sábado, 27 de marzo de 2021

Espíritu crítico

Hace ya algún tiempo que no tengo ganas de escribir, porque me embarga esa demoledora sensación de que tratar de razonar frente a otros es hoy como tratar de nadar contra un tsunami. Pero esta mañana he visto un vídeo que me ha indignado, y necesito poner por escrito las reflexiones a que me ha llevado.

El vídeo era un ataque furibundo (y nada original) a unos cuantos ogros que llevan lustros instalados en el imaginario colectivo. Esos abominables ogros se pueden resumir en dos: el liberalismo y el mercado.

El graciosillo del vídeo, como muchos millones de personas en todo el mundo (y notablemente en países atrasados, como España), parece creer que el liberalismo consiste en dar libertad a los poderosos para que hagan lo que les venga en gana. En particular, claro, para acaparar inmensas riquezas a costa de los más desfavorecidos.

Es cierto que eso está sucediendo hoy --ha sucedido siempre, aunque en los últimos tiempos es quizá más evidente--, pero eso no tiene nada que ver con el liberalismo. Ni con el capitalismo. Ni con el libre mercado. El liberalismo es justamente lo contrario. Acusar al liberalismo de causar pobreza es como acusar a los ríos de quitarle agua al mar. 

No quiero extenderme demasiado aquí. Si algún día recupero la moral, tal vez me decida a escribir un libro sobre este tema. Sí, el liberalismo, o simplemente la libertad de mercado, es el antídoto perfecto de la pobreza. Pero vamos por etapas.

El ahorro es la respuesta natural a una realidad inapelable: el futuro es incierto. Nunca sabremos si mañana, o dentro de dos años, nos faltará qué comer, o si seguiremos teniendo un techo bajo el que refugiarnos. Hay quienes son capaces de vivir al día pero, si no somos adictos al riesgo, es más sensato acumular un remanente de lo que más necesitamos, para asegurarnos de que no nos falte.

Eso se llama 'capitalismo'. Acumulamos un 'capital' de comida (en la despensa), de ropa (en los armarios), de pasta de dientes (en el tubo), de sartenes, de sábanas... y, sí, de dinero. En suma, de riqueza (el que no tiene calzoncillos que ponerse, seguramente es pobre). 

Pero no sólo queremos asegurarnos frente al futuro. Nos gustaría también dedicar menos esfuerzo a hacer lo que no nos gusta. Por ejemplo, para ganarnos el pan. Y así dedicar más tiempo a lo que más nos gusta. Por eso, de vez en cuando, se nos ocurre alguna que otra idea que nos facilita la vida. Un poquito o mucho, eso no importa. Lo importante es que es una tendencia innata en la mayoría de nosotros.

Se nos puede ocurrir meter un cartón doblado bajo esa pata de madera para que la mesa no baile, o se nos puede ocurrir usar una caldera de vapor para mover un tren. Unos se conformarán con poder dibujar sobre una superficie estable, y otros aspirarán a transportar rápidamente a muchas personas a cambio de una compensación. Se llama espíritu emprendedor.

Pero el espíritu emprendedor conlleva un riesgo. No sabemos cuántas personas estarán realmente interesadas en viajar más rápido, ni cuánto estarán dispuestas a pagar para no tener que desplazarse a caballo. El emprendedor corre el riesgo de que la ganancia que obtenga no le compense el esfuerzo (y el dinero) que ha dedicado a realizar su idea. En el peor de los casos, podría perderlo todo y quedarse en la calle. Ha sucedido.

Emprender siempre es posible cuando uno es millonario. Si uno no lo es, no tendrá medios para hacer realidad esa idea ambiciosa que podría facilitar la vida de muchos de sus semejantes. Sería una lástima. Pero no todo está perdido, porque los seres humanos somos todos diferentes, y eso nos puede beneficiar. 

¿Cómo nos puede beneficiar? Poniendo en juego nuestras diferencias para complementarnos. No para igualarnos. Estirar todos de la misma cuerda, siendo todos distintos, es un desperdicio estúpido, y la mejor manera de no progresar jamás. La verdadera diversidad es la diversidad creativa. Hay quien tiene ideas y dinero, pero es más habitual que unos tengan buenas ideas y poco dinero, y otros mucho dinero y pocas ideas. Seguramente, todos tienen algo en común: no les disgustaría progresar.

Pero, como ya hemos visto, las ideas conllevan un riesgo. De todas las personas que ahorran, algunas no querrán correr riesgos y se conformarán con lo que tienen. Sin embargo, si nuestra idea parece viable, siempre podremos convencer a alguien para que aporte su capital y comparta nuestro riesgo. Y, posiblemente, consiga ganar más que malgastando su vida en una oficina el resto de su vida.

El dia en que lo consigamos habrá nacido una empresa. ¿Triunfará? Depende. Si nuestra idea es realmente original y tenemos una buena acogida, ganaremos mucho dinero. Pero no por mucho tiempo. Apenas demostremos que nuestra idea da dinero, muchos tendrán la tentación de imitarnos. Claro que, si quieren quitarnos clientes, tendrán que bajar los precios. O mejorar nuestra idea. Se llama productividad.

Naturalmente, siempre podremos sobornar a algún político o a algún medio de comunicación para que nadie nos haga la competencia. Los políticos, subvencionando nuestros productos o promulgando leyes que nos favorezcan. Los periodistas, publicando (u ocultando) informaciones que engañen a la población. Podríamos también ponernos de acuerdo con nuestros competidores para no bajar los precios. Pero todo eso, que a muchos les sonará familiar, es exactamente lo contrario del libre mercado. Lo contrario del liberalismo. Lo contrario del capitalismo 'salvaje'. Se llama oligopolio, o monopolio. Monopolio salvaje.

La posibilidad de financiar ideas ambiciosas permite a los ahorradores ganar dinero --es decir, progresar-- gracias a sus ahorros. Quienes quieran arriesgarse mucho invertirán quizá en una única idea muy ambiciosa, y quiernes se conformen con poco preferirán invertir en empresas de bajo riesgo. El estado, por ejemplo, es una empresa de bajo riesgo, porque sus ingresos son un porcentaje de los beneficios de todas las empresas del país, y todo un país no se va a pique tan fácilmente como una sola empresa. 

Pero nos hemos olvidado de esos que no quieren correr absolutamente ningún riesgo. A medida que van ahorrando, van guardando sus ahorros debajo del colchón. No es una gran idea. El día menos pensado se los pueden robar, o los pueden perder en una inundación o en un incendio. Y también puede ocurrir que, con el tiempo, sus billetes se pudran, o se queden tan anticuados que ya nadie los acepte. Además, los precios de las cosas suben y los ahorros van perdiendo valor. ¿Hay alguna solución?

Sí, nos dice un vecino. Yo tengo una cámara acorazada donde tus ahorros estarán seguros. Tú me confías tus ahorros, yo te doy un recibo a cambio de tu depósito y te lo custodio. No sólo eso, sino que además te pagaré un pequeño interés todos los años.

¿Y tú qué ganas con eso?, preguntamos. Verás, nos responde, yo guardo ya en mi cámara acorazada los ahorros de muchos otros vecinos. Como la mayoría de vosotros no los vais a gastar hoy, no voy a tener ahí todo ese dinero muerto de risa. Guardo siempre una parte del total, para cuando necesitéis tirar de él, y el resto lo presto a personas y empresas absolutamente fiables. Los intereses que me pagan a cambio de esos préstamos compensan de sobra mis pérdidas cuando alguno me deja de pagar. 

Poco a poco, nuestro vecino --llamémoslo Teodoro-- se gana la confianza de todo el mundo, de modo que, cuando le piden un préstamo, en lugar de entregar el dinero billete a billete entrega un papelito firmado por él, en el que nos jura por su honor que ese dinero está guardado en su cámara acorazada. Gracias a Teodoro, hay ahora dos tipos de papelitos repartidos por el mundo: unos que certifican que tú has confiado tus ahorros a Teodoro, y otro en el que Teodoro asegura, por la gloria de su madre, que el dinero que te ha prestado no se mueve de su almacén.

Como Teodoro parece tan serio y tan fiable, los tenderos empiezan a aceptar esos papelitos firmados por él, en lugar de billetes, para comprar garbanzos y coches y lavadoras y viajes. Así que, teniendo en el bolsillo un papelito de Teodoro, ¿quién necesita ir a reclamar sus billetes, que están perfectamente seguros en una cámara acorazada?

Con el tiempo, los papelitos de Teodoro circulan y circulan, y casi nunca acude nadie a él a canjearlos por su dinero. Los que sí siguen llamando a su puerta son los que vienen a pedir un préstamo. Y, hasta la fecha, la inmensa mayoría de ellos han terminado devolviéndolo. Un día, Teodoro ha prestado ya todo lo que le parecía razonable, pero los solicitantes siguen llamando a su puerta. Qué demonios, exclama entonces Teodoro. A todo el que venga a pedir un préstamo le entrego un papelito firmado por mí, y santas pascuas. Todos los tenderos se lo van a aceptar y, al fin y al cabo, casi nadie va a venir nunca a reclamar sus ahorros.

Ese negocio que ha inventado Teodoro se llama 'banca de reserva fraccionaria', y consiste en que los bancos prestan muchísimo más dinero del que realmente tienen. Es decir, crean dinero. Desarrollar esta idea a fondo nos llevaría tan lejos como el crack de 1929 o la burbuja inmobiliaria de 2008, pero por hoy me parece que debería bastar. Lo que quería explicar con la alegoría de Teodoro es que la economía en la que estamos metidos no tiene nada que ver con el capitalismo. Es todo lo contrario.

Podríamos llamarlo 'creditismo' (o cretinismo, según cómo se mire). El verdadero capitalismo está basado en el esfuerzo, el trabajo y el ahorro. El creditismo está basado en la creación de dinero ficticio y en la falsificación (legal) de moneda. El capitalismo y el libre mercado son buenos para el progreso. Los monopolios y la deuda, por el contrario, son perversos, y conducen --conducirán inevitablemente-- a la ruina más devastadora. Y si no, al tiempo.

La moraleja de esta historia, que se ha prolongado mucho más de lo que yo preveía, es que el mundo en general (y en particular los países más primitivos, como España) necesitan mucha información. Y, sobre todo, mucha educación. Pero lo que más necesitan es espíritu crítico. Informarse a fondo, reflexionar sin prisa y atreverse a mantener un criterio propio. No comprar consignas prefabricadas sin comprobarlas ni analizarlas. No votar a quien nos dice lo que queremos oír, sino a quien nos dice la verdad y nos propone soluciones. Averiguar en los libros de historia que las soluciones simplistas y baratas ya han sido ensayadas una y otra vez, con resultados siempre abracadabrantes. Formarse como seres humanos y tener un sentido de la dignidad.

La dignidad de tener unos principios y un criterio propio, y de haberse ganado la vida a pulso. Lo contrario, lamento decirlo, es borreguismo. Y, aunque a veces no lo parezca, ninguno de nosotros somos ovejas. Miráos al espejo y lo comprobaréis.

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