jueves, 28 de mayo de 2020

La espiral - 12

(Comienzo)

A mi derecha, un romano de plástico se puso en posición de firmes cuando entré al local. Me lo quedé mirando. Detrás de mí, la puerta que yo acababa de abrir se cerró, y al mismo tiempo el romano estiró el brazo que sujetaba la lanza y volvió a su posición anterior. Intrigado, me di media vuelta y tiré de la puerta hacia adentro. El romano recogió su brazo otra vez y la lanza regresó a la posición vertical.

"Fue un regalo de Milena Azzurro, la productora teatral. Lo usaron durante noventa y siete representaciones en La clemencia de Tito. Una ópera muy aburrida."

Al otro lado del mostrador, el tipo que acababa de hablar me miraba desde detrás de unas gafas de media luna. Tenía el cabello descuidadamente peinado y hojeaba sin mucho interés un catálogo de trabucos. Parecía un poco más joven que Matusalén. 

"Usted dirá", jadeó cuando llegué a su altura, apoyando los brazos cruzados sobre el mostrador.

Encendí la pantalla de mi teléfono y le mostré la foto de Belinda en topless, en el yate.

"¿Por casualidad recuerda haberle vendido una peluca rubia a esta mujer?"

Miró detenidamente la foto durante varios segundos y meneó la cabeza.

"No, no recuerdo. Lo siento. Supongo que me acordaría. Aunque hubiera venido vestida me acordaría"

Miré a mi alrededor. Incluso sin el romano de la entrada, el local, oscuro y mohoso, parecía perfecto para los amantes de las catacumbas.

"Habrá vendido muchas pelucas rubias últimamente, supongo"

"Si no recuerdo mal, las últimas cuatro se las vendí a unos estudios de cine hace seis meses"

Se interrumpió. Levantó una máscara de Drácula que estaba junto al catálogo, se llevó a la boca un nebulizador que apareció debajo y aspiró un par de dosis.

"Disculpe", dijo, ahora sin jadear. "Por lo visto, quieren llevar al cine una biografía de Marilyn Monroe. Ya sabe, la crisis de los misiles y todo eso. Pero los gustos del público han cambiado. ¿A quién le interesan las gordas hoy en día?"

"A los de su generación bien que les gustaban"

"Los de mi generación no perdíamos mucho el tiempo con esas minucias. Eran tiempos difíciles, ¿sabe?"

Traté de imaginarme a las mujeres de su generación. Sin tatuajes ni piercings. Amantes de los niños. Horneando tartas exquisitas y cantando como los ángeles mientras hacían la cama. Era mucho pedirle a mi imaginación.

"¿Detective privado, eh?", dijo el anciano mirándome de arriba a abajo. "Esa señorita del yate no tiene pinta de ser actriz. ¿Por qué no investiga más bien otro tipo de espectáculos?"

"¿Cómo cuáles?", respondí.

"Por ejemplo, los bares de alterne. Ya sabe, esos donde las gorditas le ríen a uno las gracias y las flaquitas hacen monerías alrededor de una barra"

La luz se hizo en mi cerebro. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? 

Al ver mi mirada de sorpresa, el anciano sonrió. Me tendió la mano, se la estreché sin decir nada y me dirigí hacia la calle. Antes de que la puerta se cerrase detrás de mí saludé marcialmente al romano de la entrada.

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domingo, 24 de mayo de 2020

La espiral - 11

(Comienzo)

Bajo el tamarindo había ahora instalado un puesto de helados de color frambuesa, con un cornete gigante pintado en su cara exterior. Al otro lado, sentada en un taburete, una mujer rubia, de hombros anchos y facciones duras, se encorvaba ensimismada sobre la pantalla de una tablet. Me pareció extraño. No tenía mucho sentido abrir un puesto de helados en aquella calle. El acceso a la playa quedaba lejos, y en aquel barrio de familias adineradas las cocineras servían cada día de postre los rascacielos de helado más altos de la ciudad. En lugar de detenerme, pasé de largo y aparqué en una calle paralela, al otro lado de la manzana. 

Mi excitación inicial se empezaba a disipar, y ahora veía las cosas con más calma. A aquellas horas de la tarde, Severo Smith no tenía por qué estar bajo los efectos de ningún somnífero. Belinda podía tranquilamente haber pretextado salir de compras, o ir a visitar a alguna amiga, sin necesidad de recurrir al jarabe sospechoso. Comprendí que había reaccionado demasiado aprisa. Cada vez que aquella mujer aparecía ante mi vista mi capacidad de razonamiento se reducía a cero. Saqué el teléfono del bolsillo y seleccioné el número de mi cliente. 

Pero no llegué a llamar. Pensándolo mejor, salí del coche y, dando un pequeño rodeo por un callejón lateral, salí a la playa. Severo Smith solía pasarse las tardes en la terraza de su despacho, hojeando revistas financieras y mirando al mar. No necesitaba hablar con él. Me bastaba con comprobar que seguía allí como todas las tardes. Al fin y al cabo, las pruebas que yo acababa de conseguir no eran suficientes todavía. La mujer que aparecía en mis fotos no era exactamente la misma que me habían encargado vigilar, y que yo mismo había visto en la ventana la noche anterior. Había una diferencia. Antes de seguir adelante, necesitaba averiguar si Belinda era realmente rubia o pelirroja.

No tuve que esforzarme mucho. A cincuenta metros de mí, chapoteando en la orilla del mar, Belinda y dos niñas pequeñas jugaban alegremente con un gran balón de colores. De cuando en cuando Belinda se zambullía entre las olas para alcanzar el balón, y al salir del agua su cabello mojado escurría sensualmente por encima de sus hombros. 

Era pelirrojo.

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jueves, 21 de mayo de 2020

La espiral - 10

(Comienzo)

Nadie parecía interesarse por la chica de la tumbona. Las otras tres, animadas por el champagne, esquivaban entre risas a un tipo más bien bajo, de barba cuidadosamente recortada, que manoteaba sin éxito tratando de atraparlas por la cintura. En el estado en que se encontraba, no era fácil. El tipo aquel se habría perdido en la cabina de un ascensor.

Algo apartado del grupo, Andy contemplaba ahora el mar, acodado sobre la borda. Con aire despreocupado, consultó su reloj. No parecía tener prisa. En la lejanía, los veleros y las gaviotas se entrecruzaban en una danza silenciosa. Una tarde más de tedio en el Club Náutico. A pocos metros de él, riéndose y haciendo aspavientos, una de las chicas se puso de pie en la borda y se lanzó al agua. El tipo de la barba recortada se dejó caer al suelo, agotado. Era evidente que necesitaba una tumbona.

En uno de los pasillos laterales se abrió una puerta. Una mujer joven y rubia, en topless, salió a la cubierta y se acercó sin prisa a Andy, que seguía contemplando el horizonte. Había algo en la forma de caminar de ella que me pareció familiar. Se apoyó en el hombro de Andy y su mano despeinó suavemente el cabello del hombre. Él se apartó de la borda y la abrazó. Quién hubiera podido. Se besaron.

Aquella no era la foto que yo estaba buscando, pero a Severo Smith podría interesarle saber que el amante de su joven esposa tenía otras admiradoras. Aumenté el zoom hasta encuadrar la escena en primer plano y disparé una andanada de instantáneas hasta que sus labios se separaron.

"¿Qué? ¡No puede ser!", exclamé. Aumenté el zoom al máximo y volví a disparar la cámara, varias veces.

No había duda. Aquella mujer rubia era Belinda.

Recogí la cámara a toda prisa, salí de los arbustos y corrí hasta mi automóvil. Junto a la fachada trasera del restaurante, el camarero larguirucho, de espaldas a mí, tiró una colilla al suelo y entró en la cocina. No me había visto. Entré en el coche, arranqué, y volé por la carretera serpenteante que conducía a la ciudad.

Unos minutos después, cuando entré en la autopista y empecé a razonar con más calma, las preguntas empezaron a acudir a mi cabeza. ¿La verdadera Belinda era rubia o pelirroja? ¿Y qué hacía ella a aquellas horas de la tarde en el yate de Andy? ¿Habría vuelto a dejar a Severo Smith en la cama, bajo los efectos del jarabe para la tos?

Me desvié de la autopista y entré en la avenida de palmeras que conducía a la playa. Pronto lo averiguaría.

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lunes, 18 de mayo de 2020

La espiral - 9

(Comienzo)

La terraza del Club Náutico estaba desierta. Me senté a una mesa apartada, resguardada del sol por una sombrilla amarilla que cabeceaba con la brisa que venía del mar. El yate de Andy estaba suficientemente lejos para que ninguno de sus ocupantes reparara en mí. ¿A quién le podía importar la presencia de un don nadie en una terraza remota, teniendo allí alrededor aquella colección de chicas elegantemente desvestidas?

Miré a mi alrededor. Bajo un cielo sin nubes, el mar azul cobalto se rizaba lo justo para navegar perezosamente, en casi todos los casos zigzagueando de acá para allá, simplemente por placer. El yate de Andy era el único que estaba fondeado. Más allá de la escollera se adivinaba una playa, no muy concurrida. Respiré hondo. El aire olía a mar.

Un tipo larguirucho se interpuso entre mis gafas de sol y la poesía idílica del paisaje.

"¿Qué va a tomar?"

Retorné a la realidad. Esperar pacientemente frente a la casa de Andy y seguirle después en coche hasta el puerto deportivo me había llevado unas cuantas horas, y entre tanto se había hecho muy tarde. Tenía hambre.

"¿Tienes algo para comer?", pregunté.

"Lo siento. La cocina está cerrada"

"No necesito comerme al cocinero. ¿Tengo pinta de ser un caníbal?"

No le gustó mi comentario. Con un gesto de fastidio, apoyó el cuerpo en una pierna y cruzó los brazos, sin soltar el bloc de notas ni el bolígrafo.

"Le puedo hacer un sándwich, si quiere. Jamón y queso"

"Que sean tres", dije. "Y una cerveza. Bien fría"

No se molestó en anotar el encargo. Estaba ya girando sobre sus talones cuando oyó mi pregunta.

"Los del yate aquel, ¿vienen todos los días?"

Miró de reojo hacia donde yo le indicaba.

"Las chicas, sí"

"¿Y los chicos?"

Esbozó media sonrisa sardónica.

"¿Usted qué cree?"

 "Creo que deberían invitarte a ti. Con ese tatuaje en el brazo, romperías unos cuantos corazones"

Se miró el tatuaje, con aires halagados. Las invocaciones al ego nunca fallan.

"Es que soy Piscis", se ufanó. Su sonrisa era ahora simpática. Asomé los ojos por encima de las gafas de sol y le hice un guiño de complicidad.

"En seguida le traigo los sándwiches", dijo. Y se alejó hacia el interior con paso vivo.

Desde el yate de Andy me llegaban risas apagadas por la distancia. De pie en la cubierta, Andy descorchó una botella de champagne que le tendía una de las chicas. Un poco temprano para empezar una fiesta, pensé... A menos que estuvieran celebrando algo, claro. No me atrevía a sacar los prismáticos. A aquellas horas yo era el único cliente del restaurante, pero no podía permitirme despertar sospechas. Mi amistad con el camarero todavía no era inquebrantable.

Cuando llegaron mis sándwiches, una de las chicas, que probablemente había bebido demasiado, se había echado en una tumbona y se había quedado dormida. Su brazo izquierdo, con una copa todavía en la mano, caía desmadejado sobre la cubierta. Me recordó a Severo Smith, roncando estrepitosamente en su cama bajo los efectos de algún enigmático anestésico para hipopótamos. Comí a toda prisa, pagué una cantidad generosa y salí al aparcamiento. Pero esta vez no me dirigí a mi automóvil. Unos trescientos metros más al oeste, entre unas rocas, una especie de mirador natural poblado de arbustos parecía el lugar ideal para espiar con mis prismáticos sin ser visto.

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sábado, 9 de mayo de 2020

La espiral - 8

(Comienzo)

Abrí los ojos. Aquella cama no era la mía. Las rendijas de luz de la persiana entrecerrada me sobresaltaron, pero me tranquilicé en seguida. No, aquellas rayas no eran los barrotes de una celda. Palpé las sábanas a mi alrededor. Rosario ya se había levantado. La oí canturrear en la lejanía de la cocina.

Traté de hacer memoria. Recordaba haber bajado por aquellas escaleras de la mano de Rosario y, al salir por la puerta principal, aquel ronquido de despedida de Severo Smith, que los dioses habían querido que siguiera siendo mi cliente. Miré mi reloj. Era tardísimo. Considerando mi estado físico y los gorjeos de Rosario en la cocina, deduje que la noche anterior había sido movidita. Me levanté y, bostezando, sin levantar siquiera la persiana, me fui directo a la ducha.

Cuando aparecí en la cocina, sin afeitar pero oliendo a un desodorante poco indicado para cazadores de osos, Rosario vino hasta mí, feliz, y me besó en los labios.

"Acabo de desayunar. ¿Quieres un zumo de naranja?", preguntó.

"Hum. Preferiría un whisky, si no te importa"

Desapareció en el salón y regresó al poco rato con una botella y un vaso alto. Caminaba de un lado a otro como si flotase. Mientras sacaba unos cubitos de hielo del frigorífico, yo me serví una ración generosa. Poco a poco, los recuerdos retornaban a mi memoria.

"Así que Belinda deja grogui a su marido con jarabe para la tos", dije. "Y luego se va de juerga con su Andy"

"¿Tú crees que eso era jarabe para la tos?"

"No lo sé, pero ya lo averiguaré. Ahora, lo primero es fotografiar a los dos tortolitos. Y me parece que eso va a ocurrir esta misma noche"

"Esta noche yo trabajo, amor"

"Yo también", repliqué.

Con movimientos coquetos, se acercó a mí y besuqueó varias veces mi cuello, justo debajo de mi oreja.

"¿Es que no me vas a necesitar? ¿Nunca?"

Era una trampa, claro. La típica trampa femenina. Un no habría significado un rechazo, y un sí habría sido un cheque en blanco, canjeable por una eternidad de macarrones y marejadas de somier. El infierno con sonrisa de ángel. Pero yo no podía permitirme perder a aquella fuente de información. Calculé que la cuerda floja resistiría bajo mis pies.

"Ya te necesito, cielo", susurré, apartando suavemente de su cara un mechón de su cabello. Apenas había terminado de decirlo cuando sentí su mano tratando de desabrochar la hebilla de mi cinturón. Aquella mujer era insaciable.

"Anoche estuviste muy bien", mimoseó. "¿Sabes? Me quedan todavía dos horas para empezar el turno"

"Me muero de ganas", respondí. Pero no dije de qué. "Sólo que tengo otro caso entre manos, y se me está haciendo tarde"

"¿Otro caso?", se extrañó. "No me habías dicho nada"

"Es confidencial, cariño. Un paralítico que quiere cobrar un seguro de invalidez. Me sacaría ventaja en los cien metros lisos. Sale a caminar a estas horas, con una barba postiza".

Me miró, sorprendida.

Dejé caer los brazos, con un gesto de impotencia.

"Lo siento, no te puedo dar más detalles"

Antes de que pudiera reaccionar, apuré mi whisky, le di un beso en los labios y me marché.

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miércoles, 6 de mayo de 2020

La espiral - 7

(Comienzo)

Severo Smith yacía entre las sábanas, inmóvil, con el cabello revuelto y un brazo colgando por fuera de la cama. La luz de la lámpara del techo, que Rosario acababa de encender, no le provocó ninguna reacción. Mi sospecha se hacía realidad. Belinda había puesto en marcha algún plan para heredar del viejo millonario, y yo me acababa de quedar sin mi mejor cliente. Apreté los puños.

"Se lo ha cargado. La muy...", dije. "Ven, acompáñame al despacho. Tenemos que encontrar el testamento"

Rosario, inclinada sobre el cuerpo desmadejado de Severo Smith, me miró. A un gesto mío, se apartó con cuidado de la cama y me siguió.

"No te metas en líos, amor. Es importante que no toquemos nada. Voy a avisar a la comisaría"

Sacó del bolsillo su teléfono móvil.

"Tengo que averiguar lo que está tramando esa víbora", gruñí. "No voy a dejar que se salga con la suya".

"Pero este ya no es tu caso. Este cliente ya no necesita tus servicios"

"Me da igual", rezongué, furioso. Y salí de la habitación. Rosario me sujetó por una manga.

De pronto, un estertor pavoroso sonó en el interior del dormitorio. Rosario y yo nos miramos y regresamos corriendo hasta la cama. Tumbado boca arriba y con la boca completamente abierta, Severo Smith roncaba.

Me acerqué a la mesilla de noche y levanté un frasquito de vidrio oscuro que estaba junto a una cucharilla. Lo agité al trasluz. Estaba a medio llenar de un líquido viscoso. Leí la etiqueta.

"Parece un jarabe para la tos"

"Pues cualquiera diría que es un somnífero para elefantes. A este, esta noche, no lo despierta ni una bomba atómica"

"De modo que es así como Belinda se escapa por las noches", murmuré. "No tiene prisa por cobrar la herencia. ¿Para qué? No lo necesita"

"Bueno. Aquí no tenemos nada más que hacer. Anda, déjalo ya por hoy y vámonos a casa"

Dejé el jarabe sobre la mesilla y miré a Rosario con resignación.

"Vamos, si quieres. Pero te advierto que esta noche estoy muy cansado"

Me miró con ternura. La cremallera de su falda se había aflojado y parecía a punto de estallar.

"No te preocupes. Te daré un masaje", dijo. Y tiró de mi mano en dirección a las escaleras.

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lunes, 4 de mayo de 2020

La espiral - 6

(Comienzo)

Rosario había empezado a desvestirse cuando la luz de la ventana se apagó.

"Espera, espera un momento", la interrumpí con un suspiro de alivio.

La calle entera estaba sumida en la oscuridad. Obedeciendo a las ráfagas del viento, la sombra difusa del tamarindo enturbiaba inquietantemente el resplandor lejano que venía de la ciudad. Rosario, intrigada, me miró.

"Parece que se han acostado", dije.

"Pues vámonos a casa nosotros también. ¿O prefieres que...?", cuchicheó junto a mi oído, desabrochando uno de los botones de mi camisa.

"Vamos a esperar un poco todavía", propuse nerviosamente, tratando de ganar tiempo. "Ya te dije que había detectado movimientos sospechosos"

Reaccionó como yo esperaba. Se ajustó la cremallera de la falda, que había dejado a medio bajar, se puso de nuevo la blusa y escrutó afanosamente los alrededores como un perro de caza.

Mi mente trabajaba febrilmente. No se me ocurría ningún pretexto creíble para escapar de aquella encerrona. Mi cansancio era real, pero yo sabía que, con Rosario entre las sábanas, se me olvidaría rápidamente. Y el dolor de cabeza era un recurso demasiado manido.

"¿Tú crees que...?", empezó a decir, antes de que yo tapara su boca con mi mano. Me había parecido oír algo. Un zumbido monótono, apenas distinguible entre los bufidos del viento.

De pronto, unos faros iluminaron la calzada y un coche de perfil deportivo salió del garaje de Belinda. Giró noventa grados, aceleró nerviosamente, y en pocos segundos desapareció en una bocacalle lejana.

"¡Es ella, y va sola!", exclamó Rosario. "¡Rápido, síguela!"

Pero algo en aquella historia no encajaba. Belinda no podía salir de casa así como así, a aquellas horas de la noche. Yo necesitaba averiguar lo que estaba sucediendo. Abrí la portezuela.

"No", dije. "Voy a investigar"

Salí del coche y me acerqué al porche de la casa. En las ventanas, todas las luces seguían apagadas. Quienquiera que estuviese allá adentro, sólo podía estar durmiendo.

Durmiendo, o...

Sin pensarlo dos veces, me acerqué a la puerta principal y llamé al timbre. Nadie respondió. Insistí varias veces. Empezaba a temerme lo peor.

"¿Tú crees que...", preguntó Rosario.

"No lo sé, pero voy a entrar", respondí. Avancé a tientas bordeando la planta baja. Por aquel lado, todas las ventanas estaban cerradas. Al doblar la primera esquina, sentí de repente en mis mejillas el aire racheado del mar. La  puerta de la cocina estaba también cerrada, pero unos metros más allá se veía un ventanuco alto, que parecía dar a un trastero. Estaba entreabierto.

"Agáchate", le dije a Rosario. Voy a tratar de entrar por ahí. Cuando esté adentro te abro.

Rosario se puso a cuatro patas sobre el césped y me dejó encaramarme a su trasero. Por un instante, se me ocurrió que, al fin y al cabo, tal vez no sería tan fastidioso pasar la noche con ella.

"Vamos, entra ya, que me estás doblando los riñones", suplicó.

El ventanuco no era muy ancho, pero sí lo suficiente para permitirme pasar por él. Cediendo al empuje de mi mano, la hoja abatible terminó de abrirse, y dando un pequeño salto conseguí deslizarme hasta el interior.

Una nube de polvo me dio la bienvenida. Alumbrándome con la pantalla del teléfono, localicé un interruptor junto a la puerta y encendí la luz.

"¡Ábreme!", oí decir a Rosario al otro lado de la pared. Salí a un pasillo oscuro, y medio a tientas llegué hasta la cocina. Esta vez no tuve que buscar ningún interruptor: todas las luces se encendieron solas. Al otro lado de la puerta que daba al exterior, Rosario repiqueteaba con los nudillos. Le abrí.

"El despacho está en la planta alta", dije, indicando el camino. "Junto a los dormitorios"

Antes de subir, exploramos rápidamente la planta baja. Todo parecía estar en orden. En un ángulo del salón, un viejo reloj de pared marcaba los segundos con parsimonia calculada. Junto al aparador del salón, Rosario se agachó y recogió algo del suelo.

"Mira", me dijo. "Una etiqueta de ropa interior. Parece que milady estrena lencería esta noche"

La examiné por los dos lados. La marca no me decía nada, pero yo nunca he sido un experto en esas cosas. Por el nombre, parecía francesa. La leí en voz alta.

"Nada menos", silbó Rosario. "Ya me gustaría a mí"

Me guardé la etiqueta en el bolsillo

"Vamos arriba", dije, y tomé la delantera.

Detrás de mí, los pasos de Rosario retumbaban sordamente sobre los peldaños. Si había algún ocupante en aquella casa, era difícil que estuviera todavía dormido. Con el ruido que estábamos haciendo, tendría que estar ya despierto.

Bueno, despierto o...

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