domingo, 29 de noviembre de 2020

Abstracciones

El mundo de los conceptos es complejo e intrincado, pero tiene una característica inalterable: es cualitativo, no cuantitativo. Podemos trocear mentalmente un arco iris tanto como queramos y asignar una palabra a cada uno de esos trozos pero, hasta donde nuestra vista nos lo permita, siempre encontraremos matices que nos dejarán insatisfechos. 

A lo largo de la historia, esa posibilidad de dividir un concepto indefinidamente ha inspirado dos modelos de la realidad basados en supuestos diferentes: (1) las divisiones se terminan; (2) las divisiones nunca se terminan. La primera concuerda bien con la humilde constatación de que nuestros sentidos (y nuestra memoria) tienen un límite, y de que no disponemos de un tiempo infinito para averiguar si la continuidad es ese zoom que nunca se termina.

Para resolver los problemas de la vida cotidiana, nuestros antepasados adoptaron un modelo práctico que no tomaba partido entre esas dos posibilidades. Pesar trigo, distribuir sopa o medir telas eran operaciones en las que todas las partes podían ponerse de acuerdo sin complicarse la vida más de lo necesario. Pero algunos inconformistas se preguntaron si aquellos dos modelos les permitirían --además de comerciar, distribuir o construir-- explicar.

¿El universo estaba hecho de aire, agua, fuego y tierra, o de átomos indivisibles? ¿Una flecha en movimiento recorría un número infinito de puntos durante un número infinito de instantes? ¿El tiempo y el espacio fluían eternamente? ¿Una circunferencia era un polígono con un número de lados infinito? Estas, y muchas otras preguntas parecidas, tenían respuestas diferentes según el modelo mental que uno adoptara, y en algunos casos extremos ni siquiera fue posible declarar un vencedor. Por ejemplo, después de larguísimas y amargas controversias, hemos tenido que aceptar que la luz, aparentemente, está hecha de ondas continuas y, al mismo tiempo, de partículas indivisibles.

Está claro, pues, que el objeto de la ciencia no es describir la realidad, sino construir modelos abstractos que la expliquen lo más fielmente posible. Aquellos primeros pensadores de la era antigua no especularon en vano. Confrontadas con la realidad, sus ideas fueron siendo aceptadas o descartadas y, con el tiempo, alumbraron el método científico, gracias al cual hoy nos alimentamos, nos protegemos y nos transportamos infinitamente mejor que los primitivos cazadores de mamúts. 

Pero, a medida que nos esforzamos por explicar la realidad, también vamos descubriendo que es inagotable. Los físicos de nuestros días manejan conceptos tan inabarcables como el universo y tan impalpables como los quarks. Tocar un cable eléctrico nos puede dar calambre, pero el concepto de campo eléctrico es completamente abstracto. Y la abstracción, como en tiempos de Demócrito, nos aboca, todavía hoy, a problemas a los que sólo podemos responder con conjeturas.

Pero no cualquier conjetura. Las conjeturas que han resuelto los problemas más profundos han sido el resultado de un cambio de modelo mental. El sol no gira alrededor de la Tierra, el éter no existe, la generación espontánea es imposible, las especies biológicas evolucionan, los continentes se mueven. Cada una de esas conclusiones ha costado a sus descubridores años, a veces siglos, de rechazo, olvido e incomprensión. 

Uno de los problemas, casi metafísicos, a los que se enfrentan los físicos de hoy está relacionado con la naturaleza del tiempo. En lo esencial, no estamos tan lejos de Demócrito. ¿O quizá deberíamos decir, mejor, Zenón de Elea? Los lectores de este blog, si es que todavía queda alguno, ya conocen mi admiración y mi obsesión por las geniales paradojas de Zenón. Una y otra vez, vuelvo a ellas y me vuelvo a hacer preguntas. Esencialmente, una: ¿podemos formalizar el modelo en el que se basa, implícitamente, nuestra noción del espacio y del tiempo?

No estoy seguro. Con todo, muchos siglos después de Zenón, todavía creo ver grietas en los fundamentos de ese modelo que, o bien nadie ha llegado a cuestionarse, o bien han tapado con parches de artificiosa gutapercha teórica. Por ejemplo, incapaces de definir el concepto matemático de conjunto, los especialistas lo han susitituido por una compleja lista de axiomas que, para cualquier ser humano sensato, son cualquier cosa menos evidentes. Deus ex machina, dirían los aficionados al teatro.

Ya he escrito otras veces, y no poco, sobre las paradojas de Zenón. El concepto de continuidad significa que cada punto de una línea, teniendo dimensión cero, está conectado con otros dos, uno a izquierda y otro a derecha. Con una peculiaridad: si asociamos a ese punto un número real, no hay ningún otro punto que esté inmediatamente contiguo a él. Cómo es posible el movimiento según ese modelo, es un misterio que los matemáticos hasta ahora, que yo sepa, no han explicado.

El concepto de punto de dimensión cero plantea otros problemas. Si identificamos mentalmente uno de tales puntos, por ejemplo el punto medio de un segmento, tenemos que deducir que una mitad de ese segmento está a su derecha, y la otra mitad a su izquierda. Llamemos M a ese punto. Naturalmente, estamos suponiendo que M es parte integrante de nuestro segmento. ¿Qué sucederá cuando cortamos el segmento en dos? El punto M no se puede desdoblar, porque entonces no sería un punto, sino dos, y, siguiendo ese razonamiento, todos los puntos del segmento podrían desdoblarse hasta el infinito. Por lo tanto, tenemos que suponer que M se queda en una de las dos mitades. Pero entonces, ¿cómo identificaremos el extremo de la otra mitad? ¿Como el punto inmediatamente contiguo a M? Problema: en nuestro modelo tal cosa no existe. Aun así, curiosamente, sí le podemos asignar un nombre. 

La operación de división, por ejemplo en dos mitades, es la operación inversa de la multiplicación, que no es otra cosa que una suma repetida. Si hablamos de longitudes, sumar es poner una cosa a continuación de otra. Como esas dos cosas tienen extremos claramente identificables, el punto de unión --llamémoslo U-- conectará uno de esos extremos a continuación del otro. Pero en el mundo de los números reales eso no es posible. De modo que tenemos que suponer que U o no formará parte del nuevo segmento o será el resultado de fundir en uno solo los dos extremos acoplados. En el primero de estos dos casos, podremos referirnos a U indistintamente como "el antiguo extremo del lado izquierdo" o "el antiguo extremo del lado derecho", pero en el segundo caso U será indistinguible y no tendremos ninguna posibilidad de ponerle nombre. Peor todavía: si U son dos puntos fundidos en uno, tendrá que poderse desdoblar.

Pero vamos al tema de hoy. Si contemplamos la suma como una operación cualitativa, los segmentos que sumemos podrán tener cualquier longitud. Lo único que importará es que podamos contar uno a uno los puntos de unión para obtener el resultado de nuestra suma (o multiplicación). Por ejemplo, si acoplamos dos palos de escoba uno a continuación del otro, el resultado será el número 2, sea cual sea la longitud de cada palo. En este caso, sin embargo, la operación inversa sólo será posible si invertimos el sentido del tiempo, para poder identificar los trozos que previamente habíamos unido. Si no tenemos esa información sobre el pasado, cualquier combinación será posible, y la entropía habrá aumentado.

En cambio, cuando contemplamos la suma como una operación cuantitativa, sólo nos interesará que esas dos mitades sean iguales con independencia de su pasado y, por lo tanto, estaremos dando por supuesto que el tiempo es reversible sin coste alguno. Esto quiere decir que estaremos describiendo una realidad de entropía cero, y nuestro modelo, por consiguiente, no describirá adecuadamente el mundo real. 

Todo esto quizá no tendría importancia si la física teórica hubiera encontrado un modelo teórico que conectara adecuadamente la realidad microscópica con la macroscópica, pero tal cosa todavía no ha sucedido. Tampoco tendría importancia si la semántica fuera una ciencia formal, capaz de explicar en profundidad el fenómeno del lenguaje humano y de predecir, de manera verificable, sucesos lingüísticos posibles. Ninguna de esas dos cosas ha sucedido (quizá la segunda sí) y, en cualquier caso, yo no puedo dejar de hacerme preguntas. 

Tampoco importa mucho. Este blog flota a la deriva, desde hace muchos años, dentro de una botella insignificante en la inmensidad de un océano sin faros ni puertos. O quizá, si uno piensa en sus antepasados, rueda, arrastrado por el viento, por la inmensidad de un desierto en el que los oasis son raros y siempre muy lejanos. A estas alturas ya, imposibles de encontrar.

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jueves, 19 de noviembre de 2020

Placer, aventura y desafío

Estimados contactos:

Hoy he decidido que no voy a seguir enviando ya datos sobre el famoso virus que asola, no sé si el planeta, pero sí los medios de comunicación y los gobiernos de casi todo el mundo. En estos últimos meses he podido comprobar hasta qué punto el miedo es capaz de inhibir el sentido común y el espíritu crítico, que son dos de los pilares de la sociedad en la que me gustaría vivir. El silencio o la fe ciega de muchos de vosotros me han hecho comprender que mi esfuerzo es, definitivamente, inútil.

Voy a resumir cómo ha evolucionado mi actitud a este respecto desde el comienzo. Las primeras noticias que venían de China traían a la memoria otras alarmas sanitarias relativamente recientes que finalmente se quedaron en nada. Estoy pensando en las vacas locas, la gripe aviar, la gripe A, SARS, MERS, y otras más sutiles pero persistentes, como el terror al aceite de oliva (en los años 80) o a comer huevos, y una larga lista de alimentos 'malsanos' que sigue creciendo día a día. Todo ello, para alborozo de la OMS, que necesita seguir manteniendo a una enorme legión de burócratas ricos, vagos e incompetentes. Los he padecido en persona, así que sé de lo que hablo.

De modo que, aunque algunas informaciones eran preocupantes, en un principio pensé que la cosa no sería grave. Cuando la epidemia, de pronto, apareció en Italia, se desató una gran confusión. Al principio, se hablaba de una simple gripe. No había que controlar las fronteras, porque en España apenas iba a haber casos, y además teníamos la mejor seguridad social del mundo. Poco después me enteré de que no éramos los únicos: también Francia y el Reino Unido tenían, por lo visto, "la mejor seguridad social del mundo".

Una noche, escuchando a Nigel Farage en LBC Radio, comprendí que había razones para alarmarse, y adopté medidas. Poco a poco, fui haciendo acopio de alimentos y artículos de primera necesidad, y dejé de viajar en autobús. Por aquellos días, los autobuses en esta ciudad iban abarrotados de turistas italianos, y muchos de esos turistas acudían todos los días en masa a la plaza del Ayuntamiento, donde se apretujaban miles de personas para asistir a un espectáculo pirotécnico. Por si eso fuera poco, en los casales de barrio las reuniones festivas eran casi diarias, y varios miles de hinchas del equipo de fútbol local pasaron un fin de semana en Milán --precisamente el foco de la epidemia-- para asistir a un partido multitudinario.

Poco tiempo después se decretó el encierro obligatorio (que los más cursis llaman 'confinamiento'). Los medios de comunicación oficiales --es decir, prácticamente todos-- quitaban importancia al asunto, pero en los medios más disidentes empezaron a aparecer imágenes espeluznantes de enfermos en los suelos de los hospitales, caravanas secretas de coches fúnebres y, por las redes sociales, testimonios angustiosos de sanitarios desbordados por la situación y desesperados por la falta de medios para protegerse siquiera ellos mismos.

Durante dos largos meses sólo salí de casa para tirar la basura. Las calles estaban desiertas, a las ocho de la tarde los balcones se llenaban de vecinos aplaudiendo al aire, y por las redes circulaban canciones de escasa calidad musical pero que, con un nudo en la garganta, nos aseguraban que sobreviviremos, como si en lugar de un virus se hubiera abatido sobre nosotros una invasión extraterrestre.

Los datos eran, más que contradictorios, caóticos. El virus persistía en una misma superficie apenas dos días, tan sólo unas horas o hasta varias semanas, según el estudio científico que uno leyera. Las mascarillas al principio no servían para nada, al poco tiempo eran imprescindibles, y en Suecia no fueron necesarias. El periodo de incubación era tan corto como unos días, según unos, o tan largo como unas semanas, según otros. La velocidad de contagio era de uno a tres, pero en realidad era de uno a cien, o tal vez de uno a mil. Los enfermos asintomáticos contagiaban, pero luego no contagiaban, y después sí contagiaban otra vez. La enfermedad se curaba con hidroxicloroquina, pero luego ya no. En cambio, el dióxido de cloro era milagroso, pero después era inútil. El Remdesivir era mano de santo, después fue dudoso o peligroso, y al poco tiempo era otra vez inocuo y eficaz.

En realidad, la cosa se curaba con gárgaras o con vahos, según algunos. Resultó que no. Hasta leí un estudio científico (sic) que aseguraba que fumar tenía un efecto preventivo. Pero en seguida empezaron a circular las teorías conspiratorias. Los chinos habían fabricado y exportado el virus para destruir a Occidente (y de paso quedarse sin clientes a los que vender sus productos). O los verdaderos creadores del virus eran los Estados Unidos, para destruir a China, o cierto magnate húngaro que tiempo atrás --y esto sí es cierto-- había enviado al holocausto a otros judíos como él. Ah, y se me olvidaban las ondas electromagnéticas y la radiación 5G. Los murciélagos, por supuesto, eran tan inocuos como un cirujano ante la mesa de operaciones.

Por fin, tres meses después, llegó la "nueva normalidad", así llamada por cierto sujeto que no sólo nunca había leído a George Orwell, sino probablemente ni su propia tesis doctoral. Sujeto que, recordémoslo, no cayó del cielo, sino que fue votado por otros sujetos que, un siglo después de Lenin, siguen creyendo que la riqueza no se consigue trabajando, sino vampirizando a los que trabajan. Unos, arrimándose a la teta de la vaca y otros, directamente, comprando la vaca. (Por si alguien está en la inopia, los que trabajan son la vaca).

A esas alturas, la vaca estaba ya francamente famélica, pero el mensaje, alentador, era que por fin habíamos derrotado al virus. Todos juntos. Cómo podíamos estar todos juntos y, al mismo tiempo, mantenernos a distancia era un misterio nunca explicado, pero lo importante era que saliéramos a la calle, triunfantes, que consumiéramos mucho y que disfrutáramos de la vida. Y, para que quedara claro, el gobierno se apresuró a dar ejemplo yéndose de vacaciones.

La situación se empezó a aclarar. Las cifras eran igual de confusas, pero en general no parecían preocupantes. Poco a poco, fue quedando claro que el virus se había cebado en los más ancianos, y que los niños y los jóvenes no corrían más peligro que cuando cruzaban la calle escribiendo jajajajaja en el móvil. Llegó el verano, las playas y las discotecas se llenaron y los más agoreros pronosticaron terribles hecatombes. Pero a finales de septiembre las cifras fatídicas eran muy bajas, y manifiestamente estables.

En octubre empezó otra vez la alarma generalizada, pese a que las cifras no la justificaban. Por aquellas fechas me llamaron la atención sobre los falsos positivos de las pruebas PCR. En laboratorio, el porcentaje efectivo de falsos positivos se acercaba al 50% para unos valores de prevalencia muy bajos, como es, todavía hoy, el caso. En condiciones reales y a escala industrial, hay dos factores a tener en cuenta y que empeoran esa cifra: la posibilidad de contaminación de las muestras, y la circunstancia de que los análisis PCR son procesos de amplificación de fragmentos de ARN. Cuantos más ciclos de amplificación, más vestigios de código genético aparecerán, y por lo tanto menor será la carga viral que detecten.

Esto quiere decir que un resfriado común (uno de los cinco coronavirus que circulan hoy por el mundo) puede dejar un vestigio suficiente para dar un resultado positivo, sin que el sujeto esté enfermo o contagiado. Así, a medida que aumentaba el número de tests aumentaba vertiginosamente el número de falsos positivos, que sin embargo el gobierno y los medios se empeñaban en calificar como 'casos' o 'contagios'. Se desató el terror. A esas alturas, se sabía ya que el riesgo mortal para los menores de 55 años era muy bajo, y para los mayores de 55 sanos, mucho menor de lo que parecían indicar las cifras totales. Cualquier medida social que ofreciera protección a ese sector de la población habría sido infinitamente más barata que cercenar la economía y enviar al hambre, a la miseria y al suicidio a miles o millones de personas. Se llama 'relación coste/beneficio'.

A día de hoy, el riesgo de morirse por cualquier causa en España es todavía un 30% inferior al de enero de 2005, y aun así la población está aterrorizada. Yo no soy ni microbiólogo ni periodista, pero no creo que haya un solo microbiólogo que ignore todo esto, aunque a estas alturas dudo que haya todavía periodistas que merezcan ese título. Me queda la duda de si esta alarma desorbitada se debe a premeditación o a incompetencia, pero lo que tengo por cierto es que esta crisis no es sanitaria, sino política e ideológica. En mi opinión, es una crisis del estado del bienestar.

Hay una ecuación inevitable en todos los actos de la vida humana: el grado de seguridad es inversamente proporcional al grado de libertad. Para ser realmente libre hay que correr riesgos, y medio siglo de estado protector en Europa ha acostumbrado a la población a temer el riesgo. Las noticias persistentes sobre alimentos que generan colesterol, obesidad o cáncer y sobre la polución del medio ambiente, más las alarmas --científicamente injustificadas-- de cambio climático, han reforzado ese estado de terror. Y hemos caído en nuestra propia trampa.

Se nos ha acostumbrado a valorar la duración de la vida, aunque sus últimos diez o quince años sean vida vegetativa y humillantemente dependiente, y nos han impedido valorar la calidad de la vida. No digo que sea preferible para todos vivir sin privarse de quesos, dulces, alcohol y otras sustancias, y --tal vez-- morirse antes. Naturalmente, es una decisión personal. Pero no universal. Cada uno debe poder aquilatar los riesgos que corre, y equilibrarlos con las compensaciones que le reportan. Se llama libertad.

La libertad y la seguridad son dos mitades irreconciliables de una ecuación, pero no son simétricas. Hay una ideología de la libertad que quiere que todos seamos libres, respetando a nuestro prójimo, y hay una ideología de la seguridad que quiere que todos estemos protegidos siempre. Todos, siempre. Y esa es precisamente la diferencia: la ideología de la libertad es liberadora, mientras que la ideología de la seguridad es totalitaria.

Yo quiero tener la libertad de ser libre: la libertad de correr riesgos. Y no alimento la fantasía de ser inmortal. No sé si acabaré algún día convertido en un geranio, en una silla de ruedas empujada por un desconocido. Desde luego, no lo haré a costa de correr no sé cuántos kilómetros cada día, de hacerme una y otra vez pruebas de colesterol y de privarme de los alimentos que me gustan. Para mí la vida es placer, aventura y desafío, y así quiero que siga siendo. Pasaré malos ratos, y no serán los primeros, pero no voy a tirar la toalla. Amantes de la seguridad e inquisidores de mi libertad, tenedlo presente: sólo se vive una vez.

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domingo, 8 de noviembre de 2020

Descubrimiento de la poesía

No sé cuándo tuve conocimiento de que existía la poesía. Mi madre, desarraigada de su Bilbao natal por la decisión de mi padre de trasladarnos todos a Madrid, nos relataba a menudo, en aquellos primeros años de destierro, historias añoradas de su juventud reciente, de la guerra civil, de costumbres que ella había vivido y que ahora sonaban marcianas en aquel barrio lumpen, desolado, de un Madrid inhóspito donde casi nunca llovía.

Era una mujer muy original --demasiado, según para qué cosas-- y a menudo sorprendente. En aquella época, la gente no consumía música ni palabras y disfrutaba del albedrío de jugar con ellas, así que es posible que a mi madre se le escaparan de vez en cuando algunas rimas, que ella no habría dejado de comentar y que fueron, seguramente, lo que la impulsó un día a hablarme de los bertsolaris.

Conservo todavía un pequeño cuaderno de tapas duras de mi infancia en el que, entre dibujos de inventos mecánicos imposibles y anotaciones intrascendentes, escribí, de mi puño y letra, mi primera poesía. Era la semblanza de un paleto muy bruto, que yo retrataba con intención humorística, inspirada en los personajes de las historietas de los 'tebeos', aquellas revistas infantiles que mi madre nos compraba todas las semanas.

Aquella primera creación, resultado de una feliz combinación de bertsolaris y caricaturas en viñetas, se integró algún tiempo después en el concepto más general de literatura gracias a la pequeña biblioteca de mi padre, que yo me leí casi entera. No siempre con fruición, porque más de un título era demasiado indigesto para mi edad, pero el aburrimiento de leer a Proust era para mí preferible a participar en intercambios de pedradas o en partidos de fútbol belicosos, improvisados en descampados áridos bajo cielos de acero.

Aun así, me apasionaba leer. Los libros eran para mí la única ventana a una realidad digna de ser vivida, o al menos imaginada. Por eso cuando, años después, un día me abordó en la calle un joven y me propuso suscribirme a un club de lectura --dos libros mensuales a cambio de una cuota para mí asequible--, acepté con entusiasmo. Los dos primeros libros que les compré fueron Así habló Zaratustra y Campos de Castilla.

La lectura de Campos de Castilla inspiró mi primera poesía propiamente dicha. Se titulaba 'Andalucía', y la escribí con dieciséis años de edad:

Silencio azul de un ocaso.
Agoniza el sol poniente...
Un firmamento muy raso
se va estrellando al oriente.
El agua fresca de un vaso...

Llena el aire con sus notas
una guitarra gitana.
La promesa de un mañana
se desvanece en las gotas
de una fuente muy cercana.

Casi al mismo tiempo que yo me embelesaba con la poesía de Machado, descubrí en la papelería de mi madre un libro que despertó mi curiosidad. Era la legendaria antología de poetas españoles de 1927, de Gerardo Diego. Desde aquel mismo día y durante semanas, me sumergí en aquel torrente de poesía que me abría más horizontes de los que yo era capaz de explorar. Más que un contacto con la belleza o con las emociones, era un descubrimiento de la capacidad expresiva de las palabras.

He dicho de las palabras, no del lenguaje. La poesía surrealista, que por aquel entonces habían abrazado la mayoría de los poetas, no es, propiamente hablando, lenguaje. Son palabras. Palabras hiladas con un ritmo y una sonoridad evocadores. “Infame turba de nocturnas aves, / gimiendo tristes y volando graves”, escribió Góngora en su Fábula de Polifemo y Galatea, concentrando en sólo dos versos todos los recursos de la poesía plástica: el ritmo, la prosodia y la evocación sensorial y emocional.

No toda la poesía es así. Hay también una poesía reflexiva, por la que siento menos afinidad, y que representaba muy bien un coetáneo --y, comprensiblemente, antagonista-- de Góngora: Francisco de Quevedo. Por ejemplo, en su famoso soneto “Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes, ya desmoronados...” La emoción que puede suscitar este tipo de poesía depende de hasta qué punto uno esté de acuerdo con el autor y con sus principios morales (que, naturalmente, están también sujetos a los vaivenes de la historia... y de la moda).

Hay un recurso más del que echan mano los poetas surrealistas, y que es quizá el más potente de todos: las combinaciones de significados inesperados. Todavía no he olvidado un fragmento de un poema de Rafael Alberti que leí en aquella antología, y que terminaba diciendo “... una navaja de afeitar abandonada al borde de un precipicio”. La navaja de afeitar es un objeto de la vida cotidiana, pero inquietantemente cortante, y ha sido abandonado (¿por quién?, ¿por qué?) en un lugar particularmente peligroso. Parece poco sensato que alguien use una navaja, o para afeitarse o para lesionarse, justo antes de arrojarse a un precipicio, pero la combinación repentina de esas dos imágenes nos coloca en un estado de ánimo sobrecogedor: el misterio, la desesperación y el sentido de la vida irrumpen de pronto en nuestro mundo emocional con la fuerza de una tempestad.

Digan lo que digan los 'entendidos', yo he llegado a la conclusión de que la poesía surrealista y, en general, buena parte de la poesía, no significa nada. No es un mensaje coherente. Ni siquiera un mensaje coherente expresado mediante metáforas. Pero, aun siendo un mensaje dislocado y amalgamado, tampoco es esa 'escritura automática' que argüían sus autores, inspirados en la técnica psicoanalítica que estaba de moda por aquel entonces: dejar que el paciente diga lo primero que se le ocurre. Igual que en un psicoanálisis, el poeta trata de hacernos sentir lo que le está emocionando, con la diferencia de que sus lectores rara vez son psicoanalistas y, aunque lo fueran, no podrían conversar con él para desentrañar lo que quiere decir.

En tiempos de Góngora el psicoanálisis no había sido inventado, pero Góngora recurre a un artificio genial que da un resultado muy parecido. En lugar de construir las frases siguiendo las reglas del español en uso, las recompone usando la sintaxis del latín. Naturalmente, para un lector común y corriente que no haya estudiado latín, los versos de Góngora son desconcertantes. Y, a primera vista, incomprensibles. Por ejemplo, en las Soledades podemos leer, refiriéndose a un náufrago que ha caído al mar:

Del siempre en la montaña opuesto pino
al enemigo Noto,
piadoso miembro roto,
breve tabla, delfín no fue pequeño

Después de leer estos versos unas cuantas veces, sospechamos que todas esas piezas están descolocadas, pero también sospechamos que no han sido escritas al azar. De entrada, vemos que entre una montaña y un pino hay una relación evidente. Si además averiguamos que el Noto es un viento, ya tenemos un punto de partida: un pino en una montaña, expuesto al viento. Seguidamente, el pino 'opuesto' y el viento 'enemigo' nos sugieren una pugna entre dos rivales, y ninguna de esas dos partes parece dispuesta a ceder, porque ya en la primera línea hemos leído que eso sucede 'siempre'. Al abolir las normas gramaticales a las que estamos acostumbrados, Góngora tiene libertad para empezar con un 'siempre' que nos deja en suspenso y va a presidir la escena, nos transporta después a una montaña, y por último coloca en ella dos adversarios paralelos enfrentados entre sí. ¿Literatura, arquitectura, o cine? Las tres cosas al mismo tiempo, diría yo.

Pero la descripción continúa. Una vez construida esa escena, podemos quedarnos simplemente con la idea de que nos están hablando “del [...] pino” y pasamos a los dos versos siguientes, donde nos encontramos con otro paralelismo, esta vez simétrico: miembro roto, breve tabla. Como estábamos hablando de un pino, ese miembro roto sólo puede significar una rama desgajada, convertida en una pequeña (“breve”) tabla, flotando. Para el pobre náufrago, el hallazgo es providencial, algo así como si la tabla se “apiadara” de él. ¿Cómo podemos imaginarnos esta escena más vívidamente? Como si la tabla fuera --nos responderá Góngora-- un delfín al que el náufrago se ha conseguido agarrar para salvar su vida. El náufrago respira, aliviado: aunque la tabla era “breve”, para él ha venido a ser como un delfín “no pequeño”. ¿A alguien le parece, como a mí, que esta descripción tiene un cierto regusto andaluz?

Gracias al latín, podemos descomponer los versos de Góngora y recomponerlos después siguiendo las reglas de nuestro lenguaje habitual, pero en la poesía surrealista eso ya no es así. Para los surrealistas, ese proceso no es necesario porque, le encontremos o no sentido a lo que acabamos de leer, el efecto visual y emocional habrá sido lo primero que experimentemos, y para ellos eso es lo verdaderamente importante. Al centrarse sólo en la pirotecnia de las imágenes, tienen las manos libres para sugerir, en lugar de relatar. Con ellos, la poesía surrealista corta amarras y se separa inconfundiblemente de la prosa.

Por cierto, en las demás artes estaba sucediendo lo mismo. Pensemos en la evolución de la pintura de Kandinsky, desde esos primeros paisajes, cada vez menos verosímiles, hasta las sutiles estructuras de trazos sin ningún significado. O en los paisajes de Cézanne, que marcan exactamente el punto de transición entre la realidad y las sugerencias de la realidad. En música, también Schönberg estaba por aquellas fechas rompiendo definitivamente los moldes de la armonía, y sumergiéndonos en un universo de disonancias tan meritorio como, por otra parte, inaguantable.

De todos aquellos poetas de la Antología, mis dos preferidos fueron Pedro Salinas y Vicente Aleixandre. Mi admiración hacia Pedro Salinas era comprensible, si uno piensa que yo estaba en plena adolescencia y aún no tenía ocasión de enamorarme a menos de quinientos metros de distancia. Pero, mientras la poesía de Salinas era una melancolía ingrávida, los versos de Aleixandre eran marejadas de luz y música, y labios y alas y nubes. Descendientes directos de la sensualidad gongorina, como descubrí algún tiempo después.

Sombra del Paraíso es, para mí, el libro más representativo de la obra de Aleixandre, y también su obra cumbre. Aunque sólo fuera por esa mágica descripción de la Málaga de su infancia, que comienza diciendo:

Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos.
Colgada del imponente monte, apenas detenida
en tu vertical caída a las ondas azules,
pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas,
intermedia en los aires, como si una mano dichosa
te hubiera retenido, un momento de gloria, antes de hundirte para siempre en las olas amantes.

Pero en Sombra del Paraíso Aleixandre ha empezado ya a alejarse del surrealismo. Hay un lento camino desde esos versos de 'Muñecas', en Espadas como labios:

Un coro de muñecas
cantando con los codos,
midiendo dulcemente los extremos,
sentado sobre un niño;
boca, humedad lasciva, casi pólvora,
carne rota en pedazos como herrumbre.

hasta ese conmovedor 'Llueve', en Poemas de la consumación:

En esta tarde llueve, y llueve pura
tu imagen. En mi recuerdo el día se abre. Entraste.
No oigo. La memoria me da tu imagen sólo.
Sólo tu beso o lluvia cae en recuerdo.
Llueve tu voz, y llueve el beso triste,
el beso hondo,
beso mojado en lluvia. El labio es húmedo.
Húmedo de recuerdo el beso llora
desde unos cielos grises
delicados.
Llueve tu amor mojando mi memoria,
y cae, cae. El beso
al hondo cae. Y gris aún cae
la lluvia.

Hoy he releído esos y otros muchos poemas de Vicente Aleixandre, que sobrevivían todavía en libros muy viejos, agostados ya y desencuadernados, en mi biblioteca. Siempre es un riesgo releer a autores que en la primera juventud nos entusiasmaron. En mi caso, no todos me siguen despertando el mismo entusiasmo. Pero hoy, después de releerlas con la misma emoción de entonces, las poesías de Vicente Aleixandre ocupan todavía un puesto muy alto en el podio de mis autores más admirados. Y de mis paraísos imposibles.

Por aquella mano materna fui llevado ligero
por tus calles ingrávidas. Pie desnudo en el día.
Pie desnudo en la noche. Luna grande. Sol puro.
Allí el cielo eras tú, ciudad que en él morabas.
Ciudad que en él volabas con tus alas abiertas.

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