Entrecruzan los
caminos dibujando zigzags. Merodean por los contornos de los restaurantes.
Agitan el césped a su paso bajo las ventanas y pueblan las cunetas de las carreteras. Al verte aparecer huyen, pero no tienen miedo de ti, porque saben que
son más rápidos y saben dónde esconderse en caso necesario. Ellos son lagartos,
y esto es la isla de Bioko, apenas a unos grados de latitud por encima del
ecuador.
En los días claros -que en esta isla y en esta época son pocos-, se alcanza a divisar desde mi balcón una mole imponente que se alza al otro lado del mar: Monte Camerún. Desde la ventana opuesta, cuando no llueve, se puede ver también, mucho más cerca y cortejado por jirones de bruma, el cuerpo macizo y oscuro del volcán que, miles o quizá millones de años atrás, engendró esta isla desde las entrañas del océano. A la caída del sol, cuando las espesas nubes lo permiten, el espectáculo es épico.
Según dicen, Bioko era el nombre de uno de dos reyes que gobernaron esta isla. El otro se llamaba Malabo, y es hoy el nombre de la capital que sus pobladores han edificado en el norte de la costa. Han edificado y siguen edificando, porque Malabo es hoy una ciudad muy extensa, en constante expansión, que de un extremo a otro sólo es posible recorrer caminando si uno tiene vocación de peregrino.
Si uno no tiene vehículo y no quiere caminar, siempre encontrará a mano un taxi para llegar a donde desee. El servicio es colectivo, y el precio, hasta cierto punto, negociable. Si el conductor se aviene a llevarte, irá distribuyendo a los pasajeros a lo largo de un itinerario variable, en función de los que vaya recogiendo. Los conductores son casi todos muchachos jóvenes, algunos simpáticos y accesibles, otros herméticos e indiferentes.
En los días claros -que en esta isla y en esta época son pocos-, se alcanza a divisar desde mi balcón una mole imponente que se alza al otro lado del mar: Monte Camerún. Desde la ventana opuesta, cuando no llueve, se puede ver también, mucho más cerca y cortejado por jirones de bruma, el cuerpo macizo y oscuro del volcán que, miles o quizá millones de años atrás, engendró esta isla desde las entrañas del océano. A la caída del sol, cuando las espesas nubes lo permiten, el espectáculo es épico.
Según dicen, Bioko era el nombre de uno de dos reyes que gobernaron esta isla. El otro se llamaba Malabo, y es hoy el nombre de la capital que sus pobladores han edificado en el norte de la costa. Han edificado y siguen edificando, porque Malabo es hoy una ciudad muy extensa, en constante expansión, que de un extremo a otro sólo es posible recorrer caminando si uno tiene vocación de peregrino.
Si uno no tiene vehículo y no quiere caminar, siempre encontrará a mano un taxi para llegar a donde desee. El servicio es colectivo, y el precio, hasta cierto punto, negociable. Si el conductor se aviene a llevarte, irá distribuyendo a los pasajeros a lo largo de un itinerario variable, en función de los que vaya recogiendo. Los conductores son casi todos muchachos jóvenes, algunos simpáticos y accesibles, otros herméticos e indiferentes.
Un ingrediente que nunca faltará durante el recorrido es la música. Casi siempre música africana, a veces con alguna concesión electrónica a la música europea, pero en general más alegre y llevadera. El ritmo suave y persistente de la música africana, el empuje del aire húmedo que entra por las ventanillas siempre abiertas y un paisaje salpicado de bananos, ceibas y, a trechos, tramos urbanos festoneados de abacerías, bares, tallercitos y viviendas humildes de una sola planta procuran al viajero esa sensación de libertad que en Europa siempre tiene un gusto amargo: el de quienes, sin ser conscientes de ello, vivimos allí permanentemente militarizados.
El clima es húmedo, pero la presencia casi constante de las nubes impide que el calor llegue a ser sofocante. Hasta bien entrado el mediodía la temperatura es, por lo general, casi perfecta. Y cuando digo el mediodía quiero decir exactamente eso: las doce del mediodía. Aquí el sol sale y se pone siempre a la misma hora y sigue siempre exactamente el mismo recorrido, vertical, de este a oeste, hasta el punto de que, sólo mirando al sol, es imposible distinguir el norte del sur.
Por la noche rara vez he podido ver estrellas en el cielo, a excepción de Venus, que brilla solitaria a la caída del sol, tan intensa como una linterna, muy arriba en la bóveda celeste. El sol aquí marca como un reloj el devenir de la vida cotidiana. De seis de la mañana a seis de la tarde todos los días, trescientos sesenta y cinco días al año. Sin excepciones. Apenas amanece, la ciudad se pone instantáneamente en marcha con su tráfico ronroneante, sus peatones de andar reposado, sus puestecitos de bananas y plátanos y tomates y popó mango y yuca y malanga y, al rato, sus colegiales despreocupados, vestidos de vivos colores, camino de la escuela.
En el extremo sur de la isla, en la costa, hay un lugar que llaman Arena Blanca. La isla es de origen volcánico, y en ella las playas de arena blanca son una excepción. El centro de Arena Blanca es una playa como de un kilómetro de extensión, en el borde mismo de la selva, salpicada de palmeras esbeltas y envuelta en un suave y delicioso perfume de flor de papaya. Frente por frente de la orilla puede verse una pequeña isla, deshabitada, y a su derecha un islote, ambos desbordantes de vegetación. Por la parte derecha, culebreando desde la espesura, asoma un arroyo rápido que viene a desaguar donde lamen las olas, por entre una formación de rocas dispersas en las que no encuentro ni rastro de lapas, erizos o cangrejos. Cangrejos hay, pero están escondidos en estrechas madrigueras que salpican a trechos la arena mojada, hondas y misteriosas.
La marea está alta, y el océano en calma. En la parte izquierda, a lo largo de la playa, hay un breve rosario de casitas de madera, aparentemente de pescadores. Uno de ellos aparece junto a nosotros como por arte de magia, exhibiendo un manojo de peces recién pescados que nos ofrece por un precio razonable. Después de un breve regateo el conductor se los compra, pero le exige una bolsa de plástico para poder llevarlos en el maletero. Cuando el pescador, a regañadientes, retorna por fin con una bolsa negra desastrada, se la entrega, se despide amablemente y se presenta: su nombre es Dionisio. “Cuando quiera comprar pescados, aquí me encontrará. Pregunte por Big Johnny, de Arena Blanca”.
Mi conductor parece dispuesto a hacerme visitar todos los poblados de la isla, pero yo le pregunto si podría llevarme a alguna plantación de cacao. Media hora despues, cuando menos me lo espero, se adentra de pronto en una cuesta empinada, por una vereda angosta cuyo firme son dos franjas no más anchas que una rueda de camión, y en cuyo centro la hierba crece hasta casi la altura de las rodillas. Al cabo de uno o dos kilómetros de bananos, ceibas, cocoteros y fronda de aspecto impenetrable, nos adentramos por fin en el primer bosque de árboles de cacao.
Abro entonces todas las ventanillas y me dejo invadir por el aire húmedo y fresco de la arboleda. Los frutos, de tamaño mediano, compactos y ovalados, penden de los árboles, amarillos o aún verdes o ya marrones, solitarios unos entre las ramas y otros formando racimos verticales que descienden a lo largo del tronco como una cremallera. No huele a cacao, y mucho menos a chocolate. Antes de llegar a ese punto será preciso recolectar los ya maduros, extenderlos el tiempo necesario sobre un secadero protegido de la lluvia y finalmente tostarlos y molerlos antes de convertirlos en exquisitas tabletas sólidas... o en sabroso mole líquido, si uno tiene debilidad por la cocina mexicana.
Ya de regreso, siento aflojar la presión en mis oídos. Hemos subido a gran altitud. Al doblar una curva entreveo en la distancia la superficie metálica del océano, tan lejos allá abajo que casi da vértigo contemplarlo. Según nos acercamos al poblado nos cruzamos con alguna que otra cuadrilla de recolectores, hombres y mujeres, algunos de ellos niños con banastas cargadas de cacao en equilibrio estable sobre sus cabezas. En el poblado, los habitantes -sobre todo las mujeres- llevan puestas prendas de abrigo. Casi hace frío.
Mi avión de regreso sale esta noche. Hago balance mentalmente de mi estancia aquí. No me ha picado ni un solo mosquito, pero tampoco he podido ver muy de cerca ni un solo lagarto. Quizá para desquitarme, he comido estofado de cocodrilo en un restaurante del lugar. El cocodrilo estuvo varios días danzando arriba y abajo por mi tracto digestivo, pero no hasta el punto de hacerme arrepentir de la experiencia. He obsequiado y he sido obsequiado, todo lo generosamente que permitía la economía de cada quién. Y he conocido de cerca las familias africanas, con su sentido de la hospitalidad y sus laberínticos vínculos de parentesco y sus relaciones de poligamia, y sus alegrías y tristezas, y las diferentes melodías de sus formas de hablar.
Y justo ahora, cuando ya sé que mi avión despegará a las once de esta misma noche, me entran unos deseos irrefrenables de no regresar. De seguir camino y explorar otras latitudes y climas y lenguas y costumbres, con mosquitos o sin ellos, en lechos duros o blandos y con lluvias o sequías y gentes duras o amables o indiferentes. No me engaño. Ya sé que eso no es necesariamente la libertad y, cuando llega a serlo, su precio es muy alto. Pero Europa, con sus palos con zanahoria, sus esclavos felices y sus pesadillas pobladas de normas, consignas, señales de tráfico y caminos siempre trazados, es la más burda falsificación de la libertad que ha perpetrado jamás la historia de la civilización.
Hasta pronto,
Africa.
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