Cuando los empleados del zoológico vinieron a llevarse los restos del cocodrilo, el agua cubría ya las aceras de la calle, y en el interior del bar empezaban a formarse los primeros charcos. Afuera, la lluvia no cesaba. Remedios, alarmada, acondicionó la exigua buhardilla que había sobre la cocina y se preparó para lo peor.
Acondicionar era mucho decir. En realidad, Remedios había subido a la buhardilla un par de sillas, el colchón de su dormitorio, ropa de cama, algunas provisiones y, por supuesto, la radio, para poder escuchar el football el domingo por la tarde. Mientras acarreaba todas esas cosas por la estrecha escalera de paredes desconchadas, en la mente de Remedios se iba gestando un plan.
Al llegar la noche, en efecto, el agua inundaba ya el resto del bar y las habitaciones. Manolo y ella, a zapatos quitados, iban de un lado para otro mientras evaluaban la situación. En esas condiciones no se podía pasar la noche en los dormitorios, sentenció Remedios. Sólo la humedad ya era desaconsejable para la salud. Pero es que, además, la lluvia no amainaba, y corrían el peligro de despertarse flotando como náufragos entre las cuatro paredes del bar. La única solución era la buhardilla. Ya había preparado ella las cosas para pasar la noche. Y, empuñando una vela y unas cerillas, tomó la delantera escaleras arriba.
Manolo la siguió. En lo alto del techo de la buhardilla, una única bombilla parpadeaba. En cualquier momento se irá la luz, dijo Remedios. Anda, anda, quítate esos pantalones, que están empapados, y ponte estos otros que te he subido. Aparentando indiferencia, se dio media vuelta y, agachada sobre el infiernillo, se ocupó de calentar una olla de cocido. Manolo se cambió rápidamente. Para no tener que contemplar las posaderas de Remedios balanceándose al ritmo del cucharón, se acercó a mirar por el ventanuco que daba a la calle. Las ventanas de los vecinos parpadeaban al compás de la bombilla y, a la luz intermitente de los relámpagos, la calle entera parecía un gigantesco mensaje en Morse impetrando a los dioses que detuvieran la lluvia.
Comieron en silencio. Al terminar la cena, Remedios bajó a fregar los platos a la cocina, pero subió casi inmediatamente, con el bajo de las faldas empapado. Ni fregar he podido, dijo. Aquello parece el estanque del Retiro. Y, mirándose la falda mojada, experimentó un temblor. Tengo frío, añadió. Mira, será mejor que nos metamos ya en la cama. Manolo entonces miró el único colchón tendido en el suelo, donde a duras penas cabían dos personas, miró después a Remedios, y dijo:
-No sé si esto va a ser muy decente.
-Mira, por una noche nos apañaremos como podamos. Aquí los dos somos ya mayorcitos, ¿no crees?
La voz de Remedios sonaba entre intimidatoria y asustada. Volvió a temblar. Su mano recogió el borde de la falda, y sus dedos exprimieron la tela. Un pequeño goteo de agua acumulada regó el suelo.
-No mires -dijo. Y, volviéndose de espaldas, se desvistió. Aguardó en paños menores hasta que le pareció que Zanzón estaba ya en la cama, y se deslizó entre las sábanas hasta que los brazos de ambos, inevitablemente, se tocaron.
-Ay, ahora se me ha olvidado apagar la luz.
-Ya voy yo -dijo Manolo. Pero, en el instante en que empezaba a levantarse, al otro lado de la ventana un rayo rasgó la oscuridad de la noche, y la bombilla se apagó definitivamente.
Remedios tiritaba. Tápate bien, aconsejó Manolo. Su voz sonaba indecisa. Entonces ella, de espaldas a él, acercó su trasero al cuerpo masculino, buscando calor, y al toparse con él sus nalgas percibieron una señal. De improviso se dio la vuelta, respirando fuerte. Ya no tenía frío.
-¡Poséeme! -exclamó entonces al oído de él, con voz ronca.
La lluvia, indiferente, repiqueteaba con furia sobre las tejas de la buhardilla.
viernes, 9 de noviembre de 2007
La inundación
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