la intervención de Banesto. El juez García-Castellón comenta ante un testigo que le adjudicarán a él el caso Banesto antes de ser presentada siquiera la querella. Y así sucesivamente.

Pero el asalto contra Mario Conde no podía prosperar mientras la oposición no estuviese de acuerdo. Aznar, un mediocre de mediocres, era, como demasiados españoles, envidioso de las mentes brillantes. Y finalmente llegó su consentimiento. El líder potencial, el triunfador inteligente y hábil, no podía hacerle sombra ante unas elecciones que él deseaba, a toda costa, ganar. Para Mario Conde, la suerte estaba echada. La prisión de Alcalá-Meco lo esperaba.

La narración de todos estos acontecimientos es eficaz, un tanto deslavazada en los flash back y flash forward con que el autor avanza y retrocede en el tiempo para explicarnos su historia. Inevitablemente, el estilo de un abogado del Estado recuerda demasiado a menudo la prosa artificiosa del código civil. Los personajes del esperpento Banesto traman sus intrigas en almuerzos, desayunos y cenas sentándose "en la mesa", las afirmaciones de los Judas de turno son casi siempre "falsas de toda falsedad", y a menudo uno desearía que frases como "resulta excesivamente complicado" se quedaran en un simple "es muy difícil". El espíritu del Sr. Conde flota probablemente todavía en un mundo de pliegos de descargo e informes de gestión, y es difícil conjeturar que todos estos años de dolor y reflexión lo hayan convertido en un segundo fray Luis de León.

Tal vez ello es esperanzador. España necesita desesperadamente una regeneración y, aunque es difícil imaginar quién le podría poner el cascabel al gato, llegado el caso difícilmente podrá prescindirse de un cerebro lúcido y perspicaz como el suyo. Más nos valdría. Porque si, con sus cualidades y experiencia, Mario Conde optase algún día por el bando del Mal, los cuatro jinetes del Apocalipsis o, peor todavía, Felipe González Márquez, quedarían reducidos a bondadosas madres teresianas.

Debo confesar que, para mí, la lectura de 'Los días de gloria' ha sido demoledora. Tiempo atrás, yo creía firmemente que la democracia mejoraría en todos los aspectos la España de Franco. Poco a poco, sin embargo, he ido constatando cómo, a medida que la sociedad acumulaba riqueza material, sus ideales, valores y realidades se iban empobreciendo. Ahora ya no espero nada. Me conformaría con que este tobogán económico por el que mi país desciende no fuera caldo de cultivo para la demagogia y el populismo. La estructura del Estado está madura. La sociedad, quizá también. Argentina no está tan lejos como la vemos en los mapas.

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