sábado, 21 de diciembre de 2013

La máquina de Ramírez

Después de veintiocho años de matrimonio, la rutina había engullido su vida en común. De lunes a viernes, él se levantaba invariablemente a las siete y diez, se aseaba, se vestía y se despedía de ella con un beso en la dormida mejilla. Por la tarde, cuando ella regresaba del estudio (era arquitecta), él estaba ya en pantuflas leyendo las noticias en el sillón de siempre, bajo la lámpara de pie, junto a la vieja foto de recién casados.

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sábado, 14 de diciembre de 2013

Los espíritus de Dulumba

En el momento en que se llevó la magdalena a la boca se sintió sumergir, toda ella, en el recuerdo de aquel último beso. De él. La empresa que lo había contratado meses atrás estaba en Africa, y ella había tenido que quedarse cuidando de aquel anciano tío suyo millonario.

(No fuera que la herencia terminase yendo a parar a la Sociedad para la Protección de los Huérfanos de la Armada.)

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"I started smoking because
I miss the taste of your mouth"
(Post Secret)

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domingo, 1 de diciembre de 2013

Vuelos

Hay pocas cosas más angustiosas en la vida que viajar en un avión con todos los asientos ocupados. Sobre todo cuando uno ha tenido que padecer antes las vejaciones de rigor en el aeropuerto, ese lugar en cuyos umbrales se terminan los Estados de derecho y, con ellos, el principio más básico de las sociedades civilizadas: nadie es sospechoso de nada mientras no se demuestre lo contrario.

En menos de una generación, viajar en avión ha pasado de ser un privilegio a una tortura. En el aeropuerto de Zúrich, donde tengo que hacer escala, esta vez no me han pillado desprevenido. Exactamente a la misma hora de la tarde salen de Zúrich dos vuelos idénticos a Amsterdam con dos compañías diferentes y desde dos puertas de embarque separadas ente sí por inacabables escaleras y pasillos abarrotados de pasajeros, tiendas, restaurantes de taburete, avisos por los altavoces que nunca te informan sobre tu vuelo y, colgando del techo, un ejército de letreros que sólo milagrosamente aciertan a indicar la sala de embarque que tú estás buscando.

La última vez que hice este mismo viaje acudí a la puerta de embarque equivocada, y sólo diez minutos antes de que despegara mi avión me informaron de que tendría que correr, literalmente, con mi equipaje de mano hasta el otro extremo del aeropuerto para embarcar con la compañía que figuraba en mi billete.

En los años que llevo viajando en avión me ha sucedido casi de todo. Desde perder un vuelo a Brasil porque las 00.30 de hoy sonaron en realidad ayer por la noche, o perder otro vuelo a Amsterdam porque ciertos despertadores no suenan los fines de semana, hasta aterrizar de emergencia en París con un solo reactor porque el otro perdía combustible, o pasarme varias horas girando en círculos sobre el aeropuerto de La Habana porque otro avión acababa de estrellarse en él.

En los asientos contiguos al mío he tenido desde mujeres encantadoras hasta niños insoportables, gordos que invadían mi asiento o individuos que no se lavaban los pies. He tenido que tranquilizar a pasajeros con pánico a volar, he pasado noches de frío indescriptible arrebujado en mi asiento y he tenido broncas con azafatas mucho más aptas para conducir rebaños que seres humanos. En una ocasión, en Cubana de Aviación, una azafata empujó mi codo con sus enormes posaderas cuando yo me disponía a beber mi vaso de té, que se derramó sobre mi pantalón. "¡Usted se lo tiró!", dijo, siguiendo su camino, sin mirarme siquiera.

Nada que ver con aquella otra hermosísima azafata de KLM que, al ver que un bache aéreo me volcaba el café sobre la bragueta, acudió presurosa con una servilleta mojada, metió una mano bajo mi pantalón y limpió primorosamente la región manchada con la otra mano. Todo ello, ante la mirada tempestuosa de la que entonces era mi mujer.

Pero hace ya años que los aviones no me deparan ninguna anécdota agradable. Me han hecho recorrer kilómetros de aeropuerto cargado de maletas gracias a una cadena de errores de sucesivos empleados (naturalmente, todos ellos de Iberia, y en Barcelona). Me han desclasificado de business a turista sin consultarme siquiera. He tenido que esperar un día entero sin comer en el aeropuerto de La Habana, o derrengado de sueño y agotamiento en un restaurante del aeropuerto de México DF. He tenido que soportar huelgas de limpieza y de controladores aéreos, y en Caracas tuve que pasar un control de glosopeda.

He estado en salas VIP en las que no quedaba ningún asiento libre. He fumado a escondidas en lavabos de aviones hasta que instalaron detectores de humo. He visto mi maleta registrada, reventada, violentada por la policía, extraviada, y hasta abandonada en mitad de una pista del aeropuerto de Nassau. He volado en asientos cuyo respaldo se caía hacia atrás, o que me clavaban un travesaño metálico en los riñones. He cruzado insultos en italiano con empleados del aeropuerto de Sofía. He tenido que aterrizar en ciudades imprevistas a causa de la niebla, y en una ocasión Air India me alojó una noche en el Hotel Intercontinental de Ginebra porque una avería técnica les impedía seguir volando. Lástima que, cuando llegué por fin a Roma, era casi la hora del vuelo de regreso.

En una ocasión, volé sobre el triángulo de las Bermudas en un avión de hélices en medio de una tormenta pavorosa. He tenido que correr envuelto en una manta, de noche, por la pista del aeropuerto de Gander a 25º bajo cero. Y en otra ocasión, en una diminuta isla del Caribe, la policía no me dejaba salir del aeropuerto porque el hotel que yo había reservado por Internet no estaba realmente en la isla de Saint Martin, sino en la diminuta localidad de Saint Martin, en Gales, a 5000 km de allí.

A cambio de todos estos percances, y seguramente de otros más que ya no recuerdo, he acumulado millas suficientes para dar la vuelta al mundo en business, gratis. Pero cada día que pasa, como el lector comprensivo seguramente entenderá, el placer de conocer Sudáfrica, Ushuaia, la Polinesia o Groenlandia me compensa menos las penalidades que, probablemente, tendré que soportar.

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viernes, 29 de noviembre de 2013

Tribus

Nadie me hace caso, pero yo sostengo desde hace años que el problema esencial de España, el más dañino y el más difícil de resolver, es el sectarismo.

Para mí al menos, y eso que lo he padecido, es muy difícil explicar lo que es el sectarismo. A falta de un análisis coherente, y como de todos modos quiero escribir hoy sobre el tema, me limitaré a hilvanar ideas y a evocar aquí y allá mi propia experiencia. No es probable que a alguien le sirva de algo, porque el sectarismo nunca ha pasado por el raciocinio, pero supongo que a mí me desahogará hacerlo.

He tratado de encontrar algún rasgo característico comparando, por ejemplo, a los izquierdistas españoles (la secta sin duda más nefasta, por la abundancia y omnipresencia social de sus miembros) con, pongamos por ejemplo, los testigos de Jehová o los seguidores del Hare Krishna. Puede parecer una boutade, pero yo estoy convencido de que algo esencial tienen en común. Y ese algo esencial yo lo resumiria en una palabra: aceptación.

O, mejor todavía: terror al rechazo. Al menos, así lo viví yo, naturalmente sin ser consciente de ello. Igual que para un catalanoparlante es muy difícil entender cómo viven la opresión nacionalista quienes no lo son, para una persona que nunca ha sido de izquierdas es muy difícil imaginar el pavor subliminal al anatema de la disidencia.

Estando todavía en la Facultad, oí por primera vez a un compañero referirse a Federico Jiménez Losantos. Unos energúmenos de Terra Lliure lo habían secuestrado, atado a un árbol, disparado en una rodilla y abandonado a su suerte, pero yo estos detalles los conocí años más tarde. En aquel entonces, sólo supe por boca de mi amigo que habían pegado un tiro en una pierna a un periodista que era "un facha".

Era la palabra fatídica. Había personas, temas, ideas, comportamientos que eran impensables porque lo clasificaban a uno automáticamente como facha. En algún rinconcito de mi subconsciente, una vocecita me decía que pegar un tiro a alguien, siquiera fuese en una pierna, era una barbaridad. Quiero decir, a menos que la violencia fuera en legítima defensa. Pero, en aquel caso, lo que había motivado el disparo en la pierna no era ninguna agresión física, sino las ideas del secuestrado. Hablemos claro, pues: el único facha en aquel episodio había sido el secuestrador.

Como mi amigo se regocijaba mientras me daba la noticia, yo emití también una risa no del todo sincera. ¿Por qué he dicho "no del todo"? Pues porque, en aquel mismo rinconcito de mi subconsciente, había vislumbrado débilmente la lucecita roja del miedo al rechazo. Si yo me atrevía a pensar por mi cuenta y poner en duda la moralidad de aquel proceder, estaba pasándome al bando enemigo, y mis amigos de entonces se convertían automáticamente en enemigos.

Esta intuición, que a primera vista puede parecer paranoica, era absolutamente certera, y el tiempo se encargó de demostrármelo. Ya he contado alguna vez que, a raíz del famoso atentado de las Torres Gemelas, decidí por fin perder el miedo y contestar con indignación a todos los chistecitos de bin Laden que me llegaban por correo electrónico. El resultado fue fulminante. A partir de aquel instante, la inmensa mayoría de mis amistades, que yo había creído 'entrañables', desaparecieron del mapa. ¡Por fin me había revelado yo como lo que era: un facha!

Y lo digo con orgullo, porque para la secta de izquierdas la palabra 'facha' significa únicamente 'disidente'. O, en casos como el mío, 'excomulgado'.

Fueron unos años duros. De repente me descubrí perdido en un país estructurado en tribus, y yo no encajaba ni remotamente en ninguna de ellas. Hasta los anarquistas, que siempre habían gozado de mis mayores simpatías, jugaban a ser de izquierdas. Viviendo como vivía yo en Barcelona, la tribu de los nacionalistas me agradaba tanto como una piedra en un zapato. Expulsado Vidal-Quadras de la vida política, mis simpatías por la mohosa derecha española eran francamente enarrables. Detesto el football desde que era niño, los orfeones y el senderismo me producen ronchas, mi mujer y yo nos acabábamos de separar y todos sus amigos pijos desaparecieron (felizmente) del mapa, y en el páramo casi infinito de la soledad yo vi por fin la Luz: más valía mil veces solo que mal acompañado. Y me fui a México.

Todo esto para explicar que lo que realmente une a una secta no es tanto el sentimiento de tribu como el terror a la excomunión. Hay posiblemente también una sensación de poder, de poder colectivo, algo así como lo que debían de sentir las hordas de Genghis Khan cuando saqueaban los poblados del Cáucaso, y quizá por eso el nazismo, el comunismo y el nacionalismo catalán son tan difícilmente distinguibles en su irracional prepotencia (otro día hablaré del nacionalismo vasco, que es igual que el catalán o el mongol pero con rosario y chapela).

Hace bastantes años hice amistad con un expresidiario. Eusebio, alias "El Pirata". De hecho, conviví con él durante varias semanas. El había vivido lo que no cabría en cincuenta blogs como éste, pero era una excelente persona que si delinquía era, según sus propias palabras, porque "odiaba esta sociedad". Se entiende que se refería a una sociedad que nunca le había dado ninguna oportunidad.

Era una excelente persona, repito. Cariñoso, cumplidor y con una cierta veta de predicador, aunque también demasiado dado a las barras de los bares y a las máquinas de flippers. En una especie de paréntesis de aquella intensa vida suya de ganzúa y maco, se había unido a un grupo de hare krishnas de aquellos que recorrían las calles y repartían sopa con el cráneo afeitado y el mantra perenne entre los labios. "Me molaba aquello de que todos éramos hermanos y todo eso, pero cuando vi de qué iba el tema pasé de ellos, colega", me dijo un día como resumen de su experiencia tras los pasos del maharashi (o del julai) de turno.

Esa y, años después, mis amoríos con alguna que otra adventista del séptimo día han sido mis únicas experiencias con sectas fuera de la Izquierda, y debo decir que tanto El Pirata como las adventistas eran mucho más entrañables y civilizados que los atilas ideológicos de los que estuve rodeado hasta septiembre de 2001.

Sin embargo, hay en todo esto una cuestión que todavía no he resuelto: por qué unas sectas son pacíficas, y otras, beligerantes. Por qué unas necesitan cultivar el odio para sentir amor y otras necesitan exaltar el amor para rehuir el odio. Los seres humanos son mucho más complejos de lo que es posible explicar en un blog. Pero, al menos, esta noche yo me he desahogado.

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jueves, 21 de noviembre de 2013

Du côté de chez Darwin

Igual que uno no puede evitar amar el chocolate, yo no puedo evitar hacerme preguntas sobre la teoría de la selección natural. Esta no es la primera ocasión en que hablo del asunto, y espero no repetirme mucho. Ya me he referido en otras ocasiones al instinto de ciertas abejas que desovan en el interior de ciertas arañas para que sus crías, al nacer, se alimenten del cuerpo aún vivo de la araña. El consentimiento de la araña se consigue paralizándola, es decir, clavándole el aguijón en un punto milimétricamente preciso para inyectarle la sustancia paralizante.

Desde que leí por primera vez esta historia, me he preguntado muchas veces cómo puede la abeja saber el lugar exacto en que debe clavar el aguijón. ¿El algoritmo 'Identifica la especie X - Clávale el aguijón en el punto Y - Inyecta tu veneno - Desova' se ha formado en su sistema nervioso por selección natural? Ya sé que la selección natural no opera de hoy para mañana, sino en el transcurso de miles, quizá millones de generaciones, pero ¿cuántos millones de años necesita un chimpancé para escribir el Quijote golpeando sin parar las teclas de un teclado?

La comparación no es del todo buena, porque tendríamos que dejar que nuestro chimpancé partiera con ventaja. Antes de él, otros millones de chimpancés habrían ido mejorando textos cada vez más parecidos al Quijote. Golpeando el teclado al azar, naturalmente. Pero, aún así, mi pregunta sigue en pie: ¿cuántos millones de generaciones de chimpancés harían falta para llegar a escribir una reproducción exacta del Quijote, salvo posiblemente alguna que otra coma, acento o vocal equivocada?

Hace años, en Ginebra, anidó en el hueco de mi ventana una golondrina que no parecía muy azorada por mi presencia al otro lado del vidrio. Así que me entretuve en observar cómo construía el nido, y reparé en que no siempre usaba ramitas recogidas del suelo, sino que de cuando en cuando recogía también las tiritas de celofán desechadas después de abrir los paquetes de cigarrillos y las entretejía con las demás ramitas. ¿Era una confusión, o el resultado de una abstracción? Las tirillas de celofán, en efecto, desempeñaban perfectamente la misma función que las ramitas. ¿Estaba la golondrina obedeciendo ciegamente el algoritmo 'Recoge cualquier cosa que parezca una ramita - Trénzala en el nido que estás fabricando'? ¿O estaba buscando objetos que le sirvieran para trenzar (es decir, tenía un plan)? Aunque a primera vista no lo parezca, son dos cosas completamente distintas.

Digo esto porque me parece imposible negar que, para evolucionar, la selección natural tiene que operar también sobre abstracciones. Nacer con alas por efecto de una mutación no sería más que una rémora si uno no naciera además con la facultad de usarlas. Sería un callejón sin salida evolutivo, y la mutación no reportaría ninguna ventaja a efectos de supervivencia, sino más bien al contrario. Algo así como roncar por las noches.

Pero tampoco basta con tener alas y poder usarlas. Hay que poder usarlas para volar. Sin caerse. Si alguna vez un animal naciera con alas y lo único que supiera hacer con ellas es aplaudir, ¿deberían pasar unos cuantos miles de generaciones más hasta que otra mutación le permitiera volar? Es bastante dudoso, a menos que sus predadores, halagados por los aplausos, le perdonaran la vida.

Hay otro aspecto de la selección natural más abstracto todavía. Me refiero a los extremos de comportamiento de los seres humanos. El bien y el mal, el caos y el orden, el egoísmo y la generosidad, la zafiedad y el refinamiento. ¿Por qué, después de miles de generaciones seleccionando a los más aptos, ninguno de esos rasgos ha conseguido triunfar sobre su opuesto? La única respuesta que se me ocurre es que se necesitan mutuamente. Por alguna razón que se me escapa, una sociedad de Teresas de Calcuta o de estranguladores de Boston tiene menos probabilidades de sobrevivir que una sociedad en la que coexisten ángeles y demonios.

Lo mismo sucede con los sexos. Si los machos o las hembras de una especie tuvieran una sola posibilidad más de sobrevivir, tarde o temprano la especie se habría extinguido. Sin embargo, pese a las innumerables guerras libradas por los varones a lo largo de la Historia, los porcentajes de machos y hembras humanos se siguen manteniendo dentro de unos márgenes sostenibles. ¿Querrá esto decir que las guerras son necesarias para mantener el equilibrio 'ecológico' entre los sexos? No necesariamente. En algún sitio creo haber leído que después de una guerra el porcentaje de varones que nacen aumenta ligeramente, como si la naturaleza supiera que tiene que compensar el déficit.

Todo esto es muy misterioso, y no tengo ni idea de cómo lo explicaría el Sr. Darwin. La especie humana ha sobrevivido al Neolítico, a la Edad Media, al football y a José Luis Rodríguez Zapatero y, pese a tamaños percances, sigue habiendo pintores exquisitos y personas que disfrutan contemplando sus cuadros. Supongo que el sueño de una Humanidad sensible y cultivada es una utopía, pero me queda el consuelo de saber que, por más que se lo propongan, los zafios nunca conseguirán conquistar el mundo.

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miércoles, 2 de octubre de 2013

Zenón de Elea

El otro día comenté en uno de mis artículos la prepotencia de los filósofos en general y mi excepcional admiración por Zenón de Elea. A los pocos días, alguien -sin duda, un amante de la filosofía- me lanzó un comentario irreflexivo sin darse cuenta de que lo que en realidad estaba lanzando era un boomerang, como ahora veremos. Iremos por partes.

Mi comentarista empezaba clasificándome como enemigo de la racionalidad. El empeño de los filósofos por clasificar viene ya, como mínimo, de Aristóteles, cuyos escritos consiguieron detener el avance de la razón durante cerca de dos mil años. La medicina, por ejemplo, consistió durante siglos simplemente en establecer clasificaciones supersticiosas, explicándonos que el desequilibrio de ciertos humores nos había causado una pulmonía o que la fiebre o el dolor de cabeza tenían su origen en una disfunción del estómago, del corazón o del útero. Estoy seguro de que los curanderos, con su sabiduría empírica, sanaron a mucha más gente de la que asesinaron los médicos hasta bien entrado el siglo XIX.

Mi comentarista era, además, presumiblemente español y, por lo tanto, no hay que sorprenderse de que contemple el mundo en términos tribales: es decir, de amigos y enemigos. Me achacaba, en concreto, ser enemigo de la razón, simplemente porque en su catecismo filosófico las paradojas de Parménides y de sus discípulos los llevaban a conclusiones 'metafísicas'. Pero olvidémonos de mi comentarista.

Las paradojas de Parménides eran más intuitivas que razonadas, y reflejan ya la pereza mental que todavía aflige a los filósofos desde hace tres mil años, a causa de la cual, al alimón con los teólogos, no han dejado de perder terreno siglo tras siglo en favor de las ciencias experimentales. Parménides, pese a todo, no andaba muy desencaminado, como demostró después su discípulo Zenón con mucha mayor claridad de ideas.

Pero olvidémonos también de las borrosidades semánticas de Parménides. Las dos paradojas más lúcidas de Zenón hacen referencia al movimiento de una flecha y a una carrera imaginaria entre el veloz Aquiles y una parsimoniosa tortuga. Si la flecha lanzada por el arquero recorre una distancia, nos dice Zenón, en un instante cualquiera de su recorrido la flecha estará o quieta o en movimiento. Si en cualquier instante que escojamos la flecha está quieta, ¿cuándo se mueve? Pero si en cualquier instante que escojamos la flecha está en movimiento, no estará ya ocupando un punto, sino un espacio extenso, y para poder identificar un punto en ese espacio extenso tendriamos que suponer que en un instante cualquiera caben otros instantes, lo cual por definición es imposible.

La segunda paradoja nos invita a imaginar una carrera entre Aquiles y una tortuga que parte con ventaja. Suponemos, claro, que tanto el corredor como la tortuga se mueven sin parar. Cuando Aquiles llegue al punto en que ha echado a andar la tortuga, habrá transcurrido cierto tiempo, y en ese tiempo la tortuga habrá conseguido avanzar un poquito. Le quedan todavía a Aquiles unos centímetros para dar alcance a su competidora. Pero, antes de conseguirlo, deberá recorrer la mitad de esos centímetros y, cuando los haya recorrido, la tortuga habrá tenido tiempo de seguir avanzando. El razonamiento se repite cuantas veces queramos, de modo que, por muchas mitades que se esfuerce por recorrer Aquiles, la tortuga siempre habrá tenido tiempo de avanzar y estará por delante de él.

Sin embargo, todos -Parménides y Zenón incluidos- sabemos por experiencia que, en la vida real, el corredor alcanzará a la tortuga. ¿Qué sucede exactamente en el punto en que ambos coinciden, antes de que Aquiles prosiga su triunfante carrera? Los matemáticos nos explican que ese punto es, simplemente, el límite de una suma de infinitos números cada vez más pequeños. Naturalmente, nadie puede computar una suma que, por definición, nunca se termina, pero en ciertos casos -incluido el de Aquiles- es posible demostrar matemáticamente que la suma no podrá ser ni inferior ni superior a cierto número, que los matemáticos llaman 'límite', o 'punto de acumulación'.

¿Quiere eso decir que Aquiles alcanzará a la tortuga? No. Eso significa solamente que las infinitas mitades que va recorriendo tienen un límite exacto al que el veloz corredor, sin embargo, nunca llegará. Véamoslo de otro modo. Supongamos que entre el punto de partida de Aquiles y el punto en que coincidirá con la tortuga hay una distancia de un metro. Si en lugar de sumar las mitades que Aquiles va recorriendo nos fijamos en los puntos que va alcanzando, veremos que primero llegará al punto medio, 1/2. En la siguiente etapa imaginaria habrá recorrido la mitad de la mitad que le queda por recorrer, es decir, llegará al punto 1/2 + 1/4. En la siguiente etapa llegará al punto 1/2 + 1/4 + 1/8, y así sucesivamente.

La secuencia que hemos empezado a construir es infinita, pero el valor 1 no pertenece a ella. Podemos aproximarnos cuanto queramos al número 1, pero nunca llegaremos a él, porque no hay ningún número 1/2 + 1/4 + 1/8 + ... que sea igual a 1. Esta idea, que en sí misma es genial, permitió a Newton y a Leibniz inventar el cálculo infinitesimal, y a Dedekind y otros matemáticos definir los números irracionales. Pero lo que en realidad hicieron estos matemáticos fue sustituir cada número por una sucesión infinita que se aproximaba infinitamente a él. Y, para no complicar las cosas, siguieron llamando 'números' a esas sucesiones. El número pi, por ejemplo, es un número irracional. Sabemos calcular exactamente cualquier decimal de pi, por diminuto que sea, pero no podemos construir un segmento de longitud pi, porque no sabemos cómo construir una suma de infinitos segmentos.

Volviendo a Zenón, pues, nos encontramos con que hemos definido un método en virtud del cual Aquiles se aproximará cuanto queramos a la tortuga sin llegar jamás a tocarla. Como Aquiles, lo quiera él o no, implementará ese método y, pese a todo, alcanzará a la tortuga, tendremos que pensar que en algún momento nuestro razonamiento ha fallado. Para que Aquiles alcance el punto de acumulación en que se encuentra la tortuga, algo no previsto tiene que estar sucediendo.

Por ejemplo, que en un instante cualquiera Aquiles -y, por consiguiente, la tortuga- no esté situado exactamente en un punto sin dimensiones, sino en una extensión más o menos borrosa del espacio. Esa extensión, sin embargo, no puede tener unos límites exactos, porque si los tuviera podríamos aplicar a los límites el mismo razonamiento de antes y Aquiles seguiría sin alcanzar jamás a la tortuga. El lugar que ocupa Aquiles tendría que ser fluctuante, o tendría que extenderse con mayor o menor intensidad a todo el Universo.

La mecánica cuántica, tal como la conocemos hoy, admite ambas posibilidades. La primera, porque conocer el lugar en que se encuentra Aquiles es imposible sin influir en la realidad de Aquiles, y la segunda, porque se ha comprobado experimentalmente que ciertas partículas están emparejadas entre sí con independencia de la distancia que las separe. Este último fenómeno, que los físicos llaman 'entanglement', es lo que Einstein, incrédulo, llamaba también 'spooky action at a distance' (sobrecogedora acción a distancia).

Pero también es posible que lo que sea borroso es el tiempo. Algunos físicos contemporáneos están cuestionando la uniformidad y la continuidad del tiempo, y es concebible que, a una escala suficientemente pequeña, la manecilla de nuestro reloj marque al mismo tiempo las 12.00 y las 12.01, o que salte de repente de una a otra posición sin que haya nada que suceda ni pueda suceder entre esos dos 'instantes'. Lo que Zenón y Parménides cuestionaban, pues, no era la realidad o no del espacio o del movimiento, sino la adecuación de nuestros esquemas para describir la realidad que nos rodea. Hubo que dejar atrás la nefasta teología, el medieval Aristoteles dixit y una larga saga de charlatanes filósofos para que la ciencia experimental terminase dando la razón a aquellos dos pensadores.

Yo aceptaría la filosofía si se limitase a emular a Zenón. Quiero decir, a descubrir contradicciones en nuestros modelos de la realidad. Pero que ningún charlatán filósofo eche las campanas al vuelo. Los conceptos, tanto si el que los define es un filósofo como si es un mecánico de automóviles, deben ser precisos e inequívocos, y hacer referencia a cosas verificables. Nunca he entendido lo que son las mónadas, el superhombre o la epistemología, ni lo que puede tener que ver el mundo con la voluntad, nunca he entendido la diferencia entre inmanencia y trascendencia y no tengo ni idea de lo que es la instanciación existencial, simplemente porque el significado de todos esos conceptos estaba sólo en la mente de quien los concibió. Otros después de ellos han creído entenderlos, es cierto. Pero también hay quien cree firmemente en la reencarnación, hay quien está convencido de que derramar la sal da mala suerte y hay quien está seguro de haber visto espíritus en casas abandonadas.

No están solos en su fe. La filosofía, esa larga tradición de delirios prepotentes, está con ellos.

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jueves, 26 de septiembre de 2013

Los slogans

Supongo que todo el mundo sabe lo que es un slogan. Un slogan es un resumen exprimido... con un exprimidor no siempre ecuánime. "No a la guerra", por ejemplo, expresa un deseo que todos compartimos pero que, a efectos de prevención de riesgos, viene a ser tan útil como decir "No a los terremotos". Como los terremotos existen, trate usted de prevenirlos al construir su casa y de predecirlos gracias a sus científicos para, si alguna vez le llega a pillar uno, salir del paso lo mejor posible. En otras palabras, prefiero el slogan "Prevengamos los terremotos".

Pero no son esos slogans los que quería comentar yo hoy, sino uno que resuena últimamente mucho por calles y plazas. Me refiero al slogan-paraguas "No a los recortes". Más concretamente: en el sector de la enseñanza. Y la analogía que propongo es la misma: igual que sucede con los terremotos o las guerras, los recortes existen. Existen porque el Estado tiene una deuda más allá de lo razonable (lo razonable, probablemente, sería menor o igual a cero) y, para poder ir pagándola, necesita reducir gastos.

¿Qué gastos? Es de suponer que los menos importantes, primero, y eso lo tendrá que decidir el presidente del Gobierno. Después, en sus ministerios, cada ministro decidirá a su vez lo que cree o no más prescindible (aunque no está muy claro a quién podríamos pedir cuentas si no estamos conformes).

De momento, la reducción de gastos en la enseñanza se está traduciendo, en particular, en una reducción de plantillas en los centros estatales. Se manejan cifras sobre la proporción entre profesores y alumnos, sueldos comparativos, materias especialmente perjudicadas, etc. Un viejo amigo que trabaja en la enseñanza de adultos se me quejaba el otro día airadamente de las consecuencias de los recortes en su trabajo diario. Me alarmé. Si los adultos que quieren aprender son uno de los gastos menos importantes para el señor ministro, la economía del país debe de estar al límite. Al pasar por el siguiente supermercado, esperé encontrarme a su propietario con una escopeta en la puerta, defendiendo sus existencias, pero no vi nada anormal.

Sin duda, al menos, los colegios normales debían de estar abandonados, con los vidrios rotos y grandes manchas de moho cubriendo la fachada. Pues tampoco. En los colegios entraban y salían niños y adultos con la mayor normalidad. Llegué a mi primera conclusión: cualquier personaje de Groucho Marx habría desempeñado el cargo de ministro con mejor criterio.

La enseñanza de adultos es una rama minoritaria de la enseñanza en España, pero en la enseñanza normal las quejas son también clamorosas. En esos centros, el "No a los recortes" significa, básicamente, que cierto porcentaje de profesores deberá dejar su trabajo y que, en consecuencia, los que queden deberán trabajar más. Sin que les suban el sueldo, sospecho.

Pero el mayor o menor número o sueldo de los profesores no es exactamente el cometido supremo del ministerio. El cometido supremo del ministerio es conseguir una enseñanza lo más eficaz posible, para que los alumnos de hoy desarrollen su potencial humano y estén preparados el día de mañana. Que me corrija el señor ministro si lo que él considera importante es, por ejemplo, que los alumnos aprendan religión, o que estudien con cargo a nuestros impuestos sacando de nota sólo un 5.5.

Como me temo que el señor ministro me va a corregir, olvidémonos de él. Por lo menos, mientras no pongan en su lugar a Rufus T. Firefly. Y centrémonos en la finalidad suprema de la enseñanza estatal, que es la eficacia. La eficacia en la enseñanza consistirá, supongo yo, en que los alumnos acudan a todas las clases durante una larga temporada lectiva y en que las aprovechen. ¿Cómo se aprovecha al máximo una clase? Se me ocurren varias ideas.

Primero, que los profesores estén bien preparados. ¿Lo están? Lo que suelo leer en los periódicos me da a entender que no, pero seamos objetivos. Me conformaré con un examen rigurosísimo de todos los profesores estatales de enseñanza primaria y media, y el que no lo supere, a la calle. Respiro aliviado sólo de pensarlo. Si, como es de temer, después de esa drástica medida faltaran profesores competentes, que los traigan de fuera. Y si no hablan español, que den las clases en inglés. Amiguitos escolares, nadie os prometió nunca un sendero de rosas.

Segundo, que los profesores sean respetados. ¿Lo son? También en este caso me temo que no, pero seamos objetivos. Cuando un niño acumule cierto número de amonestaciones de su profesor, los padres del niño deberán resarcir a los contribuyentes de la pérdida de eficacia general que el niño haya ocasionado. Por ejemplo, si a final de curso ha habido notas insuficientes, los padres de los niños más amonestados deberán pagar, proporcionalmente al número y gravedad de las amonestaciones recibidas, clases particulares extraordinarias para los que hayan sacado peores notas, sean o no sus propios hijos.

Existe ya el slogan "Por una enseñanza de calidad", pero yo preferiría "Por una enseñanza eficaz", porque la calidad de la enseñanza no excluye unos resultados desastrosos y porque, al ser obligatoria, la enseñanza deberá ser también de cantidad. La eficacia, en cambio, es medible.

Detrás de todo esto que estoy diciendo hay, en realidad, un grito de desesperanza ante el nivel humano y cultural de los jóvenes que están empezando a tomar el relevo generacional. Nunca esperé que el nivel educativo de los jóvenes españoles pudiera alcanzar niveles tercermundistas, como me parece que está sucediendo. He pensado mucho sobre las causas de ese fenómeno, que no parece ser exclusivo de España, aunque sí más grave que en muchos otros países.

Una de esas causas, creo yo, es la actitud del avestruz. Es difícil negar que, durante el franquismo, la enseñanza era mucho más eficaz que ahora. Lo cual no es del todo sorprendente, porque el franquismo era una dictadura. Pero, en la medida en que la enseñanza es obligatoria, es también una dictadura, y así debemos entenderlo. No podemos llevar a nuestros niños a la escuela para que aprendan por ciencia infusa o chateando en Facebook. Muchos, muchos avestruces (y muchos políticos) españoles no quieren reconocer esa realidad, quizá porque ya se sabe que las dictaduras son malas y hay que ser progresista.

En realidad, yo sería más progresista todavía. Yo privatizaría la enseñanza de abajo a arriba, e implantaría un sistema de becas que ayude a quien realmente se esfuerza y no puede costeársela. He dicho "a quien realmente se esfuerza", señor Wert, no a quien saque un 5.5.

¿Qué cambiaría en España con la privatización de la enseñanza? Lo mismo que cambiaría en Cuba si privatizaran los supermercados. Los centros docentes competirían entre sí, y los alumnos tendrían la mejor enseñanza posible al mejor precio posible.

Hay dos conceptos clave en todo esto que estoy diciendo: 1 - Cada uno debe apechugar con las consecuencias de sus actos. 2 - Todas las cosas tienen un valor, y la única forma de conocer ese valor es dejar que los usuarios lo paguen de su bolsillo. En la extinta Unión Soviética, los burócratas encargados de fijar los precios de los productos no tenían manera de saber cuánto valían las cosas. La solución que encontraron fue averiguar cuánto valía cada producto en Estados Unidos y convertir esa cifra en rublos.

Regresando al principio, nos hemos quedado sin saber por qué el señor Rajoy considera que la enseñanza es menos importante que, entre muchas otras cosas, los consejeros de las cajas de ahorros, los empleados de las diputaciones, los embajadores autonómicos, los intérpretes del Senado, los asesores de los políticos, el parque móvil oficial, la reforma de la Justicia o la cafetería del Parlamento. Alguien se lo tendría que preguntar, ¿no creen? Pero tengan ustedes paciencia. Primero, porque el señor Rajoy sólo asoma la nariz de cuando en cuando y para decir lo que ya tiene previsto decir, con una credibilidad similar a la de su programa electoral. Segundo, porque la mayoría de los periódicos, que sobreviven gracias a las subvenciones del Estado, quieren seguir sobreviviendo.

Y tercero, porque las listas de nuestros representantes en el próximo Parlamento las van a seguir decidiendo él y otros tres o cuatro como él.

Si llegan a juntarse cuatro, quizá podrían echar una partidita de mus. Por supuesto, a nuestra salud.

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sábado, 21 de septiembre de 2013

Malos contra malos

"En un período de revolución, el poder político tiene derecho a decidir en el último recurso si las decisiones judiciales se corresponden o no con las altas metas y necesidades históricas de transformación de la sociedad, las que deben tomar absoluta precedencia sobre cualquier otra consideración; en consecuencia, el Ejecutivo tiene el derecho a decidir si lleva a cabo o no los fallos de la Justicia"

Esta esplendorosa frase fue pronunciada hace 40 años por un gran 'demócrata': Salvador Allende. En otras palabras: el fin (cuando uno es de izquierdas) justifica los medios. Lo que Allende declaraba en aquel entonces (por si alguien no se quería -o todavía no se quiere- enterar) describe tan fielmente lo que está sucediendo en Cataluña desde hace treinta años (ante la lánguida mirada de los 'demócratas' del PPSOE), que no he podido evitar hacerme algunas preguntas. Ingenuas, por supuesto.

Me pregunto, por ejemplo, si Artur Mas terminará dejándose barba, como aquel gran faro del totalitarismo hispano llamado Fidel Castro. Con la prominente mandíbula que caracteriza a don Artur, el resultado puede ser temible. Mucho más todavía si, por coherencia, adoptara como vestimenta oficial un uniforme militar de campaña. No será fácil, en cambio, que lo veamos con un puro entre los labios, porque los tiempos han evolucionado y la izquierda mediática lleva años empeñada en culpabilizarnos de no ser lo bastante conservadores (de la salud, del medio ambiente, de las lenguas locales, del patrimonio artístico- incluido el religioso-, de la velocidad en carretera, del puesto de trabajo, de los consejeros en las cajas de ahorros: sí, conservadores). Y Mas, que es revolucionario frente a las Constituciones democráticas pero conservador dentro de la tribu, querrá dar ejemplo, imagino.

Me pregunto también si, siguiendo las huellas de su predecesor chileno, llenaría Cataluña de 'asesores' cubanos. O si miraría para otro lado en la eventualidad de que el ala radical del nacionalismo se armara hasta los dientes, como hizo Allende con los MIR y -hay quien sospecha- con los sindicatos. Si expropiaría las empresas 'españolas', como Allende expropió en su tiempo las empresas mineras americanas. O si se encerraría también en un salón de la Generalidad para suicidarse, en el inverosímil caso de que el Gobierno de España decidiera algún día hacer cumplir la Constitución que juró acatar. 

Llámenme ustedes lo que quieran, pero o hay unas reglas de juego o no las hay. Y no hay término medio, lo siento. Si una parte de la Administración española (en este caso, la Generalitat) decide romper una carta, la baraja ya no sirve. Y no sirve para nadie, porque con esa baraja habíamos acordado formalmente jugar todos. Eso, nos guste o no, es la democracia, y jugando a Salvador Allende el Sr. Mas y sus predecesores dan pruebas inequívocas de NO haber sido nunca demócratas, pese a lo pomposamente que pudieran declarar serlo. 

En realidad, el ascenso del nacionalismo catalán es una película de malos y malos. La Constitución que tenemos fue posible gracias a un encomiable acuerdo entre todas las facciones de la oposición al franquismo, entre ellas los nacionalistas catalanes. Unos cedieron en unas cosas y otros en otras, pero el resultado final fue un 'acuerdo entre caballeros'. Los más centralistas consintieron en una nueva estructura autonómica, mientras que los nacionalistas, con su firma, aceptaron formalmente seguir siendo parte de España.

Esas son todavía las reglas del juego. En la práctica, sin embargo, el traspaso de las competencias de educación fue concienzudamente utilizado para incumplir no sólo la Constitución, sino, sobre todo, su espíritu. Desde la más tierna edad, cientos de miles de niños aprendían todos los años en la escuela que España era una potencia opresora integrada por incultos, vagos y ladrones. La inmersión lingüística se convirtió, así, en una cabeza de puente para la inmersión ideológica, y el resultado de ello, sumado a la prodigalidad de las subvenciones, nos ha llevado a todos a la situación en que nos encontramos en este punto de la Historia.

Esos son los malos. Pero en el otro bando están también los otros malos. (El único bueno de esta historia fue quizá Tarradellas, que al regresar de Francia se dirigió a la multitud que lo vitoreaba como "ciudadanos de Cataluña"). Los otros malos eran los que dejaban hacer. Quiero decir, los que dejaban que se incumpliera flagrantemente la Constitución y no movieron un dedo para defender a los no nacionalistas frente a la apisonadora nacionalista. A medida que se iban transfiriendo competencias, las autonomías empezaron a perfilarse, de facto, como feudos intocables, en los que nadie se molestaba en meter las narices porque, en fin de cuentas, todos tenían su 'nacioncita' donde hacer y deshacer a su antojo. 

El provincianismo es el entorno ideal para los políticos españoles, que hacen sistemáticamente el ridículo en medios internacionales por no saber idiomas y que, a lo largo de los siglos, han visto cómo un imperio en el que no se ponía el sol ha ido desgajándose y desmenuzándose hasta llegar a la centrifugadora final, en la que giramos ahora todos a bastantes revoluciones por minuto. Cuando, finalmente, Cartagena declare otra vez la guerra a Murcia y se erija en cantón independiente, sabremos que se estará cerrando por fin un largo ciclo histórico iniciado en el Neolítico: el retorno a la tribu como modo de convivencia social. 

Aunque, para entonces, quizá vivir en Africa sea mucho más estimulante.


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miércoles, 11 de septiembre de 2013

Cataluña

Algún día tenía que ser. He tardado mucho tiempo en decidirme porque esperaba que, con el paso de los años, el mal sabor de boca se fuera convirtiendo en indiferencia. Pero las humillaciones son un tipo de situación que siempre me ha sublevado, y no espero ya que ese rasgo de mi carácter vaya a cambiar en algún futuro.

Mi infancia en Madrid no fue una bicoca pero, dentro de lo malo, tenía un aliciente que me dejó huella para bien. Eran los años de la inmigración -sí, esa misma que pobló la periferia de Barcelona para que los habitantes de Cataluña se ahorraran los callos en las manos y prosperaran como lo hicieron-. En mi colegio, en Madrid, casi todos mis compañeros provenían de alguna región de España, y yo desde niño me acostumbré a aquella variopinta fauna, que era algo así como un zoológico de regiones.

La diversidad, naturalmente, era de costumbres y formas de pensar. Madrid era por aquel entonces, dentro del aislamiento que atenazaba a España, un microcosmos cosmopolita. Sí, he dicho cosmopolita. Porque, en aquel melting pot de idiosincrasias regionales, uno crecía con una visión del mundo mucho más abierta que la de muchos, muchísimos españoles criados -y adoctrinados- hoy en alguna de las 17 Comunidades Autónomas.

Eran tiempos en que muchos padres evitaban hablar con sus hijos en la lengua local, con el bienintencionado propósito de ensanchar su horizonte para el día de mañana. Hoy esa forma de pensar está muy mal vista pero, qué quieren ustedes, a mí no me parece mal. España, tal como se concebía hace 40 años, tiene tras de sí una densa cultura literaria, histórica y artística. Deleznable, en algunos aspectos, pero sólida y, sobre todo, abierta al resto del mundo gracias, principalmente, a una lengua en común con otros muchos millones de habitantes de países lejanos.

El latín en Europa, el inglés en India o el pidgin en Africa han sido un excelente pegamento sin el cual una mínima cohesión social y cultural habría sido dudosa. Una cohesión enriquecedora, como sabrán perfectamente quienes se han comunicado en inglés alguna vez con habitantes de países muy diferentes al suyo.

No es que sea yo partidario de abolir las lenguas locales. Todo lo contrario. Siendo también niño, mis veraneos en un pueblo de Alicante me permitieron aprender de primera mano el valenciano, lengua que adoré durante muchos años... hasta que se estandarizó y se hizo prácticamente obligatoria. Qué le vamos a hacer. El valenciano que se hablaba en los pueblos me parecía maravilloso: chispeante, imaginativo y lleno de encanto. El valenciano oficial hoy, y el que enseñan a los niños en las escuelas, me parece sórdido y abominable.

No sé si en Cataluña ha sucedido algo semejante, aunque durante el tiempo que viví en Barcelona oí a algún catalán quejarse de las imposiciones 'Pompeu i Fabra'. Supongo que, si a día de hoy todavía no se han contagiado del paroxismo antiespañol, no se atreverán ya a decirlo en voz alta por temor al linchamiento.

He dicho 'antiespañol', sí. No 'catalanista'. Porque lo que quiero explicar hoy aquí es que el nacionalismo catalán, como los demás nacionalismos regionales de España, no se nutre de un ferviente amor a la patria local, sino de un odio cerval a ese ente más o menos ficticio que ellos llaman 'Espanya'.

Ha sucedido incontables veces a lo largo de la Historia: los enemigos unen. Desde los antagonismos entre pueblos colindantes hasta el fanatismo futbolero, la Inquisición, el ascenso del nazismo o la unidad frente a la Unión Soviética durante la Guerra Fría, la creencia -real o imaginada- de hallarse ante un enemigo 'diferente' ha cohesionado a los seres humanos mucho más que las más ardorosas proclamas patrióticas. Debe ser inseparable de la naturaleza humana.

Lo malo de esa cohesión es que, con demasiada frecuencia, es irracional. Y contagiosa: eso que habitualmente llaman 'psicología de masas'. Por supuesto, siempre subsistirán descreídos o rebeldes que no comulgan con ruedas de molino pero, rebasado cierto punto de histeria colectiva -por la cuenta que les trae- callan. Después de los trece años que pasé en Barcelona, tengo que decir que el nacionalismo catalán, tal como está planteado actualmente, me parece sólo borrosamente distinguible del nazismo.

No, no exagero. Déjenme explicarme.

Decidí instalarme en Barcelona a finales de los años 80. Yo por aquel entonces vivía en Suiza, y añoraba con todas mis fuerzas la luz mediterránea, la cercanía del mar y la alegría de las calles bulliciosas, con sus comercios abiertos hasta muy tarde y sus terrazas de bar soleadas en invierno. En pocas palabras: añoraba España y, por supuesto, encontraba a Barcelona mucho -muchísimo- más parecida a Valencia, Alicante o Cádiz que a París, Londres o Berlín.

Con una diferencia, que para mí fue decisiva: en Cataluña, la gente parecía más civilizada. Esta impresión provenía, en parte, de mis recuerdos de la mítica Barcelona de los años 70 y, en parte, de mi relación con catalanes que vivían o habían vivido fuera de Cataluña. El seny a secas me infunde aburrimiento existencial, pero combinado con la rauxa, esa veta provocadora, imaginativa y sensual, produce un tipo de personalidad absolutamente recomendable.

Mi visión de Barcelona como una ciudad realmente europea se reveló muy imperfecta. Acostumbrado a la eficiencia y seriedad de la Europa central -no digamos ya de la nórdica-, en Barcelona todo funcionaba fatal. Las reparaciones eran chapuceras, los plazos anunciados se retrasaban eternidades, las reclamaciones por productos o servicios defectuosos me robaban larguísimas horas y nunca servían para nada, y el piso que tuve el desacierto de comprar tenía unos tabiques completamente transparentes al ruido. En comparación, las gestiones que yo recordaba haber hecho en México DF habían sido mucho más eficaces (me estoy refiriendo a las empresas privadas; las gestiones de la Administración mexicana eran dignas del Kafka más tenebroso).

Con todo eso, mi imagen de Barcelona como una pequeña europa mediterránea se empezó a resquebrajar. Pero a esa decepción inicial vino a sumarse un ingrediente que, por aquel entonces, era todavía incipiente. Iré por partes.

Lo primero que me sorprendió cuando empecé a hacer vida social en Barcelona fue el comportamiento de las personas a las que era presentado. Todas ellas, sin excepción, seguían un patrón invariable, consistente en dos preguntas. La primera, "de dónde eres", y la segunda, "en qué barrio vives". Poco imaginaba yo, al principio, que aquellas dos preguntas tenían como único objetivo averiguar cuánto dinero ganaba. La primera era sólo un filtro: si uno respondía, por ejemplo, que era de Sevilla, se producía un estado de suspensión hasta que una eventual declaración de vivir en San Gervasio o en Sarrià lo redimía a uno de la sospecha de ser tercermundista.

Todo esto no lo supe el primer día, desde luego. Tardé años en percibir esa sutil, pero inequívoca y, con los años, creciente discriminación de todo aquel que no diera pruebas inequívocas de catalanidad. Al principio, era solamente molesto preguntar a alguien por una calle o una tienda y ser respondido en catalán. Al fin y al cabo, sucedía muy raramente. Una vez de cada veinte, digamos. Era molesto, pero tolerable.

Mi primera experiencia de esa actitud estúpida debió haberme prevenido, pero yo estaba todavía obnubilado por el sol y las tapas. Fue en un taxi. Cuando indiqué al conductor la calle a la que quería ir, el tipo empezó a pedirme aclaraciones en catalán. Aclaraciones innecesarias, porque yo conocía perfectamente el trayecto, y era tan sencillo como seguir la calle Muntaner en línea recta. Así se lo dije, pero él siguió haciendo patria, con el evidente propósito de demostrarme quién era quién. De modo que recogí el guante, y comencé a hablarle en alemán. Al principio, le daba sólo explicaciones sobre la calle a la que íbamos, pero cuando se me acabó la cuerda continué hablando de lo primero que se me ocurría. Algo así como "my tailor is rich", pero en la lengua de Goethe.

Creo que di en la diana. Al verse humillado por quien tenía que haber sido su víctima, el taxista exclamó: "senyor, la llengua que es parla a Catalunya es el català". A lo que yo respondí "na ja, aber wir sind in Europa, und eine Sprache die in Europa auch gesprochen wird ist die Deutsche Sprache". No paré de hablar hasta que el taxi llegó a su destino y se detuvo. Entonces el conductor me dijo "son duescentes pessetes, i si no vol, no em pagui". A lo que yo respondí (en alemán) "por supuesto que le voy a pagar; esto es un servicio, y usted ha cumplido". Explicablemente, quizá, su patriotismo no lo llevó al punto de rechazar mi dinero.

Protagonicé algún que otro incidente parecido, aunque no perseveré porque comprendí que enfadarme era seguirles el juego, y yo no tenía nada que demostrar. Sólo en una ocasión, en una oficina de relaciones con Europa, de la Generalitat -¡nada menos que en Las Ramblas, a pie de calle!- perdí los estribos y le pregunté al apesebrado de turno "do you know what a prick is?" "No", me respondió aquel hombre, muy a su pesar. "You are a prick", le espeté, justo antes de volverle la espalda y marcharme.

Entre mis amistades en Barcelona se contaba, por aquella época, una antigua amiga gallega que se había casado con un catalán simpatiquísimo y cumplidor (esa mezcla ideal de seny y rauxa). Yo estaba recién llegado a Barcelona e, igual que me había sucedido con el taxista, no percibí las señales de alarma. En un momento de sinceridad, mi amiga me refirió un día un comentario que le había hecho, sin reparo alguno, uno de los amigos de su marido: "tú has tenido mucha suerte casándote con un empresario catalán".

Toma ya. Mi amiga, resentida, exclamó a continuación "¡Es que nunca me aceptarán!" Tenía razón, pero yo todavía no quería escuchar. De modo que me compré un piso en el Ensanche y, algún tiempo después, me instalé en él.

En seguida comprendí que mis ilusiones europeístas no tenían nada que ver con la realidad. El comportamiento de mis vecinos tenía todos los ingredientes que yo detesto de los españoles... más uno específico. Me estoy refiriendo a esa capacidad de los catalanes para ignorar a quien no les interesa. La sensación que produce en el ignorado es la de ser transparente, y créanme que no es nada agradable.

Había en la calle Tuset un bar de copas al que yo solía acudir con unos amigos los viernes por la noche. Por si alguien no se sitúa, estoy hablando de uno de los barrios más pijos de Barcelona. El bar estaba -estará todavía, supongo- frecuentado por personajes de la cultura, no sólo catalana. A él acudía todos los viernes, más o menos a la misma hora que nosotros, el editor Herralde acompañado de sus acólitos, casi todos escritores de su propia ganadería. Dejando aparte el estado etílico permanente de alguno de ellos, que por pudor no identificaré, estuvimos acudiendo al mismo bar durante años. Ellos hablaban en ocasiones con mis amigos, pero ni una sola vez se dirigieron a mí. Y, si alguna vez yo intenté trabar conversación, la frialdad de las respuestas me disuadía de seguir intentándolo.

Esa sensación de transparencia, de no existir para otros seres humanos, me acompañó durante los trece años que viví en esa ciudad, agravada por la circunstancia de que rara vez alguien se molestaba siquiera en preguntarme si yo entendía el catalán. La respuesta habría sido "sí", pero eso no importaba. De lo que se trataba era de definir territorios, y estaba claro que yo tenía que quedarme fuera.

Todo eso para mí era incomprensible. En una ocasión, en Viena, recuerdo haber asistido a una cena con otras siete personas, una de las cuales no hablaba español. Y la cena, naturalmente, transcurrió en alemán, que no es precisamente la lengua que más fluidamente hablo. Pero es una cuestión de principios... y, por supuesto, de respeto a otros seres humanos que no le han dado a uno motivos para ser humillados.

Humillación es la palabra que describe exactamente cómo se siente uno en esas situaciones. "No seas así, hombre. Lo hacen sin darse cuenta", me han comentado alguna vez cuando menciono el tema. Puede ser. Pero en ese caso no entiendo por qué, estando cierto día en la terraza de un bar con varios peruanos, el camarero hablaba a los peruanos en español, y sólo a mí en catalán. ¿Me quería castigar por ser español?

A esa conclusión llega uno cuando la gota malaya termina agujereándole el cráneo. No hay nada patriótico en el nacionalismo catalán. El nacionalismo catalán es, simplemente, una caza de brujas, en virtud de la cual todo vestigio de cultura española debe ser erradicado. De la universidad, de la enseñanza media y primaria, de las guarderías, de los organismos oficiales, de las plazas de toros, de los rótulos de las tiendas y de las cajeras de los supermercados, en cuyo distintivo es habitual leer los apellidos López, García, Pérez o Martínez. ¿Era muy diferente la actitud de los nazis hacia los judíos en los años 30?

Nos vamos entendiendo.

La sociedad barcelonesa es una sociedad de castas, perfectamente definidas en función del barrio en que uno reside. Como en el resto de España, eso no significa que quienes viven en un barrio rico sean ricos. Ni mucho menos. Lo que importa, amigo, son... las apariencias. Recuerdo algunos casos cómicos.

Por ejemplo, una chica ostensiblemente pija que, preguntada dónde vivía -la pregunta inevitable-, respondió que en "Balmes con Ronda de San Pedro". La Ronda de San Pedro está muy próxima a las Ramblas y es, por consiguiente, un barrio de clase media-baja. Pero la mención de la calle Balmes es redentora, y el interpelante tiene así un pretexto para quedarse satisfecho de la respuesta.

La calle Balmes, por cierto, es horrorosa: fea, ruidosa y desarbolada. Pero tiene un efecto mágico en los interlocutores cuando uno afirma vivir en ella. A la postre, lo que realmente importa no es que uno tenga dinero, sino que viva en un barrio en el que se supone que tienes dinero. El buscón don Pablos sabía mucho de esto, y no era precisamente catalán.

Cierta amiga mía me hablaba muy a menudo, y con arrobo, de su casita cerca de La Bisbal, en el Ampurdán. Los árboles, los pajaritos, la naturaleza... Finalmente, un fin de semana, decidió invitarme. La 'casita' en cuestión era un chalet pareado, y debía de estar situado junto a alguna porqueriza, porque en cuanto uno abría la ventana por las mañanas era abofeteado por un violento olor a estiércol que venía de "la naturaleza".

Tal vez mi amiga, nacida en Cuenca pero ferviente conversa a la prepotencia nacionalista, no le daba importancia a esos detalles. Al fin y al cabo, en Cataluña hay una extraña fijación por los temas escatológicos. Nunca entendí la alegría que se encendía en los rostros cuando me explicaban las tradiciones del 'cagatió' y del 'caganer'. La cosa es tanto más curiosa cuanto que es prácticamente imposible hacer reír a un catalán con un chiste. Es más, en sociedad es de mal tono contar chistes. Si alguien tiene la osadía de atreverse a contar uno, la gélida acogida que recibe le advierte ya de cuál es el camino.

En fin, para qué seguir. Así fueron pasando los años y, con ellos, la asfixia de sentirse marginado en un mundo de seres, por definición, superiores a uno, no matter what. Sólo faltaba ya la imposición del brazalete obligatorio con la bandera española. Poco a poco fui comprendiendo que yo no tenía futuro en aquella ciudad. Todos los días alguien me recordaba, de una u otra manera, el pecado original de ser español. Las tiendas abrían el 12 de octubre, los colegios practicaban la inmersión lingüística contra viento y marea (incluso en los recreos), el teatro o las conferencias en español habían desaparecido del paisaje, y todo lo que uno habría deseado llamar 'cultura' estaba subvencionado para exaltar sin límite las glorias inefables de la Patria y el expolio a manos de los odiosos vagos y maleantes españoles.

Una noche, tras unas elecciones autonómicas, apareció en la pantalla de mi televisor un hortera llamado Carod Rovira proponiendo una ambiciosa alianza con un pijo llamado Maragall para 'consolidar' el nacionalismo en Cataluña.

En ese mismo instante decidí emigrar.

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domingo, 21 de julio de 2013

Sociología web

Se me acaba de ocurrir el título que encabeza este texto, que sintetiza en dos palabras un nuevo marco de estudio o maná que acaba de caerles a los sociólogos out of nowhere: la Web.

Sólo falta que lo sepan digerir. Porque mi tesis es que la semántica dará algún día a los sociólogos una formidable herramienta cualitativa para estudiar las sociedades, aunque la formalización científica de nuestra humana semántica (web o no) aguarde todavía en algún kilómetro futuro del túnel del tiempo.

Cuando digo 'científica' me estoy refiriendo a un tipo de ciencia distinta de lo conocido. Una ciencia acatadora de sus propias leyes, coherente y predictiva, pero distinta. ¿En qué?

La sociología actual coquetea con el rigor científico. El análisis del individuo es (cada vez en menor medida) individual, pero el análisis de un grupo o estrato social es esencialmente estadístico. No tengo objeciones lógicas (viscerales, sí) contra la estadística aplicada al individuo, pero ¿quién decide el universo de muestras antes y después de hacer qué experimento?

En otras palabras: ¿quién decide dónde termina y dónde empieza el fenómeno social? Una encuesta puede ser estadísticamente intachable, pero ¿cómo la leemos? Es más: ¿qué debemos entender por 'fenómeno', y cómo identificaremos uno? A primera vista, la atracción gravitatoria es más predecible que la asistencia a un oficio religioso, la tasa de divorcios o el porcentaje de abandono escolar. La distribución estadística de los colores de todos los cuadros abstractos del siglo XX podría informarnos de que el amarillo fue el color predominante, pero ¿nos induciría eso a clasificar las etapas pictóricas en términos de colores predominantes?

Puede parecer que exagero. Al fin y al cabo, existe el sentido común y, para una mayoría estadística de la sociedad, unas rutinas cotidianas y unas convenciones sociales. Habría que argumentar denodadamente para convencer a una agencia publicitaria de que los simpatizantes del amarillo se merecen un anuncio aparte, pero no tanto de que los perfumes femeninos tienen que ser esencialmente distintos de los masculinos. Hasta hace sólo una generación, el sentido común y, en muchos casos, una cómoda mansedumbre frente a los dictados de la moda han permitido a los sociólogos salvar la cara. Pero ahora existe Internet.

Si la sociología estudia las interacciones de los individuos, no hay mejor sitio que Internet para codificar esas interacciones y para dejar constancia de ellas. Ya sea en palabras, iconos, pinchazos o teclazos, todos degustamos ya cotidianamente el sabor dulce de "Tiene usted un mensaje" (de esa persona amada) y el amargo de "Error fatal - Rellene el formulario de nuevo". Todo en código ASCII. Registrable. Copiable. Interpretable. Utilizable.

Es verdad que en la comunicación cara a cara hay mensajes que no son fácilmente codificables. Pero para la sociología esos mensajes son individuales y, por lo tanto, irrelevantes. Todo lo demás está en Internet. Codificado. Clasificable. Procesable.

Sin embargo, además de ser una herramienta formidable para controlar la sociedad, Internet nos pone también en las manos la posibilidad de practicar la democracia directa. Sin calificativos. Un voto es un contrato en virtud del cual el ganador se compromete a cumplir las cláusulas convenidas (su programa electoral). Desde antiguo, nuestros representantes aseguran defender nuestros intereses, y hasta hace poco tenían una buena coartada para incumplir su palabra: no podían conocerlos en tiempo real. Ahora pueden.

Nuestros representantes de hoy luchan contra el futuro, y perderán. Querámoslo o no, la instantaneidad de las comunicaciones va a demoler los cimientos del viejo mundo y sustituirlos por otros radicalmente distintos. No sé si mejores, y sospecho que ese nuevo mundo no me va a gustar, pero eso es ley de vida.

Me consuelo pensando que, probablemente, lo que nunca va a cambiar es la distribución de ángeles y demonios. Puede que en el nuevo mundo haya menos ángeles, pero mucho más luminosos. Y también podría ser que, como ya sucedió en siglos pasados, los demonios tomen el control en grandes extensiones geográficas e incluso en largos periodos de tiempo. Pero, hasta el presente -y son ya muchos milenios- ni unos ni otros han conseguido ganar la batalla.

En fin de cuentas, nuestra capacidad para ser felices seguirá dependiendo de nuestra capacidad para conformarnos... o de nuestra energía para seguir buscando. Entre el clavel y la rosa, Su Majestad escoja.

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sábado, 13 de julio de 2013

Tolerancia

Había en París hace algunos años unas señales de aparcamiento que yo nunca había visto en ningún otro país. Cuando lean el texto que aparecía en aquellas señales, pocos viajeros se sorprenderán:

                  STATIONNEMENT TOLÉRÉ

Con independencia de lo que diga el pintoresco DRAE, la palabra 'tolerar' me sugiere inescapablemente la idea de que alguien se ha pasado de la raya: el tolerado. Centrémonos. Usted permite o no permite estacionar, pero si lo permite no me venga con monsergas.

Supongo que los que no pertenecemos a esta generación aprendimos ese verbo en nuestra infancia, como preludio de algún rapapolvos doméstico. En aquellos tiempos, "No te tolero que..." significaba con bastante aproximación que alguien poderoso estaba al límite de su paciencia. Era un grito de guerra, no una admonición. Por eso, cada vez que yo pasaba junto a aquella señal parisina de camino al trabajo sentía, en profundidades abisales de mi conciencia, que una Autoridad lóbrega, algún funcionario oscuro rodeado de archivadores descoloridos, me estaba perdonando la vida. Y, sutilmente pero que quede constancia, intimidando. Y además en francés, que es más rococó.

Al empezar a escribir esto no tenía ninguna intención de fustigar la grandeur. Fustigar lo galo no tiene mucho mérito, pero es que aquélla fue probablemente la última vez que interpreté la palabra 'tolerar' en sentido negativo. En poco tiempo, se infiltró en nuestra sociedad (empezando, naturalmente, por sus medios de comunicación) un nuevo dogma apostólico posmoderno: la tolerancia. La conciencia de que, si alguien piensa sinceramente que Menganito es un miserable, tiene libertad para decírselo a la cara excepto si Menganito es negro, homosexual, discapacitado, transexual, menor, nacionalista, mendigo, laico, inmigrante o Menganita. O sea, casi siempre.

He oído rumores (probablemente, en algún telediario) de que estamos en la era de la libertad sin restricciones. Yo siempre había creído que mis derechos terminaban donde empezaban los de los demás, pero cuán equivocado estaba. En un mundo tan políticamente exquisito como el nuestro, la libertad de los demás empieza precisamente donde termina la mía. Me explico: uno está tranquilamente en su terraza tratando de no perder el hilo de sus pensamientos, y de repente una voz humana como de subasta de pescado lo jalea enérgicamente para que aplauda a unos delfines. Como lo leen. A ojo de buen cubero, los delfines de marras están como a dos kilómetros de mi terraza y, aun así, no puedo evitar la sensación de que el portador de esa voz está en mi propia casa, a pocos centímetros de mi oído.

Me dirán que gritar en un lugar público no es para rasgarse las vestiduras. Es cierto, sucede desde los tiempos del hacha de sílex, y se terminará cuando salgamos del paleolítico. No importa mucho en la medida en que uno puede huir, aunque sea a costa de un disgusto con Lolita o de un camarero raudo que quiere cobrar la cuenta. Si yo no soy persona que soporte los gritos, el mundo ciertamente es muy ancho pero, en último término, me reconfortará saber que siempre puedo refugiarme en mi casa. Lo malo es cuando ya estoy en mi casa.

No terminaría nunca de relatar todos los episodios de mi enemistad con el ruido. Desde un perrito vecino capaz de ladrar las 72 horas completas de cada fin de semana hasta una galopada de niños permanente en el piso de arriba. Pasando, naturalmente, por el camión de la basura, las obras en la calle, las broncas del vecino, la música que traspasa los tabiques, los pitidos de los semáforos para sordos, la tabarra pastosa de los altavoces de los aeropuertos, las conversaciones con el móvil en el tren, la música ambiental a volumen de discoteca, los niños histéricos, las radios de los taxis, las máquinas de barrer supermercados, los acordeonistas junto al oído en las terrazas frente al mar, las sirenas taladrantes de las ambulancias o el volumen de las películas en los cines. Y, en el campo, los perros insomnes.

En estos lares en que vivo yo tenemos, además, unas cuantas fuentes de ruido autóctonas. Las fallas, por supuesto, más los festejos nupciales trasnochantes, la indescriptible Fórmula 1, las machaconas capoeiras de los jardines públicos, los jolgorios nocturnos a 200 dB en la Ciudad de las Ciencias (el lugar más apropiado, ¿verdad?), o la música ambiental del Mercadona. Tierra, trágame.

Tampoco tenía intención hoy de hablar del ruido, aunque es cierto que tarde o temprano tenía que salir. A trueque de que me envíen a un gulag, confieso no sólo que no soporto el ruido, sino que amo el silencio y los rumores de la naturaleza. Y, a trueque de tener que acarrear los pedruscos más gruesos del gulag, confesaré también, ya puestos, que no tolero que me toleren. Si alguna vez llego a ser una lesbiana coja de nueve años que mendiga limosna para la secesión de Uganda del Norte, por favor, no se molesten en tolerarme. Y, si son tan amables, sigan llamándome Ricky.

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domingo, 7 de julio de 2013

Las risas, las misas

Hacía poco tiempo que vivía yo instalado en Barcelona. Había oído hablar mucho de un grupo teatral que estaba teniendo gran éxito, y una amiga me propuso un día acudir a verlos. Así hicimos. El teatro era muy grande, y estaba completamente lleno. El grupo tenía un nombre extrañamente infantil que debió hacerme sospechar: El Tricicle. Eran tres mimos, y el espectáculo era cómico. Cuando por fin se apagaron las luces, se hizo un silencio vagamente religioso.

Entonces se levantó el telón. En el centro del escenario estaba uno de los tres componentes del grupo, de pie, quieto. Sonaron ya las primeras risas. Al cabo de unos segundos, el personaje se rascó una oreja. El público rompió a reír estrepitosamente. Lo que sucediera después no importa mucho porque, tuvieran o no gracia aquellos gags (en general, eran muy pueriles), era evidente que el público iba a reír de buena gana cualquier situación que les propusieran aquellos tres personajes.

Recordé entonces las películas españolas que veía de niño en el cine. Había en aquellos años unos cuantos actores cómicos que el público adoraba y que representaban siempre el mismo papel, siempre muy histriónico y gesticulante. Bastaba que uno de ellos apareciera en la pantalla para que el público estallara en carcajadas. Olvídese usted del humor inteligente. Aquello era un trato. Los espectadores habían ido allí a reírse, y les estaban dando la misma receta que les había hecho reír la vez anterior.

Para mí, el humor es inseparable del efecto sorpresa pero, como El Tricicle y José Luis López Vázquez me han demostrado, hay otro tipo de humor que consiste en repetir siempre las mismas 'gracias'. De nada. Cuando he dicho que en aquel teatro de Barcelona se hizo un silencio religioso, no estaba usando una metáfora. Tanto aquella representación como las películas de José Luis López Vázquez y Gracita Morales eran lo más parecido a una misa: los feligreses sabían previamente lo que iba a suceder, y querían estar todos juntos para compartir aquel guión previsible.

Supongo que no todos los seres humanos estamos hechos de la misma pasta. A mí, las misas fueron el motivo que más me empujó a abandonar la religión. La sola idea de que tenía que asistir a un espectáculo que había visto ya docenas de veces era disuasoria, y aquel desprestigio semanal de sus organizadores iba erosionando mi nunca muy arraigada fe. Nunca he entendido por qué unas personas pueden necesitar juntarse todos los domingos para repetir exactamente la misma representación. ¿No se aburren?

Hubo una época en que consideré seriamente la posibilidad de instalarme en Ibiza, y así se lo comenté a una amiga que llevaba muchos años viviendo allí. En uno de mis frecuentes viajes a aquella amada isla, vine a pasar una noche en su casa, que estaba en mitad del campo. Desde Santa Eulalia hasta allí había sólo unos pocos kilómetros, y la carretera serpenteaba plácidamente a través de un bellísimo paisaje. No teníamos necesidad de usar dos coches, porque ella debía acudir a la mañana siguiente a Santa Eulalia, de modo que me llevó por la tarde a su casa y me depositó al otro día en el mismo lugar en que me había recogido. Estábamos ya de regreso cuando el coche llegó a una bifurcación.

"¿No podríamos ir por la derecha, mejor?", sugerí yo, levemente angustiado.

"¿Por qué? Se tarda un poco más, y por la izquierda el camino es más bonito".

"Es que por ahí ya pasamos ayer", respondí yo. "Es por no repetir".

Mi amiga se echó a reír.

"¿Y tú te quieres venir a vivir a Ibiza?"

Tenía razón, y en aquel mismo instante yo abandoné mis fantasías de vivir permanentemente en una isla de quince por veinte kilómetros cuadrados.

Hay, pues, dos tipos de seres humanos. No entraré en juicios, aunque los hechos demuestran que hacer reír con receta es mucho más fácil que sin ella. Por eso mis humoristas favoritos han sido siempre los más imprevisibles: los hermanos Marx, Buster Keaton, Bugs Bunny.

Me dirán que los dibujos animados son el más repetitivo de todos los géneros, pero yo no lo veo así. El zorro perseguidor siempre termina laminado por algún yunque caído del cielo, pero el ingenio que despliega en cada ocasión para tender esa nueva trampa que, irremisiblemente, se volverá contra él es el ingrediente clave de esos guiones. Si Bugs Bunny fuera descubierto por su mujer con una coneja en la cama o la amante tuviera que esconderse en un armario dejándose el sujetador en la consola, creo que sus películas no me interesarían.

Pese a que todos la experimentamos con gusto, no es mucho lo que sabemos de la risa. Uno estaría tentado de clasificarla con el estornudo o el bostezo, si no fuera porque la risa tiene, además, un ingrediente mental que nadie ha sabido exactamente explicar. Según el psicoanálisis, reírse es la forma en que manifestamos el placer de la transgresión. La cultura es, por definición, represiva, y el humor sería la espita que nos aliviaría la incomodidad de esa camisa de fuerza. En algún recoveco de nuestros anhelos, una parte de nosotros siempre desea retornar a aquel pasado en el que todo nos lo daban hecho y nada estaba prohibido. Visto así, los paraísos prometidos por algunas religiones quizá no son más que una comedia que, supuestamente, algún día nos hará reir.

Que yo sepa, sólo hubo un filósofo que escribió sobre la risa. Me parece encomiable que los filósofos, esos seres narcisistas que se esfuerzan por convencernos de la seriedad de sus divagaciones, dediquen una parte de su obra al sentido del humor. Este en concreto se llamaba Henri Bergson, y mi curiosidad por la risa me ha llevado a leer algún texto suyo, concretamente El tiempo y el libre albedrío. Los filósofos tienen algo que para mí es fascinante: son probablemente los únicos seres humanos a los que se permite ser prepotentes, y cuya prepotencia es incluso premiada, en muchos casos, con una cátedra universitaria. En el caso de Bergson, además, con el premio Nobel.

La condición humana está llena de sorpresas. Pero yo no me dejo deslumbrar por los abalorios. Mis incursiones en la filosofía siempre han terminado, si no con carcajadas, sí con largos bostezos, y en algún momento, inevitablemente, termino regresando a Zenón de Elea. Sus aporías, ésas sí, me producen un placer mucho más estimulante -y más inquietante- que la risa.

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sábado, 29 de junio de 2013

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INT. VIVIENDA DE RICK - NOCHE

RICK, 12, abre la puerta de entrada. Aires vagamente clumsy. Es impaciente. despistado. No todo el mundo sabe cuándo bromea. Tal vez es miope, también. 

Entra el CAPITÁN PICARD, 61, de uniforme. Acaba de llegar del Enterprise, donde ha discutido con Data un dilema de física relativista perfectamente posible: entrar en una distorsión del espacio-tiempo: regresar al pasado: encontrarse consigo mismo cara a cara.

Rick y él se dan la mano. Sin pronunciar palabra, Picard se adentra en la vivienda y sale a la terraza. Camina lentamente, brazos en jarras. 

Hace sólo dos días ha sido la luna llena más grande del año. Noche de San Juan. 

EXT. PLAYA - NOCHE

Una multitud, en su mayoría jóvenes, llena la playa. Hay hogueras encendidas. Se oyen petardos. Una botella vacía abandonada junto a una farola.

EXT. TERRAZA DE LA VIVIENDA - NOCHE

Hay una hamaca tendida en un ángulo. En ella está tumbado POPEYE, 34, con las manos enlazadas detrás de la nuca. Es un dibujo animado. Mira las estrellas. Su pipa humea. Tal vez medita. 

INT. SALÓN DE LA VIVIENDA - NOCHE

CIRO, 44, escruta un mapa extendido sobre la mesa. 

                           CIRO
                     (hablando para sí)
                Veintitrés grados norte. Probablemente.  
                Y sólo océano. Océano...
                     (pausa)
                Necesitaremos, mínimo, cuatro metros 
                de eslora.

Oímos abrirse la puerta de entrada. Risas y voces de un grupo de personas en el rellano. Muy ruidosos.

INT. RELLANO DE ESCALERA . NOCHE

Un tipo rechoncho con una botella de Moet Chandon en los brazos espera que lo dejen entrar. Junto a él, tres chicas estrepitosas, vestidas provocativamente. Dos de ellas son travestis. La tercera está vuelta de espaldas, mirándose la caída de la falda sobre su trasero. Al volver la cabeza vemos que tiene cara de caballo.

                          TIPO RECHONCHO
                 ¿Cómo que no podemos entrar? ¿Vosotros 
                 sabéis quién soy yo?

                          RICK
                 Precisamente.

Rick cierra la puerta. No entran.

INT. SALÓN - NOCHE

Una taza de café se levanta de la mesa -cincuenta centímetros- y se inclina. En su borde aparece la marca de carmín de unos labios. Rojo intenso. El nivel del café desciende. Es la MUJER INVISIBLE, 28. Poco se sabe de ella. Todos sospechamos que está desnuda.

Rick levanta un brazo para detener las conversaciones. Todos callan.

                            RICK
                 Os preguntaréis -o no- por qué 
                 os he invitado aquí hoy, esta noche... 
                        (medita unos instantes)
                 Yo mismo no lo sé. 
                        (carraspea)
                 Ha sido como parpadear. 
                        (parpadea)
                 O como estornudar.

Se acerca a la mesa, se sirve un centímetro de Glenlivet y enarbola su copa.

                            RICK
                 En cualquier caso, creedme que 
                 celebro vuestra presencia. ¡Salud!

Moja sus labios en la copa y deja caer el brazo sin derramar el líquido. Milagro. Lentamente, sus ropas se comprimen contra su cuerpo. Sin duda, es la Mujer Invisible, abrazándolo.

(Continuará).


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miércoles, 26 de junio de 2013

Por si alguien quiere

Uno no habla para que lo escuchen. Abrigamos íntimamente la ficción de que nos comunicamos mediante el lenguaje, pero no es exactamente así. Uno no habla o escribe para que el otro se entere. Uno habla o escribe por si alguien se entera. El empeño por hacer llegar el mensaje es el coste de la lucha del ser humano contra la soledad. A veces hay comunicación, y sin duda por eso luchamos. Pero en el camino que conduce a ese feliz evento hay varias etapas.

Primero, expresar bien. Nadie nace enseñado, y muchos, quizá la mayoría, mueren no aprendidos. Todos tenemos a mano un amplio repertorio de ideas adquiridas con las que alimentar la ficción de ser escuchados. Con los años, sí, uno tiende a discernir entre las ideas-moneda y las que reflejan la realidad, pero es un proceso lento.

Ese proceso puede ser -o no- más rápido si nos esforzamos -o no- por perfeccionarlo. No estoy hablando sólo del lenguaje verbal. Otras formas de expresión del ser humano llegan en mayor o menor medida a sus destinatarios, dependiendo de la apertura o cerrazón frente a las convenciones sociales. Y no estoy hablando sólo de música o pintura. Entre decir que la manzana se ha caído del árbol y decir que la masa de la manzana está sujeta a la fuerza del campo gravitatorio media un trabajoso proceso de replanteamientos, de insistencia obsesiva y, cuando la chispa finalmente salta, de formalización.

¿Por qué perfeccionar? Mejor dicho: ¿por qué hacer el esfuerzo de perfeccionar? Hay dos respuestas a esta pregunta. Una, porque la vida empuja a uno por ese callejón, tal vez para alcanzar otras metas. Escribo poesías para que Lolita se enamore de mí. Aprendo a redactar artículos del Boletín Oficial del Estado porque aspiro a ocupar un puesto en la Administración.

Dos, porque aprender, descubrir, elaborar, romper moldes me hace feliz y necesito ser feliz. Los niños inventan historias y personajes sin esperar recompensa. Es como estornudar o parpadear. En algún momento, ese impulso espontáneo se amortigua. Las convenciones son la llave que nos abre la puerta a la sociedad, y también necesitamos rodearnos de un mundo comprensible, aunque sea a trueque de llevar una vida convencional.

Cuando somos niños, los animales pueden ser mitológicos. Las hidras pueden tener muchas cabezas, y los centauros pueden ser al mismo tiempo hombre y caballo. Cuando la realidad nos muerde y nos obliga a prestarle atención, el niño se deja la mitología por el camino. Tiene algo la realidad real que puede más que la fantasía.

No siempre, sólo casi siempre. La naturaleza ha dotado a las mujeres de capacidad para competir con los varones, pero también ha moldeado su cuerpo y su mente para la maternidad, y esa dualidad no siempre se resuelve a gusto de su poseedora. La naturaleza es mitológica. La realidad, no. Al menos, a escala macroscópica.

Tampoco todos los adultos son felices habiendo relegado la curiosidad infantil al baúl de los recuerdos. Hay quien se conforma con las fantasías colectivas, y hay quien no. Para estos últimos, el camino puede estar sembrado de abrojos, y puede terminar conduciendo a una cima o a una sima. En la historia del mundo ha habido de todo. Cole Porter saboreó las mieles del éxito, pero John Kennedy Toole se suicidó porque nadie publicaba su novela.

En cualquier caso, seguid mi consejo, infortunados humanos mitológicos: no abandonéis nunca a la madre que lleváis dentro, si la reconocéis como propia. No reneguéis nunca del niño que lleváis dentro, si os reconocéis en él. Sin la felicidad de ellos, la vuestra es imposible.


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lunes, 22 de abril de 2013

Un fin de semana

Viernes

Leo en Yahoo! Finance que un tal Douglas Rushkoff acaba de publicar un libro llamado Present Shock. Según él, en los años 70 se hablaba con aprensión de un futuro en el que la tecnología avanzaría tan aprisa que las personas no podrían seguirle el ritmo. Treinta años después se comprobó que aquellos temores eran proféticos, como puede atestiguar cualquier sufrido penitente a quien se le haya estropeado alguna vez el teléfono móvil, o que haya intentado localizar por Internet la dirección de su dentista. De haber sido consciente del grado de estulticia de la mayoría de la Humanidad, yo mismo habría creado una empresa de diseño de interfaces y me habría forrado. Es bueno ser exigente con uno mismo, pero pensar que todos los demás lo son es pernicioso.

Según Rushkoff, ese estado de comunicación casi permanente con otras personas nos mantiene frenéticamente atados al presente. No nos deja tiempo para pensar, o para planificar. Los adictos a Twitter o a Facebook viven a ritmo de controlador aéreo. Nos los encontramos absortos en la pantallita de su smartphone en los andenes del metro, en los asientos del autobús, en el interior de los automóviles cada vez que un semáforo se pone en rojo, e incluso caminando por la calle, totalmente ajenos a lo que sucede a su alrededor. En la Edad Media, el mundo era plano y se terminaba en Finisterre. En nuestros días, el futuro se mide en días y se acaba el próximo fin de semana.

En buena parte del mundo, los políticos parecen haberse abandonado también a esa corriente. Cada dos o tres meses, infaliblemente vaticinan la recuperación económica para el semestre que viene, probablemente conscientes de que dentro de seis meses nadie se acordará de sus predicciones y podrán repetirlas con el mismo aplomo fingido. Nadie en el poder parece inclinado siquiera a replantearse los fundamentos de nuestro sistema económico o monetario. ¿Acaso podría resultar que, ejem, el motor se gripa cíclicamente y convendría cambiar de modelo? Los políticos silban a los pajaritos, como si no fuera con ellos. Quién sabe; quizá peco de optimismo, y en realidad sus cuatro o cinco neuronas no dan más de sí.

Sábado

Excepcionalmente, me subo a un transporte público para ir al centro. Es sábado, son las cinco de la tarde y el autobús va lleno. Esto sí que no me lo esperaba. Tendré que ir de pie, cosa que detesto. Como el centro de gravedad está a una altura proporcional a la estatura, el mío está bastante más alto que el de los demás pasajeros, y en las curvas tengo que hacer esfuerzos atléticos para que los vaivenes no me desprendan de la barra. Y qué vaivenes. El conductor parece totalmente insensible al cargamento que transporta. Con un tono de familiaridad que recuerda al de un pastor conduciendo su rebaño, nos apremia a avanzar hacia el fondo, que según él está totalmente vacío, pero que en realidad es intransitable y está ocupado por un minizoológico de turistas de todas las edades y varios cochecitos de niño.

El conductor, además, nos tutea. Este hombre, pienso, debe ser comunista. Me recuerda a una conductora de autobuses con cara de bulldog que conocí en la antigua Yugoslavia. Y no sólo a ella. De hecho, me recuerda a todos los funcionarios con los que llegué a cruzarme en los países de la extinta Unión Soviética o en Cuba o, sin ir más lejos, a algunas enfermeras de la Seguridad Social española. En los países comunistas lo normal era encontrarse con gente así. Burócratas de gulag, para quienes los seres humanos somos siempre masa, incluso considerados de uno en uno.

Domingo

Paseando por una calle céntrica, veo a mi derecha un establecimiento de comida rápida. Mi mirada recorre fugazmente los letreros que invitan a entrar en él para consumir pollo asado en bandejas de plástico. Uno de aquellos textos se queda flotando una fracción de segundo en mi retina, y donde dice "Banquetazo para dos" yo creo leer "Braguetazo para dos". Me río interiormente, y se me ocurre que sería un buen título para un cuento.

Por ejemplo. Luciano y Luchino son buenos amigos. Por un azar de la vida, conocen en la recepción de un hotel a la marquesa de Serenghetti y deciden conquistarla. Todo parece indicar que la marquesa tiene mucho dinero, y ninguno de los dos amigos está dispuesto a renunciar a las mieles del triunfo. Echan una moneda al aire para decidir si cara o cruz, pero la moneda se queda atrapada entre las ramas de un árbol. La suerte ha decidido por ellos: tratarán de compartir a la marquesa.

Pero la marquesa, que está casada con un achacoso barón de bigote cano, se enamora sólo de Luciano. Luchino los acompaña a todas partes con el consentimiento de ella, que encuentra a Luchino caballeroso y elegante. Luciano, en cambio, es vulgar. Cuenta chistes verdes, come patatas fritas en el cine y da palmaditas en el culo a la marquesa mientras la pasea por el parque de atracciones. Pero así es el amor.

Se acerca el verano, y la marquesa se dispone a emprender un crucero de lujo con su marido, como todos los años. Esta vez visitarán Santorini, Mikonos, Rodas y la isla de Lesbos. Con su habitual generosidad, la marquesa invita a los dos amigos al crucero, con el propósito de encontrarse clandestinamente con Luciano por las mañanas, mientras su marido juega al bridge. Los dos amantes apenas pueden esperar. Mientras el velero se aleja de Civitavecchia, Luchino oye ya en el camarote contiguo el traqueteo de la litera y los gemidos de amor de la marquesa en brazos de Luciano. En ese momento decide asesinarlo.

Entre tanto, Luciano y la marquesa han decidido asesinar al barón. Una vez enviudada, ella cobrará la herencia y se instalará con su amante en la mansión de la Toscana. Sólo falta encontrar la ocasión. Mientras el barco navega hacia Santorini, los dos amantes discuten el plan. Lo más fácil, naturalmente, será empujarlo por la borda al anochecer. Después, esperarán quince o veinte minutos antes de dar la alarma. Esa misma noche podrán ya hacer el amor hasta el amanecer.

La estrategia de Luchino consistirá en hacerse amigo del barón y, a una hora en que los amantes estén desfogando sus pasiones, buscar algún pretexto para que el barón acuda al camarote y los pille in fraganti. Tiempo atrás, la marquesa le había revelado que su marido llevaba siempre consigo un revólver cargado, con el que Luchino confía en que el barón lavará su honor... y le dejará a él vía libre.

Mientras el timonel avista en el horizonte la costa de Creta, Luchino interrumpe repentinamente la partida de bridge y se lleva las manos al estómago. El barón se ofrece para llamar al médico de a bordo, pero Luchino le explica que aquel dolor sólo se calma con unas pastillas de magnesia de Manchuria que el barón guarda en su botiquín personal, en el camarote. Caminando encorvado a causa del fingido dolor, Luchino lo acompaña por los pasillos. Cuando comparezca como testigo en el juicio, dosificará su testimonio para que sentencien al anciano barón a diez o quince años de cárcel. La marquesa será suya para siempre.

Cuando la marquesa descorre el pestillo y deja pasar a su marido, sus cabellos aparecen revueltos y ella, en camisón, jadea ligeramente, pero Luciano ha conseguido esconderse a tiempo, y el barón ni siquiera parece sospechar nada. "Hoy me duele la cabeza, Hans", dice ella. "Descansa, querida. Luchino y yo estamos en la salle des loisirs, jugando al bridge". En el mar, hacia el este, las laderas oliváceas de Sfinari desaparecen lentamente, enturbiadas por la calima.

Esa tarde, en la toldilla de babor, la marquesa y su marido fuman en sendas tumbonas aguardando la hora de la cena. La temperatura es deliciosa, y ella invita al barón a acodarse en la borda y contemplar la puesta de sol. Pero la cubierta está resbalosa y, apenas se ha incorporado, el barón pierde el equilibro y cae, fracturándose el fémur. Habrá que esperar. A la mañana siguiente el velero atracará en Santorini, y el barón podrá ser ingresado en un hospital. Entre tanto es trasladado a la enfermería, donde ella, desoyendo las instrucciones del médico, le administra una dosis triple de sedante.

En el camarote contiguo al de Luciano, Luchino cree volverse loco. Sus planes han fracasado, y a pocos centímetros de su oído la anhelada marquesa se abandona al placer con desenfreno entre los brazos de su amigo. No consigue dormir. Se levanta, y sale a fumar a la cubierta.

"¿No puede dormir, señor?", dice entonces una voz a sus espaldas. Es uno de los camareros del restaurante. "Tal vez yo pueda ayudarle". "¿De qué me está hablando?", responde Luchino. "Tengo ojos  y oídos, señor". Luchino empalidece. "Por diez mil libras esterlinas, la marquesa puede ser sólo suya". "Eso es mucho dinero", acierta a decir Luchino. "Quizá la señora marquesa podría... hacerle un préstamo. Estoy seguro de que usted no tendrá dificultad para devolvérselo". En la negrura de la noche, Luchino se lo queda mirando.

Al amanecer, la sirena de una ambulancia asciende por la escarpada ladera y se pierde entre las casas blancas de Firostefani. De pie en el muelle, Luchino y Luciano la miran desaparecer y hacen una seña a uno de los taxis aparcados a pocos metros de distancia. Sobre la cresta del acantilado, orlada de fachadas diminutas como dientes de tiburón, destellan los primeros rayos del sol de junio, que emerge en aquel instante de la montaña.


Bajo el calor de finales de agosto, el sonido de las cigarras es ensordecedor. Luchino sale de la piscina y se envuelve indolentemente en un albornoz bordado con el escudo nobiliario de los marqueses de Serenghetti. Los cipreses se inclinan suavemente con la brisa, y la quietud del atardecer en la Toscana transmite a Luchino una serenidad balsámica. La necesita. Desde la ventana de la alcoba, abierta de par en par, las risas de la marquesa y un entrechocar de copas de cristal se confunden con las chocarrerías de otro hombre, que ríe con ella a carcajadas.

Luchino aprieta los dientes. Acaba de decidir asesinar al camarero.

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