jueves, 20 de noviembre de 2008

Lingüística para tontos VI - Estructuras semánticas

(Comienzo)

Los ejemplos más simples de conceptos ambiguos son las categorías. Desambiguar una categoría es fácil: basta con decidirse por uno de sus ejemplares. Y la ganancia de información es también inmediata:

color azul/rojo/verde/… -> color rojo

Conforme a la simbología que venimos utilizando, ¿deberíamos, pues, escribir 'color + rojo' para representar este proceso? No, porque 'rojo' es un caso particular de 'color', y no una cualidad, como sucedería si escribiéramos 'color + alegre'. La palabra ‘alegre’ nos sirve para desambiguar la categoría ‘color’, pero no es en sí misma un color, sino que pertenece a una categoría diferente (alegre/triste/…). Al escribir la palabra 'rojo' a continuación de 'color' estamos invocando directamente la relación entre una categoría y uno de sus ejemplares. Para diferenciar esta nueva relación de la anterior utilizaremos un nuevo símbolo, δ.

En resumidas cuentas, hemos identificado ya dos procesos diferentes:

C δ I desambiguación directa de una categoría (color δ rojo)
C + I desambiguación indirecta mediante una categoría ajena (color + alegre)

En la práctica, sin embargo, pronto tendremos que hacer frente a fórmulas muy complejas. De modo que, por razones simplemente prácticas, escribiremos preferentemente C(I) para designar la relación -o, dinámicamente hablando, el proceso- de desambiguación ‘categoría δ ejemplar’. Por lo tanto, a partir de ahora color δ rojo y color(rojo) describirán exactamente la misma relación.

Es importante señalar que en estas dos expresiones C(I), C + I, cualquiera de los símbolos C o I pueden estar ‘vacíos’. Si escribimos simplemente C(rojo), nuestro interlocutor deberá recurrir a su propia estructura de conceptos para decidir si esa C denota colores o adscripciones políticas. Por otra parte, escribiendo color(x), o color + x, estamos invocando la posibilidad de desambiguar la categoría ‘color’. En otras palabras, estamos dando a entender que los símbolos que emitimos (y en particular los símbolos que denotan relaciones) se enmarcan en un proceso de desambiguación, Es decir, de información. Es decir, de comunicación.

Naturalmente, no todos los conceptos son tan simples como las categorías. La mayoría de los conceptos son, en realidad, una combinación de categorías. Es decir, una supercategoría.

Imaginemos un ejemplo. Acabamos de acudir a la asociación de padres solteros de nuestra ciudad con la intención de afiliarnos. El recepcionista nos entrega amablemente un formulario, y nosotros nos disponemos a rellenarlo allí mismo. Entre tanto, a un lado del mostrador, vemos amontonados una pila de formularios iguales al nuestro, que otros afiliados han rellenado ya. ¿Podríamos considerar que nuestro formulario en blanco es una categoría y que aquellos otros, ya rellenados, son ejemplares de esa categoría? Podríamos. De hecho, nos bastaría con señalar uno cualquiera de ellos para 'desambiguar' inmediatamente el contenido del formulario en blanco.

Pero, en cuanto empezamos a rellenarlo, comprendemos que nuestro formulario es en realidad una combinación de diferentes categorías: Nombre, Edad, Dirección, Teléfono, Fecha… Utilizando la notación que acabamos de definir, podríamos representar el formulario en blanco mediante la expresión:

Formulario(x) = Nombre(n) · Edad(e) · Dirección(d) · Teléfono(t) … (3)

donde hemos utilizado el símbolo ‘·’ para representar el ‘pegamento’ que une todas estas categorías como elementos de los que se compone nuestro formulario.

Una vez rellenado, lo entregamos al recepcionista, que lo añade a la pila de solicitudes de inscripción. Si todos los datos que figuran en aquellas solicitudes son fidedignos, será imposible que haya dos formularios exactamente iguales. Es decir, no podrá haber dos formularios que contengan exactamente las mismas 'cualidades'. Por consiguiente, para referirnos a cualquiera de ellos podemos tomar como punto de partida el formulario en blanco para, a continuación, ir añadiendo, una a una, diferentes 'cualidades' –en el peor de los casos, todas-, hasta que la ambigüedad desaparezca:

Formulario(x) + Nombre(Luis López Smith)
Formulario(x) + Edad(42) + Profesión(pintor) + …

Si analizamos estas expresiones veremos que, en realidad, hemos utilizando el símbolo + en un sentido genérico. Realmente, lo que queríamos denotar mediante este símbolo es algo así como: "Toma el formulario en blanco, dirígete a la casilla que te voy a indicar a continuación, y rellénala con el dato que también te indicaré a continuación". Y es que para poder desambiguar un formulario necesitamos una instrucción que nos permita localizar una u otra de sus casillas antes de rellenarlas.

Es evidente que las instrucciones para localizar, por ejemplo, la casilla Edad no pueden ser las mismas que para localizar la casilla Nombre. Hay, pues, tantos casos particulares del símbolo + como casillas contiene nuestro formulario, y a cada uno de esos casos podemos asociar un único símbolo (r1, r2, r3, etc.) que relaciona la supercategoría Formulario(x) con cada una de las categorías que la componen. De hecho, el conjunto de esas relaciones es precisamente lo que define la estructura del formulario:

Formulario r1 Nombre
Formulario r2 Edad
Formulario r3 Profesión


Estas expresiones son unidimensionales pero, si las ensamblamos sobre la superficie de un papel, veremos que describen también una compleja red de relaciones. Ésta es precisamente la dualidad que permite al lenguaje transmitir información. Por una parte, necesitamos un 'paisaje' que congregue todos los elementos de información que vamos acumulando. Y, por otra parte, necesitamos ser capaces de localizar, con unas pocas instrucciones, cualquiera de esos elementos para agregarles nueva información (recordemos: dónde colocar nuevos ladrillos, y qué ladrillos colocar).

Topológicamente hablando, un formulario -es decir, un dibujo esquemático sobre una hoja de papel- no es otra cosa que una estructura en dos dimensiones. Al funcionario que lo tramite tal vez no le haga mucha gracia pero, si cuidamos de que las líneas del formulario no se fundan unas con otras ni se rompan, podemos deformar el dibujo tanto como queramos sin que nuestra representación del formulario pierda esencialmente validez: aquello que lo diferencia de cualquier otro formulario es, además de sus categorías, su estructura.

De este análisis se desprende que la expresión (3) no está suficientemente definida, ya que no nos permite saber, por ejemplo, si la casilla Nombre(x) está situada en la cabecera del formulario o en otro lugar diferente. Para describir un formulario necesitamos, además de un conjunto de categorías, un conjunto de instrucciones -visuales, táctiles o geométricas- que nos permita construir sin ambigüedad el formulario que tenemos en mente, o cualquier otro topológicamente idéntico a él. En otras palabras, necesitamos conocer la estructura del formulario.

Tenemos, pues, que ampliar la definición de una supercategoría F. La representaremos ahora en la forma:

F = C·C'·C''…(x, x, x, …)S (4)

donde S es la estructura de F (o, lo que es lo mismo, cualquier conjunto de instrucciones que nos permita construir F u otra supercategoría topológicamente idéntica a ella). Si desambiguamos ahora F mediante un ejemplar I de la categoría C'', obtendremos un 'formulario' un poco más específico que el formulario en blanco:

Nombre·Edad·Profesión(x, x, x, …)S + Edad(42) = Nombre·Edad·Profesión(x, 42, x, …)S

lo cual equivaldría a rellenar el dato 42 en la casilla Edad. En términos generales:

C'·C''·C'''…(x, x, x, …)S + C''(I) = C'·C''·C'''…(x, I, x, …)S

En otras palabras, cuando C'' es una de las categorías componentes de la supercategoría F(…, x, …)S, el ejemplar C''(I) desambigua F integrándose en ésta, y produce una expresión F(…, I, …)S menos genérica, es decir, más 'localizada'.

Hasta ahora hemos hablado únicamente de relaciones entre una supercategoría y las categorías que la componen. Sin embargo, podemos desambiguar también la supercategoría F utilizando categorías ‘extrínsecas’. Si suponemos, por ejemplo, que F es la categoría de todos los formularios rellenados por los afiliados a nuestra asociación, podríamos desambiguarla también escribiendo:

F + C1(arrugado)
F + C2(París)

Aquí, las categorías C1 y C2 son decididamente categorías ‘externas’ a F. Es evidente que, si a F le quitamos la casilla Edad, no podrá ser el mismo formulario que nosotros acabamos de firmar. Pero, si todas las casillas están en su sitio, no dejará de ser F por mucho que lo arruguemos o que lo traslademos de una ciudad a otra.

El símbolo + no representará ahora una relación entre F y una de sus categorías componentes, sino una relación entre F y una categoría que no pertenece a F. Por lo tanto, C no puede ya integrarse en la estructura de F.

Sin embargo, nada nos impide combinarla con F y construir, de ese modo, una nueva supercategoría:

F·C(x, París)S'

donde S' representará ahora la combinación de S con la estructura de la categoría C.

Hasta ahora hemos manejado únicamente estructuras asociadas a supercategorías. Es decir, estructuras complejas. Pero, ¿qué tipo de estructura tienen las categorías simples?

Me temo que la respuesta a esta pregunta se va a quedar para el próximo capítulo. La experiencia me ha demostrado que algunas comidas hay que digerirlas lentamente.

(Continuación)


martes, 4 de noviembre de 2008

Bulbos de tulipán


En sólo tres años (1634-1637), Holanda vivió un episodio de fe demoledor.

Todas las religiones tienen un componente de fe: Dios nos premiará o nos castigará según nos comportemos. Pero lo hará en un futuro imposible de verificar: el más allá. Tal vez por eso las religiones han sobrevivido tantos siglos: la fe que las sostiene es, por definición, una expectación constante. Un tantra yoga que estira interminablemente el ascenso a la cumbre y, al hacerlo, convierte un golpe de percepción en un estado.

Pero la fe de Holanda era a corto plazo. Se trataba, simplemente, de enriquecerse.

Los tulipanes llegaron a los Países Bajos en 1593. Eran un producto exótico que venía de Turquía. Un capricho caro. Cierto día, alguien descubrió entre sus tulipanes una variedad especialmente original: sus pétalos aparecían vistosamente flameados con manchas de colores. En realidad, aquellos tulipanes habían contraído una enfermedad benigna causada por un virus que afecta a especies vegetales tan diversas como el tabaco, la lechuga o la rosa: 'el virus del mosaico'.

Era un capricho dentro de otro capricho. El precio de los tulipanes 'flameados' subió, y los vendedores empezaron a ver en aquellas flores vistosas una oportunidad de enriquecerse. No sólo los vendedores. Al ver la rapidez con que subían los precios, muchos otros holandeses empezaron a comprar bulbos de tulipán. Parecía una buena inversión.

El empujón final vino con el invierno. Terminada la temporada de cultivo, había que acumular bulbos para la primavera, y en el mercado especulativo el preciado producto empezó a escasear. Los precios se dispararon. Ahora ya todo el país se lanzaba a una compra frenética del nuevo oro. Hasta los más prudentes dudaban. Se vendían casas y terrenos para comprar los codiciados bulbos, se invertían los ahorros de toda una vida. En un solo mes, el precio de un bulbo de tulipán se multiplicó por veinte. El mercado interior se quedaba pequeño. Ahora Holanda exportaría sus bulbos a otros países y en pocos años, tal vez, el nuevo imperio económico neerlandés dominaría el mundo. Los castillos de naipes crecían y crecían en la fantasía de los compradores. La fe se hizo endémica, y llegó un momento en que con un solo tulipán era posible comprar una casa.

Hasta que, un día, los más sensatos empezaron a sentirse incómodos con todo aquel dinero nominal que nadie quería convertir en moneda por temor a perderse la siguiente subida. Más valía pájaro en mano que ciento volando. Y empezaron a vender.

El aumento de los precios no era ya vertiginoso, y algunos empezaron a sentir miedo. Tal vez, al fin y al cabo, su riqueza no aumentaría eternamente. Más valía, pues, vender ahora, por lo que pudiera pasar. Pero el cambio de tendencia se convirtió en estampida. Cuantos más acudían a vender, más aprisa caía el valor de los tulipanes. Y pocos estaban ya dispuestos a comprar.

La realidad volvía a ser nítida, y muchos se dieron cuenta de que habían cambiado todas sus posesiones por un puñado de cebollas. De hecho, al final de la caída un bulbo de tulipán no valía en el mercado ni más ni menos que eso: una cebolla. De la mano del pánico venía la ruina.

Fue una ruina que se extendió por todo el país, y que afectó también no sólo a quienes habían sabido vender a tiempo, sino a los pocos que se habían resistido a creer en el milagro y habían preferido conservar sus bienes. La economía nacional se vino abajo, y la triste consecuencia de aquel espejismo fue… una depresión económica.

Lo cual parece sugerir que la fe no siempre es recomendable. Pero, ¿cuándo lo es? Es evidente que, en nuestro cerebro, la fe no está relacionada con el sentido crítico, y que las creencias de la masa influyen fuertemente en las convicciones personales. En mayor o menor medida, querámoslo o no, todos los seres humanos somos en parte persona, y en parte masa. Y, cuando nuestro entorno es un río poderoso que fluye en una dirección, nadar contra la corriente puede llegar a ser un calvario.

Galileo sabía mucho de esto, pero no fue el único. Stefan Zweig se opuso vehementemente a la primera guerra mundial para, seguidamente, ver desaparecer de su vida, uno a uno, a aquellos que hasta entonces había creído sus amigos. Y en Europa la sentencia 'Aristoteles dixit' tardó siglos en dejar de ser la demostración irrefutable de muchas teorías (falsas). El concepto de 'ateo' apareció en la Grecia clásica tarde, en el siglo V antes de nuestra era, y significa 'el que no cree'. Se supone, pues, que lo natural es creer.

Es cierto que, si nunca hubiera habido 'ovejas negras' que se negaran a comulgar con ruedas de molino, probablemente yo estaría ahora escribiendo esto con un trozo de sílex en las paredes de una cueva, pero también los rebeldes se han equivocado muchas veces. Goethe creyó haber refutado a Newton cuando lo único que estaba haciendo era un ridículo grotesco. Y el propio Newton, primer gran ariete que consiguió resquebrajar la temible fortaleza aristotélica, escribió muchas más páginas sobre alquimia que sobre óptica, teoría gravitatoria o análisis matemático juntas.

Vistas así las cosas, las convicciones de los seres humanos parecen moverse en un terreno mucho más pantanoso de lo que uno a primera vista creería. Contagiados sin querer de la fiebre posesiva de bulbos de tulipán, de la 'ola' humana que recorre las gradas de los estadios de football, de paradas militares que podrían preludiar incluso nuestra propia destrucción, de los gritos desaforados de parranderos borrachos que se creen los amos del mundo, o fascinados por una falsa intuición matemática, por las resonancias ocultas de la cábala, por códigos da Vinci o por relatos de extraterrestres, tal vez ninguno estamos libres de esa necesidad incomprensible que llamamos fe.

Tal vez por eso el sentido crítico, apasionado y absurdo cuando está movido por emociones pero inmutable y despiadado cuando -quizá por un golpe de suerte- coincide con la realidad, es una de las verdaderas marcas distintivas del verdadero ser humano.
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