jueves, 16 de junio de 2011

Billete a la última frontera

En la primavera de 1970 vi por primera vez, en una emisora de televisión inglesa, un episodio de Star Trek. La ficción científica había sido desde mi infancia uno de mis géneros favoritos, gracias sobre todo a las novelas de Jules Verne, pero también al auge de las películas sobre extraterrestres y viajes espaciales de los años 50. No por casualidad, la inspiración de Verne coincidió con la aceleración tecnológica que dio alas a la revolución industrial, y que infundió en muchos de sus contemporáneos una confianza ilimitada en el poder de las máquinas. Las dos guerras mundiales del siglo XX, por desgracia, les mostraron la otra cara de la moneda.

La conciencia de que la tecnología podía llegar mucho más allá de lo imaginable llegó, probablemente, con la bomba atómica. Al finalizar la Segunda Gran Guerra, prolongada sin pausa en una inquietante Guerra Fría, el mundo desarrollado se hallaba en un estado propenso a la psicosis. Los científicos empezaban a ser personas sin rostro que, en laboratorios misteriosos, manipulaban probetas y protones vaya usted a saber con qué innombrable designio. Para colmo, la Unión Soviética se empezaba a configurar como un mundo totalitario y opaco que comenzaba a mover sus peones por la geografía mundial. En tales condiciones, no es de extrañar que centenares de granjeros de Estados Unidos aseguraran haber visto naves espaciales posándose sobre sus campos de maíz, o que una oleada de ciudadanos de todo el mundo, tanto aprensivos como desaprensivos, declararan haber sido abducidos por hombrecillos verdes.

El miedo a lo desconocido había sustituido al optimismo visionario, y el capitán Nemo daba paso al doctor Jekyll y Mr. Hyde. Los electrodomésticos eran un gran avance, sí, pero había que resignarse a la idea de que la invención de la bombilla tenía como contrapartida el monstruo de Frankenstein. Para perplejidad de los creyentes y autoafirmación de los agnósticos, el Bien y el Mal, la Novena Sinfonía y los campos de Auschwitz, seguían siendo hijos de una misma criatura. La gran desventaja de los agnósticos, sin embargo, es que carecen de respuestas ante esa terrible realidad.

Lo cual no quiere decir que los no creyentes debamos considerarnos como minusválidos vitales o suicidas en potencia. Igual que los creyentes tienen sus ángeles y su Cielo, e incluso su Paraíso, los agnósticos tenemos un alimento moral e intelectual nada desdeñable: la Utopía. Que es precisamente la savia de la que, en los años 70 y 80, se nutría Star Trek.

La última novela de Olga Guirao (La llamada, Editorial Minotauro, 2011) se aparta sorprendentemente de los caminos trillados de la novela española actual para explorar, como Verne y el capitán Picard, pero también como Aldous Huxley, Thomas More y Homero, ese territorio incontaminado de la Utopía donde el Bien y el Mal pueden ajustar cuentas sin causar heridos de bala. Para los que creemos que el apogeo de la novela se alcanzó a finales del siglo XIX, Olga Guirao parte con una gran ventaja frente a sus contemporáneos, y es que su literatura entronca directamente en el verdadero existencialismo, que para mí no es el de Sartre o Simone de Beauvoir, sino el de Conrad, Stevenson o Maupassant: el del ser humano en su soledad ante los grandes dilemas morales.

Al igual que en los episodios de Star Trek, la trama de La llamada no es más que un pretexto para relativizar la visión que los seres humanos tenemos habitualmente de nosotros mismos. ¿Realmente somos una civilización por mérito propio? ¿Es sensato pensar que el progreso conduce a la felicidad? ¿Triunfará algún día el Bien sobre el Mal, o debemos resignarnos a ser un producto imperfecto de la evolución? Sin ánimo de agobiar al lector, todas estas preguntas sobrevuelan la novela de Guirao, al igual que la sombra del cuervo de Allan Poe y su estremecedor "Nunca más", como advertencia sutil de la autora para que nadie se tome su novela como un simple divertimento.

No lo es, pero sí es una novela sorprendente desde sus primeros párrafos, jalonada además por virajes imprevisibles que arrastrarán al lector sin respiro desde un piso anónimo de Barcelona hasta la página final después de haber conocido, entre otras muchas cosas, la psicología de un extraterrestre, las peripecias de un agente de la CIA y los mitos y costumbres de una tribu de la Amazonía. Al cerrar definitivamente el libro, más de un lector constatará, como he constatado yo, que jugar al escondite en el jardín de la Utopía y preguntarse por el futuro de la Humanidad no son dos quehaceres forzosamente incompatibles.

Aunque sí pueden ser placenteros. Y, por supuesto, recomendables.

Olga Guirao: Bienvenida al Enterprise.

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domingo, 5 de junio de 2011

Facebook: La burbuja de democracia

"Seamos realistas: pidamos lo imposible"

Quienes siguieron los acontecimientos de mayo del 68 recordarán esa frase que, entre otras muchas igualmente provocadoras, apareció escrita por entonces en las fachadas de París. Me he acordado de ella mientras reflexionaba sobre algunos fenómenos recientes. Por una parte, las redes sociales. Y, por otra, uno de los primeros frutos que les han atribuido: los recientes movimientos de masas que podríamos llamar "de la plaza Tahrir" (aunque en realidad empezaron en Túnez).

No han nacido de la nada. Antes de ellos se habían aventurado ya pequeños experimentos lúdicos en algunas ciudades de Europa y Estados Unidos, convocados mediante SMS con tácticas de guerrilla urbana: Todos a las 7 en la puerta de los grandes almacenes X, disfrazados de piratas. Cortamos el tráfico durante 10 minutos, gritamos repetidamente "Abracadabra" y nos disolvemos. A sabiendas o no, estas pequeñas transgresiones tenían un precedente en los "happenings" de los años 60, que a su vez -casi nunca hay algo nuevo bajo el sol- estaban vagamente inspirados en la commedia dell'arte del siglo XVI (aunque, si seguimos buscando precedentes, los documentos conocidos nos permitirían probablemente remontarnos hasta los etruscos).

Pero los happenings tenían su miga de ideología. Su idea motriz era uno de esos injertos de izquierdismo tan habituales en las sociedades no comunistas del siglo XX: el individuo corriente y moliente es el verdadero protagonista de la Historia. Esta incrustación representa, probablemente, la clave de la izquierda europea desde la postguerra: el capitalista explota al obrero, y por lo tanto nosotros, que somos hijos del director de una fábrica (o que aspiramos a serlo), tenemos que exaltar a los explotados para poder vivir holgadamente sin remordimiento.

Una vez arrebatada la bandera a la llamada 'clase obrera', el proselitismo de la nueva izquierda acomodada saltó de las asambleas proletarias a los medios de comunicación, y generó criaturas tan exquisitas como el ecologismo, completamente desprovistas ya de ese desagradable olor a sudor de las fábricas y de los toscos modales de los sindicalistas de base. Como los explotadores eran de derechas, la democracia se convirtió subliminalmente en patrimonio de la izquierda, y la nueva ideología terminó instalándose también en los libros de texto, donde los niños aprenden todavía que la naturaleza está constituida por armoniosos ciclos ecológicos (de los que convenientemente se excluye al ser humano) y que, como penitencia por quebrantarlos, hay que separar las basuras en diecisiete recipientes distintos.

Inevitablemente, el nuevo paradigma se ha adueñado también de las técnicas publicitarias. A juzgar por el número de veces que uno oye o lee la palabra "tú" en los anuncios, el "hombre de la calle" se ha convertido hoy en el centro del Universo, y el único camino a la felicidad consiste en perseguir ansiosamente esa zanahoria que, colgando de un palito invisible, alcanzamos a diario a rozar con el borde de nuestra tarjeta de crédito. En resumidas cuentas: el consumo ha suplantado a las ideas como motor de la sociedad.

El abandono de las grandes ideas no es necesariamente malo. Los brutales totalitarismos del siglo XX se alimentaron de ideas, como la Inquisición en su tiempo y, en nuestros días, algunas dictaduras islamistas. Pero también es cierto que, si nadie hubiera aspirado nunca a las ideas de libertad, dignidad o justicia, nuestro mundo sería hoy un lugar mucho más sórdido y despiadado. Lo que habría que escoger cuidadosamente, quizá, es el contenido de las ideas. Pero me estoy apartando del tema.

El estallido de la burbuja financiera de 2008 dio al traste con la ficción del enriquecimiento perpetuo -como había sucedido ya, siglos atrás, con el movimiento perpetuo-, pero las generaciones más jóvenes no han sufrido frontalmente sus efectos y no han tenido tiempo todavía de reajustar sus esquemas. Es cierto, no tienen trabajo ni posibilidades de comprar una vivienda, pero son en realidad sus padres los que están siendo embargados y los que, dentro de poco, ni siquiera podrán mantenerlos. Para esos hijos forzosamente desempleados, las posibilidades de comprarse el último modelo de iphone son cada vez menores pero, mal que bien, todavía les queda Internet. Y, en Internet, un último refugio: las redes sociales.

Pese a las apariencias, sin embargo, las redes sociales son enormes icebergs de los que sólo vemos asomar pequeños promontorios que nos parecen montañas: Facebook, MySpace, Twitter. Se ha extendido la idea de que en Internet todo es gratis, pero pocos han reparado en hasta qué punto esa idea es contraria al sentido común. La parte que vemos del iceberg son todos esos servicios gratuitos que nos permiten conectarnos con nuestros amiguetes, pero la masa sumergida -que es, con mucho, la más voluminosa- es el precio real que nos están cobrando por ello: nuestra privacidad. En la sociedad digital de hoy la información es, más que nunca, el verdadero poder y, sin ser conscientes de ello, los usuarios de las redes sociales están entregando ese poder a cambio de un plato de lentejas. En tales circunstancias, pretender que las redes sociales pueden servir para modificar la estructura de poder de una sociedad me parece una idea más bien... -seré benévolo- pueril.

El otro día, paseando por una ciudad española, me topé con una de las acampadas del movimiento 15M. Estaban en plena asamblea. Sentí curiosidad, y me senté a escuchar. Después de tres semanas de actividad, todavía estaban hablando de cómo organizarse. Tomaban la palabra uno o dos solamente. Los demás se limitaban a levantar las manos de vez en cuando, agitando los dedos en señal de asentimiento. No percibí el más mínimo entusiasmo en los presentes. Nadie quería dictar normas. Todo eran sugerencias abiertas a la libre voluntad de cada uno y, curiosamente, se invocaba con sorprendente frecuencia la palabra "sinergia". La idea subyacente era que "todos juntos" y "sin líderes" tenían que llegar a un acuerdo a gusto de todos. Pero nadie sabía muy bien cómo.

Reflexionando sobre todo esto, no puedo evitar la impresión de que estamos a punto de asistir al estallido de una nueva burbuja: la burbuja de democracia. El final de ese proceso que, durante cuarenta años, ha hecho creer al individuo (léase 'dócil consumidor') que ocupaba el centro exacto de la Creación. Ahora, entregados ya todos nuestros datos al Estado y a las empresas privadas, la fiesta ha terminado. Más pronto que tarde, la ficción de ser libres dará paso a la cruda realidad: la privacidad, ay, era un ingrediente esencial de la libertad, y los felices usuarios de facebook no eran otra cosa que un mero rebaño estadístico.

Es un atolladero de difícil salida, pero no hay que desesperar. Internet es una red, y en una red cabe todo. Después de haber intentado trasplantar a ella el modelo de la radio y de la televisión (yo hablo, tú te callas), las redes sociales simplemente reproducen, adornado con imágenes, el modelo de la pandilla de adolescentes (yo charloteo con el círculo de mis conocidos). Son modelos viejos, inflados en exceso por la burbuja de democracia. Lo que de verdad puede mover el mundo en el siglo XXI no son las asambleas, sino las ideas. El matrimonio es una asamblea de sólo dos, y ya plantea dificultades formidables. Las ideas, en cambio, pueden aglutinar a personas con una enorme diversidad de idiosincrasias, credos e intereses. Y, si las ideas son simples y claras, lo único que hay que discutir son los medios para conseguirlas (que, además, a menudo no son incompatibles).

Pero para madurar una idea hacen falta, como mínimo, dos ingredientes: información, y reflexión. Y la longitud de los mensajes de twitter no da mucho margen para ninguna de las dos cosas. Quienes quieran transformar la sociedad tendrán que buscar antes soluciones más imaginativas que dejarse sojuzgar por esos negreros contemporáneos que son las redes sociales. De lo contrario, serán las primeras víctimas del Sistema... creyendo ingenuamente estar fuera de él.

Seamos realistas: pidamos lo imposible.

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