jueves, 9 de diciembre de 2010

Mario Conde: el cuerpo extraño

Era invierno, estaba nublado y hacía mucho frío. Corría posiblemente el año 1972. No recuerdo cómo me metí en aquel lío. Las algaradas habían comenzado de buena mañana, y en todas las Facultades las clases habían quedado vacías. El campus de la Universidad parecía en estado de guerra. Flotaba en la distancia el ulular de las sirenas de la policía, grupos de estudiantes corrían dispersos en todas direcciones, y los rumores se desataban. Los 'grises' habían tomado Medicina, habían detenido a estudiantes, atacaban, cercaban, retrocedían. Nosotros estábamos en el jardincillo de la Facultad de Físicas, sin saber muy bien qué hacer. En la confusión, acerté a ver al 'Chino' corriendo con unos cuantos más hacia el bosquecillo de Biológicas, y lo seguí.

La tierra estaba resbalosa a causa de la lluvia. Ascendimos quizá 500 metros, sorteando pinos, y desembocamos en la calle de los colegios mayores. Entonces el grupo comenzó a gritar consignas, y tres o cuatro de ellos atravesaron un coche en la calzada. Sin saberlo, me había metido en un comando del FRAP.

En la lejanía se oyó el ruido de un helicóptero, aproximándose. En aquel momento apareció tras una curva un autobús de la línea F. Le dieron el alto. Varias piedras se estrellaron contra sus vidrios, y los pasajeros descendieron apresuradamente. El conductor se resistía pero, finalmente, cedió. Entre ocho o diez estudiantes, agarraron el chasis del autobús y trataron de derribarlo. Era peligroso. La cabina de pasajeros se balanceaba cada vez más, pero el autobús no caía. Sobre nosotros apareció entonces el helicóptero de la policía. Hablando por un altavoz nos conminaron a disolvernos, pero nadie hacía caso. Yo tenía cada vez más miedo, y no sabía muy bien qué hacer.

De pronto, apareció la caballería y cargó contra nosotros. Me interné entre los pinos y eché a correr de nuevo, esta vez cuesta abajo, hacia la Facultad. Oía detrás de mí los cascos de los caballos, resbalando igual que yo sobre la tierra mojada. No sé cómo me libré de ellos. Cuando llegué por fin a refugiarme a la Facultad, un policía que estaba en la puerta me impidió el paso. Me había visto varias veces ya aquella mañana y me había tomado por un agitador. En tono amenazante, me dijo que me marchara de la Universidad. Tuve que entrar a recoger mis cosas por una ventana.

Aquella fue posiblemente la ocasión en que más peligro corrí durante aquellos años turbulentos. Más de una vez pude haber recibido una paliza, o haber dado con mis huesos en los calabozos de la Puerta del Sol. Uno de mis compañeros de clase fue aporreado con saña por varios policías, y otro recibió un tiro que le atravesó el pulmón. Cuando, cinco o seis años después, murió por fin el General Franco y se convocaron elecciones libres, yo acudí con entusiasmo a votar.

Al igual que aquella mañana de invierno con el comando del FRAP, no sabía dónde me había metido. En el año 1982, el Partido Socialista ganó las elecciones. Yo acababa de instalarme en Viena, y acogí la noticia con entusiasmo. Con todo, me sorprendió por su radicalidad una de las primeras medidas que adoptó el nuevo Gobierno: la expropiación del holding RUMASA. Por las noches, en mi piso de la Schelleingasse, leía asiduamente El País y añoraba aquella nueva España que se estaba empezando a forjar lejos de mí, a impulsos de la honradez y los propósitos de justicia social del nuevo partido en el poder.

En los años 90 empecé a frecuentar Barcelona. Había perdido bastante el contacto con la realidad política, pero seguía mirando con simpatía el Gobierno de Felipe González. Por aquellos años se empezaba a hablar de los GAL, de un banquero llamado Mario Conde y de la nueva ley de la "patada en la puerta". Pero, en Barcelona, la inminencia de los Juegos Olímpicos se comía todas las noticias.

El banquero Mario Conde era en realidad un brillante abogado del Estado que había hecho mucho dinero en poco tiempo y había comprado un banco. Así, como suena. Empezaba a ser el ídolo de muchos jóvenes, que veían en él un nuevo modo de ascender en la escala social por mérito propio: algo así como el sueño americano. En las navidades de 1993, sin embargo, una noticia sacudió España: Banesto, el banco de Mario Conde, acababa de ser intervenido.

No fui yo el único que pensó que aquella intervención obedecía a móviles políticos. Banesto estaba comprando acciones en medios de comunicación, y se rumoreaba que el carismático Mario Conde, un recién llegado al mundo de las finanzas, planeaba dar el salto a la política. Entre tanto, mi simpatía por el Gobierno de Felipe González había decaído mucho. Pocas semanas antes de la intervención de Banesto había salido a la luz el escándalo de Roldán, un farsante sin escrúpulos que, siendo director de la Guardia Civil, se había apropiado del dinero de la caja de huérfanos del Cuerpo que él dirigía. A esas alturas, se sospechaba ya que los GAL eran un grupo terrorista organizado por el propio Gobierno, y corrían todo tipo de rumores sobre el destino de los fondos reservados del Estado.

La situación económica era penosa. Después de unos años de riqueza especulativa, la peseta fue devaluada tres veces en sólo nueve meses. Se alcanzaron los 3,5 millones de desempleados, y las posibilidades de que España se incorporara al euro se desvanecían. Con ese telón de fondo, en diciembre de 1994 Mario Conde ingresó por primera vez en prisión.

Dieciséis años después, el ex-propietario de Banesto acaba de reunir en un grueso libro (Los días de gloria, Ediciones Martínez Roca, 2010) su versión de aquellos acontecimientos. Versión es, porque la ha escrito él, pero, dejando aparte algunas apreciaciones subjetivas, como la soberbia en la mirada del Gobernador del Banco de España o las atribuciones de amistad, inquina o envidia a amigos y enemigos, el resto del libro es una concatenación de hechos sólidamente sustentados en fechas, cifras y nombres propios que, dos semanas después de haber sido puesto a la venta, nadie ha refutado todavía públicamente.

Lo cual debería ser significativo, porque los aludidos son muchos, y las acusaciones, gravísimas. Los aludidos, de hecho, son prácticamente todos cuantos pululan por los siniestros pasillos del Poder en esta España de comienzos del siglo XXI. Financieros, periodistas, jueces, políticos y simples aduladores conforman, en su relato, una sórdida amalgama de intereses con un único objetivo: medrar a cualquier precio. En una sucesión vertiginosa de intrigas, alianzas, odios y traiciones, el Poder aparece ante nuestros ojos descarnado y terrible, con nombres y apellidos. Para los que vimos la Transición con la ilusión de la primera juventud, el libro de Mario Conde es demoledor.

El Partido Socialista se había propuesto controlar todos los grandes bancos del país y, ante ese jugoso fin, los medios a utilizar carecían de importancia. En semejante contexto, el advenedizo Mario Conde, brillante, triunfador y, en aquella época, excesivamente pagado de sí mismo, era un forúnculo doloroso que había que extirpar. El Gobierno -y, a su servicio, el Estado- lo había decidido, y en ello colaboraban, solícitos, jueces, periodistas y políticos de todo pelaje, convertidos en mamporreros del Poder.

En una escena iluminadora, Jesús Polanco le explica durante un desayuno cómo, con unos cuantos editoriales de El País contra el ministro de economía, éste se ablandará lo suficiente para permitirle comprar unas acciones a buen precio. Luis María Anson, por entonces director del diario ABC, contempla impávido durante un almuerzo cómo el Vicepresidente del Gobierno, Narcís Serra, maneja telefónicamente los hilos que conducirán en una sola mañana, contra viento y marea, a la intervención de Banesto. El juez García-Castellón comenta ante un testigo que le adjudicarán a él el caso Banesto antes de ser presentada siquiera la querella. Y así sucesivamente.

Pero el asalto contra Mario Conde no podía prosperar mientras la oposición no estuviese de acuerdo. Aznar, un mediocre de mediocres, era, como demasiados españoles, envidioso de las mentes brillantes. Y finalmente llegó su consentimiento. El líder potencial, el triunfador inteligente y hábil, no podía hacerle sombra ante unas elecciones que él deseaba, a toda costa, ganar. Para Mario Conde, la suerte estaba echada. La prisión de Alcalá-Meco lo esperaba.

La narración de todos estos acontecimientos es eficaz, un tanto deslavazada en los flash back y flash forward con que el autor avanza y retrocede en el tiempo para explicarnos su historia. Inevitablemente, el estilo de un abogado del Estado recuerda demasiado a menudo la prosa artificiosa del código civil. Los personajes del esperpento Banesto traman sus intrigas en almuerzos, desayunos y cenas sentándose "en la mesa", las afirmaciones de los Judas de turno son casi siempre "falsas de toda falsedad", y a menudo uno desearía que frases como "resulta excesivamente complicado" se quedaran en un simple "es muy difícil". El espíritu del Sr. Conde flota probablemente todavía en un mundo de pliegos de descargo e informes de gestión, y es difícil conjeturar que todos estos años de dolor y reflexión lo hayan convertido en un segundo fray Luis de León.

Tal vez ello es esperanzador. España necesita desesperadamente una regeneración y, aunque es difícil imaginar quién le podría poner el cascabel al gato, llegado el caso difícilmente podrá prescindirse de un cerebro lúcido y perspicaz como el suyo. Más nos valdría. Porque si, con sus cualidades y experiencia, Mario Conde optase algún día por el bando del Mal, los cuatro jinetes del Apocalipsis o, peor todavía, Felipe González Márquez, quedarían reducidos a bondadosas madres teresianas.

Debo confesar que, para mí, la lectura de 'Los días de gloria' ha sido demoledora. Tiempo atrás, yo creía firmemente que la democracia mejoraría en todos los aspectos la España de Franco. Poco a poco, sin embargo, he ido constatando cómo, a medida que la sociedad acumulaba riqueza material, sus ideales, valores y realidades se iban empobreciendo. Ahora ya no espero nada. Me conformaría con que este tobogán económico por el que mi país desciende no fuera caldo de cultivo para la demagogia y el populismo. La estructura del Estado está madura. La sociedad, quizá también. Argentina no está tan lejos como la vemos en los mapas.

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sábado, 20 de noviembre de 2010

Mao Zedong: el Ángel Exterminador

Desde los tiempos de los faraones, pasando por Calígula o Leopoldo II de Bélgica, la historia se empeña en demostrar una y otra vez que, cuando las condiciones son adecuadas, siempre hay un porcentaje de seres humanos que se revelan como asesinos en masa. No hace falta que sean muchos. Basta con que estén protegidos por la sombrilla del poder.

El caso más conocido, naturalmente, fue el Holocausto. Entre 1933 y 1945, militantes del partido nazi alemán y militares del III Reich a las órdenes de Adolf Hitler exterminaron deliberadamente a unos 15 millones de personas indefensas, la mitad de ellos judíos, y la otra mitad integrada por gitanos, cristianos, marxistas, homosexuales y enemigos del régimen en general.

Esta 'hazaña' se logró en tan sólo 12 años. Sin embargo, pese a la reputada eficacia alemana, el nazismo no consiguió superar al dictador Stalin, que en 1933 acababa de liquidar, esencialmente por hambre, al mismo número de seres humanos -ucranianos, siberianos, rusos, cosacos, kazajos y campesinos en general- en tan sólo 4 años. Todo un record. Pero los horrores de Hitler y Stalin, sumados, se redujeron a la categoria de broma macabra a partir de 1958, cuando Mao Zedong, el Gran Timonel, lanzó en China la gran campaña nacional que él mismo denominó "el Gran Salto Adelante". Aunque la mayor parte de los archivos oficiales siguen a día de hoy clasificados, el historiador Frank Dikötter ha conseguido acceder a un buen número de archivos provinciales y del Ministerio de Asuntos Exteriores, gracias a los cuales ha podido escribir un libro de reciente aparición (Mao's Great Famine, Bloomsbury Publishing 2010). De él he extraído lo que relato a continuación.

De no haber alcanzado el poder absoluto sobre 600 millones de personas, el psicópata Mao podría haber sido simplemente un oscuro funcionario, corrupto y acomplejado, un proxeneta sin escrúpulos o un traficante de armas, y nos habría ahorrado la amarga demostración de los horrores que el ser humano es capaz de perpetrar. Pero en 1949 el Partido Comunista Chino derrotó a Chiang Kai-Shek, y Mao Zedong proclamó la República Popular China. Después de cuatro años de guerra civil, China era un país pobre, mayoritariamente de campesinos y sin apenas industria. Mao, envidioso de los supuestos logros de la Unión Soviética y, por supuesto, de Gran Bretaña, que durante más de un siglo había sido la gran potencia mundial, se propuso superar a ambos. Dando muestras de una inteligencia difícilmente superior a la de un mosquito, en 1958 lanzó la consigna que, supuestamente, debía catapultar a China a la categoría de líder económico mundial: producir más cereales y más acero que nadie.

Apenas había medios, pero la consigna movilizó a los mandos del Partido. Ignorando la experiencia milenaria de los propios campesinos, Mao ordenó implantar dos nuevas técnicas de cultivo que, simplemente, se le acababan de ocurrir: la siembra debía hacerse en hileras muy apretadas y, para que las raíces tuvieran sitio donde agarrar (sic), la simiente debía depositarse en surcos mucho más profundos (de hasta medio metro, a ser posible). El resultado fue un aluvión de cosechas desastrosas, muy inferiores a las obtenidas por métodos tradicionales. A la hora de rendir informe, los mandos locales, temerosos de las consecuencias, inflaban las cifras comunicadas a los mandos provinciales. Éstos, a su vez, las inflaban nuevamente en sus informes a la superioridad, que repetía el proceso en cada escalón del poder hasta sumar unos totales nacionales absolutamente fantásticos, sin ninguna relación con la realidad. En los pueblos, los campesinos empezaban a morir de hambre.

Alertado por los rumores, Liu Shaoqi decidió visitar su pueblo natal, donde se topó con escenas abracadabrantes. Un equipo de investigación enviado a Xinyang en 1960 se encontró con un puñado de supervivientes desnutridos, casi desnudos, sollozando entre los escombros de sus hogares destruidos. Para producir acero de ínfima calidad en hornos improvisados, los campesinos se veían obligados a trabajar 18 horas al día, incluidos niños de corta edad y mujeres embarazadas, con poco más de un bol de arroz por día y por persona. Las casas habían sido demolidas para utilizarlas como combustible, y todos los enseres de metal habían sido requisados para las fundiciones. En cierta aldea, rodeados de una inmensa fosa común, los únicos habitantes resultaron ser dos niños esqueléticos que ni siquiera conseguían sostener su cabeza sobre los hombros. Sólo en Xinyang habían muerto, en 1960, más de un millón de personas, de ellas 67.000 golpeadas hasta morir.

Cuando las noticias llegaron a Mao, éste repuso: "Es necesario que la mitad de la población muera de hambre para que la otra mitad coma todo lo que necesita". En esa otra mitad, naturalmente, se encontraban él y los altos mandos de Partido, que organizaban lujosas fiestas en barco con los manjares más exquisitos y profusión de mujeres hermosas, mientras en las orillas las campesinas eran violadas y millares de seres humanos agonizaban devorados por las ratas. En las cantinas colectivizadas, las colas llegaban a las mil personas, de las que sólo sobrevivían los más fuertes, porque en muchos casos la distribución de comida duraba sólo una hora. Los mineros trabajaban en turnos de diez horas, frecuentemente descalzos y sin alimento, y tenían que descansar hacinados en dormitorios colectivos donde el espacio por trabajador apenas llegaba a veces a un metro cuadrado, en ocasiones sentados o de pie, bajo techos de paja que cuando llovía dejaban pasar ríos de agua.

La burocracia era kafkiana. En la provincia de Jinan, Li Shujun aguardó en una cola tres días para comer, sin conseguirlo. En realidad, la cola era sólo para recibir un vale que debía ser canjeado (en una cola diferente) por un número que, a su vez (en otra cola diferente), servía para obtener una ración de arroz. Cuando los padres estaban muy enfermos eran los niños quienes, a veces con cinco o seis años solamente, debían ir de madrugada a hacer cola y terminaban siendo avasallados por feroces adultos hambrientos.

Mao no ignoraba la situación, pero se mantenía en su empeño de exportar cereales, sobre todo a países de la Unión Soviética, a precios inferiores al precio de coste. Lo mismo sucedía con las exportaciones de acero, frecuentemente de tan mala calidad que los países importadores acabaron rechazándolo. Los aperos fabricados con aquel acero se rompían a los pocos meses, mientras la maquinaria importada se oxidaba en los hangares y las cosechas se pudrían en los campos por falta de camiones para transportarlas. Hasta los cerdos morían de hambre.

A medida que uno se adentra en el libro de Dikötter, el dolor se va clavando como una lanza insoportable en el corazón del lector. En más de una ocasión, atenazado por las emociones, he tenido que interrumpir la lectura con lágrimas en los ojos, y confieso que, al llegar a los últimos capítulos -sobre los horrores detallados por regiones- no he tenido fuerzas para seguir leyendo. Como ilustración de los datos que expone rigurosamente, Dikötter agrega aquí y allá casos concretos recogidos en documentos oficiales. La narración se convierte así, al mismo tiempo, en un reportaje descarnado con nombres y apellidos, que nos impide ampararnos en la abstracción de las estadísticas para enfrentarnos cara a cara con la realidad del sufrimiento humano. Y prosigo.

Quizá el mayor logro del socialismo y del nazismo (por lo demás, primos hermanos) ha sido la destrucción de la dignidad humana. Yo he visitado Cuba y Haití, y puedo asegurar al lector que en Haití, el país más pobre y lacerado del continente americano, hasta los más miserables conservan un asomo de dignidad que en Cuba es inexistente. Mao consiguió retrotraer al ser humano hasta extremos anteriores a la Edad de Piedra. En Shandong, por ejemplo, el ciudadano Yan Xizhi entregó a sus tres hijas, vendió a su hijo de cinco años por 15 yuanes, y a otro hijo de diez meses por un plato de comida. Y Wang Weitong vendió a uno de sus dos hijos por 1,5 yuanes y cuatro bollos. Ambos tuvieron suerte. La mayoría de sus conciudadanos no encontraron comprador.

Tales privaciones, naturalmente, son muy difíciles de imponer sin recurrir a la violencia. Los castigos y abusos de los mandos del partido eran moneda común, y los niños eran los más afectados. En Beijing, lejos pues de los horrores del campo, el 90 por ciento de los niños de la guardería de la Fábrica de algodón Nº 2 estaban enfermos. Sarna, moscas, gusanos, intoxicaciones alimentarias, diarreas y edemas por desnutrición formaban parte del paisaje habitual en los jardines de infancia, y en muchos casos los propios empleados se repartían las raciones de carne, de azúcar y hasta de jabón destinadas a los niños. La propaganda oficial, que declaraba que "los niños pertenecen al Estado" facilitaba, desde luego, mucho las cosas.

En su delirio de poder absoluto, el Gran Timonel no quería ni oír hablar del asunto. Cuando el Dr. Li Zhisui le informó de la omnipresencia de edemas y hepatitis en Zhongnanhai, Mao le contestó que aquel tema de conversación era muy desagradable, y que además no le creía. Pero la realidad era que hasta el personal médico estaba enfermo. En Nanjing, dos terceras partes del personal médico y de enfermería lo estaban. Incluso en los hospitales de lujo para miembros del Partido, los médicos iban vestidos con andrajos. Se robaba a los pacientes, los enfermos eran golpeados, y las enfermas, violadas. Sin calefacción, sin mantas, y a veces sin comida, muchos pacientes tiritaban en invierno sobre lechos de paja, o compartían las camas con difuntos. En algunos casos, los vivos eran depositados directamente en la morgue, donde se les dejaba morir mientras, a su alrededor, las ratas celebraban macabros festines.

En medio de este panorama, a nadie extrañará ya que muchos presos fueran tratados como conejillos de Indias. En los campos de concentración se les daba a comer serrín y pulpa de madera. Cosa difícilmente sorprendente cuando, en el campo, la población 'libre' comía cortezas de árboles, plantas venenosas, cinturones de cuero, paja de los techos, y hasta puddings de barro. Y la guerra contra las ratas era a muerte: o las personas se comían las ratas, o las ratas se comían a las personas.

El saldo final de este apocalipsis indescriptible es muy difícil de calcular, en parte porque muchos archivos oficiales siguen siendo secretos. Pero, extrapolando de los datos fragmentarios existentes, los estudios más minuciosos arrojan cifras de entre 40 y 50 millones de muertos, sólo entre 1958 y 1961. No sé si esta cifra figurará algún día entre los records Guinness pero, 50 años después del mayor asesinato en masa jamás conocido, el vergonzante doble rasero de la Historia oficial es insostenible. En Europa, intelectuales que en su vida han abierto la boca para criticar a Mao o a Stalin se indignan ruidosamente por el trato dispensado a un puñado de presos en Guantánamo. Y partidos comunistas o socialistas que, con el rabo entre piernas, han renunciado por fin al marxismo exigen condenas de viejos dictadores sin haber pedido todavía perdón por los horrores perpetrados en nombre de su ideología. La divulgación del Holocausto nos ha vacunado, posiblemente, contra el nazismo. Pero la sociedad mundial necesita con urgencia -particularmente, en estos tiempos de crisis económica- una vacuna universal contra la más destructora de las ideologías que el mundo ha conocido: el comunismo.

Después de leer el libro de Dikötter, cada vez que salgo a la calle me pregunto cuántas de las personas que veo pasear apaciblemente a mi alrededor serían capaces de asesinarme sin escrúpulos si tuvieran poder para ello. No les recomiendo esa sensación. Pero, por favor, lean el libro.


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domingo, 10 de octubre de 2010

(Meta)física recreativa: Hawking y Penrose en el País de las Maravillas

Desde tiempo inmemorial, el ser humano necesita ver signos reveladores en las montañas, en las nubes, en las entrañas de sus víctimas o en las estrellas. Probablemente es una cualidad intrínseca de nuestro cerebro, que sólo la ciencia ha conseguido, a duras penas, mantener a raya. Desde la mirada protectora del Sagrado Corazón de Jesús presidiendo la cama de matrimonio hasta los arcanos del I Ching o el oráculo de Delfos, las 'revelaciones', religiosas o profanas, son para muchos un bálsamo que mitiga la dificultad de coexistir con dos misterios difícilmente soportables: el pasado, y el futuro.

Después de largos siglos de religión y de fantasías aristotélicas, Galileo, Newton y Maxwell asentaron por fin la física en tres sólidos pilares que nos aportaron una visión del mundo coherente y previsible. Hasta tal punto que, en los mismos días en que Max Planck publicaba sus observaciones sobre la radiación del cuerpo negro, los físicos más eminentes declaraban solemnemente que, en física, todo estaba ya descubierto. Después de Planck vino la mecánica cuántica, ese extraño mundo en el que una partícula elemental atraviesa de cuando en cuando la pared contra la que usted y yo rebotaríamos y, por si fuera poco, es capaz de desdoblarse, comportarse como una onda e interferir consigo misma. Al mismo tiempo, la teoría de la relatividad nos explicaba que en realidad las manzanas caen porque, a su alrededor, el espacio está curvado, y que, si uno viaja a una velocidad suficiente, puede sobrevivir a sus tataranietos sin necesidad de preocuparse por el colesterol.

Entusiasmados por todas aquellas innovaciones, los físicos se abandonaron a la tentación de extrapolar: ¿tiene un origen el Universo?, ¿terminará algún día? Hasta los años 20 del siglo XX, se pensaba que no. Un Universo eterno era filosóficamente conveniente, ya que descartaba la necesidad de un Creador, y es sabido que, desde Miguel Servet, la religión y la ciencia estaban a mal traer. Cuando, en 1929, Edwin Hubble descubrió que las galaxias se alejaban unas de otras y, por lo tanto, que el Universo se expande, una nueva teoría fue inevitable: si invertimos el sentido del tiempo, una expansión se convierte en una contracción, y las contracciones, idealmente, terminan en un punto: el origen del Universo era, pues, una explosión puntual. Fred Hoyle, que defendía tenazmente la teoría del Universo perpetuo, se refirió despectivamente a la nueva teoría como el "Big Bang" (el Gran Petardazo).

Sin embargo, el Big Bang se impuso y, con algunas modificaciones, se convirtió en la teoría imperante. Pero la curiosidad humana se crece ante las fronteras, y pronto algunos empezaron a preguntarse lo que había sucedido antes del Big Bang. Si entendemos el Big Bang como una 'singularidad' (en lenguaje matemático, una densidad infinita concentrada en un solo punto), la pregunta carece de sentido, porque las leyes de la física, al menos tal como las conocemos, comienzan con el Big Bang y, sea cual sea la información que pudiera llegar a él desde su pasado, tendría que comprimirse infinitamente para atravesar por un punto y quedaría destruida. ¿Se han arredrado los físicos ante esta consideración?

Más bien al contrario. Como en los aciagos tiempos de la Edad Media, las especulaciones florecen, propician polémicas y se disputan los favores del público en esta nueva era dominada por los mass-media. Stephen Hawking y Roger Penrose no se han quedado al margen de esta pirotecnia y, en sus dos recientes libros (The Grand Design, Bantam Press, 2010, y Cycles of Time, The Bodly Head, 2010), ponen también su granito de arena. En otras palabras: sí, especulan.

Si el Universo comenzó siendo un punto, para estudiar sus orígenes tendremos que basarnos en las leyes de lo infinitamente pequeño. Es decir, de la mecánica cuántica. En particular, tendremos que atribuir al naciente Universo la propiedad de evolucionar siguiendo múltiples caminos al mismo tiempo. ¿Cuantos caminos? Todos. Como parece evidente que nosotros habitamos en un solo Universo, los otros tendrán forzosamente que ser distintos del nuestro. Además, siguiendo los razonamientos de la mecánica cuántica, tendrán que ser infinitos y diferentes entre sí. Es decir, sus leyes físicas serán diferentes, lo cual implica que algunos no conseguirán sobrevivir mucho tiempo, y que en muchos de ellos las estrellas no conseguirán fabricar carbono y, por lo tanto, sus planetas no podrán albergar seres vivos, tal y como nosotros los conocemos. ¿Darwinismo cósmico? El propio Hawking utiliza esta expresión para referirse a este modelo teórico, que más propiamente se denomina 'multiverso'.

Penrose, en cambio, aborda el tema desde un punto de vista radicalmente distinto. En términos simplificados, la segunda ley de la termodinámica dicta que el orden terminará inexorablemente convirtiéndose en desorden (y definiendo, de ese modo, la dirección del tiempo). A pesar de lo que nos pueda parecer, no es absolutamente imposible que al frotar una vieja lámpara el polvo resultante adopte la forma de un genio y nos pida un deseo, pero sí es extremadamente improbable. Tanto que, si alguna vez nos sucede, será mucho más probable que estemos siendo víctimas de una alucinación.

El desorden del Universo tiende, pues, a aumentar irreversiblemente, lo cual tiene dos consecuencias lógicas: en sus comienzos, el orden en el Big Bang era total y, en su estado final, el Universo estará dominado por el desorden total. Pero, sin necesidad de llegar a fechas tan lejanas, hay un tipo de procesos que representa también, en cierta manera, el final de las leyes físicas: los agujeros negros. ¿Qué sucede en el interior de un agujero negro? Nadie que se aventure a averiguarlo podrá explicárnoslo, porque allí dentro la gravedad es tan intensa que las trayectorias rectilíneas son imposibles, y toda información emitida retornará indefectiblemente al punto de partida. Sin embargo, de los agujeros negros sabemos algunas cosas. Por ejemplo, que en su interior el desorden -los físicos lo llaman 'entropía'- es máximo. O que, según demostró Stephen Hawking en 1974, emiten radiación y, por consiguiente, al cabo de millones de años terminarán evaporándose.

Los agujeros negros son, en cierto sentido, todo lo contrario del Big Bang. En el origen del Universo, las condiciones eran, por así decirlo, angelicales: orden perfecto, y ausencia de masa. Los agujeros negros, en cambio, son acumulaciones infernales de masa, posiblemente infinitas, en las que el desorden es prácticamente total. Sin embargo, si los agujeros negros terminan evaporándose, el destino final del Universo será un inmenso océano frío cuya geometría podría ser compatible con el nacimiento de otro Universo. O, más bien, con el renacimiento del que ya conocemos. Dicho de otro modo: el eterno retorno.

Naturalmente, para que esa transición sea posible hay dos grandes escollos que habría que salvar. El desorden total tendría que convertirse en orden total, y la masa tendría que desaparecer. Mediante razonamientos geométricos y una fuerte dosis de especulación, Penrose se las arregla para sugerir que ambas cosas son posibles, e incluso cree advertir en la radiación cósmica de fondo ciertos indicios que confirmarían sus conjeturas. Desde luego, después de un largo siglo de descubrimientos provocativamente contrarios al sentido común, nadie se atreve ya a decir en física que algo es imposible, pero tanto los argumentos de Hawking como los de Penrose suenan demasiado a malabarismo científico.

Galileo, Newton y Maxwell asentaron los cimientos de la física en la observación y en la predicción, y en el momento actual hay muchas incertidumbres con respecto a la realidad observable y muy pocas predicciones verificables. Nadie tiene todavía la certeza absoluta de haber observado un agujero negro. No se ha podido establecer aún si el protón se desintegra, o si el neutrino tiene masa. El bosón de Higgs, que supuestamente confiere la masa a las partículas que la tienen, no ha sido identificado en ningún acelerador. Nadie sabe exactamente qué son, o dónde están, la materia oscura ni la energía oscura. Tampoco se ha detectado jamás ningún gravitón, y la unificación de la gravedad con las otras tres fuerzas conocidas está todavía en el aire. Desde el punto de vista de la predicción, la teoría de cuerdas, la supersimetría, la teoría M y la teoría de membranas (entre otras muchas y variopintas) no han inspirado aún experimento alguno que permita dilucidar su validez ni su superioridad frente a las teorías vigentes.

Esta efervescencia de conjeturas, intuiciones y tentativas es terreno fértil para la física, como para todas las ciencias, pero uno empieza ya a preguntarse si los físicos no están rebasando la frontera del método científico para adentrarse en el terreno de la metafísica. Un pasaje del libro de Penrose permite hacerse una idea del estado actual de cosas a día de hoy (la traducción es mía):

"Wheeler argumentó la posibilidad de que ciertos efectos cuánticos de la gravitación rizasen el espacio-tiempo a la escala de Planck creando complicaciones topológicas que él consideraba como 'espuma cuántica' o 'agujeros de gusano'. Otros han sugerido que podría manifestarse algún tipo de estructura discreta ('bucles' trabados y anudados, espumas de spin, estructura reticular, conjuntos causales, estructura poliédrica, etc.), o que podría intervenir una estructura matemática, modelizada en base a ideas de mecánica cuántica -la denominada 'geometría no conmutativa'-, o que tal geometría de mayor número de dimensiones pudiera desempeñar un papel, con algún tipo de ingredientes semejantes a cuerdas o membranas, o incluso que el propio espacio-tiempo pudiera desvanecerse completamente, de tal modo que nuestra imagen macroscópica normal del espacio-tiempo sería sólo una noción útil derivada de una estructura geométrica más primitiva (como sucede con las teorías de Mach y la teoría de 'twistors'). De esta multitud de sugerencias alternativas tan diferentes se desprende claramente que no hay acuerdo de ningún tipo acerca de lo que podría estar sucediendo en el 'espacio-tiempo' a la escala de Planck".

Como decía aquel paramecio imaginario al que en cierta ocasión citó Ricky Mango: "Dios era un ser todopoderoso que había creado aquella gota de agua que él llamaba Universo".

domingo, 19 de septiembre de 2010

Caza mayor

Por el mismo camino de siempre y a la misma hora de siempre, Ovidio Reminbi regresa a su casa, cansado. Hace ya muchas horas que ha anochecido. Por encima del resplandor de las farolas de la ciudad, la telaraña mal tejida de las estrellas sugiere miríadas de rumbos que apuntan a rutas exóticas. Nunca ha salido de aquel barrio, y ni siquiera conoce la tierra de sus orígenes: la del Sol Naciente. Muchas veces ha soñado con ella. ¡Qué grande es el mundo! Al cruzar una bocacalle se detiene en mitad de la calzada. A esas horas, la calle está desierta, y el aire que viene del mar le llega a pequeñas ráfagas húmedas, salinas. Ovidio mira hacia el este. Por allí amanecerá dentro de poco: el Sol Naciente.

...

lunes, 13 de septiembre de 2010

Retazos de Murcia (II)

Murcia, en agosto, es una cazuela al horno. Pero a mí me gusta el calor tórrido del verano, y a las tres de la tarde, cuando nadie en su sano juicio osa siquiera levantar las persianas, yo disfruto paseando a pleno sol por la anchurosa plaza del Cardenal Beluga. La ciudad antigua de Murcia es una espléndida desconocida, con un fuerte sabor romano que sus habitantes están empezando a descubrir. Lamentablemente, el restaurante argentino donde yo esperaba comer ya no existe, y me tengo que conformar con un tentempié en un bar de franquicia. Lo justo para aguantar hasta la hora de la cena.

Mi hotel está un tanto alejado del núcleo urbano, cerca del Centro de Congresos. Hace sólo tres años, recién inaugurado, era un hotel excelente, pero la falta de mantenimiento se empieza a notar. El mando del aire acondicionado tiene varias posiciones pero, después de experimentar largo rato, llego a la conclusión de que todas ellas se resumen en dos: apagado, y encendido. Tengo que conformarme con encenderlo a ratos solamente, cuando la humedad que entra por la ventana se hace demasiado agobiante, y por la noche lo apago, porque el aire que sale sin tregua por la rejilla es un huracán polar capaz de hospitalizar por neumonía a una morsa. La próxima vez me volveré a alojar en el hotel donde solía, frente a los jardines del río Segura.

El lunes por la mañana me siento al volante y recorro los 15 kilómetros que me separan de Archena. En muy pocos años, la burbuja inmobiliaria ha ido empujando la linde del pueblo hacia el Monte Ope y, después de dudar un rato, me encuentro dando dos o tres vueltas innecesarias hasta dar con la casa de Vicente. En ocasiones anteriores hemos celebrado el encuentro comiendo una paella murciana en Los Torraos, un pueblo cercano, escueto y seco como un sarmiento. Esta vez, sin embargo, Vicente insiste en que comamos en su casa, y yo acepto gustoso. Hace mucho que no nos vemos, y tenemos mucho en que ponernos al día. Lo mejor, pues, será dejar a la familia en casa y emprender una pequeña excursión en coche por los alrededores.

La primera escala es Blanca, un pueblo cercano camino de Cieza, a orillas del Segura. Están en fiestas, y para encontrar dónde aparcar tenemos que dejar atrás la calle principal, ornada de banderitas, hasta salir casi del pueblo. Caminando, regresamos al centro y nos metemos en un bar a tomar unas tapas. Comprendo que por estas latitudes los veranos son muy calurosos, pero un bar de pueblo con aire acondicionado es una experiencia vagamente decepcionante. Me guardo la decepción en el bolsillo, y disfruto de la cerveza y de la conversación. Una cosa tengo que agradecerle al progreso: la filosofía del carpe diem que me ha inculcado. Aprende a disfrutar las cosas auténticas mientras puedas, porque quizá mañana te las encuentres con aire acondicionado, DJ, iPod, fast food, televisor en 3D o muebles de diseño.

Cumplido ya el rito del aperitivo, dejamos atrás Blanca y nos internamos en la vega del Segura. Viendo desde lejos las crestas afiladas de aquellas montañas calizas, es difícil imaginar que al pie de sus laderas hay un vergel exuberante de frutales, flanqueado por higueras y cañaverales y salpicado de palmeras. Un oasis serpenteante que se prolonga mucho más allá de lo que podremos abarcar en un día. Habrá, pues, que continuar camino.

Baños de Mula es un pueblo de apenas cuatro calles, todas ellas desiertas bajo el sol de agosto. Parece casi deshabitado. Bajo su suelo hay aguas termales, y en algún tiempo pasado el negocio de los baños generó cierta prosperidad, ahora venida a menos. Los cuatro o cinco habitantes con que nos encontramos están a la puerta de sus respectivas posadas, dejando pasar las horas como las aguas del río que fluye a poca distancia. Antes de que se les adelante la competencia, se apresuran a preguntar a los viajeros si quieren habitaciones o, simplemente, baños. Por un momento, me siento como una lombriz rodeada de atunes.

Después de tomar un café a la entrada del pueblo, nos asomamos a un portal que se abre a un hermoso patio de estilo colonial. Antiguos baños termales, sin duda. Mientras saco unas fotos, se nos acerca una señora y trabamos conversación. La posada ha sido reformada recientemente, pero no vienen muchos clientes. ¿Y extranjeros? Sí, sí, en una ocasión vinieron unos ingleses, u holandeses, o de no sé qué país de aquéllos. Está claro que el único objeto de la conversación es hablar de lo que sea con alguien. Con los forasteros, en este caso. Quedan ya tan pocos habitantes en el pueblo...

Por alguna razón que desconozco, me fascinan los desiertos, los pueblos deshabitados y las aguas termales. Baños de Mula, con sus fachadas deslavadas y sus aires de pueblo suspendido en el tiempo, tiene exactamente esos ingredientes. Antes de seguir camino, desciendo unos peldaños del pretil que da al río y pongo la mano bajo el agua que mana de unas rocas. Efectivamente, sale caliente. De regreso al coche, me llama la atención un letrero colgado en la puerta de un estanco: "Abierto 25 horas". Lo que no aclara, sin embargo, es si al día o al año. En cualquier caso, a esas horas el establecimiento está cerrado. En decadencia o no, los habitantes de este pueblo al menos no han perdido el sentido del humor.

La última parada antes de regresar a Archena será en Mula. La inclinación de la luz ha cambiado, y algunas montañas, ahora en sombra, han adquirido un tinte vagamente morado. Sus perfiles, picudos y desordenados, se me antojan murciélagos fantásticos. Tal vez echarán a volar al anochecer.

Ya en casa de Vicente, después de comer en la terraza me asomo al interior para ver los botijos. Este hombre tiene el azogue en el cuerpo, y es incapaz de pasarse un día entero sin pintar o componer. En dos veranos ha juntado una colección de botijos pintados por él que ocupan ya varios estantes del cuarto de estar. Los compra a un alfarero en Mula, los pinta a su aire y los va colocando donde puede, con la esperanza de que algún día un visitante se encapriche de alguno y se lo quede. Mi maleta, por desgracia, está ya demasiado llena. Pero tarde o temprano me haré con uno.

En la terraza otra vez, charlamos durante horas hasta que, casi anocheciendo ya, van llegando uno a uno los hermanos de Vicente. Precisamente hoy tenían previsto salir a cenar todos juntos, con las respectivas familias. Yo allí no pinto nada, pero insisten lo suficiente como para convencerme de que los acompañe. Al fin y al cabo, Murcia no queda lejos, y tampoco regresaremos muy tarde. Cenamos animadamente, de tapas, las dos generaciones entreveradas a ambos lados de una larga mesa, en una terraza rodeada de pinos. La brisa es suave, y la noche, espléndida. Hacia la medianoche, en algún lugar del pueblo el cielo se llena de fuegos artificiales. El lugar está en fiestas, y para mí es el final perfecto de mis vacaciones en Murcia. Dos noches, máximo. Era la única condición.

Mañana por la mañana emprenderé el camino de regreso a casa.

*  *  *

martes, 7 de septiembre de 2010

Retazos de Murcia (I)

París, Barcelona, Valencia. Cuanto más rápidamente se suceden las etapas, más aprisa se esfuman los recuerdos del viaje. Al final, un mes después, el viajero tiene que reconstruir los fragmentos dispersos, no con ánimo de crónica, sino de evocación. Desde la autopista que viene de Alicante hay apenas dos o tres kilómetros hasta Los Narejos, pero es ya noche cerrada y el paisaje es tinta de calamar. Durante el recorrido ha llovido a trechos, con furia de finales de verano. Es tarde, y el conductor está cansado. Por suerte, el hotel ha sido fácil de encontrar y la habitación es cómoda. Estaba ya deseando llegar. Y dormir.

Los Narejos es en realidad una playa de Los Alcázares, a orillas del Mar Menor. El hotel está tierra adentro, en terreno urbanizado, rodeado de un dédalo de viviendas adosadas donde veranean familias polícromas y callejeras. Por la mañana, la primera visita será a Cartagena. No está lejos. Para llegar hay que bordear el Mar Menor, festoneado allá en el horizonte por las edificaciones ininterrumpidas de los dos brazos de La Manga. Parece ser que la familia Trillo se forró vendiendo terrenos en aquellas costas, ahora irremediablemente urbanizadas. Eran otros tiempos. Ahora los caciques están en los parlamentos locales, y profieren diariamente juramentos de amor al terruño que los vio nacer. Probablemente, porque todas las tierras están ya vendidas, y la única manera de forrarse hoy es mediante recalificaciones, permisos de obra, sobres en mano y auditorías imaginarias.

Cartagena ha cambiado mucho en los últimos años. Aquella ciudad polvorienta y desangelada de hace apenas un lustro se muestra ahora limpia y cuidada, con alguna que otra superficie verde aquí y allá, y las inevitables palmeras embelleciendo las grandes avenidas. Quienes han estado en Cartagena de Indias aseguran que ambas ciudades se parecen como madre e hija. No es casualidad. Cartagena de Indias fue fundada en 1533 por Pedro de Heredia, sobre una aldea indígena llamada Calamarí. La mayoría de sus marineros eran de Cartagena.

A veces, perderse sin rumbo fijo tiene recompensa. En las afueras de la ciudad, un viejo polvorín restaurado preside una ensenada amplia, de aguas tranquilas, a cuyas orillas pasan apaciblemente el tiempo cinco o diez pescadores. Sorprendentemente, la chica que vende las entradas conoce la historia del polvorín, que fue construido en los años de la famosa revuelta del Cantón de Cartagena. En España es un milagro encontrarse con una persona que no hable de famosos o de football, de modo que aprovecho para comentar con ella algunas anécdotas de aquel episodio histórico. Durante sus escasos meses de existencia, el Cantón de Cartagena acuñó moneda propia, saqueó la costa desde Barcelona hasta Cádiz con los barcos de la Armada española que había requisado, y declaró la guerra al Kaiser. Como no tenían enseña propia, se apropiaron de una bandera turca que se encontraron por allí. "Todavía hay un cartagenero que iza todos los años en su casa la bandera del Cantón", me dice la muchacha. No quiero ni imaginarme los conflictos diplomáticos que se crearían si el Gobierno turco llegara a enterarse.

La comida de mediodía es en Cabo de Palos, un pueblo áspero y feo con un pequeño puerto delicioso donde uno puede comer el típico caldero de arroz en un ambiente tranquilo aunque, en agosto, quizá demasiado concurrido. Todavía quedan allí casas de vacaciones de las que se usaban hace cincuenta años, a pie de puerto, sin pretensiones, con sus largos pasillos umbríos y su porche espacioso para sentarse a la fresca del atardecer.


Pero el atardecer no será en Cabo de Palos, sino en La Unión. Es el quinto o sexto año que acudo al Concurso del Cante de las Minas, en el que ahora, además de cantaores, participan también guitarristas y bailaores. De todo eso, a mí lo único que me interesa es el cante. Sobre todo, cuando el concursante entona la obligada minera y todos los asistentes contienen la respiración para no perder detalle. Entre cante y cante, uno puede salir a la plaza del Mercado para tomarse una cerveza o un helado. Y cuando termina el espectáculo, ya de madrugada, algunos cantaores se arrancan espontáneamente por bulerías o por seguiriyas en las terrazas de los bares, casi hasta el amanecer. Es lo mejor de todo.

Este año, sin embargo, yo no había querido planificar el viaje, y en el último momento no encontré entradas. Me consolé con unas tapas y un chocolate con churros, y escuché a los concursantes de regreso a Los Alcázares, en la radio del coche. Poco a poco, fui levantando el pie del acelerador hasta avanzar a velocidad de tractor. En mitad de aquellas carreteras secundarias, oscuras y desiertas, los sones quebrados del flamenco y las luces solitarias de mis dos faros componían un paisaje mágico. Dilaté el recorrido todo lo que pude. Era un final de etapa perfecto. Dos noches seguidas en un mismo hotel son el límite. Toca ya levantar el campamento.

Mañana por la mañana estaré en Murcia.

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miércoles, 11 de agosto de 2010

Renfe again

Para los humoristas sobre todo, la Renfe (monopolio estatal de ferrocarriles de España) siempre ha sido una fuente inagotable de material.

Estoy en la sala de espera de la estación de Sants, en Barcelona. Hace unos años era un recinto excesivamente pequeño, pero acogedor. Los sofás y butacas eran cómodos y, cuando el lugar no estaba muy concurrido y el televisor no sonaba a todo volumen -que era casi siempre-, uno podía abrigar la esperanza de aguardar relajadamente un par de horas hasta la salida de su tren.

Eso era antes. Ahora, el enchufado de turno ha cambiado y, como  todos los enchufados de España, ha decidido suplir su ineptitud oligofrénica con un cambio estético. Lo de siempre: nuevo "diseño". Tirar la casa por la ventana... a costa del contribuyente.

Esas copas de metacrilato vacías que ven ustedes en la foto son las sillas de la nueva sala de espera de la estación de Sants. Cursis, ¿verdad? Pues, además, son extraordinariamente incómodas. Ideales para sentarse en ellas dos horas seguidas y levantarse con el esqueleto magullado. Eso se llama rizar el rizo.

El que esto escribe no está sentado en esa sala, sino en otra un poco más tolerable, en un canapé situado a 30 cm del suelo, cuyo respaldo se clava en los omoplatos a los pocos minutos de aposentarse uno en él. Una de las empleadas me comenta que en más de una ocasión han tenido que ayudar a algún anciano que se había quedado empotrado en el canapé y no podía levantarse. Frente al canapé hay una mesita exigua, también de metacrilato, decorativamente agujereada por todas partes, de manera que si se le ocurre a usted dejar algún objeto pequeño encima de ella, tendrá la oportunidad de desentumecer sus omoplatos agachándose a recogerlo del suelo.

Claro que, si en lugar de escuchar la conversación de aquella señora que habla a gritos por el teléfono móvil a diez metros de distancia prefiere usted enchufar su ordenador y consultar su correo electrónico, la salita contigua le ofrece todo lo que podría usted desear. Héla aquí:


Naturalmente, está también vacía. El recuerdo de los campos de concentración subsiste todavía en el inconsciente colectivo europeo, y todo el mundo prefiere abandonarse a su suerte en el sofá-trampa y apoyar el computador en las rodillas, como estoy haciendo yo en este momento.

Ahora ya sabe usted en qué se gastan los funcionarios enchufados una parte de sus impuestos. No es una sala de espera cómoda pero, al menos, es fea. Comprenda usted que todo lo que hacen los enchufados tiene que ser feo. Es la obligación mínima de cualquier funcionario que maneja presupuestos públicos.

Resígnese: más no se puede hacer. Si el funcionario fuera competente, no estaría en la Administración.

Francia: El blanco y el negro

En contra de lo que todo el mundo cree, y más aún incluso que Gran Bretaña, Francia es probablemente el país más peculiar de Europa, circunstancia que suele pasar inadvertida gracias al lugar central que ocupa en el continente y a los largos siglos que los franceses vienen dedicando a hacer propaganda de sí mismos. Si uno lo analiza fríamente, sin embargo, casi todo en Francia es oxímoron y mixtificación. 
En la mitología popular de ese país ocupan un lugar tan prominente las putas como los intelectuales. Su ostentación arquitectónica y monumental es impresionante, pero las mesas de los restaurantes tienen un tamaño apenas suficiente para un guante, y en los vagones del Metro huele por doquier a ducha pasada por alto. Siempre que me paseo por París tengo la impresión de que todas aquellas espléndidas fachadas son en realidad de cartón piedra y, en el momento en que uno se apoye en la pared, el edificio entero se vendrá abajo como en las películas de Buster Keaton. 
¿Busca usted alojamiento? Sea cual sea el criterio de selección, el hotel siempre estará sucio. Sobre todo en el centro de las ciudades, donde los edificios son antiguos, los ventanucos a patios lóbregos son habituales y los tubos del agua caliente se resisten a ser empotrados en las paredes y crean recovecos imposibles de limpiar. Acertadamente, el lector perspicaz habrá deducido ya que, en el momento de escribir esto, estoy en París.
Si hubiera muchas sociedades refinadas en el planeta Tierra, yo despreciaría la cultura francesa, pero no es ése el caso y, muy a mi pesar, no tengo más remedio que admirarla. Tanto como su sofisticada inanidad. Ayer, sin ir más lejos, entré en una librería de Saint Germain y, después de un largo rato curioseando, salí sin comprar nada. Para cualquier conocedor de la mentalidad francesa, los títulos que yo había visto no podían ser sorprendentes, pero deténganse ustedes a pensar unos momentos: ¿qué diantres pueden querer decir frases como “Del animal máquina al alma de las máquinas”, “Lo real y su doble”, “Mitoanálisis de las perversiones”, o “El contrapoder de lo imaginario”? Y es que los franceses son incapaces de explicar llanamente, por ejemplo, que dos y dos son cuatro. Siempre preferirán decir algo así como “la antonomasia del paradigma matemático de simplicidad computable encuentra su expresión más palmaria en la agregación de dos veces dos”. Reconocerán ustedes que, en esas condiciones, es difícil ponerse a leer un libro de lo que sea.
Quizá el problema más agónico que me plantea la estructura mental de los franceses es su manera de clasificar las ideas. Cuando me instalé en Ferney, localidad próxima a la frontera suiza, intenté durante algún tiempo informarme de los programas de televisión comprando una revista publicada en Francia. La búsqueda era desesperante. Los programas venían clasificados no por emisoras, sino por horas y minutos, en colores distintos, y acompañados de los infalibles pictogramas. Agotado, a las pocas semanas me pasé a su homóloga suiza, que contenía exactamente la misma información, pero expuesta con sentido común y austeridad calvinista. 
En una ocasión, recuerdo haberme perdido en el Metro de París por exceso de información. Uno de esos largos túneles que comunican dos estaciones estaba orlado de una maraña interminable de pictogramas de tamaños, formas y colores variopintos, cada uno de los cuales representaba además un tipo de información diferente. Analizar todos aquellos ‘pictogramas’ habría llevado meses al descifrador de la piedra de Rosetta. Al segundo día, después de haberme perdido por intrincados laberintos hasta el punto de llegar tarde al trabajo, comprendí que era mucho más práctico salir a la superficie y recorrer aquel tramo, simplemente, caminando por la calle. 
Pero hay más. Con el prestigio -justificado- de sus quesos y vinos, los franceses han conseguido colar el mito de su gastronomía, consistente en enmascarar el verdadero sabor de la comida hasta hacerlo desaparecer bajo salsas invariablemente más fuertes que el manjar aderezado. Alguien podría alegar que es un tic histórico: ya en tiempos de la monarquía, los cortesanos tenían por costumbre ungirse con profusos perfumes… para no lavarse, claro. 
La historia de Francia es rica en ejemplos. La Revolución de 1789, publicitada -engañosamente- como el nacimiento de la democracia y el triunfo de la razón, terminó zanjando las diferencias con un argumento tan razonable como la guillotina. Y en mayo del 68, en el apogeo del imperio comunista, miles de jóvenes agitaban por las calles de París retratos de Marx, Mao y Che Guevara mientras a pocos kilómetros de allí, en Berlín, alambres de espino y ráfagas de ametralladora impedían la huida del paraíso socialista, y tanques soviéticos machacaban al mismo tiempo los adoquines y la tímida primavera de Praga. 
También en cine debemos a los franceses alguna que otra indigestión. Tras las magníficas películas de la posguerra, que fue una ducha de humildad saludable para todos los europeos, vino Jean-Luc Godard con la nouvelle vague, y las salas de cine ‘intelectual’ se convirtieron en torturantes dormitorios. Peor aún: el ‘mensaje’ de aquellas historias -que uno siempre buscaba en vano- era tan trascendente que incluso la idea de distraerse haciendo manitas con la acompañante infundía remordimiento. 
Pero quiero ser justo. Francia me ha aportado también placeres entrañables. Quesos como el Vieux Pané o Saint Albray, el cine de Truffaut y de Michel Simon, las canciones de Boris Vian, los cuentos de Maupassant, L’Etranger de Albert Camus, Le diable au corps, de Raymond Radiguet, Le Rouge et le Noir, de Stendhal. El Ciel, mon mardi de Christophe Dechavanne, la pintura de Cézanne, las impertinencias de Voltaire. Las aventuras de Jean-Paul Belmondo, las baladas de Charles Aznavour. La baguette recién horneada, el croissant y el café. Las aventuras de Lucky Luke. Las historietas cómicas de Charlie Hebdo. O el recuerdo de algunas noches mágicas en un piso señorial y destartalado de la Avenue de Tourville…
Quizá la anécdota más elocuente a ese respecto me sucedió cierta mañana en París, frente a la estación de Montparnasse. Estaba yo al borde de la acera, esperando para cruzar la calle. Como la calzada estaba despejada, unos cuantos peatones nos decidimos a pasar en rojo pero, apenas lo intentamos, un automóvil a gran velocidad nos hizo retroceder. Junto a mí, un clochard sucio y astroso, con unas barbas de medio metro y una botella de vino en una mano, pronunció entonces en un francés digno de Montaigne: “La prudence exige que nous reculions”. ¿Cómo no amar y odiar un país así?

miércoles, 21 de julio de 2010

Lenguajes desconcertantes

Seguramente todos hemos visto alguna vez a un loco hablando solo. Desde hace algunos años, no es difícil tampoco cruzarse en público con una de esas personas que, o por comodidad o por temor a las radiaciones electromagnéticas del teléfono móvil, nos encontramos a veces por la calle hablando en voz alta como si estuvieran locos.

Tal vez lo están. Incluso aunque lo que digan sea perfectamente coherente. Podrían estarlo incluso si, en lugar de exclamar mirando a las nubes que Loli ha tenido gemelos, pronunciaran esas mismas palabras con un teléfono móvil apoyado en una oreja. Ni siquiera es importante que estén o no hablando con un interlocutor real. Para nosotros, la persona que habla sola estará loca cuando lo que dice no se refiere a la realidad 'convencional', sino a una realidad que nosotros no podemos identificar.

A mitad de camino entre la cordura y la locura está el mundo esotérico. Incontables personas han dedicado años de su vida a interpretar la Cábala, los horóscopos o las 'profecías' de Nostradamus, y los libros sobre ectoplasmas, yoes astrales, auras, karmas y otras hierbas tienen un público fiel que los lee ávidamente y asegura entenderlos. La filosofía y la religión no se libran tampoco de esta clasificación. La filosofía, porque el grado de abstracción de sus afirmaciones nos priva de referentes manejables y, muy a menudo, nos impide entender a ciencia cierta de qué se nos está hablando. Y la religión, porque todo intento de entender sus conceptos básicos está obstaculizado por un requisito: la fe.

Todo esto nos da una idea de la fascinante potencia del lenguaje humano. Desde las instrucciones para ensamblar una estación espacial hasta los limbos inaprehensibles de Wittgenstein, y desde las jergas carcelarias hasta el dogma de la Santísima Trinidad, en el lenguaje humano cabe todo. Aun así, también tiene sus límites. En el siglo XVII, los sesudos catedráticos de la Universidad de Toledo discutían acaloradamente el significado de la expresión "¿Acaso una quimera zumbando en el vacío puede comer segundas intenciones?" Aunque esta polémica fue tristemente cierta, el ejemplo de los sabios varones me parece demasiado tonto. Quizá valdría la pena comentar otros ejemplos más enjundiosos.

"¿Donde empieza una circunferencia?"

Este ejemplo evidencia que hay conceptos que son por naturaleza incompatibles entre sí. Ya de antiguo decía la sabiduría popular que no tiene nada que ver la velocidad con el tocino. En lenguaje más moderno, podríamos decir que una circunferencia y un segmento no son topológicamente equivalentes. En otras palabras, no podemos transformar uno cualquiera de ellos en el otro sin romper la circunferencia o pegar los extremos del segmento. ¿Por qué hemos prohibido estas dos operaciones? Pues porque, una vez pegados, los dos extremos del segmento tendrían que cambiar sus dos nombres respectivos por uno solo. Y una vez rota la circunferencia, necesitaríamos dos nombres en lugar de uno para los dos extremos resultantes.

"Esta afirmación es falsa"

¿También en este caso podríamos hablar de incompatibilidad topológica? Tal vez. Pensemos, por ejemplo, que ninguna mano puede agarrarse a sí misma. Sin embargo, sí podemos decir cosas tales como "esta afirmación está expresada con siete palabras". Bien. Pero una cosa es lo que yo afirmo, y otra muy distinta es la frase que utilizo para expresarme. De modo que lo que en realidad estamos diciendo es "la frase 'esta afirmación está expresada con siete palabras' contiene siete palabras".

Si aplicamos esta consideración a nuestro ejemplo, tendríamos que escribir "el significado de la frase 'esta afirmación es falsa' es falso". Aunque a primera vista puede no parecerlo, estamos en una situación mucho mejor que antes. ¿Cuál es el significado de la frase "esta afirmación es falsa"? Lo acabamos de explicitar. El significado de la frase "esta afirmación es falsa" es:

"el significado de la frase 'esta afirmación es falsa' es falso"

Si repetimos la operación, obtenemos:

"el significado de la frase "el significado de la frase 'esta afirmación es falsa' es falso" es falso"

Cuanto más intentamos acercarnos al significado de nuestro ejemplo, más nos alejamos de él. Este tipo de situaciones se dan también en la vida cotidiana. Pensemos en dos espejos situados el uno frente al otro. Si uno de los espejos pudiera hablar, describiría su situación diciendo "yo reflejo aquello que reflejo" [que retorna a mí gracias al espejo que tengo enfrente]. La imagen efectivamente reflejada será una sucesión infinita de imágenes subsumidas unas en otras, como matrioshkas. Y, aunque la aparición de todas esas imágenes es instantánea, desde el punto de vista del espejo nuestra mente nos obliga a describirla como si fuera un proceso que se desarrolla a lo largo del tiempo.

Infinitamente (im)perfecto

Los filósofos me producen dolor de cabeza. Probablemente los delirios más representativos de esa colección de esperpentos conocida como ‘filosofía’ son los argumentos esgrimidos a lo largo de la Historia para demostrar o refutar la existencia de Dios. La mayor parte de ellos hacen referencia a una de las cualidades generalmente atribuidas a Dios: la perfección infinita. Sí, sí, ha leído usted bien. Yo siempre había pensado que una cosa era o perfecta o imperfecta, sin términos medios. ¿Podemos perfeccionar infinitamente una esfera, o la ecuación 2 + 2 = 4? Que alguien me explique cómo.

Igualmente absurdo, pero más divertido todavía, es el concepto de ‘imperfección infinita’. Ciertamente, las imperfecciones son, hasta cierto punto, comparables. Los mamíferos que regentan Tele 5 son seres humanos moralmente muy deficientes, pero no tanto como Atila (aunque a mí, personalmente, me es difícil apreciar la diferencia). Por otra parte, ¿qué ecuación es más imperfecta: 2 + 2 = 3, o 2 + 2 = 5? Difícil saberlo. De hecho, ni siquiera el azar es infinitamente imperfecto: un sucesión ilimitada de números aleatorios contendrá, tarde o temprano, alguna secuencia ‘ordenada’ (por ejemplo, 4, 4, 4, 4).

La lista de todas las listas

Durante años, le he dado muchas vueltas a la famosa paradoja de Russell. A saber: “El conjunto de todos los conjuntos que no pertenecen a sí mismos es un concepto contradictorio”. El problema es que ni siquiera convengo en la primera parte de su enunciado. ¿Acaso existe algún conjunto que sí pertenezca a sí mismo? “La lista de todas las listas” es un ejemplo frecuentemente mencionado, y el propio Russell propuso uno particularmente original: el conjunto de todos los objetos que es posible describir con diez palabras [en versión española]. Pero ¿acaso todas las descripciones hacen referencia a algún objeto? No necesariamente. ‘Es el extremo de una circunferencia’ es una descripción y, sin embargo, no hace referencia a nada. Y el conjunto de todos los extremos de una circunferencia ni siquiera es el conjunto vacío: es un conjunto que verifica una propiedad absurda. Sería posible, incluso, enunciar teoremas sobre el extremo de una circunferencia, pero esos teoremas sólo se cumplirán si encuentro una circunferencia que tenga un extremo.

Las propiedades son una cosa, y los conjuntos, otra. La propiedad “es expresable con cinco palabras” es expresable con cinco palabras, pero ello no implica ninguna contradicción… a menos que nos empeñemos en representar las propiedades como símbolos disjuntos, sin relaciones entre sí. Si queremos representar el hecho de que una propiedad cumple la propiedad que ella misma enuncia, tenemos forzosamente que representar ese hecho mediante un bucle. Y si, pese a mis advertencias, alguien se empeña en asociar a cada propiedad un conjunto, tendrá que diferenciar entre dos tipos de conjuntos topológicamente diferentes: con bucles, y sin bucles.

De manera semejante a como hizo el propio Russell con su teoría de clases, cuando vio las dificultades que implicaba su paradoja. Pero, a mi modo de ver, la perspectiva topológica le aporta un fundamento mucho más ‘natural’.


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domingo, 18 de julio de 2010

El futuro

De niño, me divertía imaginarme aquella Tierra plana en la que creían los filósofos de la Antigüedad. Si un navegante se alejaba lo suficiente, razonaba yo, tarde o temprano se toparía con el borde. ¿Se caería? ¿Hacia dónde? Absurdo, sí. Pero, si bien se piensa, no mucho más absurdo que nuestro actual modelo de universo infinito. O, a todos los efectos, finito, porque nuestra mente no es capaz de representarse el vacío sin espacio, y por lo tanto tenemos (infructuosamente) que imaginarlo infinito.

Cuando Einstein formuló su teoría de la relatividad, todos los científicos -incluido él- creían que el Universo era estático. Sin embargo, de sus propias ecuaciones se podían deducir muy distintos modelos de Universo, uno de los cuales nacía, se expandía y, finalmente, se contraía hasta desaparecer. Para eliminar esa posibilidad, Einstein introdujo la llamada "constante cosmológica", que contrarrestaba el efecto de la gravedad a escala cósmica. Aunque la idea ha sido recientemente rescatada con el esotérico nombre de "energía oscura", pocos años después Einstein tuvo que arrepentirse de aquel remiendo: en 1931, Edwin Hubble descubrió que nuestro Universo, en realidad, se estaba expandiendo.

Pero, ¿seguirá expandiéndose eternamente, o terminará aplastándose a sí mismo después de haber agotado sus ímpetus juveniles? No lo sabemos. Si la suma de los ángulos de un triángulo es inferior a 180º, ni siquiera la energía oscura será capaz de detener la expansión eterna de nuestro Universo. Los cuerpos celestes, cada vez más alejados entre sí, se irán enfriando hasta apagarse. O quizá, antes de llegar a ese punto, serán despedazados por efecto de la aceleración a que los someterá la energía oscura.

Si, en cambio, la suma de los ángulos de un triángulo es superior a 180º, los frioleros están de suerte: el Universo podría contraerse y, por consiguiente, aumentar de temperatura. El problema, esta vez, lo tendrían los claustrofóbicos. Porque el Universo se contraería inexorablemente hasta caber, todo él, en un solo punto.

¿Qué sucedería después? La pregunta no tiene mucho sentido, porque cuando se termine el Universo se terminará también el tiempo. Aun así, algunos físicos han propuesto un par de ideas que podrían confortar, al menos filosóficamente, a los fabricantes de relojes. Una de ellas es el "Big Bounce", o Gran Rebote. Como su nombre sugiere, el Gran Rebote sería una especie de renacimiento cósmico, por ejemplo para producir un Universo semejante al nuestro. Y el ciclo podría repetirse cuantas veces se nos antoje: el eterno retorno.

Aunque, eterno o no, el retorno sería a la carta. Porque, al fin y al cabo, entre uno y otro ciclo no quedaría nadie para contarlo. Otra teoría a la carta es el llamado "Multiverso", una especie de fiesta pirotécnica perpetua en la que los universos aflorarían como setas en otoño. Claro que, tal vez no en todos ellos las leyes físicas serían tan soportables como las que conocemos. Es lo que se denomina el "principio antrópico": nuestro Universo es como es porque, si fuera uno de los otros, nosotros no existiríamos y, por lo tanto, no podríamos observarlo.

¿Nos hemos librado, pues, de un Universo en el que los gordos flotan y la electricidad es radiactiva? Quizá no. Si el vacío no se encuentra en su nivel de energía más bajo posible, las leyes cuánticas predicen que en cualquier momento podría 'saltar' a un estado inferior y darnos una sorpresa. Una desagradable sorpresa, con toda seguridad.

Por último, hay una teoría tan interesante como imposible de verificar: los múltiples mundos. Para explicarlo en lenguaje llano, si yo enciendo mi televisor y en la pantalla veo aparecer Tele 5, uno de mis yoes cambia de canal, mientras que el otro se sienta ávidamente a contemplar los chismorreos de las folklóricas. Por suerte, entre ese otro yo y mi yo habitual no hay ninguna posibilidad de comunicación, lo cual me ahorra, sin duda, no pocos disgustos existenciales.

Tratando de imaginar lo que nos deparará el futuro, he averiguado algunos datos interesantes. Por ejemplo, que en el año 13.727 la Estrella Polar ya no apuntará al norte. En su lugar, aquellos de nuestros descendientes que sobrevivan a Tele 5 tendrán que guiarse por la estrella Vega, como ya hicieron nuestros antepasados hace 14.000 años. Ah, y he averiguado también que en el año 10.759 expirará el contrato de alquiler de la fábrica de cerveza St. James Gate, concedido por Arthur Guinness en 1759 por un importe de 45 libras esterlinas anuales.

Cuanto más nos adentramos en el futuro, más interesantes son las predicciones. Hacia el año 5.000.000, el Mediterráneo será una inmensa llanura de sal, y la Amazonia no existirá. Noventa y cinco millones de años después, la Antártida se habrá convertido en una selva lujuriante, posiblemente habitada por pulpos anfibios y pájaros con cuatro alas. Si todo esto no nos parece atractivo, nos bastará con esperar cuatrocientos millones de años para emigrar a Venus, que se habrá enfriado lo suficiente como para albergar los primeros seres vivos.

Justo a tiempo. Porque, hacia el año 600.000.000, el Sol se habrá vuelto tan luminoso que todos los océanos se estarán evaporando. Aunque nos perderemos un gran espectáculo. Dentro de un millón de años, la Luna girará ya a una distancia tan grande que, un buen día, se desprenderá de la Tierra y nos abandonará para siempre. Es dudoso que para entonces quede algún enamorado que lo lamente.

Por desgracia, ni siquiera en Venus estaremos seguros. Hacia el año 3.000.000.000, la Vía Láctea chocará con la galaxia Andrómeda. Podría ser una buena oportunidad para conocer mundo. Pero tal vez sería más práctico fabricar naves espaciales que nos saquen del Sistema Solar, porque hacia 7.590.000.000 el Sol habrá aumentado tanto de tamaño que se tragará la Tierra.

Si para entonces hemos conseguido huir, podremos entregarnos al carpe diem durante por lo menos 10 billones de años todavía, antes de que sobrevenga la Gran Congelación del Universo, según los pesimistas, o la Gran Implosión, según los optimistas. Los partidarios de la Gran Implosión aseguran que, cuando sobrevenga ésta, las civilizaciones estarán tan avanzadas que conseguirán estirar el tiempo hasta el infinito. ¿Cómo? Acelerando la velocidad de procesamiento de la información. Todo sucederá tan aprisa, que al paso de cada segundo tendremos la impresión de haber vivido milenios.

En cualquier caso, aunque nos libráramos de esos dos apoteósicos finales de fiesta, nuestras perspectivas no serían tampoco muy halagüeñas. Si nuestra galaxia consigue sobrevivir, dentro de unos 10 trillones de años la fuerza de la gravedad se habrá debilitado tanto que un noventa por ciento de sus estrellas se perderán en el espacio intergaláctico. Por suerte. Porque el diez por ciento restante irán a parar al gran agujero negro que ocupa el centro de la Vía Láctea. Como alojamiento, sería bastante incómodo, pero no eterno. Si Stephen Hawking está en lo cierto, todos los agujeros negros terminarán evaporándose en aproximadamente... 1 googol de años. Es decir, un 1 seguido de 100 ceros. (Por cierto, ¿adivinan ustedes ahora por qué Google se llama 'Google'?)

Todo esto, suponiendo que el protón no posea la propiedad de desintegrarse, cosa que todavía está por dilucidar. Pero, ¿qué posibilidades tiene la especie humana, no ya de crear nuevos universos a los que emigrar, sino de llegar siquiera, digamos, al año 500.000?

No muchas. La probabilidad de que un asteroide de más de 1 km de diámetro choque contra nuestro planeta es exactamente ésa: una cada 500.000 años. Hace 650.000 años, la erupción del gigantesco volcán de Yellowstone cubrió de magma y cenizas casi toda América del Norte al oeste del río Mississippi, y antes de que el Sol se extinga hay un uno por ciento de probabilidad de que el planeta Júpiter altere la órbita de Mercurio y nos lo eche encima. Sin ir más lejos, un acontecimiento tan modestamente apocalíptico como el reciente terremoto de Chile desvió el eje de rotación de la Tierra unos ocho centímetros.

Es de suponer que, mientras llega alguno de esos armagedones, los seres humanos no nos quedaremos de brazos cruzados. Pero, ¿hasta dónde nos puede conducir nuestra tecnología? Es difícil de predecir. Sin duda fabricaremos robots y nanorobots, posiblemente inteligentes, pero ¿conseguiremos mantenerlos a raya? La biogenética nos permitirá fabricar esclavos no humanos adaptados a tareas manuales específicas, e incluso esclavos sexuales, humanos sólo en apariencia. Y, tarde o temprano, nos dará la eterna juventud.

A partir de aquí, sin embargo, todo son interrogantes. ¿Seguiremos procreando y, por lo tanto, incrementando de manera imparable una población mundial de eternos jóvenes? ¿Podremos contratar alas de carne y hueso para volar, o agallas para respirar bajo el agua? ¿Nuestros hijos podrán nacer con cerebro de superdotado (resolviendo así, es de esperar, el problema de Tele 5 y de la afición al football)? ¿Lograremos la teleportación, como los personajes de Star Trek? ¿Naceremos predispuestos para la sumisión a la autoridad? ¿Crearemos una sociedad a semejanza de las hormigas, con la ayuda de Internet?

Son preguntas cuya respuesta, probablemente, ninguno de nosotros conoceremos. Pero estoy convencido de que en los próximos 100 años las sociedades humanas experimentarán cambios radicales que difícilmente podemos vaticinar. A menos que el próximo asteriode se anticipe a las estadísticas...

* * *

viernes, 11 de junio de 2010

En dos dimensiones

Las aleluyas de ciego fueron uno de los primeros intentos de transmitir información en dos dimensiones. Es cierto que las viñetas había que contemplarlas una después de otra, y en ese sentido poco se diferenciaban del lenguaje hablado o de la escritura latina, china o egipcia. Pero cada imagen era una pequeña historia en sí misma, y uno podía entretenerse en sus detalles e interpretarla a su manera. A diferencia de las palabras, las aleluyas de ciego no expresaban información simbólica, sino resumida.

Es curioso que fueran precisamente los ciegos los precursores del cine. Desde luego, las representaciones visuales son tan antiguas como los palitos y las superficies de arena. Uno puede imaginar sin dificultad que, faltos de pluma y pergamino o arrebatados de inspiración, Euclides o Pitágoras garabatearan alguno de sus teoremas en una playa del Mar Egeo. En Mesoamérica, los mayas desarrollaron el único lenguaje conocido que representa relaciones sintácticas en dos dimensiones. Pero ninguno de los dos métodos era muy user-friendly: el quinto postulado fue una fuente de quebraderos de cabeza hasta el siglo XIX, y los intrincados glifos de Palenque son todavía hoy objeto de controversia.

En la película Orphée, de Jean Cocteau, una de mis favoritas de la historia del cine, hay una escena invertida en el tiempo: liberada de la fuerza de la gravedad, una figura humana se levanta del suelo como atraída por un imán y recobra su posición vertical. Inventados ya el flash-back y el flash-forward, el lenguaje cinematográfico descubría la simetría de sus elementos narrativos, y se liberaba de la sumisión al tiempo cronológico. De ahí al lenguaje de hipertexto no había más que un pequeño paso. Sólo faltaba inventar Internet.

Lo cual, a efectos prácticos, sucedió 39 años después, exactamente en 1989. En la recién nacida Web uno podía avanzar o retroceder a voluntad a lo largo de un texto, o saltar a cualquier otra área de información a través de un enlace. Era tan fácil como pensar, aunque con una ventaja: a diferencia de la memoria humana, la memoria digital es fidedigna.

Precisamente ahí empezó el problema. ¿Cómo organizar las ideas en un sitio web? La primera respuesta que a uno se le ocurre es: como mis propios pensamientos. En sus primeros balbuceos, los sitios web eran un strip-tease mental de sus constructores, y los resultados eran francamente descorazonadores. ¿Realmente así tenían aquellas personas estructurado su pensamiento? Sin necesidad de consideraciones teológicas, uno comprende ahora por qué el mundo es tan imperfecto.

A la vista de cómo están las cosas a día de hoy, cabe temer que los balbuceos todavía no han terminado. Parece que seguimos lejos de encontrar un lenguaje universal y, lo que es peor, uno se teme que la evolución del lenguaje web está sujeta en gran medida a consideraciones personales o políticas, e incluso a los caprichos de la moda. Hace sólo unos años, un puñado de sitios web habían encontrado por fin una estructura cómoda para el sufrido usuario: Air Europa, Renfe, Idealista, Páginas Amarillas y algunos ministerios habían conseguido -¡albricias!- que la experiencia de consultar o comprar por Internet fuera lo más parecido a un placer. Sin embargo, ha bastado un cambio de Gobierno (o de responsable, en el caso de las empresas privadas) para convertir todas aquellas modélicas páginas en laberintos inescrutables donde, una vez más, el bosque impide ver los árboles.

Para el lector -como yo- desesperado, tal vez será útil saber que Vueling es en este momento la compañía a la que más fácil es comprar un billete de avión. Mañana, no sé. En el otro extremo de la balanza está Renfe, cuya interfaz es lo más parecido a la guerra de Vietnam. De hecho, en mis dos últimos viajes en tren preferí acudir a la estación y esperar tres cuartos de hora de cola para comprarle mi billete a un ser humano (lo de "humano", en sentido taxonómico sólo). Back to basics.

En inglés sucede lo mismo. Aunque sitios como Booking.com, ScienceDaily o Spiegel International siguen resistiendo las embestidas de los idiotas, Reuters ha empeorado varias veces, Amazon es un caos (aunque apasionante), Facebook es un horror (o, mejor dicho, millones de horrores), y Twitter todavía no lo he entendido.

El problema, creo yo, es el deseo irresistible de hacinar el mayor volumen posible de información en una sola pantalla. Por suerte, van desapareciendo ya de las primeras páginas aquellas larguísimas parrafadas introductorias del estilo de "Nuestra prestigiosa empresa, fruto de un constante empeño por la superación y avalada por 35 años de dedicación y servicio al cliente, se esmera en todo momento por ofrecer productos de la más alta calidad, bla, bla, bla..." Déjense ustedes de rollos: yo lo que quiero es saber si venden tornillos del 7.

Hasta cierto punto, esta inflación absurda de datos distribuidos como con un salero se mitigaba tirando a la basura el viejo monitor y comprándose uno la pantalla más grande posible. Pero, mientras tanto, en el otro extremo de la gama, los teléfonos móviles se infiltraban sigilosamente en la vida cotidiana. En ellos, la presión de la competitividad era mucho más fuerte todavía, y los fabricantes se esforzaban por embutir en su interior decenas y decenas de funciones que uno no necesitaba y que, en caso de necesitar, no sabía cómo usar a menos que se estudiase un manual apenas más sencillo que una enciclopedia de biología molecular. En esas circunstancias, que alguien tardase tanto en lanzar el iPad no es sino una demostración más (¡por si hiciera falta!) de la escasez de sentido común del ser humano.

El problema ahora es otro. No quiero hacer chistes fáciles, pero en cuestión de interfaces el tamaño importa, y mucho. El teclado de un teléfono móvil permite escribir una felicitación de cumpleaños, inevitablemente con k y omitiendo el 99% de las letras del mensaje, pero no da para un artículo de prensa o un capítulo de una novela. Los PCs portátiles son cada vez más ligeros y discretos, pero sólo el tamaño de un teléfono móvil cabe razonablemente en el bolsillo. La convergencia del PC con el teléfono móvil, inevitable se mire como se mire, está estancada en una especie de coitus interruptus por culpa, ay, de unos pocos centímetros.

Es una situación transitoria, pero que puede durar muchos años todavía. La razón es que, pese a las profecías de los visionarios y a las consignas comerciales obedientemente divulgadas por los medios de comunicación, la máquina no sólo no está liberando al ser humano, sino que lo está esclavizando. Trate usted de conducir un automóvil sin abrocharse el cinturón de seguridad, o cómprese un despertador digital o una simple cocina de vitrocerámica, y entenderá lo que digo. Las máquinas modernas son ciegas, sordas y mudas. Y testarudas. Somos nosotros quienes debemos aprender su lenguaje, y no a la inversa. Sólo cuando las máquinas entiendan (y no sólo hablen) nuestro lenguaje seremos realmente libres. Aunque mucho me temo que, el día en que las cocinas de vitrocerámica piensen por sí solas, será cuando realmente habrán empezado nuestros problemas.

¡Con lo sencillo (y romántico) que era encender una fogata...¡

sábado, 22 de mayo de 2010

Anagramas

La lista de las aportaciones de Galileo a la ciencia es inacabable si a uno le quedan unos cuantos minutos de vida, pero sin duda bastante más larga que la lista de las aportaciones de José Luis Rodríguez Zapatero a la Historia del pensamiento universal. Galileo inventó, entre otros, el termómetro de bulbo, el microscopio, un recolector automático de tomates, diversos artilugios para usos balísticos, náuticos y geométricos, un peine de bolsillo que hacía doble uso como cubierto de mesa, un bolígrafo y, en sus últimos años, siendo ya ciego, un mecanismo de escape para los relojes de péndulo. Además, describió un método experimental para medir la velocidad de la luz y sentó la base de la teoría de la relatividad: las leyes físicas son independientes del sistema de referencia, cuando éste se desplaza en línea recta a velocidad constante.

La parte más prolífica de la vida de Galileo, sin embargo, estuvo dedicada a la astronomía. En 1608, el holandés Hans Lippershey anunció al mundo su invención de un instrumento que, años después, un matemático griego denominaría ‘telescopio’. Aunque las explicaciones sobre el nuevo aparato eran vagas, Galileo se las ingenió para construir uno, de tres aumentos, que pronto perfeccionó hasta alcanzar los 30 aumentos. La intención del Sr. Lippershey, probablemente, era espiar los movimientos de los abonados en el palco de enfrente de la ópera, pero a Galileo se le ocurrió apuntar al cielo.

El terremoto intelectual que generó aquella ocurrencia es de sobra conocido. Galileo descubrió que la Luna tenía cráteres y montañas, que el Sol presenta manchas, que las estrellas eran en realidad soles y planetas, y que la Vía Láctea era un amasijo de estrellas más o menos distantes en función de su brillo y de su tamaño aparente. Las cosmologías de Ptolomeo y Aristóteles caían hechas trizas. Pero pocos saben que Galileo Galilei -involuntariamente- hizo también su pequeña aportación a la literatura universal.

En el libro tercero de Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift relata que, en la isla volante de Laputa, los astrónomos han descubierto dos satélites en torno a Marte. Incluso nos informa de sus períodos orbitales: 10 horas para Phobos, y 21 horas y media para Deimos. Ambos datos se aproximan bastante a la realidad. Lo cual es sorprendente, si tenemos en cuenta que las lunas de Marte no fueron descubiertas hasta 137 años después, con un telescopio cientos de veces más potente que los existentes en 1735. Durante más de un siglo, este pequeño enigma ha desatado la fantasía de muchos, y los más exaltados han llegado a afirmar que Jonathan Swift era marciano. La realidad, sin embargo, supera siempre a la ficción.

El caso es que, hacia 1610, Galileo había enviado al astrónomo Kepler una carta con un mensaje cifrado. El texto decía sucintamente:

smaismrmilmepoetaleumibunenugttauiras

Kepler supo inmediatamente que el mensaje estaba en clave. Por aquel entonces, era el medio que utilizaban los astrónomos para patentar sus descubrimientos. Los instrumentos eran aún rudimentarios, y nadie podía estar del todo seguro de lo que realmente se había encontrado en el firmamento. Si el hallazgo se confirmaba, allí estaba el anagrama para demostrar que ellos habían sido los primeros. En caso contrario, bastaba con no revelarle a nadie la solución. En su vivienda de Praga, apenas recibió el anagrama, Kepler se sentó a descifrarlo. Invirtió en ello muchas horas, pero tenía tiempo de sobra: aún no se había inventado la televisión.

Un día, por fin, después de mucho combinar y recombinar letras, depuso la pluma, satisfecho. Su transcripción decía:

Salve, umbistineum geminatum, Martia proles.
[¡Salve, protuberancias gemelas, hijos de Marte!]

En otras palabras: el planeta Marte tenía dos lunas. Exactamente como Kepler había predicho (siguiendo un razonamiento incorrecto).

En realidad, sin embargo, el mensaje que Galileo había querido transmitir no tenía nada que ver con aquello. Era el siguiente:

Altissimum planetam tergeminum observavi
[He observado el más alto de los planetas en forma triple]

Lo que Galileo había visto era el anillo de Saturno, pero las imperfecciones de su lente le habían jugado una mala pasada.

Los malentendidos astronómicos no terminaron ahí. Un mes después, Galileo envió a Giuliano de Medici otro anagrama que decía:

Haec immatura a me jam frustra leguntur - oy
[Esto ya fue intentado por mí en vano demasiado pronto]

Kepler, que consiguió una copia del mensaje, volvió a enfrascarse en él hasta que dio con la siguiente interpretación:

Macula rufa in Jove est gyratur mathem, etc.
[Una mancha roja hay en Júpiter que gira matemáticamente]

Lo cual era cierto. Júpiter tiene en su superficie una gran mancha roja que gira, pero ni Kepler ni Galileo podían saberlo, ya que no fue descubierta hasta dos siglos más tarde.

Sin embargo, no era tampoco eso lo que Galileo había querido decir. Ante las súplicas de Kepler, Galileo reveló por fin el significado del anagrama:

Cynthiae figuras aemulatur mater amorum 
[Las figuras de Cynthia son emuladas por la madre del amor]

En otras palabras, la imagen de Venus que vemos en los telescopios no es siempre redonda, sino que va pasando de creciente a menguante y de menguante a creciente. Como la Luna.

* * * 

lunes, 10 de mayo de 2010

Fuerza bruta

Cuando vi la película 'Matrix', recuerdo que salí del cine indignado. No encontré en toda ella una sola idea original. Desde las novelas de Jules Verne hasta la olvidada 'Total recall', pasando por los cuentos de Ray Bradbury de los años 50, todos los ingredientes de aquella historia parecían haber sido desvergonzadamente copiados de la biblioteca de cualquier aficionado a la ciencia-ficción. ¿Cuál podía ser el secreto de su enorme éxito?, me pregunté. Al ver la edad de los jóvenes que salían del cine, encontré la respuesta: nadie puede entrar dos veces en un mismo río. ¿Qué podían saber aquellos chiquillos de Ray Bradbury? El eterno retorno no importa mucho si uno no va a durar lo suficiente para llegar al siguiente ciclo.

En cualquier caso, combinatorio no es necesariamente sinónimo de agotado. Hasta donde sabemos hoy, la inmensa complejidad del Universo no es más que una combinación de tan sólo cuatro fuerzas conocidas: gravitación, electromagnetismo, interacción fuerte (la fuerza que mantiene unidos los núcleos atómicos) e interacción débil (la fuerza que los desintegra).

A mucho menor escala, también el ajedrez es combinatorio, y dista de estar agotado. Al menos, a nivel humano. En mayo de 1997 el computador Deep Blue ganó por fin una competición al campeón mundial Gary Kasparov. Y eso ya no es nada. Recientemente nos hemos enterado de que en 2011 la Universidad de Iowa espera poner en funcionamiento el denominado Blue Waters, que podrá realizar 1.000 billones de operaciones por segundo. No parece haber planes para ponerlo a jugar al ajedrez pero, después de Deep Blue, ni siquiera merece la pena intentarlo.

El asalto a los juegos de salón no se detuvo en Deep Blue. En 2008 el programa MoGo consiguió ganar una partida de go (de una serie de tres) a Catalin Tanaru, un jugador profesional rumano de categoría Dan 4. Y en julio de 2007 Jonathan Schaeffer presentó al mundo un programa imbatible jugando a las damas. Pero el texto de la noticia era decepcionante: el programa de Schaeffer estaba basado en un método heurístico. Es decir, todo lo contrario de inteligente.

Todos estos intentos son a la ciencia lo que Atila a las relaciones públicas. Aumentando la capacidad de computación se puede llegar a conseguir casi cualquier cosa (excepto, probablemente, la desaparición de Tele 5). La tecnología hincha sus biceps, se arma de un ariete y, por la fuerza bruta, intenta derribar las murallas de Troya. Y, mientras la ley de Moore se siga cumpliendo, el ariete podrá ser todo lo grande que se nos antoje. Sólo hace falta esperar. Nuestros computadores digitales son colosales ejércitos de hormiguitas obedientes que trocean, transportan y recolocan. Como son muchas y muy rápidas, pueden darnos la impresión de que piensan como nosotros, pero nada más lejos de la realidad. Como medio para entender la realidad, los videojegos más sofisticados no alcanzan en inteligencia al rey de los tontos.

Curiosamente, el vertiginoso aumento de la velocidad de computación ha alejado a los computadores del buen camino. Desde el astrolabio hasta el teléfono, los inventos de nuestros antepasados se inspiraron durante milenios -y con buen sentido- en principios analógicos. En la primera mitad del siglo XX, sin embargo, John von Neumann sentó las bases de la computación digital, y a partir de ese momento las hormiguitas se apoderaron de la tecnología (y de no pocos paradigmas científicos). Sus logros, más cuantitativos que cualitativos, han deslumbrado a muchos, aunque se han intentado también otras modalidades de computación. Hacia los años 80 hubo un gran entusiasmo por las redes neurales, los algoritmos genéticos y la lógica borrosa. Y desde hace algunos años se está intentando crear el primer computador cuántico, que, si alguna vez llega a ser realidad, multiplicará hasta el delirio la capacidad de computación. Pero ¿podremos conversar con él?

Mi respuesta personal es: No, si antes no analizamos a fondo el concepto de información y sus implicaciones. Para las hormiguitas computar es, esencialmente, recolocar ceros y unos, pero ésa no es la información que nos interesa. Las cotorras son computadores muy eficaces, pero si yo estoy con mi cotorra en el salón y en la cocina alguien grita "¡Fuego!", es difícil argumentar que tanto la cotorra como yo hemos recibido la misma información.

Es cierto, todo lo que nuestro cerebro procesa proviene en último término de percepciones sensoriales, que en principio podemos medir y convertir en ceros y unos. Pero las percepciones sensoriales son en realidad un amasijo intratable de señales que hay que filtrar, estructurar y almacenar primero para poder después analizar y sintetizar. Al término de ese proceso, lo único que queda son conceptos y relaciones que expresamos mediante palabras. Ése es el proceso que nos interesa.

Quizá el planteamiento que más se acerque a nuestra estructura de conceptos sea la programación orientada a objetos. En ella, los objetos se definen en términos de propiedades y métodos, que además pueden ser heredados. Todos los caballos tienen cuatro patas, una silueta característica y una forma de galopar. El caballo del gran jefe indio, además, se caracteriza por su color bayo y por su andar cansino (propiedades), y suele piafar cuando su amo se le acerca (método). Pero ¿podemos conseguir que un programa informático reconozca en el cielo el movimiento de una gaviota volando a bastante velocidad? El problema no es simplemente determinar una trayectoria mediante un computador digital, reconocer que es una gaviota mediante una red neural y asignarle el valor 'bastante' mediante lógica borrosa. El problema es entender de manera objetiva lo que realmente queremos decir cuando pronunciamos o escribimos cada una de esas tres palabras.

La programación orientada a objetos parece tentadoramente similar al funcionamiento de nuestra mente. Hasta ahora, sin embargo, nadie ha construido todavía un programa capaz de contarnos una película, comentarla mientras la está viendo o extraer conclusiones sobre la ambición humana, el odio, o los motivos de un divorcio. Ése va a ser el gran desafío de este siglo que acaba de comenzar.

domingo, 25 de abril de 2010

La agonía combinatoria del séptimo arte

Hace tres o cuatro mil años, un inspirado autor escribió en el Eclesiastés: “Lo que ya ha existido volverá a existir, y lo que ha sido hecho volverá a serlo; no hay nada nuevo bajo el sol.” Acto seguido, aconsejado seguramente por su avanzada edad, añadía: “He visto todas las cosas que han sucedido bajo el sol. Todas ellas son en vano: perseguir el viento”. En español, una expresión igualmente escéptica habla de “los mismos perros con distintos collares”. Si uno es lo suficientemente masoquista para estar al tanto de la actualidad política, la moda o los suplementos dominicales de los periódicos, coincidirá plenamente en esta visión del mundo.

Unos cuantos siglos después, sin embargo, el filósofo Heráclito hacía una afirmación igualmente difícil de refutar: “No puedes adentrarte dos veces en un mismo río, pues ni el río será el mismo ni tú serás la misma persona”. ¿En qué quedamos?

Tanto el Eclesiastés como Heráclito tienen probablemente razón pero, a medida que nos adentramos en la llamada “sociedad de la información”, la filosofía del sabio hebreo empieza a parecernos mucho más sensata que la del pensador griego, que no nos consuela gran cosa cada vez que nos topamos con la maldita película de serie B de las 11 de la noche.

Las series B no serían un problema tan grave si no fuera porque uno empieza a tener la impresión de que, desde hace algunos años, todas las películas que uno ve encajan en ese género. La fórmula empleada es algo así como un cocktail basado en una docena de ingredientes en cantidades variables: catástrofes, asesinos en serie, espías, poderes extrasensoriales, robos imposibles, violaciones, fugas penitenciarias, soldados heroicos, amor, infidelidades, y unas gotitas de sexo. (En las películas españolas las proporciones varían sutilmente: 99% de sexo, y unas gotitas de todo lo demás.) Siglo y medio después del nacimiento del cine, las ideas originales parecen a punto de agotarse. ¿Hemos entrado ya en la etapa combinatoria del séptimo arte?

A juzgar por los títulos, queda todavía un trecho por recorrer. Es cierto, a muchos cineastas les gustaría titular su película “Love Story”, “Tiburón” o “Star Wars”, pero han llegado tarde. Desde luego, los títulos muy cortos distan de estar agotados, aunque quizá ello se debe a que no son muy pegadizos. “O” y “Z" son las dos únicas películas de una sola letra que yo conozco, y las combinaciones de dos o tres caracteres son todavía escasas: P2, Ed, Él, ET, F/X, JFK, Big, 8mm, 1941. A efectos prácticos, lo ideal parecería ser el término medio: unas pocas palabras con resonancias míticas, épicas o sentimentales. “Out of Africa”, “Casablanca”, “Las uvas de la ira”, “La escapada” o “2001: Una odisea del espacio”.

Hasta hace no muchos años, los títulos largos eran extravagancias que de vez en cuando se permitían autores presumiblemente respetados. Tal es el caso de “Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo pero temía preguntar”, “La persecución y asesinato de Jean Paul Marat representadas por el grupo escénico del asilo de Charenton bajo la dirección del Señor de Sade”, “El honor perdido de Katharina Blum, o cómo nace el poder y hacia dónde puede conducir”, o incluso “Sherlock Holmes en el singular caso del plural bigote verde”.

A veces, las extravagancias no parecen tan respetables, y ni siquiera parecen haber servido para subsistir en la memoria del anonadado espectador. He aquí algunos de los más surrealistas que he encontrado en la Web:

The Man with the Smallest Penis in Existence and the Electron Microscope Technician Who Loved Him (El hombre con el pene más pequeño existente y la (¿el?) técnico en microscopia electrónica que lo amó)

Fatto di sangue fra due uomini per causa di una vedova - si sospettano moventi politici (Reyerta sangrienta entre dos hombres a causa de una viuda – Se sospechan móviles políticos)

The Saga of the Viking Women and Their Voyage to the Waters of the Great Sea Serpent (La saga de las mujeres vikingas y su largo viaje a las aguas de la gran serpiente de mar)

After the War, You Have to Tell Everyone About the Dutch Gay Resistance Fighters (Cuando acabe la guerra, tenéis que hablarle a todo el mundo de los resistentes homosexuales holandeses)

I Could Never Have Sex with Any Man Who Has So Little Regard for My Husband (Nunca podría tener relaciones sexuales con un hombre que tenga tan poca consideración por mi marido)

Curiosamente, los títulos prolijamente descriptivos eran moneda común en los comienzos del cine. Los cineastas todavía no habían tomado conciencia de la potencia expresiva de las imágenes o, simplemente, tenían que explicar con claridad de qué trataba la película para convencer a sus espectadores de que acudieran a verla. Algunos ejemplos:

Another Demonstration of the Cliff-Guibert Fire Hose Reel, Showing a Young Girl Coming from an Office, Detaching Hose, Running with It 60 Feet, and Playing a Stream, All Inside of 30 Seconds (1900) (Otra demostración del rollo de manguera antiincendios Cliff-Guibert, en la que aparece una joven saliendo de una oficina, desprendiendo la manguera, corriendo con ella 60 pies y descargando un chorro, todo ello en 30 segundos)

A Chegada do Rebocador 'Liberal' ao Porto de Leixões e o Desembarque de Romeiros Que, por Mar, Vão ao Porto para a Romaria do Senhor de Matosinhos (1897) (Llegada del remolcador ‘Liberal’ al puerto de Leixões y desembarco de unos peregrinos que acuden por mar al puerto para la peregrinación de Nuestro Señor de Matosinhos)

Demonstrating the Action of the Brown Hoisting and Conveying Machine in Unloading a Schooner of Iron Ore, and Loading the Material on the Cars (1900) (Demostración del funcionamiento de la grúa transportadora Brown descargando mineral de hierro de una goleta y cargándolo en las vagonetas)

En cualquier caso, y aunque sólo fuera porque todos los años se producen varios centenares de nuevas películas, los títulos largos vuelven a ser cada vez más frecuentes. Ninguno de los que he encontrado parece, sin embargo, muy conocido. El más largo de todos, según mis fuentes, es:

Night of the Day of the Dawn of the Son of the Bride of the Return of the Revenge of the Terror of the Attack of the Evil, Mutant, Hellbound, Flesh-Eating Subhumanoid Zombified Living Dead, Part 3 (2005) (La noche del día del amanecer del hijo de la novia del retorno de la venganza del terror del ataque del malvado, mutante, maldito muerto viviente zombificado subhumanoide carnívoro)

Seguido a corta distancia por:

On the Marriage Broker Joke as Cited by Sigmund Freud in Wit and Its Relation to the Unconscious or Can the Avant-Garde Artist Be Wholed? (1977) (Sobre el chiste del concertador de matrimonios, citado por Sigmund Freud en “El chiste y su relación con lo inconsciente”, o ¿es posible encajonar al artista de vanguardia?)

La irrupción (y, sobre todo, el abaratamiento) de los efectos especiales no parece haber cambiado en nada el panorama cinematográfico. Si acaso, lo está empeorando. Con la reciente colonización del cine por los videojuegos y la visión 3D, a uno le empiezan a entrar ganas de volver al movimiento dadá, con sonido monoaural, en imagen ascéticamente plana y en riguroso blanco y negro. Puestos a disfrutar de la combinatoria, siempre será mil veces preferible una buena partida de mus.

 
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