viernes, 30 de octubre de 2009

Cuaderno de viaje: Valencia-Barcelona, octubre de 2009

El tren arranca, y yo dejo por fin atrás la ciudad de las tribus. En ninguna otra ciudad de España es tan perceptible la estructura tribal de la sociedad española como en Valencia. La gente acude a los cines o a los restaurantes en tribu, se pasea por las calles (o se detiene, bloqueando las aceras) en tribu, se reúne los domingos con generosas porciones de la tribu familiar, y cuando hablan de su vida social se refieren a sus amigos como a 'su grupo'.

Los más cosmopolitas se jactan de salir con varios 'grupos' distintos, alternándolos según el fin de semana e intercalando alguna que otra cena colectiva en días laborables. Los más tradicionales tienen ya suficiente con la familia y el casal fallero. Pero nadie hace nada a título individual. Como mucho, en pareja, y probablemente sólo en las primeras fases del enamoramiento, en que las hormonas desatadas les impiden todavía añorar la algarabía de la confusión colectiva.

A los españoles les gusta hablar todos a la vez y no escucharse. Tarde o temprano, se enzarzarán en una polémica y formarán bandos, para lo cual es imprescindible proferir la boutade de turno, que ellos creen original, pero que simplemente forma parte del repertorio de boutades que corren de boca en boca, o que regala gratis cualquier emisora de televisión mirada al vuelo mientras los miembros de la familia, a gritos, continúan enzarzados en su cotidiano diálogo para sordos.

Como no podía comprar el billete de tren por Internet, tuve que acudir una vez más a las oficinas de la estación de la Renfe, donde por suerte pude hacer el trámite en una maquinita provista de una pantalla. El billete que compré era el último que quedaba en ese tren, por lo que deduje que me tocaría ventanilla. Así fue. Por eso, al llegar a mi fila de asientos, le propuse al ocupante del asiento de al lado que se quedara con la ventanilla, si así lo prefería. Me dijo que le daba igual, y me dejó el pasillo.

Era un tipo de unos 30 años, envuelto en una maraña de cables como un astronauta, que se sentaba despatarrado, como suelen hacer los jóvenes en los autobuses públicos. Nada más sentarme, oí que hablaba a gritos, aparentemente consigo mismo. En realidad, tenía los auriculares del móvil insertados en los oídos y estaba en comunicación permanente con sucesivos personajes, uno de los cuales se llamaba Israel.

Al tiempo que tecleaba furiosamente sobre su ordenador, la comunicación pasó de Israel a una interlocutora de habla inglesa. Levantando aún más la voz, como si aquella señorita en lugar de americana fuera sorda, prorrumpió a vocear sus argumentos en un inglés sub-macarrónico que habría sonrojado a un indio apache. Algo así como el resultado de los traductores automáticos de Google, respetando escrupulosamente la sintaxis española e intercalando aquí y allá palabras y frases enteras en español.

En el silencio del vagón, aquel hombre hablaba como si, en lugar de servirse de un teléfono, sus palabras tuvieran que ser oídas en Denver simplemente por la fuerza de sus gritos. "You resai (received) a money, es no money for me now; fif per cent es OK... Madre mía, que tiene tela el asunto... No, no, I am hablando para mí". Algunos pasajeros, molestos, miraban hacia nosotros, y entonces yo forzaba un gesto de displicencia para que quedara claro que aquel individuo y yo no teníamos nada que ver. En la pantalla de su ordenador se veía permanentemente dibujado el logo de una multinacional. ¿Era posible que aquella empresa no hubiese encontrado a nadie que hablase inglés?

El astronauta estuvo conectado a sus cables hasta el final del viaje, pero la furia de la conversación decayó al cabo de una larguísima hora. El vagón iba lleno, y no había ningún otro asiento libre. Los gritos de guerra apaches no me permitían concentrarme en la lectura más allá de los titulares, y la película que proyectaban en los televisores del vagón estaba doblada. Finalmente, opté por encender mi reproductor de mp3, y traté de aislarme. A las siete y cuarto de la noche, el tren se detuvo por fin en la estación de Barcelona.

jueves, 29 de octubre de 2009

Cuaderno de viaje - Denia, octubre de 2009

Mi estancia en Denia dura sólo dos días. Jesús tiene la furgoneta llena de trastos, como siempre. Acomodo mi maletín como puedo entre cajones, ladrillos, herramientas, tubos y cables, y me siento junto al conductor. Es una delicia viajar por encima de los demás automóviles. El paisaje se extiende íntegro ante nosotros, y desaparece esa opresiva sensación de oveja en mitad de un rebaño.

Tiempo atrás, yo también tuve una furgoneta. Lo que me indujo a comprarla fue, sobre todo, el deseo de viajar, tal vez de huir. Por aquel entonces, hasta la pensión más barata era para mí un dispendio imposible. Aquella furgoneta recién comprada (era una Ebro con muchos miles de kilómetros, más vieja que Matusalén) me permitió sustraerme de una vez por todas al abrazo de oso de Madrid. Todavía recuerdo mi sensación de felicidad cuando, aquel atardecer de junio de 1979, detuve por fin mi furgoneta junto al puerto de Denia y me senté en las rocas de la escollera para ver ponerse el sol.

Era el Mediterráneo. El mar de Odiseo y de Pitágoras. El mar de las horas felices de mi infancia, de las dunas, los naranjos y las libélulas, de los pescadores sicilianos y de las ánforas fenicias. Me invadió una paz indescriptible. Era el nivel cero, el nirvana. Cada centímetro por encima de aquellas aguas era y seguiría siendo siempre una fuente de desazón.

En el pequeño chalet de mis padres pasé todo el mes de junio. La playa estaba todavía deshabitada, y en aquella soledad de verano recién iniciado me vivía a mí mismo como un animal mitológico mitad Robinson Crusoe, mitad hippie. Limpié y pinté por dentro mi furgoneta, fabriqué a medida un pequeño armario que le acoplé a la pared, instalé unas cortinillas tras las ventanillas traseras, y sobre el suelo tendí un colchón con sus sábanas y su almohada.

A falta de otro, aquel iba a ser mi hogar durante los ocho meses siguientes, hasta que me instalé finalmente en un piso luminoso de un pueblo cercano a Valencia. Pero, antes de emprender aquella larga peripecia del invierno, apuré el néctar de junio sin desperdiciar una sola gota. Por las mañanas acudía temprano a pasear por la playa, a solas con las huellas de los pájaros, entrecruzadas en largas cremalleras sobre las dunas, evitando pisar los diminutos cangrejos que se enterraban bajo la arena mojada, y admirando las bandadas de peces que plateaban fugazmente a escasos metros de la orilla.

Al caer la tarde, me internaba en los huertos abandonados y recolectaba flores de azahar, que tendía después a secar junto a la cocina para hacerme infusiones. A ratos escribía, trabajaba, cocinaba o tocaba la guitarra. Y por las noches escuchaba el canto de los grillos y, apagando todas las luces, contemplaba en el cielo la luna mágica y la arena desigual de las estrellas.

Eso y muchas más cosas es Denia para mí. Así como de Madrid apenas tengo recuerdos felices, de la playa del Bassot apenas me han quedado recuerdos tristes o amargos. En mi juventud padecí de deseo y de desengaños amorosos, pero nunca, ni antes ni entonces ni después, me ha mordido en ella la herida de la soledad.

Estos dos días en Denia, Jesús y Conchín se han portado maravillosamente conmigo. Estaban pendientes de mis menores deseos, y han hecho todo lo que estaba en su mano para ayudarme en mi búsqueda de áticos con terraza y vistas al mar. Jesús habla y habla sin parar, despotrica contra el consumismo, los políticos, la extinción de las especies y el cambio climático, y me hace escuchar algunos de sus cientos de discos de música favorita, a medio camino entre el folklore genuino y el chill out.

Lo curioso es que él mismo es un consumista insaciable, y lo sabe. Pero, contradicciones aparte, fueron su iniciativa personal y su empeño los que consiguieron que delante de su edificio el Ayuntamiento creara un hermoso parque arbolado, en lugar de la plaza dura con parking subterráneo que tenían proyectado construir.

El miércoles por la mañana, reúno mi pequeño equipaje, me despido cariñosamente de mis dos anfitriones y me dirijo, a pie, a la cercana estación de autobuses para regresar a Valencia.

martes, 27 de octubre de 2009

Cuaderno de viaje - Valencia, octubre de 2009

El post número 100 de este blog me pilla en Valencia. El viaje en tren, desde Madrid, ha sido una nueva oportunidad para encabronarme. Seguro que el personal que atiende a los pasajeros es de Madrid, me repito para mis adentros con odio.

Para empezar, me ha sido imposible sacar el billete con antelación por Internet. Ahora la Renfe pide, además de los datos de la tarjeta de crédito, una nueva condición que ellos llaman 'comercio electrónico seguro'. Ni sé cómo se cumple ese requisito ni me importa: sencillamente, ya estoy harto de ser mareado, abusado y manipulado por empresas sin rostro cuyo único punto de contacto para el cliente son unas voces mongólicas que responden con frases hechas a cualquier reclamación del usuario, razonada o no.

De modo que me dirigí con mis maletas a la estación de Atocha y, como en los viejos tiempos, aguardé una cola de casi una hora para comprarle mi billete a un ser humano. El ser humano, naturalmente, me pidió que le mostrara mi DNI para asegurarse de que yo era yo, y cuando le repliqué que tenía también preparados la huella dactilar, el libro de familia, el pasaporte, cuatro fotos, la partida de nacimiento y el certificado de penales, se molestó. Lo puedo comprender, repuse, pero aquí el primer molestado soy yo.

Después, en el tren, servicio de comida. Al tiempo que sirven la bandeja, un camarero va recorriendo el pasillo y preguntándole a cada pasajero qué desea beber. "Somontano, tinto", fue mi respuesta. Me entrega, efectivamente, una botellita con denominación de origen de Somontano, que una vez escanciada en el vaso sabe a Valdepeñas barato. Entonces caigo en la cuenta. El precinto de la botella venía roto. Probablemente, el propio camarero ha fingido el gesto de romperlo antes de entregarme la botella, pero el contenido de aquella botella es, sin duda alguna, vino de tetrabrik de supermercado.

La crisis ha multiplicado este tipo de marrullerías, hasta el punto de que uno no puede permitirse ya ningún automatismo. Hay que acordarse de pedir el ticket en las cafeterías y verificar el desglose de los precios cobrados, hay que estar pendiente del momento en que el camarero descorcha o abre la botella, hay que contar el dinero devuelto pieza a pieza, hay que asegurarse de que, cuando uno se sienta en el taxi, la luz verde está todavía verde, y hay que tener siempre preparada una respuesta para la fatídica pregunta que nos arrojará al taxista atados de pies y manos:

"¿Por dónde quiere que vayamos?"

Uno vive en sociedad para que otros seres humanos lo descarguen de ciertas tareas fastidiosas, pero si hemos de estar siempre pendientes de todo, y además constantemente a la defensiva, ¿cuál es la ventaja de vivir en sociedad?

El taxi me dejó en la dirección indicada. Al entrar al portal se percibía ya ese olor a alcantarilla característico de muchos edificios de Valencia. Pero, en el piso, el olor era insoportable. "Cuando llueve, huele siempre así de fuerte", me dicen mis anfitrionas. Abro todas las ventanas para que corra el aire, pero es inútil. El hedor no se va. Por la noche, intento dejar la puerta del balcón abierta, pero el ruido de la calle es peor que el olor, y finalmente la cierro y trato de dormir.

A las siete de la mañana me despierta un tufo insoportable a detritus recientes. Incapaz de seguir durmiendo, me levanto y me meto en la ducha. Sorpresa. El agua, inicialmente caliente, se enfría de golpe justo cuando tengo todo el cuerpo enjabonado. Mis gritos desesperados consiguen alertar a una de mis anfitrionas, que me va dando instrucciones desde la cocina. "¡Cierra!", "¡Abre ahora!" "¡Cierra otra vez!", "¿Sale ya caliente?", "¡Noooo!", "¡Abre!", y así sucesivamente, hasta que conseguimos por fin que el agua salga a temperatura de geyser. Me aclaro a toda velocidad, dejándome abrasar la piel para evitar que el agua se enfríe, y me paso después la toalla por el cuerpo tonificado, como el que acaba de salir de una sauna.

Mis dos anfitrionas son jovencitas. Se pelean constantemente porque la otra no ha fregado los platos o no ha recogido la mesa y, al llegar el fin de semana, se arreglan durante horas para ir a la discoteca. En la noche del viernes quedo con Javier. Cenamos en Ruzafa, en un restaurante de diseño regentado por una bollera, y cuando regreso a casa, a la una y media de la mañana, ellas todavía están arreglándose.

El sábado es todavía peor. Llego a casa hacia las dos y media de la mañana, y el piso parece haber sido escenario de una batalla contra las huestes de Atila. Todos los armarios y cajones están abiertos, hay medias, bragas y envases de perfume en los sofás e incluso tirados por el suelo, y en la cocina una pila enorme de platos sucios esperan a ser fregados. A la mañana siguiente, las niñas duermen. Me da un ataque paternal, y me pongo a cocinar unas albóndigas para la comida del mediodía. Después de cocinar casi toda la mañana, las niñas aún no se han levantado, y decido comer yo solo, escuchando la radio.

Se levantan a las siete de la tarde, con gruesas ojeras, y se tumban en los sofás a ver un culebrón espantoso, tapadas por sendas mantitas. Regreso a mi habitación y me conecto a Internet. El blog de Boadella se ha convertido en un gallinero protagonizado por frustrados émulos de Pérez Galdós, que parecen no haber encontrado otro sitio donde escribir sus Episodios Nacionales en formato chat. Irritado por semejante incontinencia verbal, escribo un comentario acusándolos de insociables, y seguidamente salgo a la calle a cenar.

Acaban de cambiar el horario, y es una hora más temprano de lo que yo pensaba. Los restaurantes aún no están abiertos. Para hacer tiempo, me siento en la terraza de una cervecería y pido una Volldamm. No me fijo en si la botella me llega abierta o cerrada, y al llevarme la cerveza a los labios no reconozco ni por asomo el sabor inconfundible de la Volldamm. Y, sin embargo, en la etiqueta lo pone bien claro: doble malta. Otro timo de la estampita.

Por fin, abren los restaurantes. Me meto en uno putativamente italiano y pido una pizza con una cerveza. La pizza está ligeramente más sabrosa que un neumático recauchutado, y la cerveza, ni me acuerdo. Esa noche, a las cuatro de la mañana, me despierto con una resaca espantosa, como si en lugar de cerveza y pizza hubiese consumido un litro de whiskey de garrafón.

A la mañana siguiente, sin haber dormido apenas, me recoge Jesús en el mercado de Ruzafa para ir juntos a Denia.

Cuaderno de viaje - Madrid, octubre de 2009

Quienes  me conocen ya saben que le tengo mucha manía a Madrid. Viví en esa ciudad 23 años, y no me he arrepentido nunca de haberme marchado.

Siempre que vuelvo a Madrid encuentro un argumento para reafirmarme en mi manía. Y desde horas o días antes me pongo a la defensiva. La capital de España está llena de sinvergüenzas, chulos y asociales, empezando por los taxistas del aeropuerto. He conocido ya muchos casos de extranjeros que han sido estafados por ese género tristemente mitológico: los rapaces implumes.

Por eso había preferido reservar un hotel cercano al aeropuerto y recurrir al servicio de bus del hotel, en lugar de ponerme en manos de alguno de aquellos taxistas a los que, casualmente, en mitad del laberinto de autopistas de salida hacia Madrid, se les "estropea" el GPS.

Escapas de la sartén y te caes en la cazuela. En el hotel me aseguraron que el bus salía en aquel momento a recogerme, pero tras 50 minutos de espera bajo el sol tuve que recordarles que aún seguía esperando. Evidentemente se trataba de un olvido (quiero decir, una negligencia), porque el bus llegó tres minutos después: exactamente el tiempo que tardó en recorrer el escaso kilómetro que mediaba hasta el hotel.

La primera, en la frente.

Aunque no esperaba tener que hacer muchas gestiones en Madrid, llegó inevitablemente el momento en que tuve que vencer mi resistencia a tomar el Metro. El Metro de Madrid me trae recuerdos muy desagradables de mi primera juventud: se pasaba en él un calor sofocante, los viajeros iban comprimidos hasta el límite de la asfixia, y el stress causado por los transbordos aumentaba a medida que las nuevas líneas, cada vez más adentradas en el subsuelo, iban entrando en servicio.

Me sigue horrorizando la idea de internarse en el subsuelo para desplazarse por una ciudad, pero debo reconocer que el Metro de Madrid y, en general, su sistema de transportes, es actualmente excelente. Además, contradiciendo mis expectativas (basadas siempre en mis recuerdos del pasado), el barrio de Tirso de Molina-La Latina-Cascorro me pareció muy agradable. Limpio, ordenado, tranquilo, y con cierto aire cosmopolita. Nada que ver con aquel caos agobiante que yo había conocido muchos años atrás. El buen tiempo, anómalo en pleno mes de octubre, intensificaba mi placer. Me acordé de Gamusina, la moderadora del newsgroup de Mensa en el que yo solía participar. Gamusina vive en aquel barrio, pero mis gestiones no me dejaban tiempo para encontrarme con ella.

La llamé por teléfono y se lo dije. "No habríamos podido de cualquier modo", me respondió. "Estoy con un cólico nefrítico". Le deseé una pronta mejoría, y me dirigí a casa de mi hermano. El día anterior había ido con él a visitar a mis padres, que se alojan en una residencia en las afueras de Madrid. Mi padre, que cuenta ya 95 años, tiene la memoria bastante deteriorada, de modo que cada vez que lo voy a visitar o lo llamo por teléfono le cuento la misma mentira.

"¿Sabes que me ha tocado la lotería?"

"¡Me cachis en la mar! ¿Qué me dices?"

"Lo que oyes".

"¿Y cuánto te ha tocado?"

"Un millón".

Y se pone muy contento. Da igual si es en euros o en pesetas. Para él, seguro que es una cifra exorbitante. Él conoció los tiempos en que ser millonario de un solo millón era ya una bicoca, y de cualquier modo es incapaz de imaginarse lo que puede dar de sí hoy un millón de lo que sea. Es una cifra, simplemente, mítica, como la fantasía de la lotería que yo le cuento siempre que hablo con él.

Mi hermano se ofrece a llevarme al hotel, y una vez allí los invito a él y a Julia a cenar. Decidimos salir en busca de un restaurante, pero el barrio es francamente deprimente. Barrio de hoteles de aeropuerto. Nos metemos en el restaurante que nos inspira menos desconfianza, y cenamos aceptablemente mal. Es curioso que, sin apenas relacionarnos desde hace muchos años, mi hermano y yo hemos desarrollado las mismas neuras. Hemos hecho el mismo tipo de reclamaciones, con parecidos argumentos, y sentimos una antipatía igualmente deletérea hacia los directivos de padre desconocido de compañías del tipo Iberia, Movistar, Renfe, Iberdrola, o you name it. En política, en cambio, coincidimos poco.

Flash forward. El domingo a mediodía dejo el hotel, y a las 5 de la tarde la mujer de Mauricio me recoge en el aeropuerto y me lleva a la actual vivienda familiar, en las afueras de Villaviciosa de Odón. No conozco a nadie en Madrid que viva en Madrid, circunstancia que me llena de optimismo: tal vez algún día el centro de Madrid esté ocupado sólo por extranjeros y sea por fin habitable.

En seguida se hace la hora de cenar. Gemma se queda en casa con el niño, y nosotros dos nos vamos a un restaurante mexicano que Mauricio conoce no lejos de allí. La cena resulta memorable, y no por la comida, sino por el exquisito tequila que nos sirven de aperitivo. Pregunto por la marca. "Don Julio". Hasta aquel día, creía que el mejor tequila del mundo se llamaba "Herradura".

De regreso, Mauricio se apresura a llevarme a su estudio, donde me hace oír una de sus últimas composiciones. Es una bulería. El comienzo, desconcertante, conduce al oyente por los caminos del jazz, del canto gregoriano y de la música electrónica, pero el ritmo de las bulerías está siempre allí debajo, deslizándose sutilmente en la cadencia, en detalles casi evanescentes. De cuando en cuando surge potente la voz de Arcángel, se aproxima a las bulerías redondas y se vuelve a alejar por vericuetos que en ningún momento dejan de pertenecer al reino de las bulerías. Es una conquista de espacios sonoros, sin perder las raices ni la esencia flamenca. Me gustó muchísimo.

La madrugada avanza, y Mauricio empieza a sentirse mal. "El niño me ha contagiado un resfriado", me dice. Nos vamos a acostar, y a la mañana siguiente se confirma que ha pillado la famosa gripe A. Está aterrorizado. Yo trato de tranquilizarlo: es menos mortal y más rápida que la mayoría de las gripes estacionales. Pero en sus ojos leo que el terror no lo abandona. Por fin, se hunde en la cama, derribado por la fiebre, y por la tarde yo emprendo un largo viaje (caminata, autobús, intercambiador, metro, transbordo, metro, despiste, caminata) hacia Madrid. El lugar de la cita es ya casi un viejo amigo: el Café Comercial.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Viaje hacia el mar

El barco avanza o retrocede, pero el agua
sigue fluyendo.

Hasta en nuestras menores decisiones hay
una vida ganada
y una vida perdida.

martes, 20 de octubre de 2009

El buscador

Al principio es de noche, y no sabe lo que está buscando. Sólo sabe que la noche es oscura, y un autobús o un barco, con él dentro, se abre camino a través de un océano de sombras. Ve pasar a ambos lados luces rápidas, que a veces tienen significados. Y se siente flotar. Es un viaje real, pero para él es como la ruta misteriosa de un submarino que lo conduce a través de su vida. En qué dirección, no está seguro. A su alrededor, los objetos de la noche desolada flotan, o quizá es él quien se deja mecer en una suave neblina confortante. Ahora comprende.

Sus manos recuerdan unos pechos de mujer. Eso era. A través del aire frío de la madrugada ha comprendido. Su vida ha sido generosa en meandros, y él ha creído siempre llevar en sus bolsillos un talismán o brújula. Brújula o veleta, a favor o en contra del viento, haciendo crujir guijarros o doblando esquinas que conducían a otros senderos, puentes, callejones sin salida de los que había que retornar siempre aliviado, siempre insatisfecho. Ha volado millas acumuladas que conectaban continentes, ha navegado, desgastado neumáticos que hendían cordilleras y bordeado lagos y acantilados, ha saltado tapias imaginarias huyendo de jaurías obsesivas como tambores en la selva, ha desafiado espantapájaros que él creía totems temibles, como si las ruinas de Selinunte nunca hubieran sido desencajadas por un terremoto. Se ha internado en selvas, ciudades y poblados, avenidas majestuosas y barrios rotos y deslavados. Y hasta se ha asomado a ventanas desconocidas creyendo percibir vestigios de una tibieza siempre vedada.

Tantas maletas hechas y deshechas y rehechas y redeshechas y cepillos de dientes y bufandas y cremalleras y formularios de aduana. Tantos parkings de hotel y cartas de restaurante y camas y amaneceres y conversaciones en lenguas diferentes. Tantas olas embestidas en busca de qué.

Y esa noche, en los comienzos de la madrugada, mira el cielo inmenso, sin luna, y casi sin pensarlo sus dedos escriben una simple palabra: "lucecita".

Una lucecita en la noche.

Como aquella que iluminaba su habitación de niño para ahuyentar los fantasmas y las autopistas y callejones que con los años habrían de venir. Nunca hasta aquella noche entendería completamente que su único significado era aquel contacto de sus manos con unos pechos de mujer. Ha robado migas de amor en grandes almacenes, en tiovivos y minas y valses y portales y moquetas y recodos del camino, pero él siempre les ponía otro nombre. Nunca el suyo verdadero: "lucecita".

Por eso flotaba aquella noche. Estaba triste, pero levitaba suavemente a impulsos del autobús que devoraba madrugada alejándose de la ciudad. En su bolsillo, la brújula estropeada dormía. Reclinó la cabeza sobre el asiento, suspiró, y se dejó envolver por el calor del recuerdo. En el cénit de aquella noche oscura, sus párpados cerrados sintieron mansamente descender sobre ellos la luz de una luna gigante, redonda, llamada 'revelación'.

Era ya tarde. Se envolvió en las sábanas y apagó la luz.

* * * * * * *

 
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