domingo, 25 de abril de 2021

Dos territorios diferentes

Con las personas por las que siento respeto, hay temas que prefiero no abordar. En la mente humana, el edificio de la fe es una fortaleza inexpugnable. Su lógica es distinta a la de la razón, porque tiene sus propios postulados y sus propios mecanismos de razonamiento. Observe el lector que no he dicho que la fe es un error, ni un territorio irracional. Exceptuando, posiblemente, a los afectados por el síndrome de Asperger, todos tenemos fe en algo, quizá en casi todo. Hay muchas razones para creer que unos astronautas llegaron a la luna, y todas las evidencias que tenemos concuerdan en que así sucedió. Pero, al final de la jornada, tenemos que creer que sucedió. Simplemente, porque no estábamos allí.

Yo fui educado en la fe católica, con toda la insistencia que cabía esperar de un régimen firmemente asentado en el catolicismo. Mucha menos insistencia, desde luego, que la que hoy despliegan a nuestro alrededor los sacerdotes de la nueva religión totalitaria. Fue mi madre la que, en mis primeros años, apoyaba aquellas enseñanzas, aunque con el tiempo se fue volviendo más indiferente hasta llegar, sospecho yo, al agnosticismo.

Durante mi adolescencia, la religión me torturaba. Todo en ella me producía angustia: los misioneros que curaban leprosos, la obsesión por la crucifixión, la sombra permanente del pecado y la necesidad de expiación, el suplicio de la castidad, el sufrimiento, la obligación de ir a misa, de rezar. Yo era aún muy joven y no sabía expresarlo, pero en mi interior sentía que todos aquellos ritos y normas eran absolutamente desproporcionados. Seguramente, disfrutar de estar vivo sin meterse con nadie tenía que ser mucho más simple, y muchísimo menos agobiante. 

Mi espíritu rebelde empezó a aflorar cuando, en los dos últimos años del bachillerato, asistí a un colegio de frailes. Allí los empecé a ver como hombres de carne y hueso, con sus manías personales, sus defectos (virtudes no  les recuerdo ninguna) y sus rasgos de carácter. Eran seres extraños, que no tenían novia ni se habían casado y que se paseaban por el colegio envueltos en una sotana de la edad media. No sentí simpatía por ninguno, y sólo una moderada antipatía hacia los más montaraces.

Pero, aun así, no renegué de la religión, aunque deseaba con todas mis fuerzas hacerlo. Esa pugna interior me duró todavía dos o tres años, y por fin, durante mi estancia en Warrington, en una tarde de lluvia wagneriana frente al ventanal del salón de mis británicos anfitriones, proferí un grito interior: ¡Se terminó!, exclamé para mis adentros. Y me sacudí para siempre aquella carga insoportable. Había sido, tal vez, el contacto con otra manera de vivir la moral, mucho más individualista, lo que me dio el empujón decisivo.

Eran tiempos turbulentos en toda Europa por aquel entonces, y a mi regreso, en la universidad, encontré un cauce para mi rebeldía. En realidad, no había otro, y confieso que habría agradecido que existiese. Dentro de aquel cauce o redil había que ser anticlerical, y yo lo fui. Lo fui hasta extremos que ahora me avergüenzan, y sólo cuando, en el año 2001, decidí desprenderme de aquella segunda rémora ideológica, comprendí que tenía que reexaminar mi pasado y mis convicciones partiendo del cero absoluto. 

Recorrí aquel nuevo itinerario con muchas vacilaciones. No tenía referentes, salvo la animadversión hacia mis antiguos compañeros de redil. Mi primera mujer había sido católica, y al igual que, tiempo atrás, mis anfitriones británicos, había respetado mis ideas.  Eran dos precedentes muy poderosos, y poco a poco fui comprendiendo algo obvio: las convicciones de los demás son tan respetables como las mías. He dicho convicciones, no ideologías. Las convicciones son lo que uno cree. Las ideologías, lo que uno se empeña en que los demás crean.

Todo eso no quita para que las religiones me parezcan desesperantemente absurdas, y por eso procuro evitar el tema cuando sé de antemano que entrar en ese terreno no servirá para nada. Pero el otro día traspuse esa frontera, a cuenta de un matemático que publica sus argumentaciones en Internet, y aquella conversación me ha llevado a hacer balance de las preguntas que me hago cuando me hablan de Dios. Que son un poco distintas de las que uno oye o lee habitualmente.

Para empezar, ¿a qué se refiere uno cuando habla de Dios? Puede que sea difícil creer que unos tipos llegaron a la luna, pero al menos uno puede ver sus imágenes y situarlos mentalmente en un mapa y en el sistema solar. Pero, si Dios es un espíritu, ¿por qué creer en él y no en Yemanyá, o en el ectoplasma de Confucio reencarnado en un koala? Eso, suponiendo que uno decida creer en los espíritus.

Es necesario creer en Dios porque Dios creó el universo, responderán algunos. En realidad, quieren decir que ellos creen que el universo ha sido creado por un agente, y a ese agente lo llaman Dios. Pero esa hipótesis es innecesaria, porque ese agente no puede haber salido de la nada. También tendrá que haber sido creado, y siguiendo ese razonamiento no terminaremos nunca. Si el universo no puede existir simplemente porque sí, entonces sería igualmente absurdo que Dios existiera porque sí. 

Cuando uno empieza a comprender la inmensidad y complejidad del universo y el lugar infinitesimal que ocupamos en él, parece un tanto egocéntrico creer que hay por ahí un ser superior que se interesa por nuestro comportamiento. De hecho, una cosa es crear el universo y otra --bastante distinta-- es decirles a sus criaturas lo que deberían hacer. A menos que eso forme parte también del experimento.

Un experimento, como mínimo, extraño. Si uno quiere averiguar cómo se comporta la especie humana cuando un ser superior les dicta unas normas morales, ¿por qué empezar en tiempos del Antiguo Testamento, y no antes? ¿Los seres humanos anteriores a la Biblia pecaban y eran virtuosos, o simplemente se libraron del experimento? En cualquier caso, si Dios quiere que creamos en él, ¿por qué se esconde detrás de unos textos que cada uno puede interpretar a su manera? ¿Por qué se aparece sólo a unos cuantos místicos y pastorcillos, y nos discrimina a todos los demás? ¿Por qué no se nos manifiesta de manera que no podamos dudar que existe?

A esas preguntas nadie ha sabido contestarme todavía. Y no es sorprendente, porque mis argumentos se asientan en la razón y los de los creyentes se asientan en la fe. Territorios diferentes. Tan diferentes que, de cuando en cuando, me divierto jugando con esa otra lógica. Cada vez que un testigo de Jehová llama a mi puerta para hablarme de la Biblia, yo le respondo que no es necesario, porque la Biblia la escribí yo. Y cuando me explican que Dios creó el universo, les respondo que están muy equivocados: el universo, en realidad, lo creé yo.

Demuéstrenme lo contrario. 

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sábado, 24 de abril de 2021

Médicos y no tan médicos

El doctor Hernando había abierto su consulta en la primera planta de nuestro edificio, y pronto se convirtió en nuestro médico de cabecera. Cada vez que cogíamos la gripe o nos dolía la tripa, ir al médico era tan sencillo como bajar cuatro plantas en el ascensor. Un día, uno de nosotros acudió a la consulta y el doctor Hernando le hizo pasar a una habitación contigua donde acababa de instalar un flamante aparato de rayos X. No para hacerle una radiografía, no, sino para tratar de averiguar lo que sucedía en tiempo real. El paciente se colocaba entre el generador y una pantalla, y a continuación el doctor apagaba la luz, ponía en marcha el aparato y se asomaba a mirar los pulmones o los riñones del observado durante un ratito.

El doctor Hernando no era el único. Algún tiempo después, estando yo todavía en plena etapa de crecimiento, un cardiólogo me metió en una máquina parecida y examinó el comportamiento de mi corazón durante largo rato. Años después, observamos que el doctor Hernando se ponía un peto protector antes de examinar a los pacientes tras la pantalla. Pero aquella precaución no duró mucho.  Al poco tiempo, el aparato de rayos X había desaparecido. Tanto el doctor Hernando como el médico que compartía la consulta con él murieron jóvenes.

Sin embargo, los efectos nocivos de la exposición a rayos X eran conocidos desde los años 30. No sé lo que les enseñaban a los médicos por aquellos tiempos en la Facultad de Medicina pero, evidentemente, eso no se lo dijeron.

Años después, una amiga de la Universidad me invitó a su boda. Su futuro marido era un tipo muy simpático, con un gran sentido del humor y una vitalidad inagotable. Caminaba con ayuda de unos bastones, y cierto día me explicó que siendo niño había contraído la poliomielitis, pero no espontáneamente, sino a causa de una vacuna. De una vacuna contra la poliomielitis.

Su caso no fue el único. En 1955, en Estados Unidos, se averiguó que varios lotes de vacunas administradas a niños contenían el virus vivo. Por error, naturalmente. Se sabe que al menos uno de los fabricantes causó más de 250 casos de polio en niños sanos. Aquella vacuna fue retirada inmediatamente pero, todavía hoy, la OMS tiene noticia de 24 brotes de poliomielitis de origen vacunal en 21 países.

Tampoco aquel percance fue único en la historia de la medicina. En 2017, las autoridades filipinas interrumpieron una campaña de vacunación contra el dengue al descubrir que la vacuna, en realidad, incrementaba el riesgo de que el niño contrajera una variante más grave de esa enfermedad.

Y seguimos. A comienzos de los años 60, miles de niños recibieron una vacuna contra el sarampión. Pero resultó que, cuando esos niños entraban en contacto con el virus, desarrollaban un sarampión atípico, que les causaba fiebre alta, fuertes dolores abdominales e inflamación pulmonar. Y, en ocasiones, hospitalización. Terminaron retirándola.

Hubo más. En esos mismos años 60, ocurrió lo mismo con los niños que recibieron una vacuna contra el virus respiratorio sincitial. Los vacunados desarrollaron una variante más grave de la enfermedad que producía fiebres altas y bronconeumonía. Docenas de ellos acabaron hospitalizados, y dos murieron.

Sí, la medicina se equivocó. O por falta de información o por negligencia en los ensayos clínicos. Pero los errores de la medicina pueden tener también otras causas. Me estoy refiriendo a las influencias políticas, que se empezaron a hacer patentes pocos años después. Me explicaré.

Hasta mediados de los años 40, el paludismo era un problema muy serio en el medio rural. Incluso en muchos países desarrollados, incluidos los Estados Unidos. En España, todos recordamos aquellas terribles imágenes del documental de Buñuel sobre las Hurdes (que después hemos sabido que no era tan 'documental' como se pensaba). Buñuel o no Buñuel, en España por aquellos años había oficialmente paludismo, y no poco. Pero un producto químico consiguió erradicarlo: el DDT.

El DDT terminó con el paludismo en los países desarrollados y en buena parte de Africa, gracias a tres efectos: es repelente de insectos, es irritante (para los insectos) y es tóxico. Si un mosquito valeroso se atreviera a penetrar en un hogar, a pesar del olor a DDT, y estuviera tan ansioso de picar que resistiera la irritación que le causa el DDT, todavía tendría bastantes posibilidades de estirar la pata a causa del DDT.

No era así para las personas. Todavía recuerdo, en las tardes de verano de mi infancia, que mi madre rociaba las habitaciones con un flit lleno de DDT, que toda la familia respiraba durante horas cada día, al igual que casi todas las demás familias del mundo que lo usaban, que no eran pocas. Es más, en cierta ocasión leí que en Estados Unidos algún que otro barman añadía un toque de DDT a sus cócteles para darles ese punto especial de la casa. Nunca se tuvo noticia de que a algún cliente de aquellos bares se le hubiera aguado la fiesta a causa del DDT.

Sin embargo, el naciente movimiento 'verde', basándose en evidencias tan irrefutables como las apariciones de extraterrestres, consiguió instigar el miedo entre la población y, por fin, el DDT fue erradicado. Al instante, los casos de paludismo se multiplicaron vertiginosamente, sobre todo en los países pobres. Pero ¿a quién le importan los pobres cuando uno es ecologista y vive en un país rico?

Investigando sobre este lamentable episodio en la historia de la medicina he averiguado muchas más cosas, y muy esclarecedoras de lo que hoy está sucediendo en el mundo. Como el tema tiene mucha miga, lo dejo para una próxima entrega de este mismo blog. Atentos.

Y termino con otro episodio lamentable. Sólo los lectores más veteranos de este blog recordarán la palabra 'talidomida'. La talidomida es un fármaco que fue descubierto en 1956. Al principio, como sedante, y después también como alivio para la gripe, la neumonía y las náuseas asociadas al embarazo. Por más que aumentó la dosis en los ensayos, el fabricante no consiguió matar a un solo animal, y la talidomida fue puesta a la venta en 46 países. Sin receta.

Pero empezaron a aparecer efectos secundarios y, apenas dos años después, miles de casos de recién nacidos con horribles deformidades. Sus madres habían tomado talidomida durante el embarazo. A los científicos no se les había ocurrido, pero resultaba que la talidomida atravesaba la placenta y afectaba gravemente al feto en las primeras semanas de gestación. No se les había ocurrido pero, por lo visto, tampoco se les había ocurrido exigir un ensayo previo con animales. Tardaron cinco años en establecer la relación entre la talidomida y las mujeres embarazadas.

En esos cinco años, nacieron en todo el mundo más de 10.000 niños con deformidades irremediables. En 1968, el fabricante fue llevado a los tribunales, pero la empresa llegó a un acuerdo para compensar a las familias afectadas y, finalmente, nadie fue declarado culpable. ¿Os suena?

Por definición, los pacientes saben menos de medicina que los médicos. Pero los médicos no son ni infalibles ni incorruptibles. Hoy en día, todos tenemos acceso a tanta información como ellos y, cuando nos encontramos con datos que no encajan, no está de más que desconfiemos y tratemos de entender mejor lo que sucede.

En realidad, nunca está de más.

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