domingo, 6 de septiembre de 2020

El mentor

Desde la ventana se veía el puerto y, algo más allá, el arranque de la playa. No sabía por qué estaba siempre allí encerrada. Sus hermanos corrían y jugaban por el pasillo, pero a ella no le estaba permitido salir. Órdenes de su padre.

En verano, algunos bañistas se aventuraban a zambullirse en el agua. Unos nadaban valientemente como delfines allá lejos, alejados de las multitudes, y otros simplemente chapoteaban en las olas breves de la orilla con flotadores y patos inflables. En invierno, en cambio, sólo bullía el puerto, con sus redes extendidas sobre el muelle, sus barquichuelos de pesca, las breves motas blancas de los escasos veleros y las subastas de pescado los viernes por la mañana.

Era su único horizonte. Su madre le traía las comidas a la habitación, en una bandeja, y regresaba a retirar la bandeja cuando ellos, todos los demás, en alguna habitación lejana terminaban de comer. Una mañana de otoño entró a la habitación un hombre joven, bien vestido y, al principio, algo inseguro. Sonreía. Y olía bien.

Buenos días, dijo. Me llamo Tomás, y a partir de hoy voy a ser tu mentor, añadió. Seguidamente, abrió una cartera de gran tamaño que había depositado en el escritorio y fue sacando de ella un cargamento de libros y cuadernos. Así aprendió ella a leer, y a sumar, y supo que unos ríos surcaban aquel mapa de su país, y con los años conoció los quebrados y la conquista de América y los misterios de la célula y de las remotas galaxias. Y, cuando Tomás terminaba sus clases y se despedía hasta el día siguiente, aquella puerta de su habitación se volvía a cerrar.

No sabía si se sentía sola o abandonada. En el mundo de los niños, no todas las cosas tienen una explicación. A esa edad, la vida es sólo lo que uno alcanza con las manos. Y con la vista. Lo que le contaba su mentor y lo que ella leía en los libros ocupaban más bien el mundo de la imaginación. Aquellas montañas y aquellos leopardos, ella nunca los había visto. Podían existir o no. Pero poblaban su fantasía.

Cuando empezó el curso siguiente, Tomás dejó en su mesilla un grueso libro con las letras del lomo y los rebordes de las páginas finamente dorados. Era un Antiguo Testamento. En aquel libro inacabable descubrió ella los orígenes del mundo y los árboles del Paraíso, los sacrificios de Abraham y las tablas de la Ley. Imaginaba a los ángeles flotando sobre nubes de algodón y a los demonios achicharrándose y urdiendo guerras, plagas y hecatombes desde las entrañas de la tierra. En su fantasía, se transfiguró en la esposa del rey Salomón y tembló con las trompetas terribles del Apocalipsis. Por las noches, en la soledad terca del insomnio, creía ver en lo alto de su armario una zarza que ardería eternamente, y oía las palabras de Yahvé anunciando la venida del Redentor.

Año tras año, Tomás siguió acudiendo a la cita docente y ensanchando los horizontes invisibles de aquella niña que pronto empezó a ser adolescente. El ya no estaba inseguro. Respondía a las preguntas de ella con un respeto exquisito, casi con afecto, pero pronto empezó a haber preguntas para las que él no tenía respuesta. En el mundo comprimido de aquella habitación no había otros adolescentes, y la pubertad implosionaba en ella como una flor sin contornos, remodelando la infancia y abocándola irremediablemente a una madurez que sólo podía ser una fantasía bíblica.

Un domingo, en la misa de doce --sólo para ir a misa le permitían salir-- se enamoró de un muchacho. El se dio cuenta y, a la salida, la abordó. ¿Te gustaría ir al cine?, preguntó. Ella nunca había ido al cine, aunque lo imaginaba parecido a su habitación. Pero la invitación la emocionó. Aceptó, aunque habría preferido ir al puerto, o a la playa. Sin embargo, cuando regresó a casa y relató el incidente su padre dijo simplemente "¡No!" Y la puerta de la habitación se volvió a cerrar tras ella.

Una semana después, el chico aquel se presentó en casa sin avisar y declaró que quería casarse con ella. Cuando su padre entró a la habitación y empezó a referirle la extraña petición, ella no le dejó terminar.

"Sí", dijo. "Le amo. Me casaré con él".

No era cierto. Lo que en realidad ella amaba, sin confesárselo a sí misma, era la libertad. Pensaba confusamente que el matrimonio era un escenario en el que la reina de Saba podía asomarse a todas las ventanas del palacio y, desde ellas, contemplar a lo lejos la extensión infinita del reino de Israel. Qué sabía ella de intimidades carnales y viajes de espermatozoides. Para ella, el lecho nupcial era simplemente un aposento blando rodeado de doseles agitados por la brisa.

La noche de bodas fue abrupta, y las siguientes todavía más. El matrimonio no duró mucho, y su ruptura le abrió las puertas de aquello que, sin saberlo, anhelaba como el aire para respirar: la libertad.

Para un adulto sin infancia ni adolescencia, los caminos de la libertad son infinitos. Escogió al azar. Durmió en albergues de caridad y estaciones de metro, lavó platos, vendió en mercadillos juguetes hechos por ella misma y, robando tiempo al tiempo, estudió en una universidad. Cuando acabó, la célula ya no era un misterio para ella, pero los laboratorios eran habitaciones cerradas, y prefirió viajar.

Provista de un mapa del mundo, saltaba de gasolinera en gasolinera como en el juego de la oca, preguntando a cada automovilista si viajaba en su misma dirección. Algunos jóvenes se le insinuaron, muchos viejos le relataron hermosas historias del pasado, y un camionero recibió una bofetada tras un sospechoso error con la palanca del cambio de marchas.

Así conoció Budapest y Estambul, aspiró los perfumes de Samarkanda y meditó en templos empequeñecidos por las nieves del Fujiyama. En Tahití siguió las huellas de Gauguin, en San Francisco vivió un terremoto que destruyó el Golden Gate, y en la Amazonía aprendió a contar sólo hasta dos en un mundo en el que el pasado no existía. Cuando, muchos años después, regresó al hogar paterno, el pasado durante su ausencia era una sucesión vertiginosa de acontecimientos que ella, igual que antaño entre las cuatro desesperantes paredes, tampoco había vivido.

La vivienda que había sido su hogar estaba desocupada. Sus hermanos ya no corrían por un pasillo inalcanzable, y de sus padres sólo quedaban ya varias fotos desvaídas que decoraban un aparador. En un cajón de una cómoda descubrió una matrioshka, y dentro de ella, otra, y dentro, otra más. Bajo la última matrioshka apareció una llave. Probó a abrir con ella la puerta de la entrada, y después la puerta de la azotea y del portal, pero en ninguna de ellas encajaba. La guardó y salió a la calle.

El puerto ya no era el mismo que ella había contemplado desde su ventana. Los barcos de pesca habían desaparecido, y la escollera quedaba ahora oculta tras una hilera de edificios coronados por rótulos de neón. Se sentó en el borde del muelle y dejó pasar las horas.

Cuando anocheció y las luces de neón empezaron a expresarse en Morse, un recuerdo olvidado acudió de pronto a su memoria. Tomás. ¿Viviría aún? Ni siquiera conocía su dirección. No podía marcharse sin averiguar qué había sido de él. Buscó una pensión desde la que pudiera seguir viendo el puerto y alquiló una habitación.

Esa noche, varada como antaño en un terco insomnio, creyó ver en lo alto del armario una zarza ardiendo. Tras la ventana, la insistencia de un claxon parecía anunciar la caída de las murallas de Jericó. Nunca lo había pensado, pero tal vez debió haberse casado con Tomás. Nadie la había conocido mejor que él, y nadie la había comprendido y aceptado jamás como aquel hombre que, día tras día, se esforzaba por demarcar, en su mente infantil, una divisoria imposible entre fantasía y realidad. Por fin, se durmió.

Tardó varios días en dar con el antiguo domicilio de Tomás. El portal estaba abierto. Subió hasta la tercera planta, localizó la puerta y llamó. Nadie respondió. Una vecina que bajaba por las escaleras se detuvo un momento y la miró de refilón. Ahí ya no vive nadie. Ese señor murió, dijo. Y continuó su camino escaleras abajo, hasta que se hizo de nuevo el silencio.

Aquella puerta cerrada marcaba el final de su viaje. Los dos pasados, el que ella había vivido y el que nunca había llegado a conocer, terminaban allí. Suspiró. En su vida se abría, por fin, un nuevo capítulo. Empezó a bajar las escaleras pero, de pronto, se detuvo. La llave, pensó. Abrió su bolso, la sacó y buscó con ella la cerradura de la puerta. La llave se deslizó suavemente hasta el fondo y, con un pequeño giro, la puerta se abrió.

La vivienda estaba oscura y polvorienta. Recorrió aquellas habitaciones en silencio, tratando de situar a su antiguo mentor en ellas. Dónde habría comido o dormido, cuántas veces habría recorrido aquel pasillo antes de acudir al encuentro con ella, cuántas veces se habría mirado en aquel espejo de la entrada antes de salir a la calle. Entró al salón y levantó las persianas. Por un instante, la luz la cegó. Era una habitación modesta, con muebles antiguos y deslucidos. Ya no quedaban cuadros en las paredes. Sí, la puerta se había abierto, pero su pasado, de todos modos, se había terminado. Una mezcla de ternura y angustia se apoderó de ella. Cuando saliera de allí, la realidad y la fantasía estarían por fin claramente delimitadas, y el tiempo podría transcurrir, a partir de aquel día, en una sola dirección.

Se dio media vuelta para salir. Y entonces la vio.

Estaba en lo alto del aparador, enmarcada en una moldura dorada y flanqueada por dos velas, mágica como un exvoto largamente adorado. Era una antigua foto de su madre.

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