martes, 27 de noviembre de 2007

A merced del destino

Encaramado a duras penas en la copa de aquel sauce, acuclillado y aterido como una lechuza mojada, tuvo largas horas para pensar. En el cielo teñido de negro las estrellas se habían detenido, y el agua a su alredededor rugía como un dios recién liberado de un cautiverio milenario, deseoso de exprimir todas las nubes del Universo.

Desde su aparición ante la puerta del bar de Remedios pidiendo trabajo, Manolo se hacía llamar Rosendo. Ni siquiera ella conocía su verdadero nombre. Cosa comprensible, si tenemos en cuenta que, sólo una semana antes, Rosendo Herguijuela se llamaba Manuel Zanzón y era ministro de cultura. El autor intenta rememorar los acontecimientos que él mismo ha escrito, pero prefiere que sea su propio personaje quien los evoque. Así, tiritando en la copa de aquel árbol mientras aguarda a que amanezca, Zanzón recuerda el taller de pirotecnia de don Blas Oropesa tal y como lo ha visto por última vez: los estantes derribados, las probetas rotas, el suelo salpicado de líquidos de colores. Los pacifistas han puesto el país patas arriba, y en la desbandada gubernamental sus amigos del alma han desaparecido.

Vistas así las cosas, el cocodrilo que Remedios había visto aparecer en su bar sí tenía un significado, como ella oscuramente había sospechado. Pero no era un significado real, porque Remedios Raposo no es más que un personaje de ficción. Ella jamás habría podido imaginar que aquella aparición surrealista era una premonición de la llegada de Manolo, y se habría enfadado mucho si se hubiera enterado de que su vida -como la de su anhelado Manolo- existía únicamente dentro de una novela.

El lector me perdonará pero, aunque algunos personajes lo llamen de vez en cuando 'Rosendo', como él desea, yo voy a seguir llamándolo Manolo.

Así que, horas después de haberse puesto a salvo en aquella rama, Manolo vio amanecer. No estaba, pues, viviendo una pesadilla. Las nubes, probablemente exprimidas hasta la última gota por aquel dios vengativo, eran ya sólo algunos jirones desmechados, y los primeros rayos del sol eran para él, también, los primeros rayos de esperanza.

Lo cual es bastante literario. Ahora bien, Manolo, ahora que está saliendo el sol, descubre que está rodeado de agua hasta donde alcanza su vista, y va a ser difícil, incluso para un escritor, sacarlo de allí sin que la credibilidad de la historia se resienta. Para empezar, en cuanto sintió la tibieza de los rayos del astro rey, Manolo se desvistió y tendió sus ropas a secar en las ramas vecinas.

En lugar de arreglarlo, lo estoy poniendo cada vez más difícil. Ahora lo tenemos desnudo, desorientado, incapaz de echarse a nadar en aquellas aguas impetuosas y, probablemente, incluso resfriado. Pero es que, con la llegada del amanecer, Manolo repara en un detalle que, hasta ese momento, la oscuridad le había ocultado: trabado al tronco de su sauce por unas cuerdas providenciales, el sillón al que, sin saberlo, se había agarrado en los primeros momentos de la riada se balancea ahora allí amablemente, a impulsos de los rápidos. Está diciendo ocupadme.

De modo que esperó pacientemente a que sus ropas se secaran, se volvió a vestir, descendió por el tronco hasta el sillón, se sentó en él, lo liberó de sus ataduras y, con las cuerdas en la mano como recurso último, se dejó flotar corriente abajo hasta donde el destino, ese hado tan literario, tuviese a bien conducirlo.

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