Esta caricatura fue encontrada entre las ruinas de Pompeya. Representa a un político romano de la época. Nada más verla, nuestra memoria nos conecta automáticamente con el catálogo de imágenes que todos [los videntes] guardamos en nuestro recuerdo.
Pero esa conexión es, generalmente, vaga. A mí esta caricatura me recuerda a algún Papa, pero no sabría decir cuál. Si hago un pequeño esfuerzo, puedo recobrar de mi pasado otras memorias de cabezas parecidas, más o menos antiguas, pero deshilvanadas. Nuestra memoria visual no rebusca a través del tiempo, sino a partir de una colección de rasgos: es espacial, no temporal.
Muchas veces he tratado de desentrañar el secreto de las caricaturas. ¿Cómo es posible que una cara groseramente desproporcionada nos recuerde tan vívidamente un rostro real? ¿En qué piensa un caricaturista cuando empuña un lapicero y se enfrenta a una figura humana? ¿Cómo es posible encajar una nariz de boniato entre dos pómulos desmesuradamente altos sin perder la semejanza con el original, y cómo es posible que al hundir la barbilla para exagerar la curva del mentón no nos tropecemos con el cuello? A primera vista, podría parecernos una tarea sobrehumana analizar una caricatura en términos geométricos.
Y, sin embargo, eso es lo que hizo Susan Brennan en 1982. ¿Cómo? Veamos. Dibuja una cara normal (el promedio de todas las que puedas reunir), superpón a ella la cara que quieres caricaturizar, y mide en cuánto se desvían sus facciones de los rasgos 'normales'. Seguidamente, exagera esa desviación y empieza a dibujar de nuevo. El resultado será... una caricatura.
Entonces, ¿podemos deformar nuestro rostro de muchas maneras distintas sin que deje de ser 'nuestro' rostro? ¿Hacia dónde y hasta dónde podemos estirar nuestras facciones? ¿En qué punto se 'romperá' esa representación todavía nuestra para convertirse en la caricatura de otra persona?
No son preguntas baladíes. Los conceptos visuales son elásticos y, llegado un punto, se rompen. Siempre me ha fascinado ver, en las películas de dibujos animados, cómo un gato se convertía en un avión de hélice, un zorro quedaba aplanado por un yunque, o un feroz bulldog recorría una cañería de extremo a extremo como si estuviera hecho de chicle.
No todos los conceptos son igualmente elásticos. Un sonido admite infinitos timbres pero, apenas variamos su frecuencia, pierde su identidad. Un cuarto de tono es suficiente para darle a una nota color de blues o tristeza de soleares. El tictac acompasado de un reloj puede adormecernos, pero el goteo imprevisible de un grifo es capaz de disparar nuestra adrenalina hasta el punto de sacarnos de la cama en mitad de la noche.
Pero también es cierto que donde caben dos, caben tres. Bajo una lupa, una simple hoja de acacia se convierte en un paisaje, y movimientos tan triviales como ponerse de puntillas caben en un solo concepto... hasta que recibimos nuestras primeras clases de danza. ¿Dónde estaban antes todas esas sutilezas que ahora descubrimos? No importa. Nuestra conciencia puede analizar esos movimientos musculares que hasta hoy sólo conocíamos remotamente, o puede incorporar en su mapa mental las nervaduras más finas de una hoja, la ubicación de Uzbekistán o los cráteres de la Luna. Lo importante es que todos esos conceptos nuevos caben en el paisaje.
Conceptos inamovibles, y conceptos elásticos. ¿Podemos construir una teoría sobre el funcionamiento de nuestra mente a partir de estas dos ideas? Los mandarines de la lingüística, anclados todavía en una visión inmutable -es decir, medieval- de los conceptos, no parecen entenderlo así. Y yo no parezco ser capaz de convencerlos de lo contrario. De momento, la partida la ganan ellos.
Pero, para mí, está simplemente en tablas. Todavía.
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