sábado, 10 de noviembre de 2007

Pólvora mojada

En una de muchas cenas a las que tuve la desgracia de acudir en mis años barceloneses, un conocido intelectual español explicó una noche, mediante una metáfora, lo que él entendía por arte. Evocando uno de aquellos trenes alemanes que transportaban judíos en vagones de ganado hacia los campos de exterminio, relataba cómo en uno de esos vagones uno de los pasajeros, asomándose a una rendija, describía a los demás el paisaje que iba viendo transitar ante sus ojos.

El arte es eso, afirmó el erudito. Conseguir que otras personas vean con los ojos de la imaginación. Y tal vez, también, del deseo. La metáfora es, por supuesto, conmovedora, pero a mí nunca me satisfizo como definición de la obra artística.

Una obra de arte ha de tener, desde mi punto de vista, al menos dos elementos: ritmo -es decir, estructura- y carga. Me explicaré.

Según los cánones clásicos, una buena narración ha de desarrollarse en términos de exposición, nudo y desenlace. Esta estructura no es más que la unidad elemental del ciclo tensión-distensión. Pero, cuando tomamos conciencia de esto, nos damos cuenta de que hay muchas más estructuras capaces de transportar a un ser humano de unas emociones a otras manteniendo, o incluso reforzando, la sensación de 'viaje'.

Al igual que en música o en pintura, podemos construir obras cíclicas, difuminadas, entrelazadas, encabalgadas, convergentes o divergentes, y el tipo de itinerario que escojamos, aun siendo un elemento abstracto, puede ser un componente tan exquisito como el perfil de una columna dórica.

Cuando digo 'carga' me refiero a lo que se dice sin decir. Cuantas más resonancias tenga una obra, más posibilidades tendrá de conmovernos. El arte de hoy, en cambio, está más cerca de la decoración o del entretenimiento que de la creación. Quizá el mayor exponente del concepto actual de arte son los videoclips. Un videoclip es una mera sucesión de imágenes sin principio ni fin: pura superficialidad.

Me he planteado todo esto a causa de Remedios Raposo. Remedios es un personaje fugaz. En el océano de la narración, aparece y desaparece como la luz de una bengala, y quizá no es casualidad que el personaje más querido del autor, en esa historia recién desempolvada, sea un pirotécnico.

Yo sé que Remedios Raposo desaparecerá dentro de pocas páginas. Ello no me produce ni pena ni alegría, pero... ¡me gustaría tanto saber qué será de ella cuando el foco que alumbra a Zanzón deje de iluminarla! ¿Se habrá quedado embarazada de Manolo aquella noche de rayos y lluvia? ¿Encontrará otro hombre que llene ese hueco que Manolo va a dejar en su vida? Y, si se ha quedado embarazada, ¿qué será de su hijo con el paso de los años? ¿Reaparecerá quizá más adelante, en la misma novela, para añadir un nudo más a su complejo tejido?

No lo sé, y si me propusiera averiguarlo tendría que escribir otras tres, ocho, quince, quién sabe cuantas novelas diferentes que, a su vez, se ramificarían en otras hasta el infinito. Tal vez ése es el desafío del artista: la lucha contra el infinito. En otras palabras: cómo expresar una infinidad de cosas en un formato cerrado.

Siento ternura por Remedios Raposo, pero pronto no podré continuar ocupándome de ella. A lo largo de la vida de un solo Zanzón tendré que explicar también la vida invisible de esa misma Remedios, que es, en parte, la de todos los seres humanos. Y no sé cómo me las voy a apañar.

Por suerte, los personajes a veces sorprenden a su autor, y toman ellos mismos las riendas de su propia peripecia. Y el autor, fascinado, sorprendido o incomodado, no tiene más remedio que seguirlos.

Así que, en fin de cuentas, quizá Remedios Raposo no sea en esta historia lo que, a primera vista, parece que va a terminar siendo: pólvora mojada.

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