lunes, 22 de abril de 2013

Un fin de semana

Viernes

Leo en Yahoo! Finance que un tal Douglas Rushkoff acaba de publicar un libro llamado Present Shock. Según él, en los años 70 se hablaba con aprensión de un futuro en el que la tecnología avanzaría tan aprisa que las personas no podrían seguirle el ritmo. Treinta años después se comprobó que aquellos temores eran proféticos, como puede atestiguar cualquier sufrido penitente a quien se le haya estropeado alguna vez el teléfono móvil, o que haya intentado localizar por Internet la dirección de su dentista. De haber sido consciente del grado de estulticia de la mayoría de la Humanidad, yo mismo habría creado una empresa de diseño de interfaces y me habría forrado. Es bueno ser exigente con uno mismo, pero pensar que todos los demás lo son es pernicioso.

Según Rushkoff, ese estado de comunicación casi permanente con otras personas nos mantiene frenéticamente atados al presente. No nos deja tiempo para pensar, o para planificar. Los adictos a Twitter o a Facebook viven a ritmo de controlador aéreo. Nos los encontramos absortos en la pantallita de su smartphone en los andenes del metro, en los asientos del autobús, en el interior de los automóviles cada vez que un semáforo se pone en rojo, e incluso caminando por la calle, totalmente ajenos a lo que sucede a su alrededor. En la Edad Media, el mundo era plano y se terminaba en Finisterre. En nuestros días, el futuro se mide en días y se acaba el próximo fin de semana.

En buena parte del mundo, los políticos parecen haberse abandonado también a esa corriente. Cada dos o tres meses, infaliblemente vaticinan la recuperación económica para el semestre que viene, probablemente conscientes de que dentro de seis meses nadie se acordará de sus predicciones y podrán repetirlas con el mismo aplomo fingido. Nadie en el poder parece inclinado siquiera a replantearse los fundamentos de nuestro sistema económico o monetario. ¿Acaso podría resultar que, ejem, el motor se gripa cíclicamente y convendría cambiar de modelo? Los políticos silban a los pajaritos, como si no fuera con ellos. Quién sabe; quizá peco de optimismo, y en realidad sus cuatro o cinco neuronas no dan más de sí.

Sábado

Excepcionalmente, me subo a un transporte público para ir al centro. Es sábado, son las cinco de la tarde y el autobús va lleno. Esto sí que no me lo esperaba. Tendré que ir de pie, cosa que detesto. Como el centro de gravedad está a una altura proporcional a la estatura, el mío está bastante más alto que el de los demás pasajeros, y en las curvas tengo que hacer esfuerzos atléticos para que los vaivenes no me desprendan de la barra. Y qué vaivenes. El conductor parece totalmente insensible al cargamento que transporta. Con un tono de familiaridad que recuerda al de un pastor conduciendo su rebaño, nos apremia a avanzar hacia el fondo, que según él está totalmente vacío, pero que en realidad es intransitable y está ocupado por un minizoológico de turistas de todas las edades y varios cochecitos de niño.

El conductor, además, nos tutea. Este hombre, pienso, debe ser comunista. Me recuerda a una conductora de autobuses con cara de bulldog que conocí en la antigua Yugoslavia. Y no sólo a ella. De hecho, me recuerda a todos los funcionarios con los que llegué a cruzarme en los países de la extinta Unión Soviética o en Cuba o, sin ir más lejos, a algunas enfermeras de la Seguridad Social española. En los países comunistas lo normal era encontrarse con gente así. Burócratas de gulag, para quienes los seres humanos somos siempre masa, incluso considerados de uno en uno.

Domingo

Paseando por una calle céntrica, veo a mi derecha un establecimiento de comida rápida. Mi mirada recorre fugazmente los letreros que invitan a entrar en él para consumir pollo asado en bandejas de plástico. Uno de aquellos textos se queda flotando una fracción de segundo en mi retina, y donde dice "Banquetazo para dos" yo creo leer "Braguetazo para dos". Me río interiormente, y se me ocurre que sería un buen título para un cuento.

Por ejemplo. Luciano y Luchino son buenos amigos. Por un azar de la vida, conocen en la recepción de un hotel a la marquesa de Serenghetti y deciden conquistarla. Todo parece indicar que la marquesa tiene mucho dinero, y ninguno de los dos amigos está dispuesto a renunciar a las mieles del triunfo. Echan una moneda al aire para decidir si cara o cruz, pero la moneda se queda atrapada entre las ramas de un árbol. La suerte ha decidido por ellos: tratarán de compartir a la marquesa.

Pero la marquesa, que está casada con un achacoso barón de bigote cano, se enamora sólo de Luciano. Luchino los acompaña a todas partes con el consentimiento de ella, que encuentra a Luchino caballeroso y elegante. Luciano, en cambio, es vulgar. Cuenta chistes verdes, come patatas fritas en el cine y da palmaditas en el culo a la marquesa mientras la pasea por el parque de atracciones. Pero así es el amor.

Se acerca el verano, y la marquesa se dispone a emprender un crucero de lujo con su marido, como todos los años. Esta vez visitarán Santorini, Mikonos, Rodas y la isla de Lesbos. Con su habitual generosidad, la marquesa invita a los dos amigos al crucero, con el propósito de encontrarse clandestinamente con Luciano por las mañanas, mientras su marido juega al bridge. Los dos amantes apenas pueden esperar. Mientras el velero se aleja de Civitavecchia, Luchino oye ya en el camarote contiguo el traqueteo de la litera y los gemidos de amor de la marquesa en brazos de Luciano. En ese momento decide asesinarlo.

Entre tanto, Luciano y la marquesa han decidido asesinar al barón. Una vez enviudada, ella cobrará la herencia y se instalará con su amante en la mansión de la Toscana. Sólo falta encontrar la ocasión. Mientras el barco navega hacia Santorini, los dos amantes discuten el plan. Lo más fácil, naturalmente, será empujarlo por la borda al anochecer. Después, esperarán quince o veinte minutos antes de dar la alarma. Esa misma noche podrán ya hacer el amor hasta el amanecer.

La estrategia de Luchino consistirá en hacerse amigo del barón y, a una hora en que los amantes estén desfogando sus pasiones, buscar algún pretexto para que el barón acuda al camarote y los pille in fraganti. Tiempo atrás, la marquesa le había revelado que su marido llevaba siempre consigo un revólver cargado, con el que Luchino confía en que el barón lavará su honor... y le dejará a él vía libre.

Mientras el timonel avista en el horizonte la costa de Creta, Luchino interrumpe repentinamente la partida de bridge y se lleva las manos al estómago. El barón se ofrece para llamar al médico de a bordo, pero Luchino le explica que aquel dolor sólo se calma con unas pastillas de magnesia de Manchuria que el barón guarda en su botiquín personal, en el camarote. Caminando encorvado a causa del fingido dolor, Luchino lo acompaña por los pasillos. Cuando comparezca como testigo en el juicio, dosificará su testimonio para que sentencien al anciano barón a diez o quince años de cárcel. La marquesa será suya para siempre.

Cuando la marquesa descorre el pestillo y deja pasar a su marido, sus cabellos aparecen revueltos y ella, en camisón, jadea ligeramente, pero Luciano ha conseguido esconderse a tiempo, y el barón ni siquiera parece sospechar nada. "Hoy me duele la cabeza, Hans", dice ella. "Descansa, querida. Luchino y yo estamos en la salle des loisirs, jugando al bridge". En el mar, hacia el este, las laderas oliváceas de Sfinari desaparecen lentamente, enturbiadas por la calima.

Esa tarde, en la toldilla de babor, la marquesa y su marido fuman en sendas tumbonas aguardando la hora de la cena. La temperatura es deliciosa, y ella invita al barón a acodarse en la borda y contemplar la puesta de sol. Pero la cubierta está resbalosa y, apenas se ha incorporado, el barón pierde el equilibro y cae, fracturándose el fémur. Habrá que esperar. A la mañana siguiente el velero atracará en Santorini, y el barón podrá ser ingresado en un hospital. Entre tanto es trasladado a la enfermería, donde ella, desoyendo las instrucciones del médico, le administra una dosis triple de sedante.

En el camarote contiguo al de Luciano, Luchino cree volverse loco. Sus planes han fracasado, y a pocos centímetros de su oído la anhelada marquesa se abandona al placer con desenfreno entre los brazos de su amigo. No consigue dormir. Se levanta, y sale a fumar a la cubierta.

"¿No puede dormir, señor?", dice entonces una voz a sus espaldas. Es uno de los camareros del restaurante. "Tal vez yo pueda ayudarle". "¿De qué me está hablando?", responde Luchino. "Tengo ojos  y oídos, señor". Luchino empalidece. "Por diez mil libras esterlinas, la marquesa puede ser sólo suya". "Eso es mucho dinero", acierta a decir Luchino. "Quizá la señora marquesa podría... hacerle un préstamo. Estoy seguro de que usted no tendrá dificultad para devolvérselo". En la negrura de la noche, Luchino se lo queda mirando.

Al amanecer, la sirena de una ambulancia asciende por la escarpada ladera y se pierde entre las casas blancas de Firostefani. De pie en el muelle, Luchino y Luciano la miran desaparecer y hacen una seña a uno de los taxis aparcados a pocos metros de distancia. Sobre la cresta del acantilado, orlada de fachadas diminutas como dientes de tiburón, destellan los primeros rayos del sol de junio, que emerge en aquel instante de la montaña.


Bajo el calor de finales de agosto, el sonido de las cigarras es ensordecedor. Luchino sale de la piscina y se envuelve indolentemente en un albornoz bordado con el escudo nobiliario de los marqueses de Serenghetti. Los cipreses se inclinan suavemente con la brisa, y la quietud del atardecer en la Toscana transmite a Luchino una serenidad balsámica. La necesita. Desde la ventana de la alcoba, abierta de par en par, las risas de la marquesa y un entrechocar de copas de cristal se confunden con las chocarrerías de otro hombre, que ríe con ella a carcajadas.

Luchino aprieta los dientes. Acaba de decidir asesinar al camarero.

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