sábado, 24 de noviembre de 2007

Guardar la ropa

La mañana hoy era soleada, espléndida. Sin pensarlo dos veces, me he subido a mi bicicleta y he paseado largo rato por la ciudad. Por las mañanas, el barrio del Mercado Central rebosa de animación, y los grupos almorzando en las terrazas de los bares devuelven a la ciudad ese sabor popular que yo creía perdido.

Desplazarse en bicicleta tiene muchas ventajas. En unas pocas horas puede uno, si lo desea, recorrer una ciudad del tamaño de Valencia, e incluso detenerse en una de esas terrazas el tiempo necesario para saborear un café. Por eso, casi siempre que exploro la ciudad en bicicleta descubro algo nuevo.

Hoy, muy cerca precisamente del Mercado Central, en una callejuela peatonal salpicada de librerías de lance, me ha sorprendido ver un espacioso local con un pomposo título: 'Museo de Cultura Contemporánea'.

Últimamente, aquí todo son museos. Doblas una esquina, y te encuentras con un museo. De qué, da igual. Desde que España es un país rico, los museos forman parte de la vestimenta de las ciudades. Bollullos del Marquesado: Museo de Alfarería. Villaconejos del Cerro: Museo del Esparto. Viveiros del Río: Casa-Museo del Orujo. Y así sucesivamente.

Naturalmente, a falta de publicidad todos estos museos de nuevo rico están siempre vacíos. No están hechos para fomentar la cultura, sino para presumir. Al gobierno de turno realmente se la da una higa que la gente tenga o no cultura. Al poder, lo que realmente le importa es que sus súbditos no se quejen. Por eso, los políticos viven obsesionados con la riqueza: crear riqueza.

Riqueza material, se entiende. Que no es otra cosa que comprar votos. Pero, ¿y la cultura? ¿Quién le agradece al gobierno la cultura?

Depende de lo que se entienda por cultura. Para mí, cultura es cultivar. Nunca me gustó el football, esa expresión máxima de la cultura popular contemporánea. Si hubiera tantos programas de radio y televisión dedicados a cultivar el mundo de los libros, las artes o las ciencias como a cultivar el mundo del deporte, quizá la riqueza material no sería el valor supremo de nuestra sociedad.

Pero la afición a los deportes no es una afición de individuos, sino de masas. ¿Cuál es ese placer inefable que proporciona el sentirse masa? Exceptuando alguna que otra excursión en autocar en mis tiempos adolescentes, siempre he sentido aversión por esa variante de placer, el más tosco de cuantos puede experimentar el ser humano.

Es que me aburro. Una vez averiguadas todas las combinaciones posibles de jugadas sobre un campo de football, ¿qué novedades puede aportar la contemplación de una de ellas? El football es un ajedrez para neanderthales. Algo así como sacar a pasear al perro y difrutar viéndolo correr, con la lengua fuera. Mí no comprender.

Esa supremacía de los valores de masa frente a los de individuo hace que el arte, e incluso la ciencia, sólo puedan formar parte de la cultura popular en tanto que fenómeno multitudinario. Los museos y salas de exposiciones se abarrotan de japoneses, de familias, de autocares de jubilados en visitas guiadas. ¿Realmente toda esa gente disfruta con las obras que se les muestra?

La respuesta, pese a todo, es 'Sí'. Pero para que un cuadro de Cézanne tenga tantos aficionados como un Sevilla-Bétis ha sido necesario antes transformarlo en espectáculo. ¿Qué espectáculo? La contemplación de un 'objeto decorativo'. Sin honduras ni sutilezas. Sin análisis ni síntesis. Sin resonancias históricas ni dramáticas. Sin cortocircuitos mentales. Simplemente, un objeto decorativo... demasiado caro para mi presupuesto.

Volvemos así al principio: la riqueza, como referente del status social. Desde esta perspectiva, ¿por qué interesarse por la literatura, la música o la pintura más que por un desfile de modelos?

El razonamiento es impecable. Y democrático: ¿por qué diablos -se preguntará usted- tendría que ser más trascendente el Stabat Mater de Pergolesi que unas bragas de Armani?

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