En el mes de agosto pasado, un grupo de astrónomos rusos detectó una señal de radio que, según ellos, podría haber sido emitida por seres inteligentes. El origen de la señal es un sistema estelar situado a unos 94 años-luz de nosotros. El único planeta detectado hasta ahora por aquellas latitudes, pequeño y ardiente, no parece muy apropiado para albergar geranios, jilgueros o delfines, y no digamos ya descendientes de Pitágoras. Sin embargo, nunca se sabe. Tal vez haya en sus proximidades otro planeta más fresquito con flores, piscinas y extraños laboratorios en los cuales criaturas de aspecto inimaginable se entretienen enviando mensajes hacia el espacio exterior.
Quién sabe. Ni siquiera los científicos rusos lo saben porque, para que su conjetura fuera cierta, tendrían que explicar de dónde han sacado aquellos científicos remotos la energía descomunal necesaria para enviarnos un mensaje que, hasta donde nosotros alcanzamos a entender, igual podría ser un tratado de álgebra que una receta de cocina.
Tal vez en el planeta aquel, si existe, las dimensiones son tan enormes que sus científicos necesitan la energía de un volcán o de un tsunami para cargar su teléfono móvil. O quizá su civilización es muchísimo más avanzada que la nuestra y se pasean por la calle con generadores de fusión nuclear en el bolsillo para encender cigarrillos balsámicos que emiten aroma de rosas en lugar de CO2.
Puestos a imaginar, todo es posible.
Pero -al menos razonando con nuestra limitada lógica terráquea- lo más probable es que un científico extraterrestre tuviera una tarde aburrida y estuviera enviándonos un crucigrama o una sopa de letras. En caso contrario, tendríamos que aceptar una larga lista de suposiciones difíciles de aceptar.
Por ejemplo, que los habitantes de aquel planeta tuvieran la paciencia y la expectativa de vida suficientes para esperar como mínimo 188 años (94 de ida y otros tantos de vuelta) hasta recibir nuestra respuesta. Y el grado de optimismo suficiente para creer que tanto sus mensajes como los nuestros serían inteligibles. De hecho, ni siquiera estamos seguros de que usen mensajes para comunicarse, de que su realidad esté basada en la vista o en el oído, o de que tengan el más mínimo interés en comunicarse con civilizaciones aficionadas a las guerras, el football o el hip hop.
Pero, una vez establecido que los extraterrestres no nos van a enviar recetas de aminoácidos en salsa de metano, nos queda el problema teórico que a los descreídos de las guerras, el football y el hip hop a veces nos hace meditar. A saber: ¿existiría algún tipo de mensaje que al menos algún extraterrestre pudiera descifrar?
Una iniciativa reciente, llamada Breakthrough Message, está ofreciendo un millón de dólares en premios a quienes propongan el tipo de mensaje más apto para enviar por esos mundos de Dios. Lo he tenido que leer varias veces para creerlo. La idea, desde luego, es teóricamente interesante, pero tropieza como mínimo con un par de obstáculos.
En primer lugar, ¿cuál será el criterio para determinar el mensaje más apropiado? Los únicos que podrían determinarlo serían los propios extraterrestres, y es dudoso que los patrocinadores consigan incluir por lo menos uno en el jurado. En segundo lugar, las bases del premio establecen que el mensaje deberá ser digital.
Eramos pocos, y parió la abuela.
Digital, ¿por qué? ¿Cómo demonios puede uno explicarle a un científico indescriptible que los ceros y unos hay que colocarlos así o asá para terminar construyendo una frase de Leon Tolstoi en ruso o la ecuación de una circunferencia? ¿Mediante ceros y unos? Es decir, ¿usando el cero y el uno para explicar cómo interpretar el cero y el uno? Tal vez los patrocinadores esperan milagros de los habitantes de Alfa Centauri.
Pero, incluso aunque estuvieran en lo cierto, lo más sensato sería enviar señales analógicas, no digitales. Lo cual sólo puede querer decir señales luminosas; es decir, imágenes. Y aun así, tendríamos que suponer que los extraterrestres poseen ojos, que su campo visual es uniforme (el de los pájaros o las moscas, por ejemplo, no lo es) y que sus ojos perciben un espectro de frecuencias similar al nuestro. Ninguna de las tres cosas es evidente.
Incluso aunque cumplieran esas condiciones, sus cerebros tendrían que ser capaces de interpretar las imágenes de la misma manera que nosotros. Los ciegos de nacimiento que, gracias a los avances de la medicina, han conseguido ver no han sido capaces de interpretar lo que veían, más allá de una acumulación de manchas de colores.
Pero para que nuestras imágenes fueran visibles a distancias medibles en años-luz, tendrían que estar enormemente aumentadas, quizá aprovechando el efecto de lentes gravitacionales existentes en el Universo. Naturalmente, no tenemos ni idea de cómo desarrollar una tecnología así, en comparación con la cual matar moscas a cañonazos sería un prodigio de eficacia. Claro que, si la tecnología extraterrestre estuviera realmente avanzada, ellos mismos podrían vernos con todo detalle sin necesidad de que nosotros aumentáramos nada.
Se me ocurre una última posibilidad, quizá la más imaginativa: enviar paquetes de señales algorítmicas que se activen en respuesta a determinadas interacciones. Por ejemplo, algoritmos que, en contacto con campos magnéticos o estructuras moleculares específicas, se conviertan en máquinas virtuales capaces de hacer visibles las imágenes deseadas. Tampoco tengo ni idea de cómo construir este tipo de mensajes y, para ser sincero, me trae sin cuidado. Por suerte, hay muchas otras cosas en la vida a las que dedicar provechosamente la atención.
Incluidos, por supuesto, los crucigramas y las sopas de letras.
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sábado, 24 de diciembre de 2016
Extraterrestre
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Palabras clave: astronomía, extraterrestres, formas de vida, mensajes
miércoles, 23 de noviembre de 2016
Ricky Mango y la música
Descubrir la música clásica
En mi época era muy trabajoso, porque los discos y los conciertos costaban caros. Ahora puedes escuchar gratis todo lo que quieras. Es todo un privilegio, y un enorme desperdicio si no lo aprovechas. En mis tiempos, YouTube habría sido no ya un sueño, sino más que una quimera.
Y ya no tengo un pequeño teclado, sino todo un Clavinova.
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Palabras clave: Beethoven, claro de luna, el barberillo de Lavapiés, ich habe genug
sábado, 5 de noviembre de 2016
Tierra de lagartos
En los días claros -que en esta isla y en esta época son pocos-, se alcanza a divisar desde mi balcón una mole imponente que se alza al otro lado del mar: Monte Camerún. Desde la ventana opuesta, cuando no llueve, se puede ver también, mucho más cerca y cortejado por jirones de bruma, el cuerpo macizo y oscuro del volcán que, miles o quizá millones de años atrás, engendró esta isla desde las entrañas del océano. A la caída del sol, cuando las espesas nubes lo permiten, el espectáculo es épico.
Según dicen, Bioko era el nombre de uno de dos reyes que gobernaron esta isla. El otro se llamaba Malabo, y es hoy el nombre de la capital que sus pobladores han edificado en el norte de la costa. Han edificado y siguen edificando, porque Malabo es hoy una ciudad muy extensa, en constante expansión, que de un extremo a otro sólo es posible recorrer caminando si uno tiene vocación de peregrino.
Si uno no tiene vehículo y no quiere caminar, siempre encontrará a mano un taxi para llegar a donde desee. El servicio es colectivo, y el precio, hasta cierto punto, negociable. Si el conductor se aviene a llevarte, irá distribuyendo a los pasajeros a lo largo de un itinerario variable, en función de los que vaya recogiendo. Los conductores son casi todos muchachos jóvenes, algunos simpáticos y accesibles, otros herméticos e indiferentes.
Un ingrediente que nunca faltará durante el recorrido es la música. Casi siempre música africana, a veces con alguna concesión electrónica a la música europea, pero en general más alegre y llevadera. El ritmo suave y persistente de la música africana, el empuje del aire húmedo que entra por las ventanillas siempre abiertas y un paisaje salpicado de bananos, ceibas y, a trechos, tramos urbanos festoneados de abacerías, bares, tallercitos y viviendas humildes de una sola planta procuran al viajero esa sensación de libertad que en Europa siempre tiene un gusto amargo: el de quienes, sin ser conscientes de ello, vivimos allí permanentemente militarizados.
El clima es húmedo, pero la presencia casi constante de las nubes impide que el calor llegue a ser sofocante. Hasta bien entrado el mediodía la temperatura es, por lo general, casi perfecta. Y cuando digo el mediodía quiero decir exactamente eso: las doce del mediodía. Aquí el sol sale y se pone siempre a la misma hora y sigue siempre exactamente el mismo recorrido, vertical, de este a oeste, hasta el punto de que, sólo mirando al sol, es imposible distinguir el norte del sur.
Por la noche rara vez he podido ver estrellas en el cielo, a excepción de Venus, que brilla solitaria a la caída del sol, tan intensa como una linterna, muy arriba en la bóveda celeste. El sol aquí marca como un reloj el devenir de la vida cotidiana. De seis de la mañana a seis de la tarde todos los días, trescientos sesenta y cinco días al año. Sin excepciones. Apenas amanece, la ciudad se pone instantáneamente en marcha con su tráfico ronroneante, sus peatones de andar reposado, sus puestecitos de bananas y plátanos y tomates y popó mango y yuca y malanga y, al rato, sus colegiales despreocupados, vestidos de vivos colores, camino de la escuela.
En el extremo sur de la isla, en la costa, hay un lugar que llaman Arena Blanca. La isla es de origen volcánico, y en ella las playas de arena blanca son una excepción. El centro de Arena Blanca es una playa como de un kilómetro de extensión, en el borde mismo de la selva, salpicada de palmeras esbeltas y envuelta en un suave y delicioso perfume de flor de papaya. Frente por frente de la orilla puede verse una pequeña isla, deshabitada, y a su derecha un islote, ambos desbordantes de vegetación. Por la parte derecha, culebreando desde la espesura, asoma un arroyo rápido que viene a desaguar donde lamen las olas, por entre una formación de rocas dispersas en las que no encuentro ni rastro de lapas, erizos o cangrejos. Cangrejos hay, pero están escondidos en estrechas madrigueras que salpican a trechos la arena mojada, hondas y misteriosas.
La marea está alta, y el océano en calma. En la parte izquierda, a lo largo de la playa, hay un breve rosario de casitas de madera, aparentemente de pescadores. Uno de ellos aparece junto a nosotros como por arte de magia, exhibiendo un manojo de peces recién pescados que nos ofrece por un precio razonable. Después de un breve regateo el conductor se los compra, pero le exige una bolsa de plástico para poder llevarlos en el maletero. Cuando el pescador, a regañadientes, retorna por fin con una bolsa negra desastrada, se la entrega, se despide amablemente y se presenta: su nombre es Dionisio. “Cuando quiera comprar pescados, aquí me encontrará. Pregunte por Big Johnny, de Arena Blanca”.
Mi conductor parece dispuesto a hacerme visitar todos los poblados de la isla, pero yo le pregunto si podría llevarme a alguna plantación de cacao. Media hora despues, cuando menos me lo espero, se adentra de pronto en una cuesta empinada, por una vereda angosta cuyo firme son dos franjas no más anchas que una rueda de camión, y en cuyo centro la hierba crece hasta casi la altura de las rodillas. Al cabo de uno o dos kilómetros de bananos, ceibas, cocoteros y fronda de aspecto impenetrable, nos adentramos por fin en el primer bosque de árboles de cacao.
Abro entonces todas las ventanillas y me dejo invadir por el aire húmedo y fresco de la arboleda. Los frutos, de tamaño mediano, compactos y ovalados, penden de los árboles, amarillos o aún verdes o ya marrones, solitarios unos entre las ramas y otros formando racimos verticales que descienden a lo largo del tronco como una cremallera. No huele a cacao, y mucho menos a chocolate. Antes de llegar a ese punto será preciso recolectar los ya maduros, extenderlos el tiempo necesario sobre un secadero protegido de la lluvia y finalmente tostarlos y molerlos antes de convertirlos en exquisitas tabletas sólidas... o en sabroso mole líquido, si uno tiene debilidad por la cocina mexicana.
Ya de regreso, siento aflojar la presión en mis oídos. Hemos subido a gran altitud. Al doblar una curva entreveo en la distancia la superficie metálica del océano, tan lejos allá abajo que casi da vértigo contemplarlo. Según nos acercamos al poblado nos cruzamos con alguna que otra cuadrilla de recolectores, hombres y mujeres, algunos de ellos niños con banastas cargadas de cacao en equilibrio estable sobre sus cabezas. En el poblado, los habitantes -sobre todo las mujeres- llevan puestas prendas de abrigo. Casi hace frío.
Mi avión de regreso sale esta noche. Hago balance mentalmente de mi estancia aquí. No me ha picado ni un solo mosquito, pero tampoco he podido ver muy de cerca ni un solo lagarto. Quizá para desquitarme, he comido estofado de cocodrilo en un restaurante del lugar. El cocodrilo estuvo varios días danzando arriba y abajo por mi tracto digestivo, pero no hasta el punto de hacerme arrepentir de la experiencia. He obsequiado y he sido obsequiado, todo lo generosamente que permitía la economía de cada quién. Y he conocido de cerca las familias africanas, con su sentido de la hospitalidad y sus laberínticos vínculos de parentesco y sus relaciones de poligamia, y sus alegrías y tristezas, y las diferentes melodías de sus formas de hablar.
Y justo ahora, cuando ya sé que mi avión despegará a las once de esta misma noche, me entran unos deseos irrefrenables de no regresar. De seguir camino y explorar otras latitudes y climas y lenguas y costumbres, con mosquitos o sin ellos, en lechos duros o blandos y con lluvias o sequías y gentes duras o amables o indiferentes. No me engaño. Ya sé que eso no es necesariamente la libertad y, cuando llega a serlo, su precio es muy alto. Pero Europa, con sus palos con zanahoria, sus esclavos felices y sus pesadillas pobladas de normas, consignas, señales de tráfico y caminos siempre trazados, es la más burda falsificación de la libertad que ha perpetrado jamás la historia de la civilización.
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Palabras clave: arena negra, cacao, cocodrilo, flor de papaya, volcán
miércoles, 12 de octubre de 2016
Grietas
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Palabras clave: Brexit, corrección política, democracia, inmigración, manipulación, mass media, referéndum
domingo, 18 de septiembre de 2016
Proteo, dios de Archena
Hay en la Odisea un pasaje fascinante en el que Menelao, esposo de Helena de Troya, relata una de sus peripecias a Telémaco, el hijo de Odiseo que busca infatigablemente a su padre. Durante su regreso de la guerra de Troya, Menelao ha recalado en la isla de Faros, en la que habita un misterioso personaje llamado Proteo. Eidotea, la hija de Proteo, le ha asegurado que, si consigue capturar a su padre, este le revelará la causa de sus infortunios y la manera de conjurarlos para regresar a su hogar.
De modo que, cuando Proteo emerge de las aguas para conciliar el sueño rodeado de sus focas, Menelao emprende su captura. Pero Proteo es un dios prodigioso, que para esquivar a su perseguidor se transforma una y otra vez en las cosas más insospechables: un león, una serpiente, un leopardo, un cerdo, un árbol. Incluso en agua.
Creo recordar todavía los primeros dibujos que vi de VAG. Me los mostró él mismo. Eran una serie de grupos familiares, ataviados a una antigua usanza probablemente imaginada por él, aunque reminiscente de finales del siglo XIX. Estaban dibujados a tinta, y la silueta de las mujeres me recordaba vagamente a alguna de las Meninas de Velázquez.
Perseveró en aquellos temas durante algún tiempo, pero su estilo pronto derivó hacia otras figuras más surrealistas, que sorprendentemente alternaban con dibujos realistas de factura un tanto triste, como descuidada. Incluso le puse un nombre a aquel novedoso estilo, que yo interpretaba como una rebelión absurda frente a la belleza de la forma. Lo bauticé 'tosquismo'. Nunca me gustó el tosquismo de VAG, pero al mismo tiempo percibía en aquellos dibujos desolados una poderosa fuerza interior que tarde o temprano -yo no lo sabía entonces- terminaría saliendo a la luz.
Aquella fuerza interior se llamaba Proteo. Una noche, en Madrid, VAG me mostró los últimos óleos que había pintado, y entonces comprendí que el dios de la isla había salido por fin del océano y se había empezado a transformar.
Nunca se lo he dicho, pero siempre he intuido que toda la obra pictórica de VAG es una irreparable añoranza de sus primeros años en aquel pueblo suyo de la vera del Segura. Un pueblo muy singular, en el que coexisten pacíficamente vahos tropicales de oasis con pedregales despiadados, eternamente ignorados por la lluvia. Una especie de Islandia mediterránea capaz de generar pintamonas sin lustre o genios torturados.
El genio de VAG ha ido cobrando forma poco a poco, con el paso de los años. Junto a su proteica creatividad musical y didáctica ha discurrido siempre, lombriceante como un Guadiana, una atracción creciente hacia la expresión plástica, que no se ha manifestado sólo en dibujos, óleos o acuarelas, sino en un universo de experimentación infatigable. Desde aquel primer corto en super 8 hasta la programación en 3D, pasando por la animación, el comic, la fotografía o los botijos, pocos territorios visuales hay que VAG no haya explorado.
Tengo en mis paredes varios óleos suyos, todos ellos de estilos y trasfondos emocionales muy diversos. Y tendría más, muchos más. Pero necesitaría tantas paredes que prefiero refugiarme en una vieja ilusión, siempre incumplida por falta de medios materiales: habilitar un museo que recoja y realce debidamente toda su producción artística, hasta hoy lamentablemente alejada del foco de la 'cultura' oficial.
Porque VAG es mucho más que un ilustre hijo de su amada Archena, y también mucho más fácil de describir. VAG, sencillamente, es un genio.
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miércoles, 14 de septiembre de 2016
Freaks subpirenaicos: 1955MR
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Palabras clave: burócrata, escurrir el bulto, político
sábado, 10 de septiembre de 2016
Freaks subpirenaicos: 1885BI
El Freak supirenaico 1885BI nació a finales del siglo XIX en tierra de toros, caballos y señoritos. Su padre era secretario de juzgado, y su madre procedía de una familia de labradores de clase media. Parte de sus estudios los cursó en los escolapios. Como el lector estará empezando a observar, las congregaciones religiosas aparecen a menudo en las biografías de nuestros Freaks, por lo que no es de extrañar que muchos las vean como la mosca en la sopa del país subpirenaico.
Apenas estuvo en edad de ganarse el pan, el Freak 1885BI entró a trabajar como escribiente en el juzgado de su pueblo hasta que terminó la carrera de Derecho, que estudió con dudoso aprovechamiento (o con lamentables profesores), como en seguida veremos.
Sólo unos años después obtuvo por oposición una plaza de notario, que lo instaló de lleno en el selecto mundo de los señoritos subpirenaicos. La crème de la crème. Inmerso en tan fértil caldo de cultivo, probablemente no pudo evitar sentirse atraído por el prêt-à-porter de la moda ideológica que por entonces hacía furor en aquellas latitudes: el federalismo tribal.
A los 39 años emprendió una gira por el norte de Africa. En pocos meses, impresionado seguramente por los logros de aquella civilización tan superior a la suya, abrazó la religión musulmana y cambió su nombre de pila por otro en consonancia. Era un hombre nuevo. Su familia, pese a todo, se apresuró a negar tal conversión, atribuyendo al Freak 1885BI gran admiración por Santa Teresa y San Juan de la Cruz, y encareciéndolo como benefactor de un convento de religiosas.
Viajó después por otras regiones subpirenaicas para intercambiar impresiones -o quizá para intrigar- con ideólogos tribales como él, y colaboró en una revista de similar filiación. Pese a haberse presentado una y otra vez a las elecciones de la nación opresora con su programa tribalista, nunca llegó a obtener representación parlamentaria. Mortificado por tan pertinaz fracaso, exhumó la bandera de una taifa del siglo XI y compuso la letra del futuro himno de aquella tribu incontestable que, sin embargo, las urnas se empeñaban en ignorar.
Lastrado por su desconocimiento de la civilización transpirenaica, el Freak 1885BI estaba convencido de que el problema de aquel país de toros, caballos y señoritos era la distribución de las tierras. Como muchos intelectuales y revolucionarios antes -y después- que él, no parecía haberse enterado de que, en el transcurso de la Historia, el ingenio humano había hecho algo más que inventar la pala y el azadón.
Pero, como sucede siempre con los señoritos de izquierdas, había algo que no acababa de encajar en aquellas utopías justicieras: si los desposeídos dejaran de serlo, la clase alta -y en particular los notarios de provincias- afrontarían un futuro incierto. Los sirvientes podrían ponerse farrucos, los colectivistas les requisarían las calesas, y a lo peor hasta les cerraban el Casino. Entonces, ¿por qué perder tanto tiempo en metafísicas, siempre a vueltas con el tostón de las patrias? En resumen: ¿para qué podía querer el poder el Freak 1885BI?
Sólo se me ocurre una respuesta: para liquidar a los caciques de turno y colocar a los suyos.
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Aleppo
Hace un par de días, el gobernador de Nuevo México, Gary Johnson, candidato libertario a la presidencia de USA, acudió a una entrevista en los estudios de la NBC. En el transcurso de la entrevista, uno de los periodistas -probablemente con ambigüedad calculada- preguntó a Johnson: "¿Qué haría usted en relación con Aleppo?", a lo que el candidato repuso cándidamente "¿Y qué es Aleppo?"
Posteriormente, Johnson justificó el patinazo diciendo que en un primer momento había pensado en unas siglas. Sin embargo, si observamos el vídeo de la entrevista, veremos que la expresión facial de Johnson siguió en blanco mientras el entrevistador le explicaba que Aleppo estaba en Siria, y sólo salió de la inopia cuando el periodista añadió que Aleppo era "el epicentro de la crisis de refugiados".
Los periodistas americanos son monstruos desalmados capaces de vender a su abuela para trepar media pulgada en el organigrama, pero saben hacer su trabajo. De modo que el entrevistador no desaprovechó el flanco que acababa de quedar al descubierto y atacó: "¿Tan poca importancia le merecen los conflictos internacionales a alguien que quiere ser presidente de los Estados Unidos?" Como buen político, Johnson se salió en seguida por la tangente, pero su respuesta era ya irrelevante, porque la carga de profundidad era la pregunta, y la pregunta había sido lanzada.
Gary Johnson no ha sido el único político americano que ha dejado en evidencia sus limitaciones. En 2011, también durante una entrevista, el candidato a las primarias Rick Perry empezó a enumerar los tres ministerios que suprimiría si llegara a ser elegido presidente. A saber: Comercio, Educación, y... hum..., esto..., a ver..., vaya, lo tengo en la punta de la lengua...
En 2008, la entrevistadora Katie Couric preguntó a Sarah Palin, candidata a vicepresidente en aquellas elecciones, qué periódicos leía para para mantenerse informada y para entender lo que sucedía en el mundo. Sin mover un músculo innecesario de la cara, Palin respondió: "La mayoría de ellos... ¡Todos...!" La periodista insistió: "Nómbreme alguno". Pero la entrevistada no especificó. "Tengo una inmensa variedad de fuentes de noticias", aseguró. Y a continuación, como era de esperar tratándose de un político, se fue por las ramas: "No vaya a creer que Alaska es un país lejano. Aquí estamos al corriente de todo..."
Mucho más hilarante (en realidad, patética) fue la metedura de pata de Joe Biden ese mismo año con la misma periodista. "Cuando la Bolsa se desplomó", afirmó Biden, refiriéndose al crack de 1929, "el presidente Roosevelt salió por televisión y...". Sólo que en 1929 Roosevelt todavía no era presidente de los Estados Unidos, y la televisión... ni siquiera había sido inventada.
En 1992, el vicepresidente Dan Quayle corrigió públicamente a un estudiante la grafía de la palabra 'potato' [patata], asegurándole cariñosamente que "le faltaba una letra al final". Pero lo cierto es que 'potatoe' no el singular de 'potato', sino el resultado de quitarle una s al plural 'potatoes'. Lo que Quayle estaba sugiriendo era algo así como decir 'el amoto' o 'el arradio' en español ¿Cuantos libros o periódicos (¡o comics!) podemos suponer que había leído el Sr. Quayle cuando se permitió corregir a aquel estudiante?
El blindaje verbal de los políticos (lo que entre nosotros llamamos 'cara dura') es proverbial, pero a veces pequeños detalles como éstos nos revelan la verdadera dimensión de tales personas, la mayoría de ellas vacías de cultura, de principios y de convicciones. Si alguna vez la política tuvo un componente moral, hace mucho tiempo que lo perdió. Los políticos de hoy son, simplemente, vividores a cuenta de la Administración.
Pero no nos pongamos estupendos. La democracia es representativa, en el sentido más lato de la palabra. ¿Cuántos ciudadanos consideran hoy que la cultura es un valor? Hasta hace muy poco tiempo lo ha sido, pero ahora las tornas han cambiado. Lo que importa hoy es el cultivo del cuerpo, no de la mente. Era el ideal de las juventudes hitlerianas y, como en los tiempos del nazismo, también hoy este nuevo modelo de ciudadano es el resultado de un adoctrinamiento concienzudo.
No estoy hablando por hablar, pero nos adentramos en un tema mucho más amplio, que me reservaré para otro día.
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Palabras clave: ignorante, incompetente, político
viernes, 26 de agosto de 2016
Freaks subpirenaicos: 1865SA
domingo, 14 de agosto de 2016
Un libertarismo diferente
Percibir tu propio 'yo' proporciona placer. Delegar en otras personas, también. Estos dos extremos son el yin y el yang de los modelos de sociedad, y la combinación de uno y otro en diferentes grados genera híbridos variopintos, en uno de los cuales estamos metidos usted y yo. ¿Por qué estoy diciendo esto?
More input! More input!
Somos lo que somos porque podemos conseguir fines. Si nuestro fin es alcanzar una cuchara, alargamos el brazo y nos hacemos con ella. Si nuestro fin es llegar a presidente de los Estados Unidos o matar N marcianitos en una pantalla y lo conseguimos, nuestro 'yo' se refuerza, y en consecuencia nuestro cerebro genera endorfinas: ¡bingo!
El problema de esta vía hacia la felicidad son los fracasos, que son dolorosos para el ego. O, más exactamente, el riesgo de fracasar. Quién sabe, tal vez uno puede llegar hasta donde se lo proponga. El cielo es el límite. Pero, cuanto más codiciado sea el objetivo, más duro podrá ser después el batacazo.
Siempre hay quienes se arriesgan. Sus herramientas para conseguir el poder -porque a estas alturas ya se habrá imaginado usted que estoy hablando del poder- son tan variadas como la naturaleza humana. Uno puede picar piedras para prosperar, o puede hacerlo más aprisa o mejor que su colega. Pero también puede idear o fabricar una máquina que pique piedras sin intervención humana, crear un banco que explote los beneficios de tales fábricas, o entrar en política para favorecer los intereses de ese banco o para ponerle límites. No es cuestión de ser buenos o malos. Igual podríamos despertar admiración que manipular o adular como medio para conseguir nuestros fines. Cualquiera de esas vías nos puede servir para controlar el mundo exterior. Es decir, para tener poder.
Querámoslo o no, todos tenemos al menos alguna dosis de ese ingrediente. Desde el porquero que controla su pequeña porqueriza hasta Mahatma Gandi, que consiguió controlar él solo a millones de personas predicando la perfidia del control de las mayorías por las minorías.
La Venus de las pieles paga con tarjeta
En el otro extremo de esa tendencia innata hacia la felicidad están los que delegan. Para ellos, la felicidad no consiste en controlar las cosas, sino en dejar que otro las controle por ti. Es la vía adoptada por el creyente, el votante, el manipulador, el paciente o el hipnotizado, por poner sólo algunos ejemplos. Y tampoco tiene nada que ver con la moral. Uno puede ser mantenido de buen grado por una persona amada o estropearle los frenos del coche para cobrar el seguro.
Naturalmente, sólo somos humanos. Hay muchas cosas que ni podemos ni podremos nunca hacer, y el éxito de una sociedad se medirá por el grado de equilibrio entre los que controlan y los que delegan. Cuando el equilibrio se rompe, las sociedades podrían terminar derivando hacia el extremo más temido: el control total de unos y el abandono incondicional de todos los demás. Es un imán que siempre tiene dos polos: no puede haber controladores si no hay controlados. Y es un extremo absoluto: si al menos una minoría se resiste, el equilibrio no será del todo estable.
Extasis junto a St. Paul Cathedral, London, UK
Era una mañana del mes de julio y yo acababa de sentarme en unas escaleras frente a St. Paul's Cathedral. Hacía apenas unos meses que había decidido renegar de toda religión cuando, en una réplica involuntaria del rayo celestial que derribó a San Pablo del caballo, un joven barbudo que pasaba por allí depositó un panfleto entre mis manos. Bajo una bandera negra artesanalmente dibujada en la cabecera, los autores de aquel texto resumían en sólo tres palabras las tres cosas que a mí más me molestaban de la vida: la familia, la religión y el Estado.
Fue una revelación. Aquel panfleto verbalizaba mis ansias de libertad, hasta aquel momento crepusculares. Mi familia era un quilombo, la religión católica en España era por entonces un forúnculo en el trasero, y el Estado eran unos burócratas remotos que sustentaban una oprobiosa dictadura.
Pero la vida, como dicen, da muchas vueltas. Durante años alimenté mi hostilidad a aquel monstruo de tres cabezas, hasta que un día tuve que reconocer que, en el fondo, anhelaba tener una familia. Por otra parte, la iglesia católica había dejado de entrometerse en mis costumbres. El Estado, en cambio, simplemente había cambiado de manos, y había sustituido aquella vieja ideología, rancia e impopular, por otra mucho más convincente. Y peligrosa.
La nueva ideología había ido mucho más allá que el ideario de la dictadura, porque en su afán por tenernos a todos satisfechos -es decir, controlados- había erradicado la noción de riesgo. Liberado de la responsabilidad de prever el futuro, el ciudadano medio se lanzó a endeudarse, paradójicamente, como si el mundo se fuera a terminar mañana. Carpe diem. Vivir es hermoso. Eran los primeros síntomas...
Bailando el surf (en la cubierta del Titanic)
Hasta que la ola descargó. No, el futuro nunca había estado asegurado. Unicamente había remoloneado más de la cuenta, y ahora estaba pasándonos de una sola vez todas las facturas atrasadas. El mundo se encontraba en estado de shock. ¿Qué había sucedido?
En asuntos tan complejos como la realidad, es de idiotas simplificar. Habían sucedido muchas cosas, pero uno tenía la impresión de que ninguna de las argumentaciones que leía las explicaba realmente. Al fin y al cabo, la economía es esa pseudociencia que me permite explicar hoy por qué ayer mi teoría estaba equivocada.
Por eso, razoné yo, para entender lo que estaba pasando, a quienes había que escuchar era no a los pregoneros oficiales, sino a los que previeron que la burbuja estallaría. Y así fue como descubrí la denominada 'escuela austriaca' de economía. El resultado fue una segunda revelación: aquellos pensadores amaban la libertad tanto como yo, y sus teorías estaban basadas en un principio inamovible: la dignidad del ciudadano frente al Estado.
La sombra de Proudhon se invierte al atardecer
Fue una buena noticia. Las ideas libertarias tradicionales siempre me parecieron demasiado utópicas, y en la actualidad se han vuelto tan siniestras como las consignas y métodos de la izquierda, que han terminado adoptando. Los viejos libertarios eran individualistas y generosos. Los de hoy son igualitaristas y sectarios.
Todo esto no quiere decir que uno deba adoptar a pies juntillas las explicaciones de los 'austriacos'. Es un mundo variopinto, en el que coexisten intelectuales profundos como Hayek o von Mises, pensadores lúcidos como Ayn Rand, y algún que otro personaje estrafalario que cree en la astrología o que interpreta la torpeza cortoplacista de la economía oficial como una conspiración secreta fraguada en las cumbres de Davos.
Pero los austriacos predijeron el estallido de las dos burbujas: la de 2001 y la de 2008. Frente al dogma keynesiano imperante, los austriacos creen en la responsabilidad del individuo y en su capacidad de iniciativa, defienden el juego limpio y el valor real de las cosas, y se oponen a distorsionar la percepción de riesgo, que tan nefastas consecuencias está teniendo todavía hoy en nuestras economías.
Algo de credibilidad se merecerán, diría yo.
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Palabras clave: Ayn Rand, beneficios, capitalismo, competencia, libertad, von Mises
sábado, 9 de julio de 2016
El palo y la zanahoria
Leo en el sitio web de Mish algunos datos económicos de USA del mes de junio pasado. El empleo en ese país ha aumentado en más de 280 000 puestos de trabajo en un solo mes. Una cifra sin precedentes desde hace mucho tiempo. Seguramente un triunfo del que el gobierno USA -y los medios de comunicación afines- se va a vanagloriar. Sin embargo, sigo leyendo. Como el número de personas en edad de trabajar también ha aumentado (debido al crecimiento de la población) y lo ha hecho más aprisa que el número de empleados, resulta que el desempleo en realidad ha aumentado. ¿Nos suena?
La desconcertante constatación de que el empleo y el desempleo pueden aumentar al mismo tiempo es una razón de peso para desconfiar de las simplificaciones. La realidad es compleja. La propaganda, no. Un titular de prensa objetivo podría resumir estos datos así: "Ni siquiera un espectacular aumento del empleo consigue detener el aumento del desempleo". Lo importante no es que el vaso esté medio lleno o medio vacío, sino en qué dirección progresa el nivel del agua.
¿Y en qué sectores económicos ha aumentado el empleo? Los datos son reveladores. Ocio, hostelería, atención médica, asistencia social y finanzas. Si excluimos las finanzas, que son de ámbito internacional, tenemos que deducir que la población de USA está aumentando sus gastos en divertirse más y recibir más prestaciones de la Administración. En un libro de historia, una frase así referida a un imperio (y los USA lo son) evocaría inmediatamente la palabra 'decadencia'. El tiempo dirá lo que pensarán nuestros descendientes cuando la lean en algún capítulo dedicado a la historia del siglo XXI.
Para entender las dimensiones históricas de la crisis que comenzó en 2008 hay que comparar estos datos con otros periodos económicos del pasado. Difícilmente encontraremos un periodo histórico en que la industria del ocio y el turismo haya tenido siquiera un peso mínimo en la economía de un país, y no digamos ya que haya tirado de la economía. Los avances tecnológicos han eliminado puestos de trabajo, pero también han creado las condiciones para crear nuevas modalidades de empleo que los reemplacen.
Desde que se inventó la máquina de vapor se vienen oyendo voces contra las innovaciones tecnológicas que simplifican el trabajo. Hace de eso ya tres siglos, y no parece que pasemos hoy más hambre que entonces. En el siglo XVIII ni siquiera los emperadores tenían aire acondicionado, el agua corriente era un lujo inalcanzable y las calles estaban mucho más sucias que antes de construir las redes de alcantarillado (aunque probablemente menos sucias que después de inventarse los perros). La economía superflua a nivel del ciudadano medio es un fenómeno histórico muy reciente.
Esta afirmación la podemos comprobar con sólo darnos una vuelta por el barrio y leer los rótulos de los comercios. Yo lo he hecho. Donde antes había tiendas de artesanos, barridos por la mecanización de los procesos industriales, hoy hay farmacias que venden infinitos productos para el cutis, la regeneración capilar, el balance vitamínico, la reducción del colesterol, el cuidado de las encías, las dietas de adelgazamiento o la sudoración de los pies; tiendas de vinos o cervezas de procedencias caprichosas; locales de piercing y tatuaje; gimnasios; peluquerías sofisticadas; dispensarios para animales domésticos; locales para tratamientos de belleza; despachos de coaching, psicología y consultorías varias; oficinas de interiorismo; tiendas de productos ecológicos; escuelas de danza y música; tiendas de telefonía móvil o de informática; empresas de colocación en empleos de atención a ancianos; y no pare usted de contar, porque hay muchas, muchas más.
La inmensa mayoría de estos negocios no existían hace sólo 30 años, y pocos podían imaginar entonces que puestos de trabajo así llegarían a existir siquiera, igual que sus abuelos no podían imaginar que aquellos niños necesitarían un día un televisor o un horno de microondas. Es difícil saber lo que necesitarán los consumidores del siglo XXII, pero da la impresión de que no se conformarán con lo que nosotros tenemos ahora.
Naturalmente, todo es relativo, y no parece justo comparar a un pobre de hoy con el ciego sarnoso del Lazarillo de Tormes. Las personas necesitan más porque ven que otras personas disfrutan de más. Llámelo usted envidia si quiere, pero esa comparación es el motor de las economías. Suprima usted las clases sociales... y el motor se para.
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Palabras clave: automatización, economía, empleos, futuro, progreso, tecnología
sábado, 2 de julio de 2016
Economía desde el armario
Hace ya algún tiempo que los neoprogresistas están en guerra contra los neoliberales. Sea cual sea el significado de esta palabra...
Clavando en mi pupila tu pupila azul
Hasta la fecha, no he dado con nadie que me sepa explicar la diferencia entre un liberal y un neoliberal, aunque deduzco que el prefijo 'neo' viene a querer decir algo así como 'creíamos que os habíamos erradicado, y volvéis a la carga'. La izquierda tiene esas cosas. Ellos siempre han sido los buenos, y todos los demás, los malos. Más o menos como los harekrishnas, los hinchas de los estadios o los miembros de la secta Moon.
Ni siquiera he dado con alguien que me sepa explicar lo que es el liberalismo. En español, quiero decir. En inglés, que es la fuente a la que hay que acudir para beber agua clara, hay muchos y muy buenos expositores, no sólo de las ideas liberales, sino de conceptos tan necesarios como 'capitalismo', 'libre competencia' o 'libertad de mercado'.
Es sabido que la izquierda ensalza constantemente la palabra 'libertad', pero en la práctica aborrece su significado. Le disgusta la libertad, por ejemplo para ser o no 'solidario', para relatar objetivamente la guerra civil, para creer o no en el cambio climático, para ser o no católico... o lo más nefando de todo: para crear riqueza mediante el esfuerzo y el trabajo. Sí, como suena. Pero vayamos por partes.
Marcando hucha
Quizá el sinónimo que más se usa para referirse al (presunto) apocalipsis neoliberal es la expresión 'capitalismo salvaje'. Naturalmente, 'salvaje' quiere decir que es muy malo, pero antes de hablar del adjetivo convendría aclarar lo que significa 'capitalismo'. ¿Nos hemos detenido alguna vez a pensar en eso? Pues ya va siendo hora.
Capitalismo significa acumulación de capital. Ya, ya sé que suena horroroso, pero lo cierto es que nuestros armarios acumulan ropa, nuestro frigorífico acumula comida, el depósito de nuestro coche acumula combustible y nuestro disco duro acumula información. ¿Por qué? Sencillamente, porque el futuro es incierto, y si viviéramos rigurosamente al día y no acumuláramos nos pareceríamos mucho más a un animal salvaje que a una persona racional. Sí, he dicho 'salvaje'. La primera, en la frente.
Dinner is ready, Sir
Lo cual nos permite ya definir dos tipos de sociedad: una sociedad de previsores, y una sociedad de vagabundos. Pero no son las únicas, porque existe también la posibilidad -y es una posibilidad muy real- de que alguien prevea por nosotros. Como hacían nuestros padres cuando éramos niños, ¿recuerdan? Si gana usted lo suficiente para pagarse un mayordomo, no tendrá que preocuparse por mantener la despensa abastecida, pero si no es ese el caso todavía le queda una alternativa para disfrutar de un mayordomo: colectivizarlo.
Como ya estará usted sospechando, ese mayordomo colectivo se llama Estado, y es la opción preferida por los neoprogresistas. Así que relájese. El Estado se ocupa de todo para que usted no tenga que inquietarse por el futuro. Por desgracia, sin embargo, los cuentos de hadas son sólo eso: cuentos. Y la existencia del Estado acarrea unos cuantos inconvenientes.
Para empezar, el precio que nos cobra el Estado por ocuparse de todas esas cosas es el poder. Y, como el poder es un arma muy peligrosa, ha habido que inventar la democracia para controlarlo. Si lo estamos consiguiendo o no, es cosa que cada uno debe juzgar según su criterio. Pero hay más. Nadie acumula al azar, y todos tenemos nuestra forma peculiar de prever el futuro. El Estado, sin embargo, no entiende de individualidades. Para él, las personas son números abstractos, y si queremos que decida lo que es bueno para nosotros lo hará según su propio criterio.
Todos contra Shylock
Las reglas de la democracia dictan que ese criterio será el del partido gobernante... a menos que el partido gobernante se limite a defender nuestra libertad y deje que cada uno acumule o no lo que le dé la gana sin molestar a nadie. ¿Sabe usted cómo se llaman los que no quieren que el Estado se entrometa en la vida del individuo? No se lo va a creer: liberales. Es decir, lo contrario que los progresistas.
Pero todavía no hemos respondido a una pregunta fundamental: ¿acumular capital es malo?
Tal vez sí, si el capital que usted acumula lo guarda debajo del colchón. Si decide no guardarlo y ponerlo en circulación, entonces quien le venda a usted esa barra de pan o ese yate estará obteniendo riqueza de su trabajo y, por lo tanto, podrá mejorar su calidad de vida. Ya sé que los neoprogresistas no lo llaman así, pero yo a eso lo llamaría 'progreso'.
Gastar el dinero no es la única manera de ponerlo en circulación. Si usted es una persona inquieta, tal vez se le ocurra que ese capital que ha ido acumulando gracias a su trabajo le permitiría comprar unos telares y fabricar calcetines. De ese modo, mataría tres pájaros de un tiro: (1) crearía un producto útil para muchas personas; (2) daría trabajo a otros; (3) ganaría usted dinero.
Esta modalidad se llama inversión, y no hay otra forma concebible de crear riqueza en una sociedad. Incluso los Estados socialistas tienen que acumular capital para pagar a los obreros que construirán la fábrica de calcetines.
Negociete en el negociado
Invertir -es decir, crear empresas- puede ser una actividad filantrópica. Muchas fundaciones benefactoras, y muchas de las mejores universidades del mundo, son de origen filantrópico. Pero generalmente uno se mete en negocios para ganar más. Si usted es neoprogresista, probablemente piense -como predica el Nuevo Testamento- que ganar más es malo. Allá usted, pero en todo caso nada en la vida es gratis, y esa mayor riqueza sólo se consigue a costa de un mayor riesgo. La fábrica de calcetines podría quebrar, y usted podría perder el capital acumulado y quedarse en la calle. El futuro es incierto.
A estas alturas, seguro que ya se le han ocurrido a usted unos cuantos casos de personas que se han enriquecido sin dar ni golpe. Está en la naturaleza humana. Yo te hago unos cuantos favores, y tú me adjudicas la contrata para pintar las farolas del pueblo, o simplemente me pasas un sobre sin que nadie se entere, en concepto de comisión. Cosas así suceden cuando el modelo de capitalismo no es 'salvaje', sino domesticado.
Cuando el capitalismo es salvaje, usted tiene que hacer frente siempre a la competencia, y por lo tanto no puede poner los precios que le dé la gana. Hágalo, y sus clientes se pasarán ipso facto a la empresa que ofrezca la mejor relación calidad/precio.
El sobre sobra
A menos... que la competencia no exista, replicará usted con una sonrisa burlona. Efectivamente. Pero si una empresa es un monopolio es porque el Estado no defiende la libertad de mercado. Si el Estado, en lugar de dedicarse a dictaminar que tenemos que ponernos el cinturón de seguridad o coger la fruta con guantes de plástico, nos dejara en paz y se ocupara de luchar contra los monopolios o se abstuviera de adjudicárselos a sus amiguetes, cualquier persona con las ideas claras podría crear una empresa y entrar en liza con las empresas existentes.
¿Por qué? Porque, cuando las ideas están suficientemente claras, siempre habrá inversores que se atreverán a correr el riesgo de financiar esa nueva empresa. Evidentemente, para ganar más.
¿Y qué sucede cuando una nueva empresa accede al mercado? Que los clientes de las otras disminuyen, y para no perderlos la única solución es mejorar la relación calidad/precio del producto.
¿Quién se beneficia de todo esto? (1) Los consumidores, que pueden comprar mejor y más barato. (2) Las personas que contrata la nueva empresa. (3) El empresario, si hace las cosas bien y consigue que la empresa no quiebre.
Todo esto se llama capitalismo salvaje. Cuando el capitalismo es salvaje no hay monopolios, y todos ganan.
Una empresa llamada Diógenes
Pero los neoprogresistas tienen argumentos para todo, y lo primero que me dirán es que la libre competencia genera unos sueldos de miseria.
Pues no. Los sueldos son de miseria cuando muchas personas aspiran a pocos puestos de trabajo. La libre competencia crea nuevas empresas, que a su vez crean nuevos puestos de trabajo hasta llegar al pleno empleo. A partir de ese momento, los trabajadores escasean y hay que pagarles más para retenerlos en la empresa.
No es sólo una teoría. Siempre ha habido países en situación de pleno empleo, donde los sueldos eran, por consiguiente, altos. Y en determinados sectores esa situación es real, incluso en países con altos niveles de desempleo.
El Estado nunca genera riqueza, ni crea realmente puestos de trabajo. Sólo crean riqueza la iniciativa humana y el libre intercambio de productos y servicios. El Estado mangonea, hace favores, distorsiona el mercado, desincentiva el esfuerzo y crea una población gregaria, acomodaticia y miedosa. Y la ideología que sustenta ese modelo no es precisamente la ideología neoliberal.
No, ciertamente. Es la ideología neoprogresista.
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Palabras clave: capital, competencia, control, corrupción, invertir, monopolios, poder
lunes, 9 de mayo de 2016
Controlar el pasado
"Ya había observado yo que ningún periódico relata nunca correctamente lo sucedido, pero en España, por primera vez, vi crónicas periodísticas sin ninguna relación con los hechos; ni siquiera la relación que debería haber en una mentira ordinaria. Vi noticias de batallas cuando no había habido enfrentamientos, y un silencio absoluto cuando había habido centenares de muertes. (...) Vi periódicos en Londres reproduciendo aquellas mentiras, y a intelectuales ávidos construyendo superestructuras emocionales sobre sucesos que nunca habían ocurrido. Es más, vi que la Historia estaba siendo escrita en términos no de lo que había sucedido, sino de lo que debería haber sucedido según distintas ‘líneas de partido’".
En lo que se refiere a la Historia, nuestra verdad nunca podrá ser toda la verdad, sino lo que seamos capaces de reconstruir gracias a las evidencias que vamos encontrando. Es un trabajo delicado, porque hay que saber responder a tres preguntas clave: (1) ¿hemos tenido en cuenta toda la información disponible?; (2) ¿hasta qué punto son fiables los testimonios que conocemos?; (3) ¿hasta qué punto esos testimonios concuerdan con otras evidencias? La Gran Enciclopedia Soviética fue un contraejemplo perfecto de fidelidad a la verdad. En aras de la ideología que sustentaba el poder, sus autores distorsionaron los hechos, ocultaron realidades innegables, eliminaron de sus páginas –e incluso borraron de sus fotografías— a personajes históricos, y hasta dieron por buenas teorías ‘científicas‘ tan absurdas como la teoría genética de Lysenko, o las ideas estrafalarias de Mao Zedong sobre los métodos de cultivo.
También los nazis adoptaron extrañas teorías ‘científicas‘, no sólo sobre las razas y sus supuestos grados de perfección. La teoría de la Tierra cóncava, en cuyo centro se situaba el Sol, motivó incluso un experimento en el Antártico con la secreta esperanza de localizar, reflejados en algún extraño ángulo del horizonte, los barcos de la Armada británica durante la segunda guerra mundial.
Por suerte, ni los nazis ni los soviéticos consiguieron dominar el mundo, y la verdad ha sobrevivido a los grandes totalitarismos. Pero, ¿y los pequeños totalitarismos? ¿Qué sucede cuando una ideología consigue imponerse sobre la verdad y aspira sólo a dominar una parte limitada del mundo? Ni Cuba ni Venezuela se proponen invadir el continente americano, pero en esos países las visiones del mundo comunista y bolivariana han suplantado oficialmente la verdad y desafían tercamente la realidad de las colas, el desabastecimiento y la ausencia de libertad. No hace mucho tiempo, el presidente de Bolivia atribuyó la calvicie a la mala alimentación y la homosexualidad a la ingesta de pollo, y hace algunos años el presidente de Sudáfrica negó temerariamente la relación entre el sida y el VIH.
Declaraciones como estas son anecdóticas, pero supeditar la historia de un país a una ideología no es ya tan intrascendente. Hace algún tiempo mantuve una conversación sobre la Ley de memoria histórica con una chica lo suficientemente joven para no haber vivido la Transición. Para ella, las víctimas del franquismo tenían derecho a ser reivindicadas. Por lo visto, nadie le había explicado que ese asunto quedó zanjado en la Transición. En el bando republicano se cometieron también muchos desmanes, y al promulgar nuestra actual Constitución los dos bandos convinieron formalmente en pasar página y perdonarse mutuamente. El perdón fue sólo formal, porque la inmensa mayoría de quienes vivieron la guerra se habían perdonado ya mucho tiempo atrás. Al inaugurarse la democracia, la generación de mis padres no abrigaba ya ningún rencor ni hacia el bando enemigo ni hacia las opciones políticas adversarias.
Pero los políticos de izquierda encontraron en el antifranquismo un valioso filón, y poco a poco han ido reescribiendo la Historia a su favor sin que nadie se haya atrevido a contradecirles, por miedo a ser tachado de ‘franquista’. Hasta tal punto la han reescrito que han llegado a sustituir la verdad histórica por un laberinto. Es decir, por una trama de callejones predeterminados por los que uno debe avanzar, sin posibilidad de mirar en otras direcciones. El franquismo fue una dictadura, sí, pero si miramos a la Rusia de Stalin veremos que en España no hubo purgas ni gulags, se respetó la propiedad privada y la libertad de empresa, y a partir de los años 60 se toleró la presencia de la izquierda civilizada. Comisiones Obreras, un sindicato comunista de la vieja escuela, se formó en pleno franquismo y desarrolló una intensa actividad reivindicativa, mientras en la Unión Soviética creer en los extraterrestres era mentalmente más aceptable que evocar siquiera la palabra ‘huelga‘.
Es cierto que el general Franco implantó un régimen de censura en la prensa y en los espectáculos, pero el gobierno de la segunda República no sólo hizo lo mismo, y profusamente, sino que se inauguró cerrando más de cien medios de comunicación. Es cierto que el régimen de Franco tenía un concepto decimonónico de las mujeres, pero también es cierto que respetó su derecho de voto, promulgado durante la República frente a la enérgica oposición de destacadas feministas de izquierdas. Es cierto que el general Franco acaudilló un golpe de Estado contra la República, pero también es cierto que el PSOE había hecho lo mismo dos años antes, dinamitando en pocas semanas escuelas, bibliotecas, bancos, iglesias y abundante patrimonio histórico. Y es cierto que una parte del Ejército republicano tramaba un golpe de Estado, pero también es cierto que por esas mismas fechas el ministro del Interior visitaba sin mucho disimulo fábricas de armas ‘clandestinas’ en la sierra de Madrid, y que tanto él como las juventudes socialistas y los dos grandes sindicatos –la UGT y la CNT– declaraban públicamente su intención de acabar con la democracia ‘burguesa’. Por las buenas o por las malas.
Si la ideología imperante no nos permite mirar a través de las paredes del laberinto, nunca comprenderemos que lo que hubo en España fue una guerra civil, sanguinaria por ambas partes. Y reivindicar uno u otro bando, casi un siglo después, no sólo es anacrónico, sino demencial. La derecha española debería perder el miedo a salir del armario. Donde no hay diferentes opciones políticas no hay democracia, y el barco español empieza a estar ya peligrosamente escorado hacia la izquierda. La extrema izquierda no es menos peligrosa que la extrema derecha, y en manos de desaprensivos los chivos expiatorios han sido históricamente las armas más eficaces para acceder al poder absoluto. Cuando los totalitarios acceden al poder, los ingenuos roedores de laboratorio descubren que el laberinto era, en realidad, un callejón sin salida.
Aunque, para entonces, casi siempre es ya demasiado tarde.
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Palabras clave: comparación, falso, Historia, ideología, izquierda, Orwell, república