miércoles, 2 de octubre de 2013

Zenón de Elea

El otro día comenté en uno de mis artículos la prepotencia de los filósofos en general y mi excepcional admiración por Zenón de Elea. A los pocos días, alguien -sin duda, un amante de la filosofía- me lanzó un comentario irreflexivo sin darse cuenta de que lo que en realidad estaba lanzando era un boomerang, como ahora veremos. Iremos por partes.

Mi comentarista empezaba clasificándome como enemigo de la racionalidad. El empeño de los filósofos por clasificar viene ya, como mínimo, de Aristóteles, cuyos escritos consiguieron detener el avance de la razón durante cerca de dos mil años. La medicina, por ejemplo, consistió durante siglos simplemente en establecer clasificaciones supersticiosas, explicándonos que el desequilibrio de ciertos humores nos había causado una pulmonía o que la fiebre o el dolor de cabeza tenían su origen en una disfunción del estómago, del corazón o del útero. Estoy seguro de que los curanderos, con su sabiduría empírica, sanaron a mucha más gente de la que asesinaron los médicos hasta bien entrado el siglo XIX.

Mi comentarista era, además, presumiblemente español y, por lo tanto, no hay que sorprenderse de que contemple el mundo en términos tribales: es decir, de amigos y enemigos. Me achacaba, en concreto, ser enemigo de la razón, simplemente porque en su catecismo filosófico las paradojas de Parménides y de sus discípulos los llevaban a conclusiones 'metafísicas'. Pero olvidémonos de mi comentarista.

Las paradojas de Parménides eran más intuitivas que razonadas, y reflejan ya la pereza mental que todavía aflige a los filósofos desde hace tres mil años, a causa de la cual, al alimón con los teólogos, no han dejado de perder terreno siglo tras siglo en favor de las ciencias experimentales. Parménides, pese a todo, no andaba muy desencaminado, como demostró después su discípulo Zenón con mucha mayor claridad de ideas.

Pero olvidémonos también de las borrosidades semánticas de Parménides. Las dos paradojas más lúcidas de Zenón hacen referencia al movimiento de una flecha y a una carrera imaginaria entre el veloz Aquiles y una parsimoniosa tortuga. Si la flecha lanzada por el arquero recorre una distancia, nos dice Zenón, en un instante cualquiera de su recorrido la flecha estará o quieta o en movimiento. Si en cualquier instante que escojamos la flecha está quieta, ¿cuándo se mueve? Pero si en cualquier instante que escojamos la flecha está en movimiento, no estará ya ocupando un punto, sino un espacio extenso, y para poder identificar un punto en ese espacio extenso tendriamos que suponer que en un instante cualquiera caben otros instantes, lo cual por definición es imposible.

La segunda paradoja nos invita a imaginar una carrera entre Aquiles y una tortuga que parte con ventaja. Suponemos, claro, que tanto el corredor como la tortuga se mueven sin parar. Cuando Aquiles llegue al punto en que ha echado a andar la tortuga, habrá transcurrido cierto tiempo, y en ese tiempo la tortuga habrá conseguido avanzar un poquito. Le quedan todavía a Aquiles unos centímetros para dar alcance a su competidora. Pero, antes de conseguirlo, deberá recorrer la mitad de esos centímetros y, cuando los haya recorrido, la tortuga habrá tenido tiempo de seguir avanzando. El razonamiento se repite cuantas veces queramos, de modo que, por muchas mitades que se esfuerce por recorrer Aquiles, la tortuga siempre habrá tenido tiempo de avanzar y estará por delante de él.

Sin embargo, todos -Parménides y Zenón incluidos- sabemos por experiencia que, en la vida real, el corredor alcanzará a la tortuga. ¿Qué sucede exactamente en el punto en que ambos coinciden, antes de que Aquiles prosiga su triunfante carrera? Los matemáticos nos explican que ese punto es, simplemente, el límite de una suma de infinitos números cada vez más pequeños. Naturalmente, nadie puede computar una suma que, por definición, nunca se termina, pero en ciertos casos -incluido el de Aquiles- es posible demostrar matemáticamente que la suma no podrá ser ni inferior ni superior a cierto número, que los matemáticos llaman 'límite', o 'punto de acumulación'.

¿Quiere eso decir que Aquiles alcanzará a la tortuga? No. Eso significa solamente que las infinitas mitades que va recorriendo tienen un límite exacto al que el veloz corredor, sin embargo, nunca llegará. Véamoslo de otro modo. Supongamos que entre el punto de partida de Aquiles y el punto en que coincidirá con la tortuga hay una distancia de un metro. Si en lugar de sumar las mitades que Aquiles va recorriendo nos fijamos en los puntos que va alcanzando, veremos que primero llegará al punto medio, 1/2. En la siguiente etapa imaginaria habrá recorrido la mitad de la mitad que le queda por recorrer, es decir, llegará al punto 1/2 + 1/4. En la siguiente etapa llegará al punto 1/2 + 1/4 + 1/8, y así sucesivamente.

La secuencia que hemos empezado a construir es infinita, pero el valor 1 no pertenece a ella. Podemos aproximarnos cuanto queramos al número 1, pero nunca llegaremos a él, porque no hay ningún número 1/2 + 1/4 + 1/8 + ... que sea igual a 1. Esta idea, que en sí misma es genial, permitió a Newton y a Leibniz inventar el cálculo infinitesimal, y a Dedekind y otros matemáticos definir los números irracionales. Pero lo que en realidad hicieron estos matemáticos fue sustituir cada número por una sucesión infinita que se aproximaba infinitamente a él. Y, para no complicar las cosas, siguieron llamando 'números' a esas sucesiones. El número pi, por ejemplo, es un número irracional. Sabemos calcular exactamente cualquier decimal de pi, por diminuto que sea, pero no podemos construir un segmento de longitud pi, porque no sabemos cómo construir una suma de infinitos segmentos.

Volviendo a Zenón, pues, nos encontramos con que hemos definido un método en virtud del cual Aquiles se aproximará cuanto queramos a la tortuga sin llegar jamás a tocarla. Como Aquiles, lo quiera él o no, implementará ese método y, pese a todo, alcanzará a la tortuga, tendremos que pensar que en algún momento nuestro razonamiento ha fallado. Para que Aquiles alcance el punto de acumulación en que se encuentra la tortuga, algo no previsto tiene que estar sucediendo.

Por ejemplo, que en un instante cualquiera Aquiles -y, por consiguiente, la tortuga- no esté situado exactamente en un punto sin dimensiones, sino en una extensión más o menos borrosa del espacio. Esa extensión, sin embargo, no puede tener unos límites exactos, porque si los tuviera podríamos aplicar a los límites el mismo razonamiento de antes y Aquiles seguiría sin alcanzar jamás a la tortuga. El lugar que ocupa Aquiles tendría que ser fluctuante, o tendría que extenderse con mayor o menor intensidad a todo el Universo.

La mecánica cuántica, tal como la conocemos hoy, admite ambas posibilidades. La primera, porque conocer el lugar en que se encuentra Aquiles es imposible sin influir en la realidad de Aquiles, y la segunda, porque se ha comprobado experimentalmente que ciertas partículas están emparejadas entre sí con independencia de la distancia que las separe. Este último fenómeno, que los físicos llaman 'entanglement', es lo que Einstein, incrédulo, llamaba también 'spooky action at a distance' (sobrecogedora acción a distancia).

Pero también es posible que lo que sea borroso es el tiempo. Algunos físicos contemporáneos están cuestionando la uniformidad y la continuidad del tiempo, y es concebible que, a una escala suficientemente pequeña, la manecilla de nuestro reloj marque al mismo tiempo las 12.00 y las 12.01, o que salte de repente de una a otra posición sin que haya nada que suceda ni pueda suceder entre esos dos 'instantes'. Lo que Zenón y Parménides cuestionaban, pues, no era la realidad o no del espacio o del movimiento, sino la adecuación de nuestros esquemas para describir la realidad que nos rodea. Hubo que dejar atrás la nefasta teología, el medieval Aristoteles dixit y una larga saga de charlatanes filósofos para que la ciencia experimental terminase dando la razón a aquellos dos pensadores.

Yo aceptaría la filosofía si se limitase a emular a Zenón. Quiero decir, a descubrir contradicciones en nuestros modelos de la realidad. Pero que ningún charlatán filósofo eche las campanas al vuelo. Los conceptos, tanto si el que los define es un filósofo como si es un mecánico de automóviles, deben ser precisos e inequívocos, y hacer referencia a cosas verificables. Nunca he entendido lo que son las mónadas, el superhombre o la epistemología, ni lo que puede tener que ver el mundo con la voluntad, nunca he entendido la diferencia entre inmanencia y trascendencia y no tengo ni idea de lo que es la instanciación existencial, simplemente porque el significado de todos esos conceptos estaba sólo en la mente de quien los concibió. Otros después de ellos han creído entenderlos, es cierto. Pero también hay quien cree firmemente en la reencarnación, hay quien está convencido de que derramar la sal da mala suerte y hay quien está seguro de haber visto espíritus en casas abandonadas.

No están solos en su fe. La filosofía, esa larga tradición de delirios prepotentes, está con ellos.

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