Hace pocos meses, en Lisboa, en un acto específicamente organizado para tal fin, se declararon oficialmente las "Nuevas siete maravillas del mundo". Tras una encuesta, todavía abierta, en la que han participado más de 100 millones de personas, los ganadores han sido los siguientes:
· Las pirámides de Chichén Itzá, en la península de Yucatán. El centro político y económico de la antigua civilización maya, en cuyos altares, según las crónicas, se cometían atroces sacrificios humanos.
· El Cristo Redentor que corona el Monte Corcovado, en Rio de Janeiro. Pocos habitantes del planeta no habrán visto alguna vez su imagen, con los brazos extendidos, filmada a vuelo de pájaro desde un helicóptero.
· El Coliseo de Roma. Ante sus puertas, miles de espectadores se agolpaban para ver un espectáculo de gladiadores despedazados por leones. Veinte siglos de Historia lo han convertido en un decorado ideal para filmar películas románticas.
· El Taj Mahal, edificado por un shah en memoria de su difunta esposa. El shah, encarcelado años después, se consolaba (o se entristecía) atisbando el imponente mausoleo a través del ventanuco de su celda.
· La Gran Muralla China. Una psicosis de 6.700 kilómetros, para hacer frente a la amenaza del imperio mongol.
· La ciudad de Petra. En el corazón mismo del Oriente medio, entrecruzada por una red de canales y cisternas en la frontera misma del desierto.
· El Machu Picchu, colgado de las nubes más que de las faldas de los Andes. Símbolo también de una civilización desaparecida, y olvidada después durante trescientos años.
Con un buen grado de aproximación, pues, dado el tamaño de la encuesta, podemos deducir que esas siete maravillas democráticas representan de alguna forma los grandes valores espirituales de nuestro planeta, hoy. Pero ¿por qué valoran tanto esas piedras tantos millones de personas?
La encuesta no lo dice: habría que preguntárselo a los encuestados (y confiar en que ellos sabrían explicárnoslo). Pero a mí se me ocurren algunas conclusiones. Tres de las siete maravillas son ciudades. Chichén Itzá y Machu Picchu eran capitales de un imperio y, por lo tanto, símbolos de poder geográfico. Petra, en cambio, no fue más que una encrucijada de caminos: un gigantesco zoco, una ciudad-hipermercado.
Otras tres maravillas fueron también producto de respectivos imperios, pero por distintas razones. El Coliseo era el antecesor de los Mundiales de football, el Disneylandia de los romanos. El Taj Mahal, únicamente un mausoleo: la memoria y el amor de un simple ser humano, engrandecidos por la circunstancia de que ese ser humano era un emperador. Y la Muralla de China, tal vez un monumento a la paranoia, a la que los seres humanos tantas veces hemos sido arrastrados colectivamente.
Por último, el Cristo de Rio, con su cinematográfico predicamento, es un símbolo de fe. Y de poder, naturalmente. A mí me habría gustado que entre esas siete maravillas votadas hubiera alguna que rindiera culto a la razón humana, como la Torre Eiffel, la Universidad de Cambridge, la teoría de la relatividad o la fábrica en cuyo interior se ensambló la primera lavadora.
En resumen: dominación, riqueza, y fe en lo sobrenatural. Nada nuevo bajo el sol, pues. Parece que, pese a las acusaciones de materialismo que la denostan, la sociedad moderna sigue dejándose fascinar más por los delirios de poder, la sinrazón de las masas y los afanes de grandeza que por los ídeales científicos o los sentimientos humanos.
(Las siete maravillas del mundo de la Antigüedad, en http://rickymango.podomatic.com/)
sábado, 15 de diciembre de 2007
Las nuevas siete maravillas del mundo
a las 16:27
Palabras clave: ambición, Cambridge, Chichén Itzá, Coliseo, Cristo Redentor, fe, imperio, lavadora, Machu Picchu, Muralla China, Petra, poder, siete maravillas, símbolos, Taj Mahal, Torre Eiffel
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