domingo, 30 de diciembre de 2007

La fórmula

¿Se puede resumir en una sola fórmula el problema más importante de la España actual? Voy a aventurarme: guerra de religión.

Tal vez la Iglesia católica se opuso durante demasiados siglos al progreso, y en 1978 era ya demasiado tarde. La religión adversaria renació de sus cenizas después de la Dictadura (bastaba con echar leña al fuego), y España es ahora, sociológicamente hablando, un país medieval desgarrado en dos facciones (de una misma ceguera nacional):

La Derecha

La Derecha española está acaparada por la religión católica, con la adición comensalista de la religión liberal. Quiero decir, que los liberales se agarran a las faldas de los católicos, no sé si por insuficiencia de medios, por acomplejamiento, por estrategia, o por mera conveniencia. La Derecha española es humanista, pero no cientifista: nunca lo ha sido. Saben polemizar (aunque no debatir), son doctrinarios y, naturalmente, se afilian a un pasado anterior a la cientifista revolución industrial. Están polarizados en dos ámbitos distintos de la vida social: los medios de comunicación, donde son valientes y argumentadores (aunque no explicativos); y los puestos políticos o de poder, donde se esfuerzan por aparecer como meros burócratas sin ideología.

Todos hablan, pero ninguno sabe realmente lo que piensa un ciudadano corriente. En su mayoría, por haberse criado en medios completamente desconectados de la religión izquierdista, no tienen ni idea de cómo es. A falta de otros esquemas (al menos, para compararlos con el suyo), son incapaces de concebir que los fieles de la secta adversaria no son como ellos: decimonónicamente honestos, y un poco solemnes.

La Izquierda

En España, la religión izquierdista es heredera directa de las religiones medievales: es una religión tejida en torno al odio. Es mucho más compleja que la Derecha, porque ese odio responde a una amalgama de consignas de distinto origen: las de los xenófobos, configurados por regiones, y las de los izquierdistas propiamente dichos, que son a su vez una amalgama de stalinistas, soi-disant ecologistas, revanchistas, rebeldes sin causa y, quizá en su mayoría, arribistas sin escrúpulos.

La Izquierda española es una secta cuyas contraseñas son los Enemigos: los EEUU, Israel, el Franquismo, la Derecha, y la Iglesia católica. Como las hormigas cuando entrecruzan antenas para averiguar si comparten hormiguero, buscan rápidamente en su interlocutor señales de aversión al Enemigo. Si las antenas no detectan un número de señales suficiente, malo. Hay incluso especímenes más autistas, que dan por supuesto que sus Enemigos personales son los Enemigos Universales, sin preocuparse siquiera por saber si su interlocutor ha comido siquiera alguna vez en su mismo hormiguero.

En esta fábula de insectos, no hay cosa peor que ser hormiga sin hormiguero. Todos tus interlocutores, hormigas medievales en fin de cuentas, te adscribirán invariablemente al bando enemigo.

La Izquierda española es una secta en cuya estructura de poder los arribistas se turnan con los sacerdotes. Tampoco la izquierda conoce a sus adversarios, pero sabe vapulearlos. Después de tantos siglos, están casi genéticamente adaptados al cultivo del Mal.


***
La religión derechista es mayoritariamente monoteísta, aunque devota de grandes santos seculares, algunos de reciente adquisición. Uno de esos santos es la Constitución de 1978. La Constitución de 1978, blanda y un poco idealista, era el significante de un pacto tácito. Los nacionalistas dieron su palabra de que se portarían como caballeros, y todos quisieron creerles. La Constitución, sin embargo, no se dotó de los mecanismos suficientes para asegurar ese pacto entre 'caballeros'. La Derecha y la Izquierda fueron en aquel momento muy idealistas pero, en cuanto tuvieron que gobernar, su deseo de poder fue más fuerte que sus ideas.

Todo esto es muy humano, y ni siquiera creo que haya mucho que reprochar a los redactores de la Constitución. Casi todos por aquel entonces estábamos asustados e ilusionados a partes iguales, y creo que la Constitución del 78 refleja muy aproximadamente esa instantánea de la historia. Inevitablemente, somos hijos de nuestro tiempo.

Claro que, precisamente por eso, las sociedades harían bien en aceptar un desafío muy conveniente para su supervivencia. Una sociedad que fomenta el desarrollo intelectual y humano de sus sujetos es el caldo de cultivo perfecto para la aparición de Newtons a hombros de gigantes. Quiero decir, de visionarios capaces de adelantarse a su tiempo, con una visión clara de la Historia y del ser humano, y en una estructura de poder que les permita prevalecer sobre los mediocres o los populistas. Ya sé que es mucho pedir. En la historia de la Humanidad, ese tipo de visionarios han sido muy contados. Pero precisamente por eso lo he llamado 'un desafío'.

He dicho antes que la Iglesia católica se opuso durante siglos al progreso. Y es cierto. Pero la Izquierda y, más en general, el conjunto de la sociedad española, también. Me refiero al progreso tal y como se entendía cuando no estaba contaminado por el catecismo izquierdista. El progreso en el sentido, digamos, protestante. En otras palabras, el respeto al esfuerzo personal, como fuente de dignidad, y al deseo de conocimiento, como fuente de enriquecimiento personal.

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jueves, 27 de diciembre de 2007

Caricaturas


Esta caricatura fue encontrada entre las ruinas de Pompeya. Representa a un político romano de la época. Nada más verla, nuestra memoria nos conecta automáticamente con el catálogo de imágenes que todos [los videntes] guardamos en nuestro recuerdo.
Pero esa conexión es, generalmente, vaga. A mí esta caricatura me recuerda a algún Papa, pero no sabría decir cuál. Si hago un pequeño esfuerzo, puedo recobrar de mi pasado otras memorias de cabezas parecidas, más o menos antiguas, pero deshilvanadas. Nuestra memoria visual no rebusca a través del tiempo, sino a partir de una colección de rasgos: es espacial, no temporal.
Muchas veces he tratado de desentrañar el secreto de las caricaturas. ¿Cómo es posible que una cara groseramente desproporcionada nos recuerde tan vívidamente un rostro real? ¿En qué piensa un caricaturista cuando empuña un lapicero y se enfrenta a una figura humana? ¿Cómo es posible encajar una nariz de boniato entre dos pómulos desmesuradamente altos sin perder la semejanza con el original, y cómo es posible que al hundir la barbilla para exagerar la curva del mentón no nos tropecemos con el cuello? A primera vista, podría parecernos una tarea sobrehumana analizar una caricatura en términos geométricos.
Y, sin embargo, eso es lo que hizo Susan Brennan en 1982. ¿Cómo? Veamos. Dibuja una cara normal (el promedio de todas las que puedas reunir), superpón a ella la cara que quieres caricaturizar, y mide en cuánto se desvían sus facciones de los rasgos 'normales'. Seguidamente, exagera esa desviación y empieza a dibujar de nuevo. El resultado será... una caricatura.
Entonces, ¿podemos deformar nuestro rostro de muchas maneras distintas sin que deje de ser 'nuestro' rostro? ¿Hacia dónde y hasta dónde podemos estirar nuestras facciones? ¿En qué punto se 'romperá' esa representación todavía nuestra para convertirse en la caricatura de otra persona?
No son preguntas baladíes. Los conceptos visuales son elásticos y, llegado un punto, se rompen. Siempre me ha fascinado ver, en las películas de dibujos animados, cómo un gato se convertía en un avión de hélice, un zorro quedaba aplanado por un yunque, o un feroz bulldog recorría una cañería de extremo a extremo como si estuviera hecho de chicle.
No todos los conceptos son igualmente elásticos. Un sonido admite infinitos timbres pero, apenas variamos su frecuencia, pierde su identidad. Un cuarto de tono es suficiente para darle a una nota color de blues o tristeza de soleares. El tictac acompasado de un reloj puede adormecernos, pero el goteo imprevisible de un grifo es capaz de disparar nuestra adrenalina hasta el punto de sacarnos de la cama en mitad de la noche.
Pero también es cierto que donde caben dos, caben tres. Bajo una lupa, una simple hoja de acacia se convierte en un paisaje, y movimientos tan triviales como ponerse de puntillas caben en un solo concepto... hasta que recibimos nuestras primeras clases de danza. ¿Dónde estaban antes todas esas sutilezas que ahora descubrimos? No importa. Nuestra conciencia puede analizar esos movimientos musculares que hasta hoy sólo conocíamos remotamente, o puede incorporar en su mapa mental las nervaduras más finas de una hoja, la ubicación de Uzbekistán o los cráteres de la Luna. Lo importante es que todos esos conceptos nuevos caben en el paisaje.
Conceptos inamovibles, y conceptos elásticos. ¿Podemos construir una teoría sobre el funcionamiento de nuestra mente a partir de estas dos ideas? Los mandarines de la lingüística, anclados todavía en una visión inmutable -es decir, medieval- de los conceptos, no parecen entenderlo así. Y yo no parezco ser capaz de convencerlos de lo contrario. De momento, la partida la ganan ellos.
Pero, para mí, está simplemente en tablas. Todavía.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Gould

Siempre me ha horrorizado la ópera. En mis oídos, la letra de los libretos interfiere groseramente con la música, y la impresión general que me produce la contemplación de una ópera es la de un espectáculo acartonado donde todo es falso.

Durante algún tiempo acogí con entusiasmo aquellos relatos de mayo del 68 en que grupos de estudiantes abucheaban ferozmente a los burgueses a la entrada de la Ópera. Y quizá, cediendo a la tentación simplificadora de la primera juventud, aquellos relatos me sirvieron también para construir mi propia mitología de izquierdas (porque el izquierdismo, en realidad, no es una ideología, sino una mitología). Con los años, sin embargo, aquellos estudiantes vociferantes terminaron ganándose bien la vida y acudiendo a aquella misma Ópera, elegantemente vestidos, a perpetuar las tradiciones de sus mayores. Nada nuevo bajo el sol.

Pese a todo, he intentado una y otra vez acercarme a su música. Y, una y otra vez, me he estrellado contra esa desagradable sensación de estar escuchando, o contemplando, un buñuelo de viento dramático, tan impostado como un culebrón. Una tarde, mi ex-amigo Vicente me dio a escuchar una grabación de cierta aria operística interpretada por una joven cantante. La música me seguía produciendo esa sensación incómoda de prenda de vestir que no le cae a uno bien, pero la voz de la cantante me emocionó. Y se lo dije. Para mi sorpresa, él me contestó "A mí lo que me interesa no son los intérpretes: es la música".

Le di muchas vueltas a aquella respuesta, porque Vicente era una persona cuya sensibilidad musical siempre admiré. Pero, a fuer de sincero conmigo mismo, la conclusión a la que llegaba era siempre la misma: a mí me interesan tanto los intérpretes como la música. Es más: para mí son inseparables. He escuchado versiones abominables de los Conciertos de Brandemburgo, y versiones sublimes de Shostakóvich (por ejemplo, la que estoy escuchando mientras escribo esto), y mi cantata de Bach favorita, Ich habe genug, nunca me ha vuelto a emocionar tanto como cuando escuchaba aquel disco de vinilo que hace años, en una de mis múltiples mudanzas, perdí para siempre.

Por eso me fascinan las grabaciones de Glenn Gould. Especialmente, las filmadas. Yo entiendo la música de Bach como la maquinaria de un reloj perfecto, tanto en su cadencia como en el juego de sus engranajes, y Gould la interpreta de una manera que se me antoja vagamente sufí, inaprehensible, nunca del todo romántica ni mística. Sin embargo, verlo inclinado sobre el piano vestido con una gabardina, en aquella silla dos palmos demasiado baja y levantando a ratos su mano izquierda para dirigir una orquesta inexistente es, lo confieso, un espectáculo apasionante.

Porque él disfruta con lo que hace, y sólo eso es ya, para mí, estimulante. En Barcelona abucheé una vez a Christian Zacarias, a quien sólo Friedrich Gulda supera como intérprete de Mozart, por tocar un concierto para piano con técnica perfecta y sensibilidad cero. Su mente aquella noche, sin duda, estaba en otro lugar. Él ya sabía que el público español come gato por liebre cuando se lo sirven sin huesos, y las tournées de un pianista son inacabablemente largas. ¿Para qué esforzarse más de la cuenta en las plazas de segunda?

Cuentan que, de niño, Glenn Gould hacía sonar las teclas del piano de una en una y dejaba las notas reverberar largo rato hasta que se extinguían. Años después, quizá en consonancia con ese mismo sentido del tiempo, Gould dijo de Mozart que aquel compositor no había fallecido demasiado pronto, sino... demasiado tarde. A diferencia de los otros grandes virtuosos, Gould no necesitaba practicar muchas horas diarias. Por lo visto, practicaba mentalmente, y con eso casi le bastaba. Detestaba los aplausos, y no siempre era fácil interpretar algo a medias con él. Además, para desesperación de los ingenieros de sonido, tenía la costumbre de tararear en voz baja las melodías mientras las interpretaba.

Aquel hombre estaba un poco loco, pero... qué necesarias son en el mundo muchas locuras como la suya: inofensivas, apasionadas, excéntricas, irreductibles. Cierto día, en un banco de una calle de California, un policía arrestó a Glenn Gould confundiéndolo con un vagabundo. Años después, la música de aquel 'vagabundo' navega todavía por el espacio estelar enlatada en un disco que la NASA embarcó, tiempo atrás, en la nave espacial Voyager. Probablemente, por los siglos de los siglos.

Así sea.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Las nuevas siete maravillas del mundo

Hace pocos meses, en Lisboa, en un acto específicamente organizado para tal fin, se declararon oficialmente las "Nuevas siete maravillas del mundo". Tras una encuesta, todavía abierta, en la que han participado más de 100 millones de personas, los ganadores han sido los siguientes:

· Las pirámides de Chichén Itzá, en la península de Yucatán. El centro político y económico de la antigua civilización maya, en cuyos altares, según las crónicas, se cometían atroces sacrificios humanos.

· El Cristo Redentor que corona el Monte Corcovado, en Rio de Janeiro. Pocos habitantes del planeta no habrán visto alguna vez su imagen, con los brazos extendidos, filmada a vuelo de pájaro desde un helicóptero.

· El Coliseo de Roma. Ante sus puertas, miles de espectadores se agolpaban para ver un espectáculo de gladiadores despedazados por leones. Veinte siglos de Historia lo han convertido en un decorado ideal para filmar películas románticas.

· El Taj Mahal, edificado por un shah en memoria de su difunta esposa. El shah, encarcelado años después, se consolaba (o se entristecía) atisbando el imponente mausoleo a través del ventanuco de su celda.

· La Gran Muralla China. Una psicosis de 6.700 kilómetros, para hacer frente a la amenaza del imperio mongol.

· La ciudad de Petra. En el corazón mismo del Oriente medio, entrecruzada por una red de canales y cisternas en la frontera misma del desierto.

· El Machu Picchu, colgado de las nubes más que de las faldas de los Andes. Símbolo también de una civilización desaparecida, y olvidada después durante trescientos años.


Con un buen grado de aproximación, pues, dado el tamaño de la encuesta, podemos deducir que esas siete maravillas democráticas representan de alguna forma los grandes valores espirituales de nuestro planeta, hoy. Pero ¿por qué valoran tanto esas piedras tantos millones de personas?

La encuesta no lo dice: habría que preguntárselo a los encuestados (y confiar en que ellos sabrían explicárnoslo). Pero a mí se me ocurren algunas conclusiones. Tres de las siete maravillas son ciudades. Chichén Itzá y Machu Picchu eran capitales de un imperio y, por lo tanto, símbolos de poder geográfico. Petra, en cambio, no fue más que una encrucijada de caminos: un gigantesco zoco, una ciudad-hipermercado.

Otras tres maravillas fueron también producto de respectivos imperios, pero por distintas razones. El Coliseo era el antecesor de los Mundiales de football, el Disneylandia de los romanos. El Taj Mahal, únicamente un mausoleo: la memoria y el amor de un simple ser humano, engrandecidos por la circunstancia de que ese ser humano era un emperador. Y la Muralla de China, tal vez un monumento a la paranoia, a la que los seres humanos tantas veces hemos sido arrastrados colectivamente.

Por último, el Cristo de Rio, con su cinematográfico predicamento, es un símbolo de fe. Y de poder, naturalmente. A mí me habría gustado que entre esas siete maravillas votadas hubiera alguna que rindiera culto a la razón humana, como la Torre Eiffel, la Universidad de Cambridge, la teoría de la relatividad o la fábrica en cuyo interior se ensambló la primera lavadora.

En resumen: dominación, riqueza, y fe en lo sobrenatural. Nada nuevo bajo el sol, pues. Parece que, pese a las acusaciones de materialismo que la denostan, la sociedad moderna sigue dejándose fascinar más por los delirios de poder, la sinrazón de las masas y los afanes de grandeza que por los ídeales científicos o los sentimientos humanos.

(Las siete maravillas del mundo de la Antigüedad, en http://rickymango.podomatic.com/)

miércoles, 12 de diciembre de 2007

El thriller

No soy un experto en thrillers, pero me apasiona el género. No entiendo por qué tiene que estar considerado como un género de segunda. La historia oficial de la literatura la deciden unos cuantos mandarines de la cultura, de esos que recortaron Madame Bovary para hacerla más "entretenida", que rechazaron el manuscrito de Cien años de soledad o que indujeron a John Kennedy Toole a suicidarse con un original de A Confederacy of Dunces pudriéndose en un cajón. Como bien dijo de Kafka la flirto-filósofa Hannah Arendt: "Mientras vivió, no consiguió tener un nivel de vida decente, pero ahora mantendrá a generaciones de intelectuales bien colocados y bien alimentados".

Digan lo que digan los mandarines, ciertas piezas del género negro me han apasionado tanto o más que muchos clásicos 'oficiales'. Las novelas de Raymond Chandler sobrevivirán a las de Jean-Paul Sartre, y en The Postman Always Rings Twice James M. Cain nos habla del destino con no menos fuerza que el Rasumov de Joseph Conrad en Under Western Eyes.

He llegado a la conclusión de que Raymond Chandler es intraducible. Muy a mi pesar. Mi primera novela fue un intento -fallido- de reproducir ese estilo de boxeador sintáctico que, probablemente, sólo es posible conseguir escribiendo en inglés. El idioma español es demasiado costumbrista, demasiado cómplice. Nunca ha sido una herramienta muy utilizada para ir al grano.

Con honrosas excepciones. Pero el Lazarillo de Tormes era demasiado autobiográfico, y La Celestina, excesivamente apasionado. Quevedo era sinóptico, pero retorcido. A Gracián le faltaba color e imaginación. Juan de la Cruz superaba a Chandler, por supuesto, en capacidad expresiva, pero en el ambiente espeso de una taberna no habría sido capaz de ver más que blancos corderitos. Juan Carlos Onetti se entretenía demasiado en las descripciones. Alfanhuí era una obra genial, pero alucinada. Y Emilia Pardo Bazán no sabía hacer caricaturas. Quizá el autor en español que más se aproxima a Chandler es Leopoldo Alas, con esa maravillosa Regenta en la que ninguno de los personajes sale bien parado.

Muchos años después de aquella novela mía fallida escribí Huracán, una de mis novelitas bonsai, aunque más como divertimento que con pretensiones literarias. O quizá era simplemente una evocación de Raymond Chandler, hacia quien, no sé exactamente por qué, tuve un momento de ternura aquel día soleado de julio en que una amiga me llevó a comer a un restaurante de Long Beach. Tal vez fue solamente por eso, por rememorar a Philip Marlowe, por lo que yo había decidido emprender aquel épico viaje desde Las Vegas hasta California, atravesando un desierto amarillo cadmio salpicado de Joshua trees.

Mientras, arrellanado en mi asiento de copiloto, esuchaba una y otra vez la música perfecta para acompañar aquella travesía: Buena Vista Social Club.

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jueves, 6 de diciembre de 2007

Almería

Sin que uno haga méritos, una mujer no se deja explorar así como así, sólo por el placer de descubrirla. Pero Almería, conmigo, se dejó. Después, vinieron otros que la violaron, y ahora Almería, como una anciana ricachona pero de carnes ajadas, ha perdido la lozanía que yo tuve ocasión de amar.

Fui afortunado. Había leído 'Campos de Níjar', de Juan Goytisolo, y los nombres de pueblos, ríos y cumbres que iba descubriendo en el mapa componían en mi fantasía un paisaje árido, ocre y entrañable que no me defraudó. Al concluir el viaje escribí esta pequeña poesía-resumen:

ALMERIA RADIOSCOPICA

Playa Negra.
Agua Amarga.
Balanegra.
Los Yesos.

Aguadulce.
Campohermoso.
Puebloblanco.
Tetica.

Fuente Amarga.
Guardias Viejas.
Piescolgados.
La Huelga.

Puertecico.
Abejuela.
Palomares.
Tabernas.

El Pocico.
El Estrecho.
Casa Mula.
Higueral.

El Cantal.
Los Lobos.
Los Alamos.
El Plomo.

Releyendo ahora los apuntes de aquel viaje, me encuentro con los siguientes bocetos de pueblos imaginarios:

- Un pueblo habitado solamente por guardias civiles, en cuyo centro se alza un edificio: el cuartel de los paisanos, que se encargan de mantener el orden.

- Un pueblo donde viven los perros más gordos del mundo.

- Un pueblo totalmente circundado de nopales, del que nunca nadie ha salido, y al que se ignora cómo se podría entrar (hubo varios intentos a lo largo de la Historia).

- Un pueblo donde todo es de oro, pero donde lo que vale es el agua. En las minas de agua, sus depauperados habitantes desarrollan técnicas ingeniosas para exprimir la tierra, siempre húmeda, de una ladera vecina.

- Un pueblo en el que no se observa nada anormal, excepto que todo el mundo come muchos tomates. Pero, cuando llegan las fiestas, sin saber de dónde, aparecen docenas de enanos y enanas que, junto con los niños del lugar, se visten de hada y ofrendan alfombras de tunas (higos chumbos) a la Virgen Descalza.

- Un pueblo de personas-camaleón, que se asimilan al aspecto del paraje. En primavera, la tierra es verde turquesa, y el mar, casi blanco. Sólo una gallina no cambia de color.

* * *

Todos esos pueblos eran imaginarios, y de ellos sólo dos se hicieron realidad (en mis cuentos). Pero también tomé apuntes de una población real, que por aquel entonces estaba deshabitada: Rodalquilar. En aquellos apuntes la describía como:

"Rodalquilar: un pueblo fantasma de calles inhabitadas con suelo de tierra. Una iglesia abandonada, un cuartel de la guardia civil abandonado. Ni rastro de vida. Al fondo, bajo una formación de montañas, una polvareda encarnada que se eleva hacia el cielo, como un incendio. Se asciende hacia ella por un erial de nopales y arriba, solos, dos hombres en mono azul horadan la meseta roja y rosa con ayuda de una máquina. Aún más arriba, en la falda del monte, unas instalaciones gigantescas, kafkianas, aparentemente en desuso."

He oído decir que Japón es un país cuyos habitantes han sabido conjugar el entusiasmo por las últimas tecnologías con un respeto exquisito a sus paisajes y al legado de sus ancestros. Os confieso que, en ese aspecto, me da envidia aquel país. Porque, si pudiéramos comparar los países con las mujeres, Japón sería una hermosa ingeniera que cultiva su inteligencia tanto como sus encantos. Mientras que España sería, simplemente, una puta barata.

domingo, 2 de diciembre de 2007

El hechizo del jabón de cocina

Puede que fueran imaginaciones suyas. Pero desde el día aquel en que, sonriendo dentífricamente ante las cámaras de una agencia publicitaria, había exclamado "¡Es mágico!" mientras su mano mostraba al público una pastilla cuadrada de jabón de cocina, cada día que pasaba se encontraba más guapa.

En el espejo que reflejaba su cara todas las mañanas, las patas de gallo se iban difuminando, y sus mejillas se hacían tersas y sonrosadas. Pronto no encontró ya canas que teñir. Las tallas de las faldas que se compraba eran cada vez más pequeñas. Por fin, cuando constató que sus pechos ganaban firmeza y –oh, milagro- empezaban a sostenerse otra vez solos bajo la blusa, comprendió que no era un sueño: estaba rejuveneciendo.

...

miércoles, 28 de noviembre de 2007

La tentación

Algunas tentaciones son muy difíciles de resistir. Una de las más adictivas es el poder. El poder es una droga de tolerancia cero. Como dijo Lord Acton, "El poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente".

Cuando hice el servicio militar, escribí con un bolígrafo esa frase de Lord Acton en la parte interior de mi gorra de soldado. Quería que fuera un recordatorio permanente lo más cerca posible de mi cerebro. Aún así, recuerdo haber experimentado extrañas sensaciones endorfínicas en algunos momentos singularmente unísonos de esos simulacros de desfile que los militares llaman 'instrucción'.

Y es que los seres humanos llevamos una bestia dentro que aprovecha la menor ocasión para irrumpir en nuestras vidas... y, lo que es peor, muchas veces también en las de nuestros vecinos. ¿Quién es capaz de razonar cuando la mujer largamente deseada, húmeda de deseo, se quita por fin la última prenda interior sólo para nosotros? ¿Quién piensa en la familia del mosquito mientras, en una madrugada ojerosa, estampa sádicamente el periódico contra la pared? ¿Quién ha vacilado alguna vez cuando, desde lo alto de la Gran Tribuna, ordenaba a la maquinaria del Estado exterminar a los disidentes?

La única cura que conozco contra esta última tentación es una democracia fuerte. Cuando digo 'fuerte', quiero decir repleta de mecanismos de contrapeso para evitar los abusos de poder. Parece fácil, pero no siempre lo es, porque hay un principio filosófico subyacente que no todas las personas parecen compartir: el ser humano tiene tentaciones. Y, en un sistema que garantice la convivencia de una sociedad, la resistencia a las tentaciones del poder no se puede encomendar a los individuos.

Me había propuesto no hacer comentarios sobre política en este blog, pero hoy tengo que hacer una excepción. Me ha indignado la campaña emprendida por el partido español Izquierda Unida (básicamente, el antiguo Partido Comunista y otras hierbas) contra el historiador Pío Moa.

A la izquierda nunca le ha gustado que le canten las verdades. Recuerdo que, estando yo en la Facultad, unos desaprensivos volcaron un día un bote de pintura azul sobre la cabeza de un catedrático. Él nunca había hecho el más mínimo comentario público sobre política, pero corría la voz de que había estado en la División Azul. El verano pasado, mi sobrina, que muchos años después estudia en aquella misma Facultad, me comentó que también ella había oído contar lo del catedrático aquel de álgebra que era 'un facha'. De pronto, recordé a aquel buen señor escribiendo larguísimas fórmulas de tensores en la pizarra, sin meterse jamás con nadie, y después el tumulto a la salida de clase, las exclamaciones de algunos alumnos y la imagen del Profesor Abellanas, más estupefacto que humillado, recubierto de pintura azul hasta los hombros. Entonces, tuve un arranque de inspiración: "Mira, Marta", repuse, "'Facha' es, simplemente, el que no es de izquierdas".

En ese momento comprendí que lo que realmente les molestaba a aquellos izquierdistas de salón no era tanto el que el Profesor Abellanas hubiera sido o no franquista, sino que se hubiera alistado voluntariamente para luchar contra el comunismo. La izquierda española actual olvida (voluntariamente) que no pocos de sus intelectuales proceden del franquismo (leed, por ejemplo, Yo tenía un camarada, de C. Alonso de los Ríos) pero, en fin de cuentas, el franquismo es únicamente un pretexto para victimizarse y cargarse de razón. Ahora bien, armarse con fusiles y obuses y tanques y aviones para combatir el totalitarismo comunista... eso no tiene perdón.

Porque la izquierda, como los enemigos de Galileo siglos atrás, siempre tiene razón. Y, al concluir la segunda guerra mundial, Europa cometió un gravísimo error: proscribió, con toda la razón del mundo, los partidos nazis, pero no puso objeciones a los partidos comunistas. E incluso les permitió investirse de un aura de respetabilidad. En los años 70, esa situación propició el nacimiento de los grupos armados Brigadas Rojas, Baader-Meinhof y, por supuesto, ETA. Y, en España, la aparición de una izquierda stalinista y maoísta que -como siempre ha tenido por costumbre- monopolizó la oposición al régimen de Franco.

De ahí que casi todos los libros prohibidos que yo leía en aquellos años fuesen, más o menos disfrazados de libros de Historia, libelos marxistas. Esos lbros forjaron la Historia 'oficial' de España, que ha perdurado casi sin objeciones hasta hace unos pocos años, con la aparición de Pío Moa. La propaganda izquierdista es muy efectiva, y reconozco que yo resistí bastante tiempo antes de ceder a la curiosidad y comprarme por fin uno de sus libros. Lo que leí allí me dejó estupefacto, sobre todo porque lo que decía Pío Moa yo ya lo sabía, aunque hasta ese momento no había querido reconocerlo.

En realidad, lo verdaderamente convincente de los libros de Pío Moa no es tanto lo que él 'dice' como las fotocopias de periódicos de la época que él reproduce en sus libros. Ante el documento facsímil, el lector no puede mirar para otro lado, y se ve forzado a reconocerlo: la izquierda española era violenta, ponzoñosa y totalitaria, ni un milímetro menos que la derecha nazi de la Alemania del III Reich. Peor, tal vez, porque no vaciló en liquidar a los que, al menos sobre el papel, eran sus aliados contra 'la burguesía' y 'el capital'.

Mi conclusión, esa que hasta entonces yo ya conocía pero que por sectarismo residual no había querido aceptar, fue clara: la II República española fue un desastre sin paliativos que conducía inexorablemente a la tragedia. Y la izquierda española, en particular, fue, con muy pocas excepciones, una mezcolanza de nazis rojos, anarquistas iluminados y -ya entrada la guerra civil- comunistas genocidas. Después de Pío Moa, el que lo niegue es, simplemente, porque no sabe leer.

O porque no quiere leer, que viene a ser lo mismo.

martes, 27 de noviembre de 2007

A merced del destino

Encaramado a duras penas en la copa de aquel sauce, acuclillado y aterido como una lechuza mojada, tuvo largas horas para pensar. En el cielo teñido de negro las estrellas se habían detenido, y el agua a su alredededor rugía como un dios recién liberado de un cautiverio milenario, deseoso de exprimir todas las nubes del Universo.

Desde su aparición ante la puerta del bar de Remedios pidiendo trabajo, Manolo se hacía llamar Rosendo. Ni siquiera ella conocía su verdadero nombre. Cosa comprensible, si tenemos en cuenta que, sólo una semana antes, Rosendo Herguijuela se llamaba Manuel Zanzón y era ministro de cultura. El autor intenta rememorar los acontecimientos que él mismo ha escrito, pero prefiere que sea su propio personaje quien los evoque. Así, tiritando en la copa de aquel árbol mientras aguarda a que amanezca, Zanzón recuerda el taller de pirotecnia de don Blas Oropesa tal y como lo ha visto por última vez: los estantes derribados, las probetas rotas, el suelo salpicado de líquidos de colores. Los pacifistas han puesto el país patas arriba, y en la desbandada gubernamental sus amigos del alma han desaparecido.

Vistas así las cosas, el cocodrilo que Remedios había visto aparecer en su bar sí tenía un significado, como ella oscuramente había sospechado. Pero no era un significado real, porque Remedios Raposo no es más que un personaje de ficción. Ella jamás habría podido imaginar que aquella aparición surrealista era una premonición de la llegada de Manolo, y se habría enfadado mucho si se hubiera enterado de que su vida -como la de su anhelado Manolo- existía únicamente dentro de una novela.

El lector me perdonará pero, aunque algunos personajes lo llamen de vez en cuando 'Rosendo', como él desea, yo voy a seguir llamándolo Manolo.

Así que, horas después de haberse puesto a salvo en aquella rama, Manolo vio amanecer. No estaba, pues, viviendo una pesadilla. Las nubes, probablemente exprimidas hasta la última gota por aquel dios vengativo, eran ya sólo algunos jirones desmechados, y los primeros rayos del sol eran para él, también, los primeros rayos de esperanza.

Lo cual es bastante literario. Ahora bien, Manolo, ahora que está saliendo el sol, descubre que está rodeado de agua hasta donde alcanza su vista, y va a ser difícil, incluso para un escritor, sacarlo de allí sin que la credibilidad de la historia se resienta. Para empezar, en cuanto sintió la tibieza de los rayos del astro rey, Manolo se desvistió y tendió sus ropas a secar en las ramas vecinas.

En lugar de arreglarlo, lo estoy poniendo cada vez más difícil. Ahora lo tenemos desnudo, desorientado, incapaz de echarse a nadar en aquellas aguas impetuosas y, probablemente, incluso resfriado. Pero es que, con la llegada del amanecer, Manolo repara en un detalle que, hasta ese momento, la oscuridad le había ocultado: trabado al tronco de su sauce por unas cuerdas providenciales, el sillón al que, sin saberlo, se había agarrado en los primeros momentos de la riada se balancea ahora allí amablemente, a impulsos de los rápidos. Está diciendo ocupadme.

De modo que esperó pacientemente a que sus ropas se secaran, se volvió a vestir, descendió por el tronco hasta el sillón, se sentó en él, lo liberó de sus ataduras y, con las cuerdas en la mano como recurso último, se dejó flotar corriente abajo hasta donde el destino, ese hado tan literario, tuviese a bien conducirlo.

lunes, 26 de noviembre de 2007

La riada

Sobrecogido por el estruendo de la riada, Manolo despertó. Durante varios minutos, todos sus movimientos fueron impensados. Gateando en la oscuridad, abandonó las sábanas y, girando la cabeza en todas direcciones, trató de orientarse. Su instinto lo empujaba hacia la ventana, que, a impulsos del río furioso en que se había convertido la calle, crujía azotada por ramas de árbol y tablas de muebles desencuadernados en vertiginoso descenso hacia el río Manzanares.

Cuando por fin localizó el vano del ventanuco, extendió sus dos brazos hacia los postigos en un gesto instintivo por contener el empuje del agua. Pero, apenas inició el movimiento, los cuatro goznes cedieron y la madera de la ventana reventó violentamente. Oyó el bramido de la corriente penetrando en la buhardilla, sintió la fuerza de la tempestad derribándolo como un pelele y, envuelto en un torbellino sin direcciones, sintió cómo era arrastrado escaleras abajo. Lo último que alcanzó a oír allá en lo alto fue el grito ahogado de Remedios despertándose.

Zarandeado por entre las mesas del bar, se ovilló como pudo y contuvo la respiración. Era como descender una catarata sin conocer el final. La furia del oleaje le abría los párpados, pero a su alrededor el universo era opaco. Durante una eternidad en que no existía ni arriba ni abajo, pensó que se había quedado ciego. Razonaba sólo a destellos. Por fin, su mano se agarró a un objeto más grande que él. Su cabeza asomó entonces a la superficie, y sus pulmones inhalaron aire desesperadamente. Estaba boca arriba. Allá en el firmamento, la luna y las estrellas volaban.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Nosce te ipsum

Por qué no decirlo. Para algunas cosas, soy torpe. Soy especialista en tumbar vasos llenos y en salpicarme las camisas con salsa de spaghetti. Y, como bricolador, soy un desastre.

Esto no es ni malo ni bueno. Cada uno es como es, y punto. Durante mucho tiempo sufrí por ello, pero ahora, cuando sucede, me proporciona incluso buenos ratos: me lo tomo con humor.

Pero, si reconozco mis defectos, ¿por qué no reconocer también mis virtudes? Respuesta: porque alguien podría interpretarlo como síntoma de arrogancia. ¿Arrogancia? Sí, Ricky: cuando uno proclama sus virtudes, está escenificando su sentimiento de superioridad.

Pisamos terreno pantanoso. Evidentemente, nuestro comportamiento en sociedad tiene unos límites. Pero, en la comunicación hablada, los límites objetivos sólo pueden afectar a lo que uno dice, no a lo que 'quiere decir'. Lo que yo digo es el florete. Lo que quiero dar a entender, la esgrima. Y la esgrima es, simplemente, un arte.

Cuando no se entiende esto, las sociedades caen en los clichés: lo políticamente incorrecto. No puedo decir 'un negro', 'un moro' o 'un maricón' porque estoy dando a entender que los considero despreciables. Por absurdo que parezca, debo decir 'una persona de color' (¿de qué color?; el negro es precisamente la ausencia de color), un 'magrebí' (¿llamaremos también así al fruto de la zarzamora?) o un 'gay' (en inglés, porque el equivalente español, 'gayo', sería... ejém, fonéticamente desconcertante).

Cuando una sociedad está contaminada de clicheísmo, los eufemismos no pueden estarse quietos. En el siglo XVII denominaban 'cámaras' a lo que mi abuelo llamaba 'excusado', mis padres llamaron 'retrete', yo conozco como 'wáter', y ahora, difuminadamente, se denomina 'baño' o 'aseo'. ¿Qué mejor prueba de que el paquete lo pone el hablante, y el envoltorio, el oyente?

No sé si existirá alguna sociedad que esté libre de tabúes. Unos se van y otros vienen, pero difícilmente desaparecen todos al mismo tiempo. El tabú de la desnudez, por ejemplo, ha ido cediendo poco a poco hasta llegar a su límite cuántico absoluto: los tangas de cordoncillo. Pero en Estados Unidos, cuando un jefe de recursos humanos entrevista a una candidata, tiene instrucciones de mirar siempre a un punto indefinido de la pared, tangencialmente a una de las orejas de la entrevistada. Ironías de la vida: así es precisamente como se comportan los musulmanes integristas, sus más enconados enemigos.

Probablemente, pues, los tabúes nunca desaparecerán de entre nosotros. ¿Habrá alguna razón fundamental? Tal vez los seres humanos, como nuestras palabras, estamos hechos tanto para agradar como para... agredir. ¿Será puramente casual la similitud fonética entre estos dos verbos?

sábado, 24 de noviembre de 2007

Guardar la ropa

La mañana hoy era soleada, espléndida. Sin pensarlo dos veces, me he subido a mi bicicleta y he paseado largo rato por la ciudad. Por las mañanas, el barrio del Mercado Central rebosa de animación, y los grupos almorzando en las terrazas de los bares devuelven a la ciudad ese sabor popular que yo creía perdido.

Desplazarse en bicicleta tiene muchas ventajas. En unas pocas horas puede uno, si lo desea, recorrer una ciudad del tamaño de Valencia, e incluso detenerse en una de esas terrazas el tiempo necesario para saborear un café. Por eso, casi siempre que exploro la ciudad en bicicleta descubro algo nuevo.

Hoy, muy cerca precisamente del Mercado Central, en una callejuela peatonal salpicada de librerías de lance, me ha sorprendido ver un espacioso local con un pomposo título: 'Museo de Cultura Contemporánea'.

Últimamente, aquí todo son museos. Doblas una esquina, y te encuentras con un museo. De qué, da igual. Desde que España es un país rico, los museos forman parte de la vestimenta de las ciudades. Bollullos del Marquesado: Museo de Alfarería. Villaconejos del Cerro: Museo del Esparto. Viveiros del Río: Casa-Museo del Orujo. Y así sucesivamente.

Naturalmente, a falta de publicidad todos estos museos de nuevo rico están siempre vacíos. No están hechos para fomentar la cultura, sino para presumir. Al gobierno de turno realmente se la da una higa que la gente tenga o no cultura. Al poder, lo que realmente le importa es que sus súbditos no se quejen. Por eso, los políticos viven obsesionados con la riqueza: crear riqueza.

Riqueza material, se entiende. Que no es otra cosa que comprar votos. Pero, ¿y la cultura? ¿Quién le agradece al gobierno la cultura?

Depende de lo que se entienda por cultura. Para mí, cultura es cultivar. Nunca me gustó el football, esa expresión máxima de la cultura popular contemporánea. Si hubiera tantos programas de radio y televisión dedicados a cultivar el mundo de los libros, las artes o las ciencias como a cultivar el mundo del deporte, quizá la riqueza material no sería el valor supremo de nuestra sociedad.

Pero la afición a los deportes no es una afición de individuos, sino de masas. ¿Cuál es ese placer inefable que proporciona el sentirse masa? Exceptuando alguna que otra excursión en autocar en mis tiempos adolescentes, siempre he sentido aversión por esa variante de placer, el más tosco de cuantos puede experimentar el ser humano.

Es que me aburro. Una vez averiguadas todas las combinaciones posibles de jugadas sobre un campo de football, ¿qué novedades puede aportar la contemplación de una de ellas? El football es un ajedrez para neanderthales. Algo así como sacar a pasear al perro y difrutar viéndolo correr, con la lengua fuera. Mí no comprender.

Esa supremacía de los valores de masa frente a los de individuo hace que el arte, e incluso la ciencia, sólo puedan formar parte de la cultura popular en tanto que fenómeno multitudinario. Los museos y salas de exposiciones se abarrotan de japoneses, de familias, de autocares de jubilados en visitas guiadas. ¿Realmente toda esa gente disfruta con las obras que se les muestra?

La respuesta, pese a todo, es 'Sí'. Pero para que un cuadro de Cézanne tenga tantos aficionados como un Sevilla-Bétis ha sido necesario antes transformarlo en espectáculo. ¿Qué espectáculo? La contemplación de un 'objeto decorativo'. Sin honduras ni sutilezas. Sin análisis ni síntesis. Sin resonancias históricas ni dramáticas. Sin cortocircuitos mentales. Simplemente, un objeto decorativo... demasiado caro para mi presupuesto.

Volvemos así al principio: la riqueza, como referente del status social. Desde esta perspectiva, ¿por qué interesarse por la literatura, la música o la pintura más que por un desfile de modelos?

El razonamiento es impecable. Y democrático: ¿por qué diablos -se preguntará usted- tendría que ser más trascendente el Stabat Mater de Pergolesi que unas bragas de Armani?

miércoles, 21 de noviembre de 2007

¿Bueno o malo?


El reciente descubrimiento de que es posible obtener células madre de la piel y, probablemente, de casi cualquier otro tejido, cambia radicalmente el panorama de la investigación genética. Para empezar, la manipulación de embriones no será ya necesaria, y los que consideran que un embrión de unas cuantas células es un ser humano podrán descansar -al menos, en ese frente- tranquilos. De hecho, el creador de la oveja Dolly ha decidido ya tirar la toalla y dedicarse a otra cosa.

Haya paz, pues. Pero, al igual que muchas otras tecnologías inventadas por el ser humano, esta podría tener consecuencias que superan nuestra imaginación actual. La pequeña Laxmi fue un lamentable error genético pero, provisto de una técnica sofisticada para moldear las células madre, cualquier biólogo podrá en el futuro crear variedades de la especie humana a gusto del consumidor. Podremos modificar nuestro aspecto exterior para parecer más atractivos, rejuvenecer prácticamente a voluntad, modificar la morfología de nuestro cuerpo para adaptarnos mejor a determinadas tareas o máquinas, o incluso, tal vez, desarrollar alas y aprender a volar. Y todas esas transformaciones serán reversibles.

Fuera bótox. Se acabaron los pechos de silicona y los calvos involuntarios. ¿Quieres causar impresión en la próxima fiesta de disfraces? Acude con rabo de demonio, con pelo de pantera o con cuerpo de centauro. Si eres alpinista o ejecutivo, hazte instalar un segundo corazón, por si las moscas. O, si te atrae más la vida bohemia, guarda un hígado de repuesto en la nevera y alcoholízate sin temor.

En la medida en que son, simplemente, instrumentos para conseguir resultados, las tecnologías no tienen color moral: simplemente, facilitan las cosas. Para bien o para mal. Una caja de fósforos nos ahorra muchas horas de frotar un palito contra una madera, pero una minoría de desaprensivos los usan para incendiar bosques. Por eso, una sociedad que quiera ser sofisticada nunca debe olvidar -sí, sí, leéis bien- el cultivo de la moral.

Porque el mal, como el bien, forma parte de los instintos humanos, y no se arredra ante la falta de tecnologías. Si no conoces el cemento, trenza hojas de palma; si en tu témpano no hay zapaterías, desuella una nutria. Antes de inventarse las armas de fuego, hubo que inventar la catapulta, el aceite hirviendo, el arco, la jabalina. Construir o destruir: siempre buscando atajos.

Pero para cada descubrimiento se necesita también una palabra. En griego clásico, por ejemplo, el arco se denominaba toxon. Por eso, los aficionados al lanzamiento de flechas reciben a veces el nombre de toxófilos. Os suena a otra cosa, ¿verdad? Efectivamente, hubo un tiempo en que las flechas estaban envenenadas, y su uso debió ser tan frecuente que el veneno llegó a ser simplemente esa sustancia con que se embadurnaban las puntas de las flechas. Cuando decimos hoy que una sustancia es tóxica, estamos rememorando sin saberlo aquella época en que nuestros antepasados se defendían, o atacaban, a golpe de arco.

Otro nombre con que se conocen los venenos es ponzoña. En francés y en inglés, poison. Curiosamente, esta palabra proviene del latín potio, que significaba bebida. De ahí, pócima, poción, e incluso el adjetivo potable. ¿Son, pues, las bebidas intrínsecamente buenas, o malas? Depende.
De hecho, pueden ser ambas cosas. Sobre todo en la Edad Media, en que, no habiéndose inventado todavía el chocolate, los dos ingredientes más fuertes de la vida eran... el amor y la muerte. No hay más que leer la Celestina. Por eso, en español usamos ahora la palabra veneno, que originalmente significaba 'brebaje de amor'.

Acordáos de esta etimología la próxima vez que veáis en el cielo brillar a... Venus.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Flaupassant

Como este blog es una especie de mensaje en una botella de un náufrago, me siento libre para escribir lo que me apetece. ¿Por qué un náufrago? Porque el barco en el que Ricky Mango navegaba zozobró hace no mucho tiempo, allá por los albores del siglo XXI. Ha sido un naufragio lento y previsible. El náufrago consiguió ganar la orilla de una pequeña isla, y desde ella otea todos los días afanosamente el océano virtual, en busca de buques de bandera amiga.

Pero Ricky Mango no tiene bandera. Arrió la bandera negra hace ya tiempo y ahora, como un antropólogo del siglo XXXVII extraviado en el túnel del tiempo, se contentará con los colores de cualquier estandarte que no sea convencional.

¿Qué quiere decir todo esto? En términos llanos: Ricky Mango busca los colores estimulantes de la transgresión, pero sólo encuentra anodinos grises de complicidad. Después de haber leído a Stendhal, ¿qué interés puede tener Javier Marías? Después de haber confraternizado con los espíritus de Alvar Núñez, de Jules Verne, de Alfred Kubin, de Chloderlos de Laclos o de Guy de Maupassant, ¿a quién podría importarle que Jorge Herralde se emborrache elegantemente, rodeado de balantes acólitos, los viernes por la noche en un bar 'exquisito' junto a la calle Tuset de Barcelona?

Pero todo esto era el introito. Lo que yo quería, en realidad, era hablar de Maupassant. Y de Flaubert. Algunos autores maliciosos han sugerido que Guy de Maupassant era en realidad hijo de Gustave Flaubert. La obsesión de Maupassant por las paternidades dudosas confirmaría, no sólo que lo era, sino que además lo sospechaba. O quizá, incluso, lo sabía.

Descubrí a Maupassant en 1984, en la cama de un hotel de Ginebra. Hôtel Lido. Rue Chantepoulet. En aquella cama, durante un mes, devoré uno tras otro varios libros de don Guy adquiridos en la librería Payot. Lo que don Guy describía en aquellas narraciones era, ni más ni menos, mi propia alma. Aquella pasión por el Mediterráneo y por los encantos femeninos, aquellas ansias de vivir, aquella fina pluma que describía como un óleo de Renoir la campiña francesa o como una composición de Caravaggio el mineral de las pasiones humanas resonaban en mi interior con armónicos de octava perfecta.

Hoy, muchos años y muchas líneas de texto después, creo que a las narraciones de Maupassant les sobran adjetivos. Pero la fuerza de su humanidad sigue incólume. He releído uno de sus cuentos que más me emocionó: 'Le baptême'. Un bautizo campagnard dibujado con fino pincel, en apenas tres páginas. Una fiesta rural, estrepitosa, y una criatura -el recién nacido- que alguien coloca entre los brazos del párroco. ¿Qué hacer con aquel niño tierno y frágil que palpita, como una flor nueva, apretado junto a la sotana? Todos están ya a la mesa. Bromean. El niño entonces rompe a llorar, y la madre lo acuesta en alguna habitación de la casa familiar. Los postres, por fin, concluyen. Anochece.

Y, de pronto, alguien cae en la cuenta de que el párroco ha desaparecido. ¿Dónde se habrá metido aquel hombre, el buen abbé? La madre entonces, a tientas, entra en la habitación donde duerme el pequeño y percibe un ruido inquietante, un movimiento. Alarmada, acude en busca de los demás. Y el grupo familiar, casi en tropel, penetra en la habitación con una lámpara, dispuestos a todo.

Allí precisamente estaba el buen cura, arrodillado junto a la cuna del niño, su frente apoyada en aquella misma almohada. Sollozando.

***

Después, rebuscando por Internet, he encontrado este artículo de Maupassant sobre Flaubert. Para poder publicar Madame Bovary, don Gustave tuvo que consentir que dos oscuros editores la mutilaran sin piedad. Aquella novela, sentenciaban los entendidos, era demasiado farragosa. Para suscitar el interés del público había que podar los pasajes excesivos, los párrafos más aburridos. Había que dejarla coqueta y decorativa, como un envoltorio para regalo confeccionado en El Corte Inglés.

Me consuela comprobar que los 'entendidos' no han cambiado de estilo. Siguen cultivando esa gris complicidad con los clichés de su época. Esa mediocre anuencia con los estereotipos que ellos mismos han imbuido en la sociedad.

Menos mal que, al igual que Flaubert, las sociedades humanas padecen, de cuando en cuando, perturbadoras crisis epilépticas.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Aguas abajo

Remedios, exhausta, cerró los párpados y se quedó dormida. Inmediatamente, un viento suave abrió la ventana de la buhardilla y, en medio de una luz intensísima, un ser luminoso entró en la habitación batiendo dos alas majestuosamente. Era un ángel. Había dejado de llover, y en las ramas de los árboles los pájaros gorjeaban con alegría. Manolo se levantó de la cama y, flotando a la par del ángel, salió al exterior. La mujer, asomada de medio cuerpo a la ventana, alcanzó a verlos desaparecer en la lejanía azul del horizonte. Viéndolos alejarse, se juró no descansar hasta dar con Manolo y traerlo de nuevo al bar, junto a ella. Entonces se dio cuenta de que estaba desnuda.

Manolo, a su lado, roncaba. Roncaba tan fuerte que Remedios despertó. Cuando comprendió que aquel estruendo era en realidad el rugido de la crecida, era demasiado tarde. Abrió los ojos. En la oscuridad, la habitación era un río embravecido, y Manolo ya no estaba a su lado.

El sueño de Remedios no estaba previsto. Ha sido una treta inesperada de este personaje para permanecer en la narración. Ahora, Manolo no estará solo. Sean cuales sean las vicisitudes a que se enfrente, sabremos que en algún lugar invisible de esta historia Remedios, testaruda y protectora, lo estará buscando. Aunque tal vez las alturas del cielo no sean el lugar idóneo para emprender la búsqueda.

E8

Hace sólo 11 días se ha publicado un artículo de física teórica que podría cambiar la historia de la Ciencia. Garrett Lisi, un físico que abandonó el mundo académico por aburrimiento con la teoría de cuerdas, ha puesto de moda una palabra: E8.

Lisi es un físico sui generis. Durante los veranos, practica el surf en Hawaii y, en invierno, el snowboard en nevadas montañas. Pese a todo, ha encontrado tiempo para devanarse los sesos sobre la esencia del espacio, el tiempo y la materia.

Cierto día, cuenta Lisi a los periodistas, descubrió en un artículo sobre ese misterioso objeto llamado E8 ecuaciones idénticas a las que él había formulado. ¿Podría ser que una estructura algebraica de 240 dimensiones tuviera la clave de nuestra realidad? Podría. Lee Smolin se ha apresurado ya a manifestar su entusiasmo.

Ante el magno descubrimiento, Lisi pronunció también su Eureka personal. Acorde con los nuevos tiempos, naturalmente. Según sus propias palabras, al ver aquellas ecuaciones milagrosas exclamó: "Holy crap!"

Prefiero no traducir esta expresión. La física contemporánea es prodigiosamente bella en muchos respectos pero, científico por científico, me quedo con Arquímedes.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Una frase de Ramón y Cajal

Una frase de Ramón y Cajal que suscribo íntegramente:

"Se ha dicho hartas veces que el problema de España es un problema de cultura. Urge, en efecto, si queremos incorporarnos a los pueblos civilizados, cultivar intensamente los yermos de nuestra tierra y de nuestro cerebro, salvando para la prosperidad y enaltecimiento patrios todos los ríos que se pierden en el mar y todos los talentos que se pierden en la ignorancia."

sábado, 10 de noviembre de 2007

Pólvora mojada

En una de muchas cenas a las que tuve la desgracia de acudir en mis años barceloneses, un conocido intelectual español explicó una noche, mediante una metáfora, lo que él entendía por arte. Evocando uno de aquellos trenes alemanes que transportaban judíos en vagones de ganado hacia los campos de exterminio, relataba cómo en uno de esos vagones uno de los pasajeros, asomándose a una rendija, describía a los demás el paisaje que iba viendo transitar ante sus ojos.

El arte es eso, afirmó el erudito. Conseguir que otras personas vean con los ojos de la imaginación. Y tal vez, también, del deseo. La metáfora es, por supuesto, conmovedora, pero a mí nunca me satisfizo como definición de la obra artística.

Una obra de arte ha de tener, desde mi punto de vista, al menos dos elementos: ritmo -es decir, estructura- y carga. Me explicaré.

Según los cánones clásicos, una buena narración ha de desarrollarse en términos de exposición, nudo y desenlace. Esta estructura no es más que la unidad elemental del ciclo tensión-distensión. Pero, cuando tomamos conciencia de esto, nos damos cuenta de que hay muchas más estructuras capaces de transportar a un ser humano de unas emociones a otras manteniendo, o incluso reforzando, la sensación de 'viaje'.

Al igual que en música o en pintura, podemos construir obras cíclicas, difuminadas, entrelazadas, encabalgadas, convergentes o divergentes, y el tipo de itinerario que escojamos, aun siendo un elemento abstracto, puede ser un componente tan exquisito como el perfil de una columna dórica.

Cuando digo 'carga' me refiero a lo que se dice sin decir. Cuantas más resonancias tenga una obra, más posibilidades tendrá de conmovernos. El arte de hoy, en cambio, está más cerca de la decoración o del entretenimiento que de la creación. Quizá el mayor exponente del concepto actual de arte son los videoclips. Un videoclip es una mera sucesión de imágenes sin principio ni fin: pura superficialidad.

Me he planteado todo esto a causa de Remedios Raposo. Remedios es un personaje fugaz. En el océano de la narración, aparece y desaparece como la luz de una bengala, y quizá no es casualidad que el personaje más querido del autor, en esa historia recién desempolvada, sea un pirotécnico.

Yo sé que Remedios Raposo desaparecerá dentro de pocas páginas. Ello no me produce ni pena ni alegría, pero... ¡me gustaría tanto saber qué será de ella cuando el foco que alumbra a Zanzón deje de iluminarla! ¿Se habrá quedado embarazada de Manolo aquella noche de rayos y lluvia? ¿Encontrará otro hombre que llene ese hueco que Manolo va a dejar en su vida? Y, si se ha quedado embarazada, ¿qué será de su hijo con el paso de los años? ¿Reaparecerá quizá más adelante, en la misma novela, para añadir un nudo más a su complejo tejido?

No lo sé, y si me propusiera averiguarlo tendría que escribir otras tres, ocho, quince, quién sabe cuantas novelas diferentes que, a su vez, se ramificarían en otras hasta el infinito. Tal vez ése es el desafío del artista: la lucha contra el infinito. En otras palabras: cómo expresar una infinidad de cosas en un formato cerrado.

Siento ternura por Remedios Raposo, pero pronto no podré continuar ocupándome de ella. A lo largo de la vida de un solo Zanzón tendré que explicar también la vida invisible de esa misma Remedios, que es, en parte, la de todos los seres humanos. Y no sé cómo me las voy a apañar.

Por suerte, los personajes a veces sorprenden a su autor, y toman ellos mismos las riendas de su propia peripecia. Y el autor, fascinado, sorprendido o incomodado, no tiene más remedio que seguirlos.

Así que, en fin de cuentas, quizá Remedios Raposo no sea en esta historia lo que, a primera vista, parece que va a terminar siendo: pólvora mojada.

viernes, 9 de noviembre de 2007

La inundación

Cuando los empleados del zoológico vinieron a llevarse los restos del cocodrilo, el agua cubría ya las aceras de la calle, y en el interior del bar empezaban a formarse los primeros charcos. Afuera, la lluvia no cesaba. Remedios, alarmada, acondicionó la exigua buhardilla que había sobre la cocina y se preparó para lo peor.

Acondicionar era mucho decir. En realidad, Remedios había subido a la buhardilla un par de sillas, el colchón de su dormitorio, ropa de cama, algunas provisiones y, por supuesto, la radio, para poder escuchar el football el domingo por la tarde. Mientras acarreaba todas esas cosas por la estrecha escalera de paredes desconchadas, en la mente de Remedios se iba gestando un plan.

Al llegar la noche, en efecto, el agua inundaba ya el resto del bar y las habitaciones. Manolo y ella, a zapatos quitados, iban de un lado para otro mientras evaluaban la situación. En esas condiciones no se podía pasar la noche en los dormitorios, sentenció Remedios. Sólo la humedad ya era desaconsejable para la salud. Pero es que, además, la lluvia no amainaba, y corrían el peligro de despertarse flotando como náufragos entre las cuatro paredes del bar. La única solución era la buhardilla. Ya había preparado ella las cosas para pasar la noche. Y, empuñando una vela y unas cerillas, tomó la delantera escaleras arriba.

Manolo la siguió. En lo alto del techo de la buhardilla, una única bombilla parpadeaba. En cualquier momento se irá la luz, dijo Remedios. Anda, anda, quítate esos pantalones, que están empapados, y ponte estos otros que te he subido. Aparentando indiferencia, se dio media vuelta y, agachada sobre el infiernillo, se ocupó de calentar una olla de cocido. Manolo se cambió rápidamente. Para no tener que contemplar las posaderas de Remedios balanceándose al ritmo del cucharón, se acercó a mirar por el ventanuco que daba a la calle. Las ventanas de los vecinos parpadeaban al compás de la bombilla y, a la luz intermitente de los relámpagos, la calle entera parecía un gigantesco mensaje en Morse impetrando a los dioses que detuvieran la lluvia.

Comieron en silencio. Al terminar la cena, Remedios bajó a fregar los platos a la cocina, pero subió casi inmediatamente, con el bajo de las faldas empapado. Ni fregar he podido, dijo. Aquello parece el estanque del Retiro. Y, mirándose la falda mojada, experimentó un temblor. Tengo frío, añadió. Mira, será mejor que nos metamos ya en la cama. Manolo entonces miró el único colchón tendido en el suelo, donde a duras penas cabían dos personas, miró después a Remedios, y dijo:

-No sé si esto va a ser muy decente.

-Mira, por una noche nos apañaremos como podamos. Aquí los dos somos ya mayorcitos, ¿no crees?

La voz de Remedios sonaba entre intimidatoria y asustada. Volvió a temblar. Su mano recogió el borde de la falda, y sus dedos exprimieron la tela. Un pequeño goteo de agua acumulada regó el suelo.

-No mires -dijo. Y, volviéndose de espaldas, se desvistió. Aguardó en paños menores hasta que le pareció que Zanzón estaba ya en la cama, y se deslizó entre las sábanas hasta que los brazos de ambos, inevitablemente, se tocaron.

-Ay, ahora se me ha olvidado apagar la luz.

-Ya voy yo -dijo Manolo. Pero, en el instante en que empezaba a levantarse, al otro lado de la ventana un rayo rasgó la oscuridad de la noche, y la bombilla se apagó definitivamente.

Remedios tiritaba. Tápate bien, aconsejó Manolo. Su voz sonaba indecisa. Entonces ella, de espaldas a él, acercó su trasero al cuerpo masculino, buscando calor, y al toparse con él sus nalgas percibieron una señal. De improviso se dio la vuelta, respirando fuerte. Ya no tenía frío.

-¡Poséeme! -exclamó entonces al oído de él, con voz ronca.

La lluvia, indiferente, repiqueteaba con furia sobre las tejas de la buhardilla.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Remedios Raposo

Todos hemos visto alguna vez en algún museo esos dibujos un poco fantasmagóricos que el artista, por falta de tiempo o de interés, ha dejado a medio terminar. Personalmente, los encuentro muy sugerentes, porque incitan a fantasear. Esa ambigüedad de las cosas no terminadas encierra todo un mundo de posibilidades que, con su obra inacabada, el autor regala a la imaginación del espectador.

Remedios Raposo es, como uno de esos dibujos, un personaje a medio terminar. En mi fantasía la veo como una silueta femenina de busto nítido y expresivo que, sin embargo, de la cintura hacia abajo no está del todo dibujada.

Ello se debe a que Manolo Zanzón lleva semanas dándole calabazas. Y Remedios no es alguien que se conforme cuando no consigue salirse con la suya. Ha buscado la ocasión ya muchas veces, incluso colándose en el dormitorio de Manolo sin avisar, con una tortilla de patatas y una botella de vino a la hora de la cena. Decían en aquellos tiempos que al hombre se lo conquista por el estómago, pero Zanzón, después de comerse la tortilla y beberse varios vasos de vino, no reaccionaba. Y en ese punto muerto se quedaron los dos hace muchos años, congelados en el tiempo y en el papel hasta que, hace unos meses, su autor decidió, casi literalmente, desempolvarlos.

Remedios se rompía los sesos. En una mujer, la osadía tiene límites, y ella creía haber llegado ya al borde de ellos. Prácticamente, lo único que le faltaba ya era irrumpir en la habitación de Manolo a las once de la noche y meterse en la cama con él. Pero Remedios se mordía con fuerza los labios antes de dar un paso así. En parte, porque en sus fantasías era él, Manolo, quien tenía la obligación de seducirla a fuerza de roces, tonteos e insinuaciones y, en la fase final, venciendo las (fingidas) resistencias de ella. Y, en parte, porque desde niña le habían enseñado que una mujer que ofrece su cuerpo a un hombre es una puta.

La mañana en que Remedios y Zanzón quedaron congelados en el tiempo había empezado a llover. Iba a llover durante muchos días y muchas noches, y la calle en que Remedios tenía su humilde bar, que no estaba asfaltada, se iba a convertir en un torrente. Pese a todo, los clientes acudían al bar a tomar sus cafés y sus chatos de vino como pretexto para conversar. Algunos, con botas de agua para no mojarse. Los más, con los zapatos y los calcetines en la mano y las perneras del pantalón arremangadas. Tiempo habría después, ante la vieja estufa del bar de Remedios, de secarse los pies desnudos y, si uno se quedaba amodorrado con el runrún de las voces de fondo, incluso de quemárselos en un descuido.

El tema de conversación era, naturalmente, el cocodrilo. La noticia de que Remedios había hecho frente (con éxito) a un cocodrilo recién escapado del zoológico había corrido como la pólvora por el barrio. El saurio se había comido el palo de la escoba de Remedios, sí, pero una buena panzada de lacón inapto para el consumo se lo había llevado al otro barrio en pocas horas. Remedios, de pie sobre el mostrador, había tenido la santa paciencia de aguardar a que el bicho, después de merodear largo rato por entre las mesas, empezase por fin a hipar, abriese las fauces lastimeramente, virase los ojos y, echando un poco de espuma por la boca, aflojase definitivamente las cuatro patas y se quedase como un peso muerto quieto, sin respiración, junto a la ventana.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Laxmi

En un quirófano de Bangalore acaban de operar a la pequeña Laxmi para separar de su cuerpo los dos brazos y las dos piernas extra con que nació. De hecho, esos cuatro miembros adicionales eran parte de una hermana gemela que no había llegado a separarse durante la gestación y que ni siquiera se había desarrollado completamente en el útero materno.

Cuando la pequeña nació, sus padres y todos los presentes se postraron, emocionados, y prorrumpieron en oraciones, porque aquella criatura de cuatro brazos y cuatro piernas que venía al mundo era tal como la leyenda, desde tiempo inmemorial, había descrito a la diosa Laxmi.

Naturalmente, yo no sabía nada de esta deidad hindú. He averiguado que Laxmi es la diosa de todas las cosas buenas: prosperidad, belleza, fertilidad, buena suerte. Pero, más allá de estos datos, todos mis esfuerzos por comprender la historia de Laxmi han sido inútiles. La mitología hindú parece ser como esas composiciones religiosas que todos hemos visto alguna vez en las paredes de algún restaurante indio: inextricable.

Los dioses se entrelazan con otros dioses y demonios, con mares y lunas y nubes y montañas, con elefantes y tortugas y lechuzas y serpientes. Vacas, gemas, flores y frutas, reyes, abejas, loros, mariposas o caballos componen una trama complicadísima en la que un afanoso buscador de misterios podría encontrar millones de códigos da Vinci.

Inevitablemente, he pensado en todas esas personas que se marchan una temporada a India y vuelven con sonrisa sospechosamente serena y mirada un poco virada hacia el infinito. ¿Qué tendrá aquel universo mental abigarrado que fascina a todas esas personas hasta el punto de convertirlas en una especie de queso blanco en éxtasis permanente?

Tal vez que, por ser tan sobreabundante, no deja espacio para la soledad. Hace bastantes años, apenas instalado en Viena, conocí en cierta ocasión a una muchacha que hizo la peregrinación. Ella tenía ya fuertes tendencias místicas o, quizá, demasiadas preocupaciones metafísicas. La abordé a la salida de un cine. En aquella sala oscura donde proyectaban una película de Bob Marley, su silueta era la única que se movía al compás de la música.

Nos tratamos durante varios meses. Ella no era feliz. Un buen día, desapareció, y yo la olvidé. Pero, casi dos años después, reapareció de improviso. Había estado en India, a donde, por lo visto, había conseguido llegar en autostop. Tenía ya esa mirada suavemente vidriosa de los iniciados, y me escribía cartas adornadas con símbolos etéreos. En aquellos dos años indios, dijo, había estado en la cárcel, no recuerdo por qué razón, y había convivido con un maharashi. Me acusaba, sobre todo, de tener orgasmos.

No tengo nada en contra de hacer el amor durante noches enteras, pero la idea de quedarme sin postre nunca me hizo gracia. Contaba Aldous Huxley en uno de sus ensayos que, a finales del XIX, un pequeño grupo de visionarios había fundado en algún lugar de Argentina la comuna Oneida, basada en la práctica del método karezza. Por lo visto, esa sola práctica disipaba todo sentimiento de celos en los varones y, gracias a ella, la comuna podía compaginar sin enfrentamientos el amor libre con la armonía social. Yo sobre eso no puedo opinar, pero la comuna, lejos de extenderse por todo el orbe, languideció en pocos años.



Huxley escribió también un ensayo de fuerte sabor hindú sobre la obra de El Greco. Concretamente, sobre El entierro del Conde de Orgaz. En su opinión -tal vez con ayuda de alguna que otra dosis de LSD-, la pintura de El Greco era fantásticamente 'intestinal'. En efecto, las telas de aquel pintor son aglomeraciones retorcidas de personajes oblongos en las que apenas encontramos resquicios. Pero, además de intestinos, Huxley veía en ellas cosas rarísimas. Me salté grandes párrafos de aquel ensayo.

Creo que me he ido por las ramas. En realidad, de lo que yo quería hablar hoy era de la simetría.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Frutas y nombres

[Muchos más nombres de frutas aquí]

Tardé muchos años en caer en la cuenta de que las naranjas navel se llaman así porque su parte inferior es parecida a un ombligo (eso es lo que significa 'navel' en inglés). El nombre de las frutas que consumimos no siempre es tan descriptivo. Muchos llevan consigo un pedacito de historia, a veces tan sabroso como un pedacito de la propia fruta.

Por ejemplo, las peras 'Conference', cuyo nombre evoca el premio otorgado a esta variedad en la Conferencia Internacional de la Pera, en 1885. Y no me extraña: son riquísimas.

Tan ricas como las manzanas. ¿De dónde proviene la palabra 'manzana'? Del latín mala mattiana, que significa 'manzanas de Mattius'. El nombre hace referencia a Caius Mattius, un agricultor romano que seguramente fue el primero en producirlas. Al igual que su prima la uva, la manzana es al menos tan antigua como la Biblia, y lleva a sus espaldas un gran cargamento de historia y de leyenda. No sólo Eva sedujo a Adán con una manzana, sino que Guillermo Tell (al menos en las películas) se hizo famoso por acertar con su flecha en una manzana colocada adrede sobre la cabeza de su hijo.

La mitología es pródiga en historias de manzanas. Atalanta prometió que se casaría con el hombre que consiguiera ganarle una carrera, y sólo Hipómenes (con ayuda de Afrodita) fue capaz de triunfar... distrayendo a Atalanta con tres manzanas doradas. En el jardín de las hespérides, Hera tenía un árbol que daba manzanas de oro. Un dragón de cien cabezas, siempre alerta, protegía aquel huerto maravilloso, del que el gran Hércules, pese a todo, consiguió robar una manzana. Era el undécimo de los famosos 'trabajos de Hércules'.


Y Eris, la diosa de la discordia, a quien nadie había invitado, se presentó un día en un banquete al que asistían Atena, Afrodita y Hera, y arrojó sobre la mesa una manzana con una inscripción: "Para la más hermosa". El altercado que ocasionó la posesión de aquella manzana fue el origen nada menos que de la Guerra de Troya.

Además, ¿quién no ha oído hablar de la famosa anécdota de sir Isaac Newton, que supuestamente descubrió la ley de la gravedad viendo caer al suelo una manzana?

Una variedad que me inspira gran ternura es la llamada Granny Smith. Es decir, 'abuelita Smith': la anciana que sembró accidentalmente esa variedad de manzana en el continente australiano.

Hay también dos tipos de ciruela con resonancias exóticas: Corazón de Elefante (Elephant Heart), y El Dorado. Sólo por el nombre, apetece comérselas.

¿Y el chocolate? El chocolate tiene variedades con fuerte sabor americano: Forastero, Criollo, Trinitero (de la isla de Trinidad, no de los padres trinitarios).

Algunas especies vegetales tardaron en ser aceptadas, ya que la población las asociaba a la brujería. El Papa Vicente III estuvo a punto de prohibir el consumo de café, del que le habían hablado como la 'bebida del diablo'. Por suerte, antes de proscribir su consumo... lo probó.

En la clasificación taxonómica, el tomate se denomina Solanum lycopersicum, y no es casual. En latín, lycopersicum significa 'melocotón de lobo', y es que el tomate fue considerado venenoso durante mucho tiempo. Hasta que -cuenta la leyenda-, harto de supercherías, el coronel Robert Gibbon Johnson declaró públicamente un día que, a las doce del mediodía del 26 de septiembre de 1820, se comería una cesta de tomates en una plaza pública de Boston. La multitud acudió en masa al acontecimiento. Pero, para chasco de los más morbosos, el coronel se comió los tomates, se relamió ostensiblemente, y se marchó a su casa por su propio pie.

La leyenda del tomate se debe, sin duda, al parecido de esa planta con la alucinógena belladona. Cuya infusión, por cierto, se aplicaban las damas a los ojos durante la Edad Media para agrandar sus pupilas, y así parecer más hermosas.

En otras palabras: para convertirse en una... 'bella donna'.

Y por si alguien desea más información sobre las frutas y otros vegetales comestibles, he abierto un un blog específicamente dedicado a este tema.

domingo, 28 de octubre de 2007

Albert Boadella

Acabo de terminar el último libro de Albert Boadella: "Adiós Cataluña". Lo he leído casi de un tirón, robándole tiempo al sueño dos noches seguidas. Yo viví doce años en Barcelona, donde asistí al ascenso del nacionalismo catalán, y sé perfectamente de qué habla Albert.

Si para mí fue duro, imagino que para él ha sido y es mucho más duro todavía, porque, a diferencia de mí, él es catalán. Aunque yo hablo con soltura el valenciano, una lengua muy similar al catalán, en Barcelona siempre me resistí a emplearla. No me gustan las imposiciones. Cada vez que alguien se empeñaba en hablarme en catalán sin saber si yo era capaz de entenderle, yo respondía en inglés o, si existía alguna remota posibilidad de que en inglés me entendiera, en alemán.

He disfrutado horrores leyendo las réplicas de Albert a los ataques nacionalistas: desde orinar sobre ellos, aprovechando una escena propicia en el escenario, hasta enviar un fax con el membrete de un lupanar imaginario (naturalmente, en la calle Tusquets) para reclamar una supuesta deuda y quejarse de las perversiones sexuales de su cliente (por ejemplo, practicar la lluvia dorada cantando Els segadors).

Quería extenderme más sobre ese libro, pero he preferido reproducir aquí un texto que envié a un grupo de noticias de Internet cuando a Albert le adjudicaron el premio Boira del Ayuntamiento de Bellpuig.

Vaya con este texto mi más empática admiración a este genial artista español.

"¡Hola! Soy el Ayuntamiento de Bellpuig. No estoy muy locuaz esta tarde, porque tengo un pilar en la planta baja que necesita reparaciones. Pero no me resisto a haceros algunas confidencias. Hechos misteriosos, incomprensibles para mí, que nunca he sido un ser humano, sino simplemente un humilde edificio. Por ejemplo, ¿por qué mis concejales se miran tanto al espejo? Os diré la verdad: casi no hacen otra cosa. ¿Y por qué el alcalde se mirará tanto el ombligo? Para saber cómo es ¿acaso no basta con mirárselo una vez?

Personalmente, echo en falta un poco de diversidad. Ah, tiempos aquellos en que los Austrias nos enviaban apuestos militares flamencos, o en que los condes de Cardona libraban batallas en el norte de Africa, en Nápoles y en Sicilia. Veía yo por entonces subir y bajar mis escaleras a árabes con vistosos turbantes, nobles damas andaluzas (de la estirpe de los Fernández de Córdoba, nada menos), e italianos vivaces y elegantes hablando aquella lengua suya musical y armoniosa, tan diferente de estos chasquidos guturales que resuenan últimamente en mis salas y salones, y que me tienen sobrecogido.

Pero los Fernández de Córdoba se marcharon, aburridos de este provincianismo y falta de lustre. Ultimamente, la verdad, aquí no se habla más que de calçotadas, caracoles, gigantes, cabezudos y procesiones. Un muermo, qué quereis que os diga. La unica novedad amena de los últimos tiempos han sido, eso sí, los premios Lucero y Niebla. Los nombro en español, porque así su sonido me recuerda la mágica poesia del insuperable don Luis de Góngora y Argote, aquel poeta andaluz de la sensualidad en estado puro.

En catalán, en cambio, esos dos nombres me sugieren simplemente un club de excursionistas de la Seo de Urgel. No son unos premios muy conocidos, no vayáis a creer. Apenas merecen unas líneas en una página escondida de esos diarios catalanes que se miran el ombligo tanto como mi alcalde (es decir, todos), y menos líneas incluso en los diarios del 'extranjero' (así lo llaman aqui: me refiero a España, ese fántastico país lleno de diversidad y de paisajes cuyos habitantes pronto serán todos tan aburridos como los de Bellpuig).

Pero el otro día se lió. Resulta que le quisieron conceder el premio Niebla a Albert Boadella, alegando que se odia a sí mismo. Bueno, ellos dicen que odia a los catalanes, pero como él es catalan, eso querrá decir que se odia a sí mismo, digo yo. Lo cual es absurdo. Pero aquí, últimamente, casi todo es absurdo. Problema de espejos y de ombligos.

¿No os suena el nombre de Boadella? Sí, hombre (o mujer), sí. Albert es ese insigne catalán que hacía teatro ya en los 70 y que fue perseguido por la dictadura del general Franco. Incluso (mientras aquí, en Bellpuig, concejales, alcaldes y bastante más de un paisano eran todos más franquistas que Franco) Albert fue detenido por la policía política del régimen, aunque consiguió escapar y huyó a Francia. Donde vivió algún tiempo en el exilio, hasta que la aministía de la Transicion limpió por fin su expediente de polvo y paja (él le sacaría punta a esta frase hecha, seguro).

Ah, eran otros tiempos. De Barcelona me llegaban entonces siempre noticias estimulantes: teatro, pintura, música, bilingüismo, rebeldía, imaginación, coexistencia, creatividad. No como ahora, que todo es de diseño y está subvencionado. En fin, a lo que iba: el caso es que Albert se enfadó mucho, porque ya está hasta las gónadas de que los del ombligo le digan que se odia a sí mismo. Y, claro, envió una contestación al Señor Alcalde, diciéndole todo lo que pensaba. Verdades como puños. Si lo sabrá él, que es más catalán y más universal que todos ellos juntos. Y eso sí que salió en los papeles, claro.

Ya se sabe, la polémica gusta. En fin, os dejo por el momento, que va a empezar un pleno aquí dentro y yo, como siempre, aprovecharé para echar una cabezadita. Recuerdos a todos y a todas, incluidas por supuesto las catalanas mandonas, que he oído decir que tenéis alguna por ahí. Pillines...

Salut."

jueves, 25 de octubre de 2007

Hablar más fuerte

¿Tiene más razón quien habla más alto? A veces, parece que sí.

El domingo pasado consulté las previsiones meteorológicas para toda la semana. Las temperaturas iban a bajar sustancialmente el miércoles. Sólo un día después, las previsiones para el miércoles se habían aplazado al jueves. Hoy es jueves, y la temperatura sigue siendo primaveral. Pero eso no es todo. El martes y el miércoles iba a lloviznar solamente, y en la realidad cayeron sendas trombas de agua que duraron la mitad del día.

La conclusión no es nueva para nadie: los meteorólogos se equivocan muy a menudo. A menos, naturalmente, que predigan 'nubes y claros', que es la manera más obvia de acertar siempre.

Sin embargo, una inmensa mayoría de la población mundial cree en las predicciones de cambio climático. No sabemos con exactitud el tiempo que hará pasado mañana, pero aceptamos sin rechistar que la temperatura del planeta aumentará en no sé cuántos grados de aquí a cien años.

¿Podríamos estar siendo víctimas de un nuevo 'síndrome Galileo'? Podríamos. Pongamos un ejemplo más manejable: la Bolsa. ¿El hecho de que el Dow Jones suba durante varios meses seguidos significa que dentro de dos años estará por las nubes? Pocos en su sano juicio lo pensarán así. La Bolsa sube... y baja. El clima, igual que la Bolsa, fluctúa, pero su tendencia a largo plazo es muy difícil de predecir.

¿Cómo hacen los climatólogos para vaticinarnos esta subida de la temperatura mundial? De manera parecida a como hacen los inversores profesionales para predecir el comportamiento de la Bolsa. Le explican a una computadora cómo se ha comportado el clima en los últimos tiempos y le dicen: saca tus conclusiones. Pero ¿cuántos datos hay que darle a una computadora para que se haga una idea de cómo ha evolucionado el clima mundial?

Para empezar, habría que darle unos datos que no tenemos. Un modelo informático del clima mundial necesitaría millones de parámetros obtenidos de millones de mediciones del océano, de la tierra firme, de la atmósfera, de la troposfera, de la capa de ozono, de las nubes, de la nieve, de la orografía, y hasta del Sol. A lo largo y ancho de todo el planeta, en altura y en profundidad, y durante miles -a ser posible, decenas de miles- de años.

Los climatólogos tendrían que adivinar también qué tipos de noticias darán los periódicos en los próximos cien o doscientos años. ¿Se acabará el petróleo pronto? ¿Habrá crisis económicas o guerras o períodos de auge económico que afecten al consumo de energía de la población mundial? ¿Se descubrirán tecnologías que aumenten o reduzcan las emisiones de gases industriales? ¿Se regenerarán más bosques de los que se destruirán? ¿Cuántos? ¿Crecerá la población? ¿En cuántos millones? ¿Habrá nuevas enfermedades, se curarán las que ahora padecemos?

Frente a estos colosales requerimientos, ¿qué tenemos? Los registros de temperatura sistemáticos más antiguos datan de finales del siglo XIX aproximadamente, y eso tan sólo en unas pocas ciudades del mundo: París, Londres, Nueva York. Y en aquella época los instrumentos de medición no eran tan precisos como los actuales. ¿Y del resto del planeta? Prácticamente ningún dato hasta hace menos de cincuenta años, en que se lanzaron los primeros satélites meteorológicos. Todavía hoy es difícil saber con precisión cuál es la humedad relativa en más de una capital de un país africano, por poner un ejemplo.

Adivino cuál va a ser vuestro próximo argumento: 'Pero toda esta polución que estamos enviando a la atmósfera influirá de alguna manera en el clima, ¿no?'

La respuesta a esta pregunta no está necesariamente al alcance de la ciencia actual. La radiación que recibimos del Sol es absorbida y reflejada también por las nubes, los océanos, los lagos, el aire, los valles y montañas, las ciudades, los hielos, etc. en muy distinta medida, y un balance exacto de todos esos procesos está muy lejos del alcance de nuestras posibilidades.

Sólo nos queda, pues, un argumento: 'Sí, pero se ha demostrado que el aumento de temperatura y de CO2 han ido a la par desde que tenemos constancia'.

Esta afirmación no es exactamente exacta. En los años 40 a 70, en que el desarrollo industrial fue espectacular debido a la Guerra Mundial y a la posterior reconstrucción industrial, el CO2 aumentó, pero la temperatura, en cambio, descendió. Pero, aunque no hubiera sido así, el CO2 y las temperaturas no van exactamente a la par. Si analizamos detalladamente las gráficas, veremos que el aumento de temperatura precede siempre al aumento de CO2 en un puñado de años. Las gráficas pueden utilizarse con intención publicitaria, pero son productos científicos.

Parece más verosímil que hayan sido las fluctuaciones de la radiación solar las que han causado las variaciones de la temperatura global, y que éstas hayan causado las variaciones de CO2 en la atmósfera. Y no al revés.

Pero, a veces, el que más fuerte habla es el que más se hace oír. Y, una vez echadas a rodar, las bolas de nieve son muy difíciles de detener.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Leer

LEER

A veces, leer induce a la melancolía.


Discurría un arroyo verde por la angostura del valle.
Se ocultaba el poniente tras una gran nube amurallada, silueteada de fulgores bíblicos
y yo, casi sumergido en la penumbra de la noche,
pensaba en el acto de leer.

A veces, una página nos exalta, un capítulo nos hace contener el aliento.
Aquella tarde, alguien que viajaba en automóvil
experimentaba deseos de estar triste,
se supo aliviado por la nostalgia de un pasado joven, fallido y hermoso.
Las lomas, los bosques, los valles se prolongaban en sí mismos.

Los molinos o los gigantes. Dulcinea o Aldonza.
Ese impulso de leer, de multiplicar el mundo.
Ah, la velocidad del aire cuando se está en movimiento.
Fabricar un rojo intenso con cromo y con mercurio.
Pensar que es un criminal quien corta en dos a un centauro.

Pero la libertad también es ir de la Tierra a la Luna,
salir en busca de Molloy, ver descender a Icaro,
ser un ser montañoso que ama a Galatea,
disgregar en Justina pedazos de sí mismo;
atarse, sordo, a un mástil y mirar el azul.

Aunque yo, aquella tarde, mientras caían las sombras,
no soñaba con ascensiones del alma, ni con el baño de Arquímedes;
no adoré a Melibea, ni evocaba a los grandes califas.
Sólo pensaba y pensaba en cómo expresar, de la mejor manera posible,
que, a veces, leer induce a la melancolía.

Era de noche. El automóvil se detuvo en un pueblecito del Tirol.

Un texto de Lacan

"Hay que concebir el resto de la operación en que el sujeto se estabiliza como cociente establecido entre el deseo que lo ha engendrado y el yo que él ha creído ser.

A partir de un tal resto puede esclarecerse lo que se pone en juego de aquello que constituye un acto: a saber, aquello en que el sujeto se realiza por lo que es, de su estructura: una pérdida."

Nostradamus no lo habría hecho mejor. Lacan creó toda una escuela de psicoanalistas, de pensadores y hasta de admiradores. ¿Alguien es capaz de adivinar por qué? ¿Existe un límite a lo que podemos considerar como pensamiento serio? La poesía dadá, o el stream of consciousness de Joyce, eran sólo un poco más confusos, pero eran literatura. Lo sorprendente es que alguien, alguna vez, haya llegado a tomar en serio a Lacan. Y a muchos otros como él.

Althusser, Sartre, Adorno, Lucaks... La lista es larga. Compárense con sus brillantes antecesores Spinoza, Staël, Voltaire, Erasmus, Diderot. ¿A alguien le sorprende que Europa haya sido cuna de dos guerras mundiales en un solo siglo?

Creo que Europa necesita descender a tierra. Pero cuidado: si antes de aterrizar no abre los ojos, podría morder el polvo.

lunes, 22 de octubre de 2007

El tamaño

Pues no. Para según qué cosas, el tamaño no es realmente importante.

Por ejemplo, para expresarnos los seres humanos. Desde el manuscrito original de 'Salo, ou les 120 jours de Sodome', que el marqués de Sade escribió durante su cautiverio en una única tira de papel de escasos milímetros de anchura, hasta las pirámides de Egipto, la escala de las producciones humanas no parece tener límites.

Siempre me he preguntado cómo es que hay artesanos que ganan dinero inscribiendo el nombre de uno en un grano de arroz. Y, en el otro extremo, qué combinación de fe y de sed impulsó a los habitantes de Nazca a trazar aquellas portentosas figuras que aún hoy, dos mil años después, podemos contemplar (desde un aeroplano).



¿Materiales? ¿Tamaños? Sírvase usted mismo. Barcos encapsulados en botellas, códices en miniatura, camisetas serigrafiadas, rótulos luminosos, joyas, palimpsestos, exhibiciones aéreas, grafitti arañados en las ventanillas del autobús, tatuajes, aleluyas de ciego, señales de humo, fuegos de artificio, mapas, tartas de cumpleaños, la piedra de Rosetta, los frescos de la Capilla Sixtina, las esculturas de Mount Rushmore, las famosas letras de Hollywood o el Coloso de Rodas. Desde el recuerdo más íntimo hasta el más desaforado afán de grandeza, los símbolos humanos pueden adoptar cualquier escala viable, y no hace muchos años todavía ciertos astrónomos creían discernir en el planeta Marte una red de canales creados por extraterrestres.

Es decir, el ser humano no sólo representa: también interpreta. Vemos animales, rostros o sombreros en las nubes, espíritus en los aullidos del viento, signos en las constelaciones, virtudes mágicas en raíces, amuletos o colores, OVNIs, yetis, vírgenes y señales de tráfico. Y, para bien o para mal, les asignamos un significado.

El ser humano es, antes que ninguna otra cosa, una máquina de símbolos. O tal vez es que necesita de símbolos para poder escoger entre dos montones de forrraje exactamente iguales.

Como el famoso asno de Buridan.

Que, por no poder escoger, murió de hambre.

viernes, 19 de octubre de 2007

Fogonazos

Si Google tuviera conciencia, no sería muy distinta de la nuestra, o de la de nuestro gato. Cada búsqueda individual sería en la mente de Google una pequeña llamada de atención, pero sólo las búsquedas masivas atraerían realmente su interés.

Por ejemplo. En un canal de televisión de gran audiencia, el presentador formula una pregunta a un concursante: "¿En qué año nació Napoleón Bonaparte? Inmediatamente, varios millares de teclados se ponen furiosamente a escribir y, en miles de pantallas, en el campo de búsqueda de Google aparece la palabra "Napoleón".

Naturalmente, la conciencia hipotética de Google no le puede prestar la misma atención a esa oleada de Napoleones que a aquel tímido "anatomía de la sardina" que un solitario estudiante de piscicultura le acaba de solicitar porque se le ha estropeado el televisor.

A nosotros nos sucede algo parecido. De todos los millones de estímulos que bombardean constantemente nuestros sentidos, sólo unos cuantos, los más poderosos, triunfan en nuestra conciencia. En parte, claro, por ahorrar esfuerzo: es mucho más descansado ocuparse únicamente de los sucesos más imprevisibles. ¿Es éste tal vez el origen de la mentalidad conservadora?

Pero, además de inmutarse cuando la edad de Napoleón puede reportar una fortuna fabulosa a Cuquita López, las estadísticas de Google pueden señalarnos, sobre un mapamundi, en qué lugares del mundo la población ha sentido más curiosidad por el motor de explosión, o por el tikka masala.

Según Google Trends, por ejemplo, los países más buscadores de la palabra 'amor' son, en primer lugar, Filipinas, y a continuación Australia y Estados Unidos. ¿Cabe extraer alguna conclusión? Caber, cabe. Pero a mí no se me ocurre ninguna.

La palabra 'sexo', en cambio, ha sido más buscada en Egipto, India y Turquía. Este dato quizá no es tan sorprendente, ¿verdad? Pero el deseo no siempre marcha a la par de la realidad, y las búsquedas de 'Viagra' provienen principalmente de Italia, Reino Unido y Alemania: el cinturón (¿de castidad?) de Europa.

Hay también algunas sorpresas. Después de Alemania, el país donde más han buscado la palabra 'Hitler' ha sido... México. En cambio, 'nazi' ha sido especialmente solicitada en Chile, Australia y Reino Unido.

Chile tiene también otros récords: ha sido el país que más se ha interesado por la palabra 'gay', y el segundo del mundo más interesado en 'homosexual'. Seguido por México, Colombia y Venezuela. Pero superado por Filipinas. Decididamente, en Filipinas van a por todas.

¿Qué países desean mayor información sobre la palabra 'jihad'? No nos sorprenderá mucho: Marruecos, Indonesia y Pakistán.

Y, por último, un dato anecdótico, pero previsible. ¿Qué habitantes del planeta han tecleado más veces en Google la palabra 'resaca'?

¿Alguien tenía duda? Los habitantes de Irlanda, naturalmente.

miércoles, 17 de octubre de 2007

¡Escuchado cocina!

No sólo nadie parece tener necesidad de distinguir entre pelo y cabello, sino que tampoco está muy claro si diferencian entre oír y escuchar, o entre ver y mirar.

El verbo oír está pasado de moda. Descuelgas un día el teléfono, y resulta que se oye fatal. Entonces, desde el otro extremo de la línea una voz te grita: '¿Me escuchas?'

Pregunta absurda. Se supone que escucho, ya que he descolgado. Lo que no está tan claro es si oigo.

A veces, un periodista nos da una noticia diciendo que 'a las 5 de la mañana se escuchó una explosión'. ¿Cómo puede uno escuchar una explosión?

Pero lo más curioso es que en España nadie me da la impresión de escuchar nunca. La música de los lugares públicos está ahí únicamente para que todos hablen a gritos. Y en las conversaciones, el interlocutor simplemente aguarda a que uno termine para tomar la palabra.

Y, tal vez, escucharse a sí mismo. Que es, probablemente, de lo que se trata.

Pero, ¿y la televisión? En los comienzos del cuaternario, cuando existía el cine pero no la televisión, es lógico que los espectadores pensaran que 'veían' las películas, y no que las 'miraban'. Al fin y al cabo, la sala estaba oscura, y no había ningún otro sitio a donde mirar.

Pero lo de 'ver la tele' ya es otra cosa. Para empezar, en una habitación uno generalmente puede escoger. Puede escoger entre un libro, un jarrón, una charla, una comida, un café, una reflexión, una sinfonía, o incluso un revolcón. Puede que vea la tele, pero eso no significa que la esté mirando.

Yo, la verdad, si alguna vez me hacen esa pregunta inevitable, me suelo alarmar muchísimo:

-¿Viste la tele anoche?
-No. ¿Por qué? ¿Es que alguien se la ha llevado?

Soy tonto. Siempre albergo la esperanza de que alguien realmente se la haya llevado.

Una lengua de medio pelo

No sé por qué en lenguaje coloquial nadie usa la palabra 'cabello'. Se me ocurre que, desde aquellos tiempos lejanos en que los caballeros tapaban sus cuerpos con armaduras y en que la longitud de las faldas de las señoras les ahorraba depilarse, nos hemos acostumbrado a decir simplemente 'pelo', sea cual sea su ubicación anatómica.

No sé qué tienen los españoles contra el cabello. O, por el contrario, qué extraña fijación tienen con el pelo. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua señala nada menos que 19 acepciones distintas de esta palabra, y 82 frases hechas que la contienen.

Pero lo peor, para mí, son las contradicciones. Si una idea nos viene al pelo, se supone que es una idea estupenda. Pero si aprovechamos la circunstancia para agarrarla y traerla por los pelos, entonces se convierte en un disparate.

Siempre me han impresionado esos valientes que no tienen pelos en la lengua. Pero es que... ¿hay alguien que los tenga?

Otra paradoja: todos esos atrevidos que se cortan el pelo y que, sin embargo, no se cortan ni un pelo.

No os lo toméis a broma: un solo pelo puede tener consecuencias tremendas. Por ejemplo, cuando uno llega tarde a una cita simplemente por un pelo, o cuando nos parece que la sopa está un pelín caliente y nos quemamos la lengua (con o sin pelos).

¿Alguien ha visto alguna vez correr a un pelo? Entonces, ¿por qué decimos a veces que no corre un pelo de aire?

Si un buen día nos soltamos el pelo y, tal vez, nos pasamos un pelo, probablemente alguien nos dirá que se nos va a caer el pelo. Claro que, si uno ya es calvo, tal vez prefiera que le digan que le van a dar para el pelo.

Si tengo miedo, se me ponen los pelos de punta. Ellos solitos. Pero, si estoy rabioso, me tengo que tirar yo mismo de los pelos. Todo esto es... descabellado.

Y, lo peor de todo: nunca he sabido por qué a la ocasión la pintan calva. ¿No será que algún gamberro le ha tomado inmisericordemente el pelo?

 
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