lunes, 19 de noviembre de 2007

Flaupassant

Como este blog es una especie de mensaje en una botella de un náufrago, me siento libre para escribir lo que me apetece. ¿Por qué un náufrago? Porque el barco en el que Ricky Mango navegaba zozobró hace no mucho tiempo, allá por los albores del siglo XXI. Ha sido un naufragio lento y previsible. El náufrago consiguió ganar la orilla de una pequeña isla, y desde ella otea todos los días afanosamente el océano virtual, en busca de buques de bandera amiga.

Pero Ricky Mango no tiene bandera. Arrió la bandera negra hace ya tiempo y ahora, como un antropólogo del siglo XXXVII extraviado en el túnel del tiempo, se contentará con los colores de cualquier estandarte que no sea convencional.

¿Qué quiere decir todo esto? En términos llanos: Ricky Mango busca los colores estimulantes de la transgresión, pero sólo encuentra anodinos grises de complicidad. Después de haber leído a Stendhal, ¿qué interés puede tener Javier Marías? Después de haber confraternizado con los espíritus de Alvar Núñez, de Jules Verne, de Alfred Kubin, de Chloderlos de Laclos o de Guy de Maupassant, ¿a quién podría importarle que Jorge Herralde se emborrache elegantemente, rodeado de balantes acólitos, los viernes por la noche en un bar 'exquisito' junto a la calle Tuset de Barcelona?

Pero todo esto era el introito. Lo que yo quería, en realidad, era hablar de Maupassant. Y de Flaubert. Algunos autores maliciosos han sugerido que Guy de Maupassant era en realidad hijo de Gustave Flaubert. La obsesión de Maupassant por las paternidades dudosas confirmaría, no sólo que lo era, sino que además lo sospechaba. O quizá, incluso, lo sabía.

Descubrí a Maupassant en 1984, en la cama de un hotel de Ginebra. Hôtel Lido. Rue Chantepoulet. En aquella cama, durante un mes, devoré uno tras otro varios libros de don Guy adquiridos en la librería Payot. Lo que don Guy describía en aquellas narraciones era, ni más ni menos, mi propia alma. Aquella pasión por el Mediterráneo y por los encantos femeninos, aquellas ansias de vivir, aquella fina pluma que describía como un óleo de Renoir la campiña francesa o como una composición de Caravaggio el mineral de las pasiones humanas resonaban en mi interior con armónicos de octava perfecta.

Hoy, muchos años y muchas líneas de texto después, creo que a las narraciones de Maupassant les sobran adjetivos. Pero la fuerza de su humanidad sigue incólume. He releído uno de sus cuentos que más me emocionó: 'Le baptême'. Un bautizo campagnard dibujado con fino pincel, en apenas tres páginas. Una fiesta rural, estrepitosa, y una criatura -el recién nacido- que alguien coloca entre los brazos del párroco. ¿Qué hacer con aquel niño tierno y frágil que palpita, como una flor nueva, apretado junto a la sotana? Todos están ya a la mesa. Bromean. El niño entonces rompe a llorar, y la madre lo acuesta en alguna habitación de la casa familiar. Los postres, por fin, concluyen. Anochece.

Y, de pronto, alguien cae en la cuenta de que el párroco ha desaparecido. ¿Dónde se habrá metido aquel hombre, el buen abbé? La madre entonces, a tientas, entra en la habitación donde duerme el pequeño y percibe un ruido inquietante, un movimiento. Alarmada, acude en busca de los demás. Y el grupo familiar, casi en tropel, penetra en la habitación con una lámpara, dispuestos a todo.

Allí precisamente estaba el buen cura, arrodillado junto a la cuna del niño, su frente apoyada en aquella misma almohada. Sollozando.

***

Después, rebuscando por Internet, he encontrado este artículo de Maupassant sobre Flaubert. Para poder publicar Madame Bovary, don Gustave tuvo que consentir que dos oscuros editores la mutilaran sin piedad. Aquella novela, sentenciaban los entendidos, era demasiado farragosa. Para suscitar el interés del público había que podar los pasajes excesivos, los párrafos más aburridos. Había que dejarla coqueta y decorativa, como un envoltorio para regalo confeccionado en El Corte Inglés.

Me consuela comprobar que los 'entendidos' no han cambiado de estilo. Siguen cultivando esa gris complicidad con los clichés de su época. Esa mediocre anuencia con los estereotipos que ellos mismos han imbuido en la sociedad.

Menos mal que, al igual que Flaubert, las sociedades humanas padecen, de cuando en cuando, perturbadoras crisis epilépticas.

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