sábado, 13 de julio de 2013

Tolerancia

Había en París hace algunos años unas señales de aparcamiento que yo nunca había visto en ningún otro país. Cuando lean el texto que aparecía en aquellas señales, pocos viajeros se sorprenderán:

                  STATIONNEMENT TOLÉRÉ

Con independencia de lo que diga el pintoresco DRAE, la palabra 'tolerar' me sugiere inescapablemente la idea de que alguien se ha pasado de la raya: el tolerado. Centrémonos. Usted permite o no permite estacionar, pero si lo permite no me venga con monsergas.

Supongo que los que no pertenecemos a esta generación aprendimos ese verbo en nuestra infancia, como preludio de algún rapapolvos doméstico. En aquellos tiempos, "No te tolero que..." significaba con bastante aproximación que alguien poderoso estaba al límite de su paciencia. Era un grito de guerra, no una admonición. Por eso, cada vez que yo pasaba junto a aquella señal parisina de camino al trabajo sentía, en profundidades abisales de mi conciencia, que una Autoridad lóbrega, algún funcionario oscuro rodeado de archivadores descoloridos, me estaba perdonando la vida. Y, sutilmente pero que quede constancia, intimidando. Y además en francés, que es más rococó.

Al empezar a escribir esto no tenía ninguna intención de fustigar la grandeur. Fustigar lo galo no tiene mucho mérito, pero es que aquélla fue probablemente la última vez que interpreté la palabra 'tolerar' en sentido negativo. En poco tiempo, se infiltró en nuestra sociedad (empezando, naturalmente, por sus medios de comunicación) un nuevo dogma apostólico posmoderno: la tolerancia. La conciencia de que, si alguien piensa sinceramente que Menganito es un miserable, tiene libertad para decírselo a la cara excepto si Menganito es negro, homosexual, discapacitado, transexual, menor, nacionalista, mendigo, laico, inmigrante o Menganita. O sea, casi siempre.

He oído rumores (probablemente, en algún telediario) de que estamos en la era de la libertad sin restricciones. Yo siempre había creído que mis derechos terminaban donde empezaban los de los demás, pero cuán equivocado estaba. En un mundo tan políticamente exquisito como el nuestro, la libertad de los demás empieza precisamente donde termina la mía. Me explico: uno está tranquilamente en su terraza tratando de no perder el hilo de sus pensamientos, y de repente una voz humana como de subasta de pescado lo jalea enérgicamente para que aplauda a unos delfines. Como lo leen. A ojo de buen cubero, los delfines de marras están como a dos kilómetros de mi terraza y, aun así, no puedo evitar la sensación de que el portador de esa voz está en mi propia casa, a pocos centímetros de mi oído.

Me dirán que gritar en un lugar público no es para rasgarse las vestiduras. Es cierto, sucede desde los tiempos del hacha de sílex, y se terminará cuando salgamos del paleolítico. No importa mucho en la medida en que uno puede huir, aunque sea a costa de un disgusto con Lolita o de un camarero raudo que quiere cobrar la cuenta. Si yo no soy persona que soporte los gritos, el mundo ciertamente es muy ancho pero, en último término, me reconfortará saber que siempre puedo refugiarme en mi casa. Lo malo es cuando ya estoy en mi casa.

No terminaría nunca de relatar todos los episodios de mi enemistad con el ruido. Desde un perrito vecino capaz de ladrar las 72 horas completas de cada fin de semana hasta una galopada de niños permanente en el piso de arriba. Pasando, naturalmente, por el camión de la basura, las obras en la calle, las broncas del vecino, la música que traspasa los tabiques, los pitidos de los semáforos para sordos, la tabarra pastosa de los altavoces de los aeropuertos, las conversaciones con el móvil en el tren, la música ambiental a volumen de discoteca, los niños histéricos, las radios de los taxis, las máquinas de barrer supermercados, los acordeonistas junto al oído en las terrazas frente al mar, las sirenas taladrantes de las ambulancias o el volumen de las películas en los cines. Y, en el campo, los perros insomnes.

En estos lares en que vivo yo tenemos, además, unas cuantas fuentes de ruido autóctonas. Las fallas, por supuesto, más los festejos nupciales trasnochantes, la indescriptible Fórmula 1, las machaconas capoeiras de los jardines públicos, los jolgorios nocturnos a 200 dB en la Ciudad de las Ciencias (el lugar más apropiado, ¿verdad?), o la música ambiental del Mercadona. Tierra, trágame.

Tampoco tenía intención hoy de hablar del ruido, aunque es cierto que tarde o temprano tenía que salir. A trueque de que me envíen a un gulag, confieso no sólo que no soporto el ruido, sino que amo el silencio y los rumores de la naturaleza. Y, a trueque de tener que acarrear los pedruscos más gruesos del gulag, confesaré también, ya puestos, que no tolero que me toleren. Si alguna vez llego a ser una lesbiana coja de nueve años que mendiga limosna para la secesión de Uganda del Norte, por favor, no se molesten en tolerarme. Y, si son tan amables, sigan llamándome Ricky.

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