sábado, 26 de septiembre de 2015

El refugio

Apenas abrió la puerta para bajar al supermercado, un tipo alto y rubio entró tranquilamente en su casa y se fue derecho al salón. Encarna se quedó petrificada. ¿Sería un ladrón? Escuchó atentamente, pero en el salón no se oía ningún ruido. Aguardó todavía un par de minutos, con el picaporte en la mano, y luego, sobreponiéndose al miedo, avanzó sigilosamente por el pasillo y se asomó al salón. El hombre se había dejado caer en el sofá y se había quedado dormido. Parecía cansado, y tenía un aspecto inofensivo. El miedo de Encarna se transformó en desconcierto. La mujer se dirigió de nuevo a la puerta y salió, procurando cerrar con suavidad para no despertarlo.

En cuanto llegó al portal sacó el teléfono del bolso y marcó el número de la policía.

"¿Es alto y rubio, con los ojos azules?", inquirió la voz del policía al otro lado del teléfono.

"Sí", asintió Encarna.

"Es un refugiado", dijo el policía en tono rutinario. "Ha estallado una guerra terrible entre Suecia y Dinamarca, y hay muchos como él que están huyendo de su país. Haga lo que pueda".

Sin darle tiempo a responder, el policía colgó. Los ojos de Encarna se humedecieron. Pobre hombre. La mujer abrió el monedero y contó el dinero que tenía reservado para hacer la compra. En lugar de pescado fresco, compraría unas latas de atún. Y una barra más de pan. El refugiado parecía buen mozo, y seguro que comería con apetito.

Al regresar a casa, el refugiado se había despertado y estaba mirando la tele. Al ver entrar a Encarna sacó un teléfono del bolsillo y, haciendo señas, le pidió la contraseña de la wifi. Encarna, todavía un poco temerosa, se la apuntó en un papel. El hombre tecleó el código en el teléfono, seleccionó un contacto y se puso a hablar con alguien, casi a gritos. Encarna, sin decir nada, se fue a la cocina y empezó a preparar la comida.

A mediodía, en cuanto oyó la llave girando en la puerta de entrada, Encarna corrió hasta el recibidor para explicarle la situación a su marido.

"Espera, Manolo. No te vayas a asustar. Tenemos un refugiado en casa. Por lo visto, hay una guerra..."

"Sí, entre Suecia y Dinamarca. Ya me he enterado en la oficina. Es terrible. Pobre gente..."

Entraron juntos al salón. La tele seguía encendida, y el refugiado miraba ahora con gran interés una película de romanos. Contestó al saludo de sus anfitriones con un leve movimiento de cabeza y siguió mirando la tele.

El matrimonio se retiró a la cocina.

"Tendrá que dormir en el sofá", susurró Encarna. "No tenemos ninguna habitación libre".

Su marido asintió, pensativo.

"No te preocupes", dijo ella, adivinando su preocupación. "Ya nos arreglaremos".

A las cuatro de la tarde, Manolo se marchó otra vez a la oficina. Para Encarna era la hora de la telenovela, pero el refugiado se había vuelto a sentar en el sofá y zapeaba frenéticamente. Por fin, encontró una película de romanos. Se arrellanó y, mirando a Encarna, con fuerte acento nórdico exclamó:

"Kafé!"

La mujer le hizo un café, pero no se atrevió a sentarse junto a él. Se lo dejó en la mesita del salón y, mientras en la pantalla un centurión flagelaba cruelmente a una prisionera, salió discretamente de casa, bajó dos tramos de escalera y llamó a la puerta de Cecilia, la vecina del segundo.

"¿Vas a ver la telenovela? Es que tengo un refugiado en casa y..."

"Qué me vas a contar. Yo tengo dos. Precisamente ahora pensaba subir a tu casa a ver la telenovela..."

Cecilia y Encarna pasaron esa tarde en el cuarto de planchar, haciendo sopas de letras.


Por la tarde, Manolo llegó un poco antes de lo habitual. Esa noche había un partido de fútbol que no se quería perder. Pero el refugiado estaba mirando con gran interés un programa de bricolaje.

"Football, no", gesticuló el nórdico con displicencia. "Bricolage!"

Después de cenar, el refugiado se tumbó en el sofá y buscó en la tele una película de romanos. Encarna le echó una manta por encima, y ella y Manolo se recluyeron en el dormitorio. Cuando Encarna se metió en la cama, Manolo se acababa de quedar dormido haciendo sudokus.

A la mañana siguiente, Encarna despertó sobresaltada. Manolo se había ido a la oficina, y se oía un gran estrépito en la escalera. Se puso la bata y las zapatillas y salió a averiguar qué pasaba. En el sofá, el refugiado roncaba plácidamente.

Remigio, el jubilado de la puerta de enfrente, estaba ya en el rellano, mirando con inquina por el hueco de la escalera.

"Es Onofre, el del primero. Hay una familia de refugiados que quiere entrar a su casa, y él no les deja".

Allá abajo se oían imprecaciones en danés y tremendos golpes en la puerta del recalcitrante vecino. Evidentemente, la familia de refugiados no se conformaba. Por fin, la puerta del vecino se abrió y el perro de Onofre, rugiendo ferozmente, saltó sobre los refugiados. Se oyeron gritos.

"Es un desalmado", censuró Encarna.

"Es un fascista", puntualizó Remigio, con desdén. Y se volvió a meter en su casa.

Varios meses después, el número de fascistas en el país ascendía sólo a un 31%, según las noticias de la televisión. El concepto de 'fascista', sin embargo, estaba siendo revisado. Ahora, fascistas eran ya los que no admitían más de dos refugiados en su casa. Por eso, cuando una mañana de diciembre Encarna abrió la puerta para ir al supermercado y se encontró con aquellas dos mujeres embarazadas, las dejó pasar. Al encontrarse con el rubio compatriota en el sofá mirando una película de gladiadores, las mujeres lo saludaron efusivamente. Se entabló una animada conversación en danés. Encarna examinó compungida el contenido de su monedero, suspiró, y se marchó al supermercado.

Para entonces, ya todo el mundo sabía que a los refugiados sólo les gustaban las películas de romanos. Es más, les repugnaban los thrillers, los romances, los deportes y la ciencia ficción. En nombre de la multiculturalidad había que respetarlos, de modo que Encarna y Cecilia se pasaban las tardes haciendo sopas de letras en un banco del parque y Manolo se reunía con los vecinos en el bar de la esquina para ver los partidos de fútbol.

Hasta que los refugiados empezaron a frecuentar también los bares. El Gobierno les había asignado una pequeña subvención mensual, y ahora en muchos bares sólo se podían ver ya películas de romanos. O programas de bricolaje. Que fue lo que terminó sucediendo en el bar de la esquina. Cuando Manolo se encontró por primera vez en la pantalla con unas cuadrigas romanas en lugar del estadio del Celta, su corazón dio un vuelco. Su suerte estaba echada. Pero el dueño del bar se acercó sigilosamente a él.

"Ven", le dijo en voz baja, secándose las manos en el delantal.

Manolo lo siguió hasta la trastienda. Allí, entre barriles de cerveza y cajas de refrescos apiladas hasta el techo, unos cuantos vecinos jaleaban a un defensa del Celta de Vigo aguantándose las ganas de gritar. No habría sido la primera vez que los refugiados denunciaban una algarada en una trastienda, y todo el mundo sabía cuáles eran las consecuencias: la policía cerraba el bar.

Pero si la policía cerraba el bar los refugiados se quedaban sin ver la nueva versión de Quo Vadis recién salida de Hollywood, de modo que el Parlamento aprobó una nueva ley de 'discriminación positiva': todo establecimiento público en el que se molestase a algún refugiado sería inmediatamente requisado y entregado a una familia danesa.

De todos modos, eran pocos los partidos de fútbol que Manolo podía ver en la trastienda. De lunes a viernes tenía que asistir obligatoriamente a clases de danés, que acababa de ser designado lengua cooficial. Para entonces, Manolo y Encarna dormían ya en la cocina. El dormitorio y el salón estaban ocupados por refugiados, y por las mañanas Manolo tenía que sortear cuatro o cinco sacos de dormir para llegar hasta la puerta.

Lo peor de todo eran los gastos. Además de comer como limas, los refugiados se duchaban constantemente, y las facturas de luz y agua habían llegado a ser exorbitantes. El Gobierno daba una ayuda mensual a los refugiados, pero no a sus hospedantes, y finalmente sucedió lo inevitable: una buena mañana cortaron el agua.

Esa misma tarde, un reportero de Danish TV, una emisora de televisión local, se presentó ante la puerta de Encarna, dispuesto a filmar la situación angustiosa en que habían quedado aquellos pobres refugiados. Encarna no supo responder a las preguntas en danés que le hizo el periodista, y esa misma noche, mientras los refugiados contemplaban plácidamente en la pantalla cómo construir una caseta para perros en el jardín, la emisora interrumpió la programación para mostrar imágenes estremecedoras de refugiadas fregando en la cocina de Encarna con agua embotellada.

Cuando la policía, rodeada de una nube de periodistas, llegó al domicilio para detener al matrimonio, los cuerpos de Manolo y Encarna yacían ya aplastados sobre la acera. Como vivían sólo en un tercero, habían tenido la precaución de arrojarse desde la azotea. En las ventanas y balcones del edificio, docenas de refugiados, asomados, miraban con sorna.


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