Pues no. Para según qué cosas, el tamaño no es realmente importante.
Por ejemplo, para expresarnos los seres humanos. Desde el manuscrito original de 'Salo, ou les 120 jours de Sodome', que el marqués de Sade escribió durante su cautiverio en una única tira de papel de escasos milímetros de anchura, hasta las pirámides de Egipto, la escala de las producciones humanas no parece tener límites.
Siempre me he preguntado cómo es que hay artesanos que ganan dinero inscribiendo el nombre de uno en un grano de arroz. Y, en el otro extremo, qué combinación de fe y de sed impulsó a los habitantes de Nazca a trazar aquellas portentosas figuras que aún hoy, dos mil años después, podemos contemplar (desde un aeroplano).
¿Materiales? ¿Tamaños? Sírvase usted mismo. Barcos encapsulados en botellas, códices en miniatura, camisetas serigrafiadas, rótulos luminosos, joyas, palimpsestos, exhibiciones aéreas, grafitti arañados en las ventanillas del autobús, tatuajes, aleluyas de ciego, señales de humo, fuegos de artificio, mapas, tartas de cumpleaños, la piedra de Rosetta, los frescos de la Capilla Sixtina, las esculturas de Mount Rushmore, las famosas letras de Hollywood o el Coloso de Rodas. Desde el recuerdo más íntimo hasta el más desaforado afán de grandeza, los símbolos humanos pueden adoptar cualquier escala viable, y no hace muchos años todavía ciertos astrónomos creían discernir en el planeta Marte una red de canales creados por extraterrestres.
Es decir, el ser humano no sólo representa: también interpreta. Vemos animales, rostros o sombreros en las nubes, espíritus en los aullidos del viento, signos en las constelaciones, virtudes mágicas en raíces, amuletos o colores, OVNIs, yetis, vírgenes y señales de tráfico. Y, para bien o para mal, les asignamos un significado.
El ser humano es, antes que ninguna otra cosa, una máquina de símbolos. O tal vez es que necesita de símbolos para poder escoger entre dos montones de forrraje exactamente iguales.
Como el famoso asno de Buridan.
Que, por no poder escoger, murió de hambre.
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