miércoles, 11 de septiembre de 2013

Cataluña

Algún día tenía que ser. He tardado mucho tiempo en decidirme porque esperaba que, con el paso de los años, el mal sabor de boca se fuera convirtiendo en indiferencia. Pero las humillaciones son un tipo de situación que siempre me ha sublevado, y no espero ya que ese rasgo de mi carácter vaya a cambiar en algún futuro.

Mi infancia en Madrid no fue una bicoca pero, dentro de lo malo, tenía un aliciente que me dejó huella para bien. Eran los años de la inmigración -sí, esa misma que pobló la periferia de Barcelona para que los habitantes de Cataluña se ahorraran los callos en las manos y prosperaran como lo hicieron-. En mi colegio, en Madrid, casi todos mis compañeros provenían de alguna región de España, y yo desde niño me acostumbré a aquella variopinta fauna, que era algo así como un zoológico de regiones.

La diversidad, naturalmente, era de costumbres y formas de pensar. Madrid era por aquel entonces, dentro del aislamiento que atenazaba a España, un microcosmos cosmopolita. Sí, he dicho cosmopolita. Porque, en aquel melting pot de idiosincrasias regionales, uno crecía con una visión del mundo mucho más abierta que la de muchos, muchísimos españoles criados -y adoctrinados- hoy en alguna de las 17 Comunidades Autónomas.

Eran tiempos en que muchos padres evitaban hablar con sus hijos en la lengua local, con el bienintencionado propósito de ensanchar su horizonte para el día de mañana. Hoy esa forma de pensar está muy mal vista pero, qué quieren ustedes, a mí no me parece mal. España, tal como se concebía hace 40 años, tiene tras de sí una densa cultura literaria, histórica y artística. Deleznable, en algunos aspectos, pero sólida y, sobre todo, abierta al resto del mundo gracias, principalmente, a una lengua en común con otros muchos millones de habitantes de países lejanos.

El latín en Europa, el inglés en India o el pidgin en Africa han sido un excelente pegamento sin el cual una mínima cohesión social y cultural habría sido dudosa. Una cohesión enriquecedora, como sabrán perfectamente quienes se han comunicado en inglés alguna vez con habitantes de países muy diferentes al suyo.

No es que sea yo partidario de abolir las lenguas locales. Todo lo contrario. Siendo también niño, mis veraneos en un pueblo de Alicante me permitieron aprender de primera mano el valenciano, lengua que adoré durante muchos años... hasta que se estandarizó y se hizo prácticamente obligatoria. Qué le vamos a hacer. El valenciano que se hablaba en los pueblos me parecía maravilloso: chispeante, imaginativo y lleno de encanto. El valenciano oficial hoy, y el que enseñan a los niños en las escuelas, me parece sórdido y abominable.

No sé si en Cataluña ha sucedido algo semejante, aunque durante el tiempo que viví en Barcelona oí a algún catalán quejarse de las imposiciones 'Pompeu i Fabra'. Supongo que, si a día de hoy todavía no se han contagiado del paroxismo antiespañol, no se atreverán ya a decirlo en voz alta por temor al linchamiento.

He dicho 'antiespañol', sí. No 'catalanista'. Porque lo que quiero explicar hoy aquí es que el nacionalismo catalán, como los demás nacionalismos regionales de España, no se nutre de un ferviente amor a la patria local, sino de un odio cerval a ese ente más o menos ficticio que ellos llaman 'Espanya'.

Ha sucedido incontables veces a lo largo de la Historia: los enemigos unen. Desde los antagonismos entre pueblos colindantes hasta el fanatismo futbolero, la Inquisición, el ascenso del nazismo o la unidad frente a la Unión Soviética durante la Guerra Fría, la creencia -real o imaginada- de hallarse ante un enemigo 'diferente' ha cohesionado a los seres humanos mucho más que las más ardorosas proclamas patrióticas. Debe ser inseparable de la naturaleza humana.

Lo malo de esa cohesión es que, con demasiada frecuencia, es irracional. Y contagiosa: eso que habitualmente llaman 'psicología de masas'. Por supuesto, siempre subsistirán descreídos o rebeldes que no comulgan con ruedas de molino pero, rebasado cierto punto de histeria colectiva -por la cuenta que les trae- callan. Después de los trece años que pasé en Barcelona, tengo que decir que el nacionalismo catalán, tal como está planteado actualmente, me parece sólo borrosamente distinguible del nazismo.

No, no exagero. Déjenme explicarme.

Decidí instalarme en Barcelona a finales de los años 80. Yo por aquel entonces vivía en Suiza, y añoraba con todas mis fuerzas la luz mediterránea, la cercanía del mar y la alegría de las calles bulliciosas, con sus comercios abiertos hasta muy tarde y sus terrazas de bar soleadas en invierno. En pocas palabras: añoraba España y, por supuesto, encontraba a Barcelona mucho -muchísimo- más parecida a Valencia, Alicante o Cádiz que a París, Londres o Berlín.

Con una diferencia, que para mí fue decisiva: en Cataluña, la gente parecía más civilizada. Esta impresión provenía, en parte, de mis recuerdos de la mítica Barcelona de los años 70 y, en parte, de mi relación con catalanes que vivían o habían vivido fuera de Cataluña. El seny a secas me infunde aburrimiento existencial, pero combinado con la rauxa, esa veta provocadora, imaginativa y sensual, produce un tipo de personalidad absolutamente recomendable.

Mi visión de Barcelona como una ciudad realmente europea se reveló muy imperfecta. Acostumbrado a la eficiencia y seriedad de la Europa central -no digamos ya de la nórdica-, en Barcelona todo funcionaba fatal. Las reparaciones eran chapuceras, los plazos anunciados se retrasaban eternidades, las reclamaciones por productos o servicios defectuosos me robaban larguísimas horas y nunca servían para nada, y el piso que tuve el desacierto de comprar tenía unos tabiques completamente transparentes al ruido. En comparación, las gestiones que yo recordaba haber hecho en México DF habían sido mucho más eficaces (me estoy refiriendo a las empresas privadas; las gestiones de la Administración mexicana eran dignas del Kafka más tenebroso).

Con todo eso, mi imagen de Barcelona como una pequeña europa mediterránea se empezó a resquebrajar. Pero a esa decepción inicial vino a sumarse un ingrediente que, por aquel entonces, era todavía incipiente. Iré por partes.

Lo primero que me sorprendió cuando empecé a hacer vida social en Barcelona fue el comportamiento de las personas a las que era presentado. Todas ellas, sin excepción, seguían un patrón invariable, consistente en dos preguntas. La primera, "de dónde eres", y la segunda, "en qué barrio vives". Poco imaginaba yo, al principio, que aquellas dos preguntas tenían como único objetivo averiguar cuánto dinero ganaba. La primera era sólo un filtro: si uno respondía, por ejemplo, que era de Sevilla, se producía un estado de suspensión hasta que una eventual declaración de vivir en San Gervasio o en Sarrià lo redimía a uno de la sospecha de ser tercermundista.

Todo esto no lo supe el primer día, desde luego. Tardé años en percibir esa sutil, pero inequívoca y, con los años, creciente discriminación de todo aquel que no diera pruebas inequívocas de catalanidad. Al principio, era solamente molesto preguntar a alguien por una calle o una tienda y ser respondido en catalán. Al fin y al cabo, sucedía muy raramente. Una vez de cada veinte, digamos. Era molesto, pero tolerable.

Mi primera experiencia de esa actitud estúpida debió haberme prevenido, pero yo estaba todavía obnubilado por el sol y las tapas. Fue en un taxi. Cuando indiqué al conductor la calle a la que quería ir, el tipo empezó a pedirme aclaraciones en catalán. Aclaraciones innecesarias, porque yo conocía perfectamente el trayecto, y era tan sencillo como seguir la calle Muntaner en línea recta. Así se lo dije, pero él siguió haciendo patria, con el evidente propósito de demostrarme quién era quién. De modo que recogí el guante, y comencé a hablarle en alemán. Al principio, le daba sólo explicaciones sobre la calle a la que íbamos, pero cuando se me acabó la cuerda continué hablando de lo primero que se me ocurría. Algo así como "my tailor is rich", pero en la lengua de Goethe.

Creo que di en la diana. Al verse humillado por quien tenía que haber sido su víctima, el taxista exclamó: "senyor, la llengua que es parla a Catalunya es el català". A lo que yo respondí "na ja, aber wir sind in Europa, und eine Sprache die in Europa auch gesprochen wird ist die Deutsche Sprache". No paré de hablar hasta que el taxi llegó a su destino y se detuvo. Entonces el conductor me dijo "son duescentes pessetes, i si no vol, no em pagui". A lo que yo respondí (en alemán) "por supuesto que le voy a pagar; esto es un servicio, y usted ha cumplido". Explicablemente, quizá, su patriotismo no lo llevó al punto de rechazar mi dinero.

Protagonicé algún que otro incidente parecido, aunque no perseveré porque comprendí que enfadarme era seguirles el juego, y yo no tenía nada que demostrar. Sólo en una ocasión, en una oficina de relaciones con Europa, de la Generalitat -¡nada menos que en Las Ramblas, a pie de calle!- perdí los estribos y le pregunté al apesebrado de turno "do you know what a prick is?" "No", me respondió aquel hombre, muy a su pesar. "You are a prick", le espeté, justo antes de volverle la espalda y marcharme.

Entre mis amistades en Barcelona se contaba, por aquella época, una antigua amiga gallega que se había casado con un catalán simpatiquísimo y cumplidor (esa mezcla ideal de seny y rauxa). Yo estaba recién llegado a Barcelona e, igual que me había sucedido con el taxista, no percibí las señales de alarma. En un momento de sinceridad, mi amiga me refirió un día un comentario que le había hecho, sin reparo alguno, uno de los amigos de su marido: "tú has tenido mucha suerte casándote con un empresario catalán".

Toma ya. Mi amiga, resentida, exclamó a continuación "¡Es que nunca me aceptarán!" Tenía razón, pero yo todavía no quería escuchar. De modo que me compré un piso en el Ensanche y, algún tiempo después, me instalé en él.

En seguida comprendí que mis ilusiones europeístas no tenían nada que ver con la realidad. El comportamiento de mis vecinos tenía todos los ingredientes que yo detesto de los españoles... más uno específico. Me estoy refiriendo a esa capacidad de los catalanes para ignorar a quien no les interesa. La sensación que produce en el ignorado es la de ser transparente, y créanme que no es nada agradable.

Había en la calle Tuset un bar de copas al que yo solía acudir con unos amigos los viernes por la noche. Por si alguien no se sitúa, estoy hablando de uno de los barrios más pijos de Barcelona. El bar estaba -estará todavía, supongo- frecuentado por personajes de la cultura, no sólo catalana. A él acudía todos los viernes, más o menos a la misma hora que nosotros, el editor Herralde acompañado de sus acólitos, casi todos escritores de su propia ganadería. Dejando aparte el estado etílico permanente de alguno de ellos, que por pudor no identificaré, estuvimos acudiendo al mismo bar durante años. Ellos hablaban en ocasiones con mis amigos, pero ni una sola vez se dirigieron a mí. Y, si alguna vez yo intenté trabar conversación, la frialdad de las respuestas me disuadía de seguir intentándolo.

Esa sensación de transparencia, de no existir para otros seres humanos, me acompañó durante los trece años que viví en esa ciudad, agravada por la circunstancia de que rara vez alguien se molestaba siquiera en preguntarme si yo entendía el catalán. La respuesta habría sido "sí", pero eso no importaba. De lo que se trataba era de definir territorios, y estaba claro que yo tenía que quedarme fuera.

Todo eso para mí era incomprensible. En una ocasión, en Viena, recuerdo haber asistido a una cena con otras siete personas, una de las cuales no hablaba español. Y la cena, naturalmente, transcurrió en alemán, que no es precisamente la lengua que más fluidamente hablo. Pero es una cuestión de principios... y, por supuesto, de respeto a otros seres humanos que no le han dado a uno motivos para ser humillados.

Humillación es la palabra que describe exactamente cómo se siente uno en esas situaciones. "No seas así, hombre. Lo hacen sin darse cuenta", me han comentado alguna vez cuando menciono el tema. Puede ser. Pero en ese caso no entiendo por qué, estando cierto día en la terraza de un bar con varios peruanos, el camarero hablaba a los peruanos en español, y sólo a mí en catalán. ¿Me quería castigar por ser español?

A esa conclusión llega uno cuando la gota malaya termina agujereándole el cráneo. No hay nada patriótico en el nacionalismo catalán. El nacionalismo catalán es, simplemente, una caza de brujas, en virtud de la cual todo vestigio de cultura española debe ser erradicado. De la universidad, de la enseñanza media y primaria, de las guarderías, de los organismos oficiales, de las plazas de toros, de los rótulos de las tiendas y de las cajeras de los supermercados, en cuyo distintivo es habitual leer los apellidos López, García, Pérez o Martínez. ¿Era muy diferente la actitud de los nazis hacia los judíos en los años 30?

Nos vamos entendiendo.

La sociedad barcelonesa es una sociedad de castas, perfectamente definidas en función del barrio en que uno reside. Como en el resto de España, eso no significa que quienes viven en un barrio rico sean ricos. Ni mucho menos. Lo que importa, amigo, son... las apariencias. Recuerdo algunos casos cómicos.

Por ejemplo, una chica ostensiblemente pija que, preguntada dónde vivía -la pregunta inevitable-, respondió que en "Balmes con Ronda de San Pedro". La Ronda de San Pedro está muy próxima a las Ramblas y es, por consiguiente, un barrio de clase media-baja. Pero la mención de la calle Balmes es redentora, y el interpelante tiene así un pretexto para quedarse satisfecho de la respuesta.

La calle Balmes, por cierto, es horrorosa: fea, ruidosa y desarbolada. Pero tiene un efecto mágico en los interlocutores cuando uno afirma vivir en ella. A la postre, lo que realmente importa no es que uno tenga dinero, sino que viva en un barrio en el que se supone que tienes dinero. El buscón don Pablos sabía mucho de esto, y no era precisamente catalán.

Cierta amiga mía me hablaba muy a menudo, y con arrobo, de su casita cerca de La Bisbal, en el Ampurdán. Los árboles, los pajaritos, la naturaleza... Finalmente, un fin de semana, decidió invitarme. La 'casita' en cuestión era un chalet pareado, y debía de estar situado junto a alguna porqueriza, porque en cuanto uno abría la ventana por las mañanas era abofeteado por un violento olor a estiércol que venía de "la naturaleza".

Tal vez mi amiga, nacida en Cuenca pero ferviente conversa a la prepotencia nacionalista, no le daba importancia a esos detalles. Al fin y al cabo, en Cataluña hay una extraña fijación por los temas escatológicos. Nunca entendí la alegría que se encendía en los rostros cuando me explicaban las tradiciones del 'cagatió' y del 'caganer'. La cosa es tanto más curiosa cuanto que es prácticamente imposible hacer reír a un catalán con un chiste. Es más, en sociedad es de mal tono contar chistes. Si alguien tiene la osadía de atreverse a contar uno, la gélida acogida que recibe le advierte ya de cuál es el camino.

En fin, para qué seguir. Así fueron pasando los años y, con ellos, la asfixia de sentirse marginado en un mundo de seres, por definición, superiores a uno, no matter what. Sólo faltaba ya la imposición del brazalete obligatorio con la bandera española. Poco a poco fui comprendiendo que yo no tenía futuro en aquella ciudad. Todos los días alguien me recordaba, de una u otra manera, el pecado original de ser español. Las tiendas abrían el 12 de octubre, los colegios practicaban la inmersión lingüística contra viento y marea (incluso en los recreos), el teatro o las conferencias en español habían desaparecido del paisaje, y todo lo que uno habría deseado llamar 'cultura' estaba subvencionado para exaltar sin límite las glorias inefables de la Patria y el expolio a manos de los odiosos vagos y maleantes españoles.

Una noche, tras unas elecciones autonómicas, apareció en la pantalla de mi televisor un hortera llamado Carod Rovira proponiendo una ambiciosa alianza con un pijo llamado Maragall para 'consolidar' el nacionalismo en Cataluña.

En ese mismo instante decidí emigrar.

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

hautelw" No hay nada patriótico en el nacionalismo catalán. El nacionalismo catalán es, simplemente, una caza de brujas, en virtud de la cual todo vestigio de cultura española debe ser erradicado. ( . . . )¿Era muy diferente la actitud de los nazis hacia los judíos en los años 30?"

Vd lo ha descrito con un realismo estremecedor.

Pero . . . ¿cuantas personas aparte de Vd se han dado cuenta, se están dando cuenta de esta MACABRA REALIDAD ? Don Alejo Vidal Quadras, . . .y pocos más.

What next ?

Anónimo dijo...

Desde lejos, por lecturas y opiniones (y sobre todo por los hechos, que al final es lo más importante), siempre me ha parecido el nacionalismo catalán ( al igual que el Vasco, y sinceramente supongo que cualquier nacionalismo) una mezcla perversa de xenofobia y clasismo.

Por mucho que se empeñen en aparentar otras cosas, al final, siempre aparece ese "tufillo" indisimulable de prepotencia y narcisismo.

En fin, como decía aquel :"aunque la mona se vista de seda ...". O sea que, por mucho que lo disfrazen y revistan de el colmo de lo progresista y democrático, el nacionalismo no es más que una de las ideologías más reaccionarias, xenofobas y excluyentes que existen.

escéptico

 
Turbo Tagger