miércoles, 21 de noviembre de 2007

¿Bueno o malo?


El reciente descubrimiento de que es posible obtener células madre de la piel y, probablemente, de casi cualquier otro tejido, cambia radicalmente el panorama de la investigación genética. Para empezar, la manipulación de embriones no será ya necesaria, y los que consideran que un embrión de unas cuantas células es un ser humano podrán descansar -al menos, en ese frente- tranquilos. De hecho, el creador de la oveja Dolly ha decidido ya tirar la toalla y dedicarse a otra cosa.

Haya paz, pues. Pero, al igual que muchas otras tecnologías inventadas por el ser humano, esta podría tener consecuencias que superan nuestra imaginación actual. La pequeña Laxmi fue un lamentable error genético pero, provisto de una técnica sofisticada para moldear las células madre, cualquier biólogo podrá en el futuro crear variedades de la especie humana a gusto del consumidor. Podremos modificar nuestro aspecto exterior para parecer más atractivos, rejuvenecer prácticamente a voluntad, modificar la morfología de nuestro cuerpo para adaptarnos mejor a determinadas tareas o máquinas, o incluso, tal vez, desarrollar alas y aprender a volar. Y todas esas transformaciones serán reversibles.

Fuera bótox. Se acabaron los pechos de silicona y los calvos involuntarios. ¿Quieres causar impresión en la próxima fiesta de disfraces? Acude con rabo de demonio, con pelo de pantera o con cuerpo de centauro. Si eres alpinista o ejecutivo, hazte instalar un segundo corazón, por si las moscas. O, si te atrae más la vida bohemia, guarda un hígado de repuesto en la nevera y alcoholízate sin temor.

En la medida en que son, simplemente, instrumentos para conseguir resultados, las tecnologías no tienen color moral: simplemente, facilitan las cosas. Para bien o para mal. Una caja de fósforos nos ahorra muchas horas de frotar un palito contra una madera, pero una minoría de desaprensivos los usan para incendiar bosques. Por eso, una sociedad que quiera ser sofisticada nunca debe olvidar -sí, sí, leéis bien- el cultivo de la moral.

Porque el mal, como el bien, forma parte de los instintos humanos, y no se arredra ante la falta de tecnologías. Si no conoces el cemento, trenza hojas de palma; si en tu témpano no hay zapaterías, desuella una nutria. Antes de inventarse las armas de fuego, hubo que inventar la catapulta, el aceite hirviendo, el arco, la jabalina. Construir o destruir: siempre buscando atajos.

Pero para cada descubrimiento se necesita también una palabra. En griego clásico, por ejemplo, el arco se denominaba toxon. Por eso, los aficionados al lanzamiento de flechas reciben a veces el nombre de toxófilos. Os suena a otra cosa, ¿verdad? Efectivamente, hubo un tiempo en que las flechas estaban envenenadas, y su uso debió ser tan frecuente que el veneno llegó a ser simplemente esa sustancia con que se embadurnaban las puntas de las flechas. Cuando decimos hoy que una sustancia es tóxica, estamos rememorando sin saberlo aquella época en que nuestros antepasados se defendían, o atacaban, a golpe de arco.

Otro nombre con que se conocen los venenos es ponzoña. En francés y en inglés, poison. Curiosamente, esta palabra proviene del latín potio, que significaba bebida. De ahí, pócima, poción, e incluso el adjetivo potable. ¿Son, pues, las bebidas intrínsecamente buenas, o malas? Depende.
De hecho, pueden ser ambas cosas. Sobre todo en la Edad Media, en que, no habiéndose inventado todavía el chocolate, los dos ingredientes más fuertes de la vida eran... el amor y la muerte. No hay más que leer la Celestina. Por eso, en español usamos ahora la palabra veneno, que originalmente significaba 'brebaje de amor'.

Acordáos de esta etimología la próxima vez que veáis en el cielo brillar a... Venus.

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